ZOCH, NOVELA, PRIMERA ENTREGA




ZOCH
UNA AVENTURA DE FERDINAND BLAKE
(NOVELA)
Por Pedro Fernández Cuesta





CAPÍTULO UNO


1. Los dos hombres estaban en pie, en medio de la oficina.
El hombre que, alto, atlético, apuesto y bien trajeado, sujetaba el libro entre sus manos (─No me cansaré jamás de leer este magnífico poema, Manfred…) era el detective Ferdinand Blake.
─¡Dios mío! ¿Será capaz de leérmelo otra vez? ─pensó Manfred Strong.
Ferdinand Blake parecía haber sobrepasado la treintena hacía unos dos o tres años. Manfred Strong aparentaba sobrepasarle en edad… unas dos décadas.
Aún más alto y robusto que su jefe, Manfred era también un tipo elegante y de imponente presencia. Lucía un poblado bigote ya anticuado para la moda de entonces. (Es decir, la de la década de los treinta). Blake iba completamente afeitado.
─No me cansaré jamás de leer este magnífico poema, Manfred… sobre todo la parte en que él cree que han llamado a la puerta y, de repente…
Y, de repente, interrumpiendo el discurso de Blake, sonó estridente el timbre de la puerta; cosa que alegró bastante a Manfred.
─¡Vaya!, parece que llaman a la puerta, yo abriré ─dijo, y, para sus adentros, pensó: ─¡Uf, me salvó la campana!
Cuando Manfred abrió la puerta vio ante sí a un pulcro sexagenario de plateado cabello (lo llevaba, como Manfred y Blake, bien peinado hacia atrás, como se estilaba entonces). Vestía gabardina (la tarde amenazaba con una inminente tormenta), y sujetaba el sombrero con su mano izquierda.
─Buenos días, mi nombre es Pelagius Craft, y vengo en representación de Terence Rich, que desea contratar los servicios del detective Blake ─dijo el recién llegado.
─Adelante, caballero, pase usted.
Pelagius Craft era de buena estatura, delgado, de mirada algo vidriosa y tenue sonrisa forzada. Parecía un hombre tranquilo, contenido, prudente, que sabía sopesar bien sus palabras antes de pronunciarlas con su bien timbrada voz de tono algo agudo, con su algo afectada y débil voz. Voz que contrastaba con la firme, grave y natural forma de hablar que tenían Manfredf Strong y el detective Ferdinand Blake.


2. Media hora le llevó a Pelagius Craft explicar el asunto que le había traído ─como representante de Terence Rich─ a aquella oficina.
─Entonces, si no he entendido mal ─dijo Blake tomando la palabra─, hará cosa de una semana, en el Museo de Arte Moderno, alguien arrojó pintura roja sobre un cuadro de Zoch, el famoso pintor; luego, hace cosa de dos días, en otro museo de la ciudad, el Centro de Arte Contemporáneo, otro cuadro del mismo pintor corrió idéntica suerte… sin que la policía haya dado, por ahora, con el autor ─o autores─ de ambos actos vandálicos. Míster Rich, a quien usted representa, posee en su mansión ─también aquí, en la ciudad─ varias pinturas del artista Zoch, y teme que estas obras puedan sufrir la misma fatalidad que las otras pinturas corrieron.
─Exacto ─asintió Pelagius Craft que, acomodado en un sofá, sujetaba en su mano derecha un humeante cigarrillo.
«Pues a mí» pensó Manfred, «ese famoso pintor Zoch no me suena de nada, la verdad.» El corpulento ayudante de Blake, de pie junto al sofá, con las manos en los bolsillos, había escuchado en silencio la exposición de Pelagius, así como el resumen que de la misma su jefe había comenzado a hacer y, tras breve pausa, se disponía a continuar.
─También me ha contado usted ─prosiguió Blake─ que el cuadro del Museo de Arte Moderno, al que se agredió, era el único del pintor Zoch que dicho museo poseía, mientras que el Centro de Arte Contemporáneo, aunque sólo mostraba el público una obra de Zoch –la agredida en segundo lugar─ poseía en sus fondos un número considerable de pinturas del artista. Además, creo haber entendido –corríjame si me equivoco─ que los cuadros agredidos tenían un mismo tema: peleas de perros.
─Exacto ─asintió Pelagius con los ojos vagamente fijos en los de Blake y sin perder un solo instante su artificial sonrisa. El humo del cigarrillo velaba en parte su rostro.
Blake, que había estado sentado en un sillón frente a Pelagius, se puso en pie.


3. Las cosas sucedieron así: La noche del viernes ocho de octubre, en el Museo de Arte Moderno de Bigstrong City, alguien arrojó pintura (un tipo de pintura de desconocida composición) sobre un óleo del célebre artista Zoch. El título de la obra, “Pelea XV”, hacía referencia a la serie de cuadros sobre peleas de perros que, durante mucho tiempo, ocupó al pintor.
Luego, la noche del doce de octubre, aún no repuesto el ambiente  del arte de la impresión causada por la enojosa noticia, otro óleo de Zoch –que se exhibía en el Centro de Arte Contemporáneo de Bigstrong City─ fue también víctima de otro salvaje acto de idénticas características al perpetrado en el Museo de Arte Moderno.
Después, el día catorce de octubre, temeroso de que sus cuadros de Zoch pudieran estar en peligro, el millonario Terence Rich –poseedor de una valiosa colección particular de arte─ mandó a Pelagius Craft, su fiel administrador, a contratar los servicios del detective privado Ferdinand Blake.
─Sólo pensar que un desaprensivo pueda estropear uno solo de mis valiosísimos cuadros –había dicho míster Rich a su administrador─ hace que me hierva la sangre y se me hiele en las venas.


4. Zoch, el más joven pintor ─que nosotros sepamos─ con obra en los principales museos de Bigstrong City, comenzó a pintar sus cuadros sobre peleas de perros ─hoy míticos─ con sólo veinte años, y aún no había cumplido los treinta cuando dio por finalizada la serie. Zoch siempre ha sido claro respecto al significado de estas pinturas. Sus peleas de perros son una denuncia de la violencia en general. Son pinturas simbólicas; y sabiendo esto nos viene con facilidad la frase de Thomas Hobbes: «El hombre es un lobo para el hombre». Bajo estas líneas, una fotografía reciente de Zoch, en la que aparece acompañado por su prometida, la pintora Martha Reiyel.
Blake y Manfred estaban ya solos en la oficina. Hacía ya casi una hora que Pelagius Craft se había marchado. Manfred sostenía entre sus manos un recorte de prensa (cuidadosamente montado sobre una cartulina). En él mostrábase un breve texto, que acababa de leer, y, acompañándolo, una fotografía que, en ese momento, contemplaba. En ella podía verse, acompañado por su prometida, la pintora Martha Reiyel, al pintor Zoch.
─Entonces usted sí había oído hablar del tal Zoch ─dijo Manfed.
─Sí, y también conocía, aunque no en profundidad, su obra. Este recorte es la única información que poseo sobre Zoch. Y no la guardaba como detective, sino como diletante. Es un gran pintor; creo que sus obras expresan algo profundo…
─Si usted lo dice ─interrumpió Manfred─ será sin duda cierto; yo, como nunca he visto una pintura suya, no puedo opinar. Además, no entiendo ni jota de arte. Creo en cambio entender algo más de belleza femenina, por lo que puedo aseverar, sin temor a errar, que Zoch es un hombre afortunado. ¿Conoce usted la obra de… (Manfred bajó la mirada para leer el nombre en el recorte)… Martha Reiyel?
─Sí, es una pintora excelente.
El recorte era del Bigstrong Herald y tenía fecha (anotada a mano por Blake) del año pasado. En la foto, Martha Reiyel y Zoch parecían una pareja de postal. Ella, con su cabello ondulado y largo, la romántica expresión de su rostro y su blusa marinera. Él, con su pelo negro bien peinado hacia atrás, su rostro totalmente afeitado, su frente despejada y su aire latino.


5. La primera decisión que tomó Ferdinand Blake fue la de hacer que un vigilante se instalara en la mansión de Terence Rich. La mansión albergaba, junto a otras muchas obras de diversos artistas, los cuadros de Zoch que el millonario poseía. Como vigilante escogió Blake a Taddeo Sullivan, un marinero retirado al que todos llamaban Old Saily.
─Me alegro ─pensó Old Saily─ de que míster Blake se haya acordado de mí para este cómodo y bien remunerado trabajo, pues los forros de mis bolsillos ya empezaban a criar telarañas.


6. Old Saily se acercaba a los sesenta si no los había cumplido ya. Era un ex marino férreo, bien curtido en aventuras sin cuento. Sobre sus vivos ojos destacaban unas notables cejas algo selváticas, grisáceas como sus bien cuidados patillas y su no menos cuidado cabello. A pesar de su edad, su pelo, que peinaba hacia atrás, era espeso; el tiempo había despejado algo su frente, pero sus entradas, poco destacadas, nunca habían pasado de un estado incipiente. Las facciones de su rostro eran rotundas, pétreas, pero sin dejar de ser equilibradas y amables. Old Saily era todo vigor, pura fibra. Solía llevar jersey de cuello alto azul marino y, ¿cómo no?, fumaba en pipa.


7. Para dar comienzo a sus pesquisas, Ferdinand Blake ─acompañado por su ayudante Manfred Strong─ acudió a la Comisaría Central de Policía de Bigstrong City, donde había concertado una entrevista con su buen amigo el comisario Hannibal Marshall, más conocido como el Jefe Marshall.
─Siento deciros que poco o nada voy a poder contaros que no haya contado ya a la prensa.
─Aún así ─dijo Blake─ nos gustaría conocer su versión, Jefe Marshall.


8. El Jefe Marshall se acercaba a los sesenta si no los había cumplido ya… hacía dos o tres años. Era un policía firme como una roca, bien curtido en las duras lides de su oficio. Si había llegado a ser la mayor autoridad policial de Bigstrong City, no había sido por casualidad, se había ganado el cargo a pulso. Sus ojillos, vivos e inquisitivos, eran reflejo de una mente inadagadora y perspicaz. Peinaba hacia atrás sus ralos cabellos, mostrando unas destacadas entradas. Poseía una sobresaliente nariz, y, sobre su sonrisa conejil, lucía un bigotillo minuciosamente recortado. El Jefe Marshall era un hombre grueso y robusto; sus desmesuradas manos de pugilista no pasaban desapercibidas.


9. El mismo día en que se entrevistó con el Jefe Marshall, Blake habló con otro buen amigo, Álex Twain, sagaz periodista del Bigstrong Herald.
─Mi querido amigo Ferdy… ¿qué puedo decirte que no haya sido ya publicado en el Herald?


10. Álex Twain contaba treinta y cinco años de edad. Era un reportero animoso e infatigable, dueño de un sólido oficio y una no menos sólida reputación en el más importante diario de Bigstrong City, el Bigstrong Herald. Álex Twain era un sabueso con alma de escritor, o un escritor con olfato de sabueso. En lo físico, era un tipo alto y delgado. Una nariz puntiaguda, una mirada de águila, una vista de lince, un bigote sutil o la matemática raya central de su cabello. O una sonrisa franca que mostraba unos generosos dientes un pelín desproporcionados.


11. Mientras, Manfred Strong consiguió hablar con los vigilantes de los museos.
Ernest Graves y Mores Jones vigilaban el Museo de Arte Moderno la noche del viernes ocho de octubre, que fue cuando alguien arrojó pintura sobre un óleo del artista Zoch.
Rainer Clift y Casimir Young vigilaban el Centro de Arte Contemporáneo la noche del doce de octubre, que fue cuando alguien arrojó pintura sobre otro óleo del mismo artista.
Los cuatro vigilantes, al ser interrogados por la policía, aseguraron no tener ni idea de quién, cómo y cuándo (en qué momento de la noche) pudo hacer aquello.
Lo mismo le dijeron a Manfred Strong cuando éste, uno por uno, consiguió hablar con los cuatro.


12. –Descríbame a los vigilantes, Manfred ─dijo Blake.
─Edad y estado civil, descripción física y psicológica; ¿le parece bien el orden?
─Perfectamente, Manfred.
-Ernest Graves: sesentón, casado, tiene dos hijos mayores, probablemente nietos; actualmente vive con su esposa, los dos solos. No muy alto, ni delgado ni grueso, bigotillo recortado, ojos sombríos… pelo gris… bastante pelo, peinado hacia atrás. Es un hombre serio, muy parco en palabras, educado… no parecía estar a la defensiva, parecía, eso sí, contrariado por los acontecimientos. Sí, parecía sentirse culpable… avergonzado en cierto modo.
Moses Jones: cincuenta y pocos, diría yo; o tal vez menos. Soltero. Alto, fuerte, muy gordo, bigote fino… y calvo. Cara de póquer, que probablemente obedece a la desconfianza.
Rayner Clift: unos cincuenta y cinco o así; divorciado o viudo, parece que vive solo. Rostro enjuto. Peinado, para disimular su escaso cabello, con una forzada raya muy baja, al lado derecho. Elevada estatura. Receloso y… terriblemente antipático.
Casimir Young: cuarenta o cuarenta y un años, soltero. Ni grueso ni delgado. Estatura media. Pelo negro con raya a la izquierda y una buena nariz a lo Julio César. Muy correcto. No se muestra a la defensiva, pero es un hombre muy serio. No me extrañaría nada que hubiera sido policía.


13. Sabía Manfred, como Blake lo sabía, que no era fácil, ni siquiera para un experimentado profesional, sonsacar información; ni siquiera esos datos que nadie tiene, en principio, interés en ocultar. Por ejemplo, el estado civil. La edad es un tema más delicado. Si te presentas como detective privado y, tras mucho insistir, consigues que alguien acepte que le hagas unas preguntas, podrás preguntar directamente sobre algo que venga al caso; pero si preguntas «¿está usted casado?» o «¿qué edad tiene usted?» puedes esperarte un «¿y a usted qué le importa?» o algo por el estilo. Para obtener ciertos datos había que sonsacar, que es un arte que requiere habilidad.
¿Y no podía uno recurrir a la portera?
No, pues la portera, igual que te da la información a ti, también se la da a él. Y entonces perderás su confianza. Habrías cerrado una puerta en tus propias narices.
Lo más importante, en aquel primer contacto, era intentar ganarse la confianza de los entrevistados.


14. Ferdinand Blake pudo contemplar in situ, primero en el Museo de Arte Moderno y, después, en el Centro de Arte Contemporáneo, las dos obras dañadas. En ambos casos, la pintura arrojada había producido un efecto absolutamente desastroso. Apenas era posible distinguir algo tras aquellas brutales manchas que, desde el centro del impacto, se habían extendido en múltiples, por así decirlo, brazos concéntricos que, al detener su viscosa marcha, habían formado, siguiendo la ley de la gravedad, un chorreado de líneas verticales e irregularmente paralelas. Y luego, aquí y allá, salpicaduras.
Por unas reproducciones fotográficas que le fueron mostradas (unas por el director del Museo de Arte Moderno y otra por el conservador del Centro de Arte Contemporáneo) Blake pudo ver las dos obras tal como se exhibían antes del acto delictivo.
En la pintura del Museo de Arte Moderno, titulada “Pelea XV”, dos perros de terrible aspecto han saltado el uno sobre el otro. Es el momento del encontronazo. Se abrazan. Muestran los dientes. Les impulsa un instinto salvaje. Al fondo, una rústica empalizada. En ella, una alta estaca vertical, con un letrero con la firma del artista: Zoch. Nubes inquietantes en el cielo.
Ferdinand Blake, hombre culto, siempre se había interesado por la pintura.
─Es una gran pintura ─pensó Blake; una gran pintura de la que emana algo profundo. Algo profundo y goyesco. Profundo y espeluznante como dos hombres luchando a garrotazos, enterrados hasta las rodillas, en un paisaje turbador.
En la otra pintura (en la del Centro de Arte Contemporáneo), sin título, también dos terribles perros luchan entre sí. Aquí, un perro parece llevar ventaja sobre el otro, que, con la espalda contra la tierra, trata de zafarse de su adversario. Al fondo, la rústica empalizada, y, en ella, como en la otra pintura, el letrero con la firma: Zoch.
¿A qué raza pertenecían los perros de aquellas pinturas?
─Yo diría ─pensó Blake─ que los perros del cuadro del Museo de Arte Moderno tienen toda la pinta de ser de raza Pit Bull. En cuanto a los de la pintura del Centro de Arte Contemporáneo, pudieran ser una especie de Dogos… sí, y tal vez Dogos Argentinos.


15. Durante dos meses, Ferdinand Blake y Manfred Strong en su nombre, trabajaron a conciencia en el caso Zoch. Muchas ideas bullían en la cabeza de Blake, pero en definitiva… nada. «Nada hasta ahora, Manfred, y han pasado dos meses.»
Pero Terence Rich quería que Blake continuase con el caso. Y pagaba bien. Así es que Old Saily continuaba, a sus anchas, instalado en la mansión de Terence Rich, en calidad de vigilante. Noche y día vigilando la pinacoteca privada del millonario. A veces se tomaba algún respiro, claro. Entonces le sustituía su sobrino Little Saily, que era igual que él sólo que con treinta años menos y… con una importante diferencia: no había sido marinero en su vida.
Dos meses y nadie había vuelto a acometer contra pinturas, ni de Zoch ni de ningún otro artista.
El jefe Marshall se desalentaba. El Bigstrong Herald ya no se ocupaba del asunto.


16. Pero Álex Twain, el sagaz periodista del Bigstrong Herald, en calidad de ayudante voluntario de su amigo Ferdy, continuaba ocupándose del asunto; es decir, hacía horas extraordinarias sin afán pecuniario alguno. No era la primera vez que Álex ayudaba a Ferdy desinteresadamente, sin esperar nada a cambio. Bueno, lo más que estaba dispuesto aceptar era una buena botella de whisky, o, ya puestos, de bourbon de Kentucky (Porque Álex Twain ─reportero animoso e infatigable─ era de Kentucky). Durante horas sin cuento, codo con codo, Ferdy y Álex se quemaban las pestañas en la hemeroteca del Herald, en busca de… nada concreto. En busca, simplemente, de algo útil. Por supuesto, que quien más se quemaba las pestañas en la paciente tarea, con mucha diferencia, era Blake. No todos los días podía Álex encontrar algún momento para acompañar a su amigo en su búsqueda, claro está, pues el trabajo de periodista es absorbente y carece de límite horario. Sobre todo si trabajas en el más activo y vigoroso diario de Bigstrong City.


17. Blake caminaba por la calle cuando… «Esa atractiva joven se dirige hacia mí», pensó. Se saludaron. Él no la conocía. Ella a él sí. «Sigo sus casos en la prensa.» «Le admiro.» «Sé que usted podrá ayudarme.» dijo ella. «¿De qué se trata?» preguntó Blake. «Mi perro Chuck ha desaparecido», contestó ella. Blake reprimió una sonrisa, y ya estaba a punto de rechazar el caso (por prosaico) cuando tuvo una súbita intuición. «Descríbame a su perro, señorita.» «Chuck es un Dogo de Burdeos de un año, muy bueno y cariñoso, yo…» (Sheila Sullivan, que así se llamaba la joven, no pudo contener una lágrima) «Acepto el caso, señorita.»
Los árboles de la avenida habían perdido sus hojas. El tiempo era gélido. Con las manos en los bolsillos de su gabardina, Ferdinand Blake tenía ante sí una joven cuyo traje no cubría prenda de abrigo alguna. Una joven que mantenía los puños cerrados y temblaba ligeramente por el frío. Fácil le fue deducir a Blake que aquella mujer (que luego dijo llamarse Sheila Sullivan) se había acercado a él desde un lugar cubierto cercano, probablemente un coche. Y lo había hecho apresuradamente, olvidándose del abrigo o no queriendo perder tiempo en ponérselo. Llevaba un bonito sombrero acampanado que dejaba ver, en parte, una media melena, rubia y lisa, que la helada brisa invernal sutilmente despeinaba.
Aquella nubosa tarde, el humo de las altas chimeneas ascendía sinuoso. Otras chimeneas permanecían inactivas. Eran las vetustas chimeneas de la vieja Avenida George Washington. «Muchas gracias, míster Blake, sé que usted encontrará a mi Chuck.»«Haré lo que pueda, señorita.»
Blake contempló, no sin cierta delectación, cómo se alejaba Sheila Sullivan. El rítmico y leve contoneo de su cuerpo bajo el entallado y ajustado vestido. Sus finas y esculturales pantorrillas en sus medias de seda. Sus altos tacones que resaltaban aún más la esbeltez de su figura.
Y tenía razón: allí cerca estaba su auto. Subió a él, puso en marcha el motor y se alejó hacia el fondo de la avenida.


18. ¿Las agresiones contra los cuadros de Zoch podían ser un acto de protesta?
Investigando en esta línea, Blake dio con Charles Wood, presidente en Bigstrong City de “El Reino de la Paz, Asociación Pro Derechos Animales”. «Es cierto,  míster Blake», explicó Charles Wood, «que las peleas de perros están prohibidas en Bigstrong City, pero continúan teniendo lugar de manera clandestina… y pienso que la policía no hace todo lo que debiera hacer para acabar con ellas. (…) Ya que me lo pregunta, míster Blake, le diré que esas pinturas de Zoch sobre peleas de perros siempre me desagradaron.»


19. Manfred Strong continuaba investigando a los vigilantes de los museos. Una tarde, siguiendo subrepticiamente a uno de ellos (Casimir Young), Manfred fue atacado por dos individuos en cierto callejón. Tenían todo el aspecto de profesionales del crimen. Sabían boxear. Conocían las reglas del deporte, pero estaban dispuestos a saltárselas vilmente en su provecho. Pero también y mejor las conocía Manfred Strong, el cual salió victorioso respetando noblemente las reglas del marqués de Queensberry. Los facinerosos se batieron en retirada… y escaparon.
Aparentemente el menos, Casimir Young (el de la buena nariz a lo Julio César) no se percató ni de que le seguían ni del ataque de que fue objeto Manfred Strong. ¿Tenía este ataque relación con el hecho de seguir a Casimir Young?


20. Algún día, cuando podía, le acompañaba Álex Twain, el sagaz periodista. Pero aquel día, Ferdinand Blake se encontraba solo en la hemeroteca del Bigstrong Herald, entregado a su paciente tarea. Entonces, Blake dio con una sucinta noticia en un ejemplar de hacía ya siete años. En la pequeña localidad vecina de Zane City, un joven de mala reputación (así se contaba en el periódico) había agredido a un probo ciudadano. No se daban nombres. En el momento de ser detenido por un policía, el joven pretendió justificar su inexcusable proceder (así se contaba en el periódico) aduciendo que el respetable transeúnte estaba maltratando a un pobre e inocente perro.
Blake se puso en camino hacia Zane City.


21. ─Espero que no sea éste un viaje en vano ─pensó.
Con las manos al volante, Ferdinand Blake se deslizaba con ligereza, en su potente auto, por la monótona carretera. En torno, el paisaje. Las grandes montañas imponiendo su rotunda presencia. Los árboles, ya totalmente desposeídos de sus hojas. Las veleidosas nubes…
─Dos pendencias caninas abolidas.
  El perrito de Sheila se ha perdido.
  Un probo ciudadano acometido…
Bueno, ya tengo tres versos del soneto ─pensó Blake–. Espero que sean definitivos.


CAPÍTULO DOS


1. Welcome to Zane City.
El coche de Blake entró en la ciudad. Primero, pequeñas casas mísera, destartaladas; algunas con las paredes tan profundamente agrietadas que parecía que, de un momento a otro, iban a venirse abajo. Una vieja carreta, con ruedas de hierro oxidadas. Un decrépito muro de adobe y, tras él, los árboles con sus ramas desnudas. Luego, los impersonales bloques de pisos, de escasa altura, con sus descoloridas fachadas. Después, pronto, las buenas casas con jardín, en la que parecía ser la calle principal. Allí, también, una pintoresca iglesia, construida con buena madera, muy bien conservada a pesar de los muchos rústicos y neogóticos años que debía de tener. Y allí se detuvo. Cerca de la iglesia, pues allí mismo había un espacio. No era tan fácil encontrar un sitio para aparcar. Era una tarde fría. Mientras se apeaba del automóvil, Blake pensó que Zane City no parecía una localidad tan pequeña como decía el número atrasado del Herald. Claro que hay que tener en cuenta que grande y pequeño son conceptos relativos y, además, el periódico que consultó, sin ser tan vetusto como la iglesia (igual es centenaria) tenía sus siete añitos (aunque no sé si eso…) «No, no sé si eso… Desde luego, comparada con Bigstrong City esta ciudad es pequeña. Evidentemente. Bueno, bueno… ahora lo que hay que hacer es preguntar a un transeúnte adecuado… a ver, a ver…» Blake ya estaba allí (Welcome to Zane City). Y ahora estaba por ver si había hecho bien en dar crédito a su corazonada. Un policía caminaba pausadamente, con las manos en la espalda. Estático ante el escaparate de una tienda, un muchacho, pecoso y rubicundo, contemplaba extasiado un bate de béisbol. Una niña con su abrigo y su gorro de invierno pasó ligera, deslizándose sobre sus patines. Una anciana caminaba lentamente, con el carrito de la compra, en dirección opuesta. A buen paso y en la misma dirección avanzaban, cogidas del brazo, dos jovencitas. Hablaban de manera atolondrada, pasando del cuchicheo a la risita nerviosa o al chillido. De mediana edad, un recio y barbudo individuo, con su bien encasquetado sombrero de cowboy, paseaba sin prisa, deleitándose con su cigarro puro. La decisión de Blake fue rápida. El del puro fue el elegido.
─Perdone que le moleste…
El hombre del puro se detuvo y le miró de frente, con atención, sin ninguna desconfianza.
─¿Puedo ayudarle en algo, amigo?
─Verá usted…
─Es forastero, ¿verdad?
─Sí, soy forastero; pero, hace ya tiempo, estuve aquí en Zane City, de paso, como ahora; entonces hice buenas migas con un joven, que hoy no lo será tanto, claro, llamado Charles Wood. Pasaba por aquí y me dije: ¿qué habrá sido del bueno de Charles?
─Charles Wood, Charles Wood… Me parece que si no me da más datos…
─Pues mire ─precisó Blake─, este Charles Wood del que le hablo era muy amante de los animales…
─¡Ah, no me diga más, amigo! ─ exclamó el del puro–. Usted pregunta por el que fue pianista del Café de Cooper… Sí, sí, un gran amante de los animales… ¡Por todos los diablos!, ya lo creo que amaba a los animales… Y a causa de eso se metió en un buen lío…
─¿Un buen lío?
─Golpeó a un tipo importante, ¿sabe?, y sólo por defender a un gato… o a un perro ¡Por todos los diablos!, su amigo era un tipo muy… peculiar.
─¿Era?
-Bueno… Lo digo porque hace ya tiempo que él no vive aquí, en Zane City… o al menos eso creo. No sé dónde andará ahora, pero le aseguro que no vive en Zane City. Él era aquí muy conocido por ser el pianista del Café de Cooper. Me imagino que cuando usted le conoció… hace diez años, ¿no?, él todavía no trabajaba allí.
─¿Aún existe el Café de Cooper? ─indagó Blake.
─Sí, claro… ¿Conoce el lugar, no?, pues ahí sigue Ned Cooper al pie del cañón. Él le podrá dar más información sobre Charles Wood.
─Muchas gracias por todo, ha sido usted muy amable.
─De nada, amigo… ¡Quede usted con Dios!
El hombre del puro siguió su camino con parsimonia. Primero avanzó en línea recta, pero pronto torció por una bocacalle, perdiéndose de vista.
Blake abordó entonces a otro peatón; esta vez a un joven engominado.
─Perdón, ¿El Café de Cooper?
El joven le explicó cómo llegar. No estaba lejos el establecimiento. Blake se puso en camino, a buen paso.
Era una tarde triste, de esas que pueden alegrar a los románticos. Blake lo era.
Cuando, siguiendo las indicaciones del engominado, abandonó a que parecía ser la calle principal (porque lo era), la presencia humana bruscamente disminuyó, para luego, al cambiar Blake nuevamente de dirección, casi desaparecer. Ahora caminaba por una calle casi desierta. «El invierno es una estación solitaria», pensó casi maquinalmente. Y luego, con más reflexión matizó: «Una soledad paliada para unos o acrecentada para otros, feliz o lamentablemente, con la llegada de las fiestas navideñas.» Por estos caminos mentales (casi vericuetos) transitaban (casi vagaban) los pensamientos de Blake.  Mientras caminaba al Café de Cooper.
Blake frunció el entrecejo. Las Navidades ya estaban cerca y el caso Zoch no había avanzado nada en dos meses, claro que ahora…
─Mejor no cantar victoria ni hacerme ilusiones. Aunque lo cierto es que mi intuición dio en el clavo, ya que aquel joven de mala reputación, aquel del que hablaba el número siete años atrasado del Herald, era verdaderamente Charles Wood, el presidente en Bigstrong City de “El Reino de la Paz”, la asociación pro derechos de los animales. Si bien hay que ir con cautela, las piezas parecen encajar. Pues un sujeto que fue capaz de agredir a un tipo por maltratar a un perro… pudo ser capaz, también, de ensañarse con un par de cuadros, los de Zoch, si pensó que, por su temática, hacían propaganda de esas peleas de perros, que su asociación combate. Charles Wood me confesó, sin ningún tipo de reserva, que a él siempre le desagradaron esas pinturas de Zoch sobre peleas de perros. Y no deja de chocar esa confesión. Si él fue el autor del delito… ¿por qué declarar algo que podía ponerle en el punto de mira? Para confundir, tal vez. Y lo gracioso es que estos cuadros de peleas de perros fueron pintados, según Zoch, con intención de denunciar la violencia. Y yo, que creo entender algo de pintura, me inclino a pensar que Zoch no miente. Lástima no haber podido hablar con él, pero se encuentra tan lejos que… ¡Ah, aquí está!
Sí, allí estaba ante él, en la calle solitaria, el Café de Cooper.


2. Un rótulo, elegantemente diseñado, sobre la puerta del establecimiento lo anunciaba: Café de Cooper. Eran letras de estilo modernista, que describían con imaginación curvas y contracurvas, permitiendo, al mismo tiempo, una perfecta legibilidad.
Entró en el local, y vio un lugar espacioso, pulcro, más bien elegante…
─Pocos parroquianos ─pensó.
Desde la puerta, Blake caminó unos pasos; luego había que bajar unos pocos peldaños y recorrer, para llegar a la barra, unos cuantos metros. Durante ese trayecto, se fijó en un piano sobre una no muy elevada tarima. Se trataba de un piano vertical de caoba, posiblemente de principio de siglo, que en aquel momento reposaba silencioso. Junto a él, la banqueta a juego.
─Como el arpa de Bécquer ─pensó Blake─, pero sin una mota de polvo.
Una música de jazz ambientaba el lugar.
─Bix Beiderbecke ─pensó acertadamente Blake.
La música procedía de un disco, que giraba en la pletina de un mueble radio tocadiscos de esos de buena madera y elegante diseño.
También se fijó, durante ese trayecto de la puerta de entrada a la barra, en dos hombres jóvenes, bien trajeados y repeinados, que charlaban, fumaban y bebían con una alegre desenvoltura que parecía ensayada. Y reparó, asimismo, en una pareja de enamorados que, en otra mesa…
─Muy buenas tardes, señor ─dijo entonces, con voz firme y simpatía excesiva, el camarero que, con los ojos fijos en él (casi sin pestañear) y con una sonrisa de anuncio de dentífrico, le había estado aguardando tras la barra.
─Buenas tardes ─contestó Blake.
Y, tras quitarse el abrigo, se sentó ante el mostrador, en uno de los altos taburetes. En otro acomodó su abrigo, no sin antes haberlo doblado cuidadosamente, y, sobre él, colocó su sombrero. El resto de los taburetes, a lo largo del mostrador, estaban vacíos.
─Tenemos una percha a la entrada, a su disposición ─dijo, procurando acentuar aún más su simpatía, el camarero; lo cual era prácticamente imposible.
─Ya ─contestó Blake.
─Es la primera vez que viene por aquí, ¿verdad?, ¿qué va a tomar?
─Póngame un whisky solo.
─¿Un Johnnie Walker, un Chivas Regal, un Vintage Balblair…?
─Johnnie Walker.
─¡Johnnie Walker, el whisky de la realeza británica! ─exclamó, haciendo visajes (de un modo grotesco, por no decir grosero), al tiempo que alzaba los brazos, el camarero. Y lo hizo mientras exhibía la botella de whisky en la mano derecha y un vaso en la izquierda.
Los pocos parroquianos del Café de Cooper volvieron la cabeza, pues el camarero pronunció su exclamación a voz en grito. Pero sólo fueron actos reflejos; instantáneamente regresaron a lo suyo: los repeinados a su cháchara y los enamorados a sus confidencias.
Aquel grotesco camarero era un hombre de edad madura, alto, ancho de hombros y manos de pugilista.
Con esas manos brutales (pero hábiles) llenó el vaso hasta el borde, sin dejar de sonreír.
Su rostro casaba bien con sus manos, pues su nariz rota, su mandíbula poderosa, su cuello de toro y una oreja deformada (la izquierda) revelaban que aquel hombre, ahora tras un mostrador, también había estado, y no pocas veces, entre las cuerdas de un ring. Completemos el retrato de este tipo diciendo que lucía una reluciente calva, que tenía unos ojos excesivamente pequeños y que ostentaba una boca (con gruesos labios) excesivamente grande.
Entonces advirtió Blake que, en unas fotografías modestamente enmarcadas y de pequeño tamaño, al fondo, en la pared tras la barra, aquel hombre, aquel grotesco tipo que acababa de servirle el whisky, se multiplicaba rejuvenecido. «Quien decora un local con fotografías de sí mismo… es probable que sea el dueño», pensó Blake, «por lo que es muy probable que este hombre sea… Ned Cooper.» Un joven Ned Cooper como boxeador, posando en unas fotografías que tenían un montón de años. «Entonces tenía un buen pelo», pensó Blake, «pero por lo demás…» Luego, a la derecha de estas fotografías, le llamó la atención una pintura al óleo de gran formato, situada allí donde, en otros establecimientos de esta índole, suele situarse un gran espejo. Representaba el óleo a un grupo de músicos de jazz, tocando sus respectivos instrumentos. Todos ellos eran blancos. «Usted es Ned Cooper, ¿verdad?», preguntó Blake. Y no se equivocó. Ned Cooper hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, y Blake continuó diciendo: «Yo ya he estado aquí… una sola vez, ¿sabe?, fue hace diez años, y vine en compañía de un joven con el que había hecho buenas migas en esta ciudad, en Zane City. Yo estaba aquí de paso… por mi trabajo, ¿sabe?; mi trabajo me lleva siempre de un sitio para otro.» Blake hizo una pausa en su discurso para echar un trago (El whisky de la realeza británica era realmente excelente). Luego, retomando el hilo del discurso, explicó: «El joven que le digo trabajó aquí de pianista…»
─¡Así que es usted amigo de Charles Wood! Y dice que estuvo aquí con él…
─Sí, pero sólo una vez, y hace ya diez años.
─Pues aún así… ¡Oiga, siempre he presumido de ser bueno para las caras! Nunca olvido una, y me extraña no recordarle a usted si estuvo aquí, aunque fuera hace diez años y una sola vez. Y más me extraña si estuvo aquí en compañía de Charles. No digo que tuviera que acordarme de su nombre, pero se me hace raro que no tenga de usted ni un ligero recuerdo. ¿Dice que estuvo hace diez años? Hace diez años… hace diez años… ¡sí! ─exclamó Ned Cooper haciendo un brusco movimiento adoptando, por un instante, una pose de boxeador─, sí, sí… en aquella época Charles aún no trabajaba aquí como pianista…
─No, no, aún no… pero alguien me dijo que luego…
─¡Vaya, vaya! ─interrumpió Ned Cooper─¡ese bendito diablo de Charles Wood! Tenía  un swing muy personal, ese bribón… ¡Apostaría a que el piano no le ha olvidado!
Blake, mientras echaba otro trago de whisky, miró en derredor, fingiendo un aire distraído. Y se fijó especialmente en dos detalles en los que no había reparado antes. Uno era que, en una de las mesas, había un tablero de ajedrez con una partida ya empezada. No había allí jugadores. Estáticas reposaban las piezas sobre el tablero, en la solitaria mesa…
-¡Ja, ja, ja… qué bendito bribón, ese diablo de Charles Wood!
El tema y el estilo de los cuadros, que aquí y allá decoraban el local, fue el otro detalle en el que se fijó Blake. Todos los cuadros se correspondían, en tema y estilo, con la pintura de gran formato tras la barra. En todos los cuadros veíanse músicos de jazz ejercitando, cada cual con su instrumento, su rítmica y frenética tarea. El estilo de estas pinturas podía calificarse de «un feliz sincretismo de fovismo, expresionismo y cubismo», pensó Blake. Eran pinturas de distintos formatos (la mayor era la situada tras la barra), pero todas realzadas con marcos del mismo tipo. «Sin embargo, ahí hay un cuadro que no casa con los demás», pensó Blake. En efecto, había un cuadro, un solo cuadro en el Café de Cooper que, por tema y estilo, no tenía relación con los demás. Se trataba de un paisaje campestre; vacas pastaban, desperdigadas por el prado; más atrás, una empalizada y una humilde casita de madera; al fondo, la silueta de las montañas. «El realismo de esta pintura me hace pensar en la escuela de Barbizon”, pensó Blake. “Por su tema y estilo difiere de las otras, y también por su marco, que es de otro tipo. La firma no se distingue desde aquí. Todas las demás van firmadas con una K.»
─Buenas pinturas tiene aquí ─dijo Blake antes de apurar su Johnnie Walker.
─¿Le gustan?, pues tenía que haber visto una pintura que tuve aquí en tiempos, en lugar de esta grande que tengo aquí atrás…
Entonces, en ese momento, Ned Cooper pareció caer en la cuenta de algo y, a voz en grito, exclamó: «¡¡Hombre!!» Los pocos clientes del Café de Cooper volvieron la cabeza. Pero sólo fueron actos reflejos; instantáneamente regresaron a lo suyo: los repeinados a su cháchara y los enamorados a sus confidencias. Ned Cooper comenzó a explicarse: «Verá… es que al pensar en esa pintura que tuve aquí en tiempos, en lugar de esta grande de aquí… pensé en su amigo Chales Wood; porque resulta que al cuadro… este que le digo que había aquí… su amigo le tenía una tirria que… ¡Ja, ja, ja!» Ned Cooper rió con auténticas ganas. Fue una carcajada sincera y brutal. Luego continuó: «Pues es que resulta que Charles le tenía tal ojeriza al cuadro que, en más de una ocasión, me dijo: “Mira Ned, como no quites ese repulsivo cuadro de aquí… ¡Un día cojo un hacha y lo destrozo!” Y es que, hay que reconocerlo, era un cuadro realmente pintoresco, pero a mí me gustaba, ¿sabe? Porque es que a mí a veces me gustan las cosas raras…» «¿Qué representaba el cuadro?», preguntó Blake, que ya estaba en ascuas por el suspense. «¡Ah!, pues el cuadro –claro, que todavía no se lo he dicho─ representaba… ¡Una pelea de perros! ¡Una terrible pelea de perros!» La sorpresa de Blake, al escuchar aquello, fue mayúscula. Ned Cooper continuó: «Una pelea de perros terrible, sí señor, y, ¿sabe usted una cosa?; no sé si usted se habrá enterado, amigo, pero hace unos meses, esto lo supe por la prensa, alguien se cargó en Bigstrong City, un par de pinturas que representaban peleas de perros y que, además, eran obra del mismo tipo que pintó el cuadro este al que Charles tenía tanta tirria; un tipo famoso, muy famoso… aunque cuando yo compré el cuadro apenas era conocido, pero ahora… ¿Conoce usted a un pintor llamado Zoch, le suena de algo?» «Pues no, la verdad… no», mintió Blake. Ned Cooper continuó: «Pues ese es el nombre del pintor: Zoch; un tipo muy cotizado en la actualidad… ¿Le pongo otro whisky, otra cosa?» «No, gracias» Ned Cooper continuó: «Pues cuando yo me enteré del asunto, por la prensa, ¿sabe?, le dije a Chester, Chester es un parroquiano, ¿sabe?, yo le dije, en broma, claro: ¡Esto ha sido cosa de ese bendito diablo de Charles!, por supuesto que lo dije en broma, pero no me diga que no es una casualidad que…»
─¿Y qué fue de su cuadro de Zoch?
─¿Qué qué fue de mi cuadro de Zoch? ─ contestó Ned─; pues muy sencillo: me lo compraron. Y por una buena pasta, sí señor.
─¿Quién se lo compró, algún coleccionista?
─Me lo compró un pez gordo de aquí, de Zane City. Oswald Stanwyck. ¿Usted llegó a enterarse de que su amigo Charles le zurró a un tipo? ─preguntó Ned.
─Sí, algo oí de eso ─contestó Blake.
─Pero no sabe el nombre del tipo al que zurró.
─No, eso no.
─Oswald Stanwyck.
─¿Quiere decir, míster Cooper, que el tipo que le compró a usted el cuadro es el mismo tipo al que Charles agredió?
─Exacto.
─¿Y cuándo tuvo lugar el violento altercado ─inquirió Blake─, antes o después de la venta del cuadro?
─Antes, antes… la verdad es que míster Stanwyck me pagó una buena pasta, sí señor. Me vino de perilla, pues por entonces el negocio andaba de capa caída, tan de capa caída que tuve que prescindir, sintiéndolo mucho, del bueno de Charles. No tenía dinero para seguir pagándole el sueldo, así de claro. ¡Y vaya si lo sentí! Vaya si sentí tener que despedir a un pianista tan competente. Si yo hubiera sabido que, al poco tiempo, vendería el cuadro… ¿Pero cómo podía yo saberlo? Cuando Oswald Stanwyck me compró el cuadro, Charles Wood ya se había marchado de Zane City. Se fue sin decir adiós, sin dejar un número de teléfono ni una dirección. Así es la vida…
─Así es la vida ─repitió Blake.
─Sí, amigo mío, así es la vida ─prosiguió Ned─ pero el caso es que en la venta del cuadro me vino de perillas. Solucionó, de golpe y porrazo, todos mis problemas económicos. Entonces cambié todos los cuadros del local. Por todos los cuadros de jazz no me gasté… ni el diez por ciento de lo que me pagó míster Stanwyck. De los que tenía, antes de poner los de jazz, el único con valor económico era el de Zoch, el de los perros. Los otros no estaban mal, pero cada uno era de su padre y de su madre. Con los de jazz unifiqué el local.
─Pero observo ─consideró Blake– que allí hay un cuadro –y señaló al del paisaje─ que, por tena y estilo, no tiene relación con los demás.
Las vacas pastaban, desperdigadas por el prado; más atrás, una empalizada y una humilde casita de madera; al fondo, la silueta de las montañas.
─¡Ah, bueno! La cosa tiene explicación ─aclaró Ned─; donde está ahora ese paisaje había, hasta hace poco tiempo, otro de los de jazz. Lo que pasa es que también lo vendí.
─¿Otro comprador?
─No, otro no ─explicó Ned─, el mismo míster Stanwyck. Aunque esta vez no me pagó mucho. De buena gana no se lo hubiera vendido, se lo aseguro, pero conviene llevarse bien con la gente acaudalada.
─Desde luego ─dijo Blake, que, con aire indolente, continuaba mirando hacia el paisaje.
Las vacas pastaban, desperdigadas por el prado; más atrás, una empalizada y una humilde casita de madera; al fondo, la silueta de las montañas. «Rousseau, Millet, Corot…», pensó Blake, «una escuela realmente admirable, aquella de Barbizon.» Luego Ferdinand Blake, mirando en otra dirección y cambiando de tema, dijo: «Alguien ha dejado allí una partida a medias.» En efecto, allí seguía en una de las mesas, imperturbable, el tablero de ajedrez con su partida ya empezada. No había allí jugadores. Estáticas reposaban las piezas sobre el tablero, en la solitaria mesa…
─¿Qué? ¡Ah, eso! ─dijo Ned─; ¡Bah!, nunca he comprendido a esos jugadores de ajedrez… ¿cómo puede alguien tomarse tan en serio un simple juego?, me pregunto muchas veces. ¡En fin! Tiene que haber gente para todo, ¿verdad? Eso es de dos jóvenes, un caballerete y una señorita, que vienen mucho por aquí. Son tan asiduos clientes que tienen esa mesa reservada, así pueden dejar la partida a medias, para otro día. Suelen hacerlo a menudo, ¿sabe? Yo le digo a Magda, que es la que limpia el local, que tenga cuidado con no mover las piezas… ¡La monda, vamos!
─Ya entiendo ─dijo Blake por decir algo.
─Pues la señorita esa, la ajedrecista ─prosiguió Ned─ trabaja para Oswald Stanwyck; ya sabe, el tipo que me compró los cuadros, al que zurró Charles.
─Hoy todo son coincidencias ─dijo Blake.
─En este caso no es tanta la coincidencia ─aclaró Ned─ si tenemos en cuenta que aquí, en Zane City, la mitad de la población, como quien dice, trabaja, de una forma u otra, directa o indirectamente, para Oswald Stanwyck.
─Por curiosidad: ¿en qué trabaja esa señorita? ─preguntó Blake.
─Creo ─respondió Ned─ que se encarga de la biblioteca de míster Stanwyck, o de su colección de cuadros, o tal vez de las dos cosas.
─¿Y dice ─continuó indagando Blake─ que esa pareja viene mucho por aquí?
─Sí, muy a menudo; y, últimamente, casi todos los… viernes ¡Ja, ja, ja! Desde luego hoy es el día de las casualidades.
(Decía Ned lo de las casualidades porque aquel día era viernes.)
─Sí, amigo, sí ─prosiguió Ned─, últimamente casi todos los viernes… ¡Calla!, ahora recuerdo que, poco antes de llegar usted, me llamó la señorita Baxter con un recado… la señorita Baxter, ¿sabe?, es la ajedrecista; telefoneó y me dijo que… ¡un momento, que debo de tener por aquí la nota… porque lo apunté por aquí… a ver, a ver… ¡sí, aquí está! A ver: «Telefoneé y no estabas; esta tarde no podré ir al café, perdona. Nota de la señorita Baxter para Douglas.»
─Douglas es el ajedrecista, claro ─apostilló Blake─; mire, creo que me voy a tomar otro Johnnie Walker, que tanta charla me ha dado sed.
─¡Ja, ja, ja!, no hace falta que ponga disculpas, amigo; lo que ocurre es que quien prueba la realeza repite ¡Ja, ja, ja! ¡Johnnie Walker, el whisky de la realeza británica! ─exclamó Ned, haciendo visajes de un modo grotesco (por no decir grosero), al tiempo que alzaba los brazos. Y lo hizo mientras exhibía la botella de whisky en la mano derecha y el vaso vacío en la izquierda.
Los repeinados (únicos parroquianos, junto con Blake, en aquel momento) volvieron la cabeza, pues Ned pronunció su exclamación a voz en grito. Pero sólo lo hicieron de forma refleja, instantáneamente regresaron a lo suyo: a su cháchara.
Los enamorados ya no estaban allí. Sobre su mesa habían dejado el importe de la consumición.
Ned, con sus brutales (pero hábiles) manos de pugilista, llenó de nuevo hasta el borde (sin dejar de sonreír) el vaso de Blake.
Y en verdad esas manos casaban bien con su rostro, pues su nariz rota, su mandíbula poderosa, su cuello de toro y una oreja deformada (la izquierda) revelaban que aquel hombre, ahora tras el mostrador, también había estado, y no pocas veces, entre las cuerdas de un ring.
En la pared tras la barra, las pequeñas fotografías, modestamente enmarcadas, multiplicando, rejuvenecido y en pugilística pose, a Ned Cooper.
«Espero que ese tal Douglas aparezca esta tarde por aquí», pensó Blake mientras echaba un buen trago de whisky, «pues, si a través de él pudiera conocer a la tal señorita Baxter…»
─¿Sabe qué? ─musitó Ned, interrumpiendo los pensamientos de Blake─, la verdad es que a veces me entran ganas de cambiarles las piezas de sitio… para que se fastidien.
Y, acto seguido, estalló en indecorosa carcajada.
─Pues lo cierto ─dijo Blake─ es que yo soy muy aficionado al ajedrez. ¿Sabía usted que este juego viene de la India?
─¡Por mí como si viene de la Conchinchina! ─bromeó Ned─. Por cierto, ¿sabe usted dónde está la Conchinchina, amigo?, porque yo nunca he llegado a saberlo.
Ferdinand Blake sabía perfectamente dónde estaba la Conchinchina, o sea la Cochinchina.
─Nadie sabe dónde está la Conchinchina ─dijo Blake.
─¡Qué pena! ─exclamó jocoso Ned─, yo que pensé que era usted un tipo culto que me iba a sacar de dudas…
─Creo que ni siquiera los conchinchinos saben dónde está la Conchinchina ─bromeó Blake.
─¡Ja, ja, ja! ─rió Ned.
«En cambio los cochinchinos saben perfectamente que la Cochinchina se encuentra bajo sus pies», pensó Blake.
─Si no es indiscreción, amigo, ¿a qué se dedica usted? ─preguntó Ned.
─Soy viajante ─contestó Blake.
─¿Viajante? ¡Ya lo tengo! ─exclamó Ned─ ¡Venga, enséñeme su muestrario de bebidas alcohólicas, que soy buen catador!
─No, no trabajo con ese género…
─¿Y entonces?
─Lencería femenina… lencería fina ─dijo Blake con toda naturalidad.
Ned soltó una de sus grotescas ¡JA, JA, JA! y groseras carcajadas.
Entonces, en ese momento, un joven entró en el café. Desde la puerta, aquel elegante y apuesto joven caminó unos pasos (era un joven alto y delgado, de correctas facciones y lustroso cabello negro). Luego había que bajar unos pocos peldaños y recorrer, para llegar a la barra, unos cuantos metros. Durante ese trayecto, el recién llegado pasó junto al piano vertical de caoba que «como el arpa de Bécquer, pero sin una mota de polvo», continuaba reposando silencioso. Ya no había música de jazz ambientando el lugar (el disco de Bix Beiderbecke hacía ya mucho tiempo que había finalizado, pero Ned, enfrascado en la amena plática, ni se había dado cuenta). El mueble radio tocadiscos (buena madera y elegante diseño) reposaba ahora, como el piano, silencioso. Y, como el piano, sin una mota de polvo. Magda sabía hacer bien su trabajo («Yo le digo a Magda, que es la que limpia el local, que tenga cuidado con no mover las piezas»). Allí seguían BLA BLA BLA los repeinados (únicos parroquianos, junto con Blake y el recién llegado, en aquel momento).
─Muy buenas tardes, Douglas ─dijo entonces, con la seguridad y simpatía excesiva que le caracterizaban, Ned Cooper, que, con los ojos fijos en él (casi sin pestañear) y con una sonrisa de anuncio de dentífrico, le había estado aguardando.
─Buenas tardes ─contestó el joven de lustroso cabello negro.
«Así que éste es Douglas, el ajedrecista», pensó Blake. «Ha habido suerte; y si ahora, a través de él, pudiera conocer a la tal señorita Baxter…»
─Le presento a mi amigo Douglas ─dijo Ned, interrumpiendo los pensamientos de Blake.
─Hola─ saludó Blake ofreciendo su mano, ─mi nombre es Robert London.
─Hola ─contestó el otro mientras ambos se daban un apretón de manos─, yo soy Douglas… Douglas Cotten.
─Oye, Douglas ─dijo Ned─; mira, tengo una nota para ti de la señorita Baxter…
«Telefoneé y no estabas; esta tarde no podré ir al café, perdona. Nota de la señorita Baxter para Douglas.»
─¡Vaya! ─exclamó Douglas tras leer mentalmente la nota─, y yo que quería terminar hoy la partida…
─¡Juega con él! ─propuso Ned señalando a quien se había presentado como Robert London─; ya sabes que hay otro ajedrez.
Douglas lo sabía perfectamente.
Allí seguía en una de las mesas, imperturbable, el tablero de ajedrez con su partida ya empezada. Estáticas reposaban las piezas sobre el tablero, en la solitaria mesa…
Pero había otro tablero con sus respectivas piezas.
─Yo, por mi parte, estaría encantado de echar con usted una partida ─dijo Blake.
─¿De veras juega al ajedrez, míster London? ¡Fantástico! ─exclamó Douglas.


3. Douglas Cotten, el joven del lustroso cabello negro, y Robert London (es decir, el detective Ferdinand Blake) ya parecían estar totalmente enfrascados en su partida de ajedrez. Pero, si bien es cierto que el joven Douglas tenía todos sus pensamientos puestos en el juego, la mente de Blake estaba ocupada, sobre todo, en otras cuestiones. «Tengo que conseguir contactar, a través de este joven, con esa señorita Baxter», pensó Blake, «porque la señorita Baxter se encarga de la biblioteca, o de la colección de cuadros, de Oswald Stanwyck. Y Oswald Stanwyck es el probo ciudadano (así le llamaban en el periódico) que fue agredido (hace ya siete años) por un joven de mala reputación (así le llamaban en el periódico) que es, ahora lo sé, el que hoy es presidente, en Bigstrong City, de “El Reino de la Paz”, una asociación pro derechos animales. Y Oswald Stanwick es, también, quien compró los cuadros a Ned Cooper. Y uno de esos cuadros, que representaba una terrible pelea de perros, estaba firmado por Zoch…» Entonces Douglas movió su pieza. «Ahora sí que le tengo en mis manos», pensó Blake. Porque Blake, que era un experto jugador de ajedrez, tenía a su contrincante, verdaderamente, en sus manos. Hubieran bastado un par de jugadas y… ¡ZAS! ¡Jaque mate! Pero no. «Creo que es mejor que le deje ganar», pensó Blake, «pues si se queda contento tendrá luego, quizá, más ganas de hablar.»
Ya habían hablado algo, antes de empezar la partida, Douglas Cotten y Ferdinand Blake. O quizá habría que decir Douglas Cotten y Robert London. London le había dicho a Cotten a qué se dedicaba. Y al saber Cotten que London viajaba con su muestrario de lencería femenina (lencería fina) no había reaccionado, como Ned Cooper, de forma grosera; porque Cotten era un joven educado y culto, y eso ya lo supuso Blake con sólo verle de lejos.
Blake había sabido, por Cotten, a qué se dedicaba éste. Había terminado recientemente su carrera universitaria, en Bigstrong City, y ahora trabajaba aquí, en Zane City, su ciudad natal, en su tesis doctoral. «Mi padre se había empeñado en que estudiara Derecho, pero yo siempre sentí inclinación por la Historia, y al final me salí con la mía», le había confesado a Blake el joven Cotten.
Esto fue de lo que hablaron, antes de enfrascarse en la partida. O de fingir estar enfrascado en ella, en el caso de Blake.

4. Cotten, el joven del lustroso cabello negro, estaba realmente satisfecho. Acababa de dar jaque mate a un rival duro de pelar; a ese tal míster London, al que había conocido, hacía apenas una hora, esa misma noche. «Parecía tan experimentado…», pensó Cotten, «que me cuesta creer que haya cometido al final un fallo tan de principiante. Es como si me hubiera dejado ganar; pero, ¿para qué iba a hacerlo?»
─¿Cree que he estado a la altura de su contrincante habitual? ─preguntó entonces Blake.
─¿A la altura de Linda? ¡sí, claro, sin duda; y eso que ella es muy buena en esto!
«Así que la señorita Baxter se llama Linda», pensó Blake.
─Por cierto ─continuó diciendo Cotten─ que si Linda… Linda es el nombre de pila de la señorita Baxter, claro…
Hizo una pausa para echar un trago.
─Digo que si Linda no ha venido hoy ha sido, estoy seguro, porque querría ultimar los preparativos para la fiesta ─explicó Cotten.
«¿Una fiesta?», pensó Blake.
─Es que Linda ─prosiguió Cotten─ da esta noche una fiesta en su casa, por su cumpleaños. Ella me dijo: El viernes por la tarde, Douglas, nos vemos en el Café de Cooper, terminamos la partida de ajedrez y luego, desde allí, nos vamos directamente a la fiesta. Eso me dijo; pero ya sabía yo que, al final… ¡Por cierto! ¿está usted solo en la ciudad, míster London? ¿no tiene planes para esta noche? ¡pues véngase a la fiesta, amigo, no lo dude un segundo!
─Pe… pero… ─fingió titubear Blake─ eso de ir a la fiesta sin estar invitado…
─Nada, nada… no quiero disculpas ¡está usted invitado por mí, y con eso basta! ─dijo Cotten, interrumpiendo las palabras de Blake con vehemente y simpático desparpajo.
─Bueno… pues… si insiste tan amablemente… ¡De acuerdo! ─respondió, tajante y animado, el viajante London.
Es decir, el detective Blake.

5. Como aún quedaba tiempo hasta la hora de la fiesta, Blake se despidió de Cotten, pues quería buscar habitación en algún hotel.
Con un afectuoso apretón de manos y la dirección de la casa de Linda Baxter (que Cotten le había proporcionado) en el bolsillo, Blake se despidió «hasta dentro de un rato» del joven del lustroso cabello negro, del elegante y apuesto Douglas Cotten.

6. En su habitación del Hotel Goldstar ya reposaban sus dos maletas. La que contenía sus efectos personales y otra, de mayor tamaño, con su muestrario de lencería fina.
Porque ahora Ferdinand Blake era Robert London, viajante de lencería fina. Un viajante de lencería fina al que habían invitado a una fiesta que, como vería bien pronto, se trataba de una fiesta fina.
Había unos cuantos automóviles aparcados frente a la casa de Linda Baxter, «probablemente de los invitados a la fiesta», pensó acertadamente Blake.
Era la de Linda Baxter una buena casa con jardín, en la calle principal de Zane City.
La casa no carecía de distinción y elegancia, ni de acogedora sencillez.
Era una casa pintoresca, construida con buena madera, muy bien conservada a pesar de los muchos rústicos y neogóticos años que debía de tener. «Como la iglesia», pensó Blake.
Tenía, en su extremo, una alta chimenea.
Blake llegó puntual, caminando desde el hotel.

7. Le recibió un atildado joven, un amigo de Linda Baxter que se presentó como Willy.

8. Era una fiesta fina a todas luces. Linda Baxter interpretaba, al piano, un nocturno de Chopin (concretamente, el número 2 ─ opus 9 ─ en si bemol mayor). Blake estaba realmente sorprendido del virtuosismo de la señorita Baxter.
No se hubiera sorprendido tanto de haber sabido, como supo luego esa misma noche, que Linda Baxter era una pianista profesional con varios discos en su haber (concretamente había grabado, a pesar de su juventud, cinco singles, todos ellos de Chopin ─cada uno de los cuales reproducía dos piezas del genial músico romántico; una por cada cara─. Esto lo supo Blake, esa misma noche, por la propia intérprete).
Era, pues, una fiesta fina a todas luces. Linda Baxter interpretaba virtuosamente al piano (un piano de cola negro como el azabache) un romántico nocturno de Chopin. Los invitados (gente joven y no tan joven) rodeaban a la pianista. «Una joven de sutil belleza», pensó Blake que, aquella noche, en su papel de Robert London, era un invitado más entre los concurrentes (mujeres y hombres de afable distinción).
El cabello (largo y ondulado) y los expresivos ojos de Linda Baxter eran negros como el azabache, como el piano.
Sutilmente evolucionaban con mágica agilidad, sobre el teclado, los delicados y largos dedos de la joven, mientras el público escuchaba en respetuoso silencio.
Se encontraban en un salón espacioso, bien amueblado con vetustos pero bien conservados muebles de madera (de ébano oscuro o caoba oscura) con adornos diestramente tallados. Y, aquí y allá, pinturas (oscurecidas por el tiempo y los barnices) en marcos de madera esculpida y pintada (por el tiempo descoloridos) junto con otras de vivos colores fovistas y marcos nuevos. Unas y otras eran pinturas paisajísticas.
Luego supo Blake, esa misma noche, que aquella casa había pertenecido al abuelo de la joven; y lo supo por la propia Linda Baxter, cuyos padres vivían en Bigstrong City.

9. ─Los muebles antiguos y los viejos cuadros ─dijo Linda Baxter─ también pertenecían a mi abuelo; los cuadros fovistas los compré yo.
─Y con eso demuestra usted tener un excelente gusto artístico ─respondió Blake, que, para la señorita Baxter, era Robert London, viajante.

10. la velada continuaba. Ahora de manera informal y ruidosa, con aquel caos de voces y risas. Que se sumaban a una música rítmica y alegre, magistralmente interpretada por un joven invitado, un jazzman afroamericano.
No era usual, en aquel entonces, que una señorita blanca (y de buena familia, además) tuviera amistad con negros (en la fiesta había cuatro. Dos chicos y dos chicas, todos músicos).
Algunos invitados, envueltos en aquel alegre caos de voces, risas, música jazzística y humo de cigarros y cigarrillos, bailaban (sueltos o agarrados) con dinámico desenfado.
Otros charlaban animadamente, de pie o sentados (algunos mientras fumaban o bebían).
Linda Baxter y Robert London (Ferdinand Blake), frente a frente, sentados en sendas butacas a ambos lados de una mesita de madera, animadamente dialogaban.
(Era una mesita de madera de caoba maciza, con patas talladas, cuya plataforma estaba protegida por un cristal, sobre el que se asentaban un par de botellas ─bebidas alcohólicas─, algunos vasos y un cenicero con unas cuantas colillas.)
Pero Linda Baxter y Robert London (Ferdinand Blake) no bebían y fumaban. Sólo dialogaban. De hecho, ni Linda Baxter ni Ferdinand Blake eran fumadores. Robert London tampoco.
─Lo cierto, míster London ─dijo Linda Baxter─, es que, en todo este rato que llevamos hablando, en ningún momento he tenido la sensación de estar ante un viajante de lencería fina.
─La cosa no tiene ninguna importancia ─contestó Blake─; y dígame, ¿cuál debería ser, según usted, el perfil de un viajante de lencería fina?
─Pues… ─empezó a decir Linda Baxter, pero, de pronto, se quedó en silencio, con expresión de haber caído en la cuenta de algo, mirando fijamente a Blake con sus grandes ojos negros.
─¿Qué ocurre, señorita Baxter? ─preguntó Blake.
─Ocurre ─contestó Linda Baxter─ que esta fiesta cada vez se pone más interesante… míster Blake.
─¿Míster Blake?, pero…
─Dice usted llamarse Robert London ─musitó confidencialmente (aunque en ese momento nadie prestaba atención) la señorita Baxter─ pero en realidad su nombre es Blake, Ferdinand Blake, detective privado.
─Mire, señorita…
─Salgamos al jardín ─le interrumpió la señorita Baxter─ y así podremos hablar con más libertad.
─¿Al jardín? Sus admiradores van a ponerse celosos, señorita Baxter.
─¿Eso quién lo dice, el detective o el viajante de lencería fina? ¡Venga, vamos afuera! ─dijo la joven mientras se ponía en pie.

11. Ya estaban en el jardín. Hacía bastante frío, pero ellos, Linda Baxter y Ferdinand Blake, habían tenido la precaución, antes de salir, de ponerse sus prendas de abrigo.
─Bien, señorita; usted sabe quién soy yo… y yo creo imaginar por qué lo sabe.
─¿Sí?, pues aventure usted su teoría, detective Blake.
─Tal vez ─conjeturó Blake─ usted era amiga de charles Wood, a pesar de la diferencia de edad que hay entre los dos. No es raro que hicieran amistad, dedicándose los dos a la música. Cuando ocurrió el altercado, es decir, cuando Charles Wood agredió a Oswald Stanwyck, aquél ya trabajaba como pianista en el Café de Cooper. Esto lo sé por un hombre, un barbado con sombrero de cowboy, al que paré por la calle para preguntarle por Charles Wood. Usted debe de conocer bien a Oswald Stanwyck, puesto que, según me ha contado esta tarde Ned Cooper (el propietario del Café de Cooper), trabaja usted para él, como encargada de su biblioteca o de su colección de cuadros, o tal vez ─así me lo dijo Cooper─ de las dos cosas. El caso es que pienso que tal vez, como he dicho, usted fuera amiga de Charles Wood; y tal vez, a pesar de que míster Wood se fue de Zane City hace mucho tiempo, usted ha seguido en contacto con él. Esto no es difícil: Bigstrong City no queda muy lejos de aquí, también está el teléfono… y, al fin y al cabo, usted me acaba de decir esta noche, cuando dialogábamos adentro hace un rato, que sus padres viven en Bigstrong City, por lo que no es extraño que frecuente usted la ciudad. En definitiva: usted está en contacto con Charles Wood; y por éste ha sabido que un tal detective Blake le visitó: Ahora aparezco aquí yo: un tipo al que su amigo Douglas Cotten ha conocido, precisamente, en el Café de Cooper, allí donde trabajó Charles Wood. Y entonces usted, súbitamente, cae en la cuenta: Ése que dice llamarse Robert London no es otro que Ferdinand Blake, el detective privado que había hablado con Charles Wood.
─¡Bravo, míster Blake! Aunque quizá debería haber utilizado, más que la palabra bravo, la palabra increíble: Ha acertado usted en todo!
─Gracias por el bravo y por el increíble, señorita Baxter.
─De nada, detective Blake.

12. Era aquel un hermoso jardín de invierno. Flores perennes en forma de copa, de un rojo intenso, destacaban sobre el verde follaje perenne del eléboro. El cedro llorón, con su gran estatura y su melancólico follaje, románticamente se imponía, solemne, entre la luz y la penumbra. La luz procedía del interior de la casa, como la música, las voces y las risas amortiguadas. Linda Baxter y Ferdinand Blake continuaban allí, hablando. «Yo era amiga de Charles Wood, a pesar de la diferencia de edad que había entre nosotros. Teniendo en cuenta que hoy cumplo veinticinco años, entonces, hace siete años… tendría… sí, dieciocho años. Y Charles tendría, más o menos, la edad que tengo yo ahora. Me gustaba ir al Café de Cooper a escucharle tocar, me fascinaban sus improvisaciones jazzísticas. A mis padres no les hacía ninguna gracia que fuera por allí, pero yo acababa siempre en el Café de Cooper. Charles siempre fue muy amable conmigo, y rápido congeniamos. Luego, al poco tiempo, ocurrió aquello; pero no es como la gente lo ha contado. En realidad, Charles se limitó a agarrar a Oswald Stanwyck por las solapas y a zarandearle un poco. Si Charles hubiera golpeado a míster Stanwyck, como dice la gente por ahí, hubiera acabado en la cárcel; porque aquí, en Zane City, Oswald Stanwyck es un hombre de mucho peso. Y no fue así: Charles no acabó en la cárcel, pero, por dejarse llevar por aquel violento arrebato, Charles perdió su trabajo de pianista. No hay pruebas de lo que acabo de decir, pero yo sé, como también Charles lo sabe, que fue así. Ya sé, míster Blake, que Ned le contó lo que le contó, lo que siempre cuenta Ned: que su negocio andaba de capa caída, tan de capa caída que tuvo que prescindir, sintiéndolo mucho, del bueno de Charles; porque no tenía dinero para seguir pagándole el sueldo. Esto dice Ned, pero miente.» «Creo saber lo que me va a decir ahora, señorita Baxter», dijo Blake. «¡Ah! ¿Sí?», dijo ella, «pues veamos si me sorprende de nuevo y se gana otro bravo» «Tal vez me iba a decir», conjeturó Blake, «que, después del violento altercado, Ned puso a Charles de patitas en la calle; y que, poco después, Oswald Stanwyck compró a Ned su cuadro (el de los perros, el de Zoch) por una elevada suma de dinero, o, en palabras de Ned, por una buena pasta. Es decir: Oswald Stanwyck hizo a Ned una oferta: A cambio de echar del trabajo a Charles, él, ciudadano respetado y adinerado, le compraría el cuadro de Zoch. Pero había que hacerlo de forma subrepticia.» «¡Bravo, bravo y bravo!», exclamó Linda Baxter, «esta vez se ha merecido no uno, sino tres bravos», y luego, entusiasmada y divertida, añadió: «¡Acierto total!» «Gracias, señorita Baxter», dijo Blake con una amable sonrisa, «pero ahora permítame, si no es demasiada indiscreción, que le haga una pregunta: ¿Por qué trabaja usted para Oswald Stanwyck, un sujeto que (según nuestra teoría) hizo perder el trabajo a su amigo?» Ante aquella pregunta, Linda Baxter guardó, durante unos segundos, silencio, indecisa; luego dijo: «Antes de contestar a su pregunta, míster Blake, permítame un preámbulo. Mire, como ya le dije, o, mejor dicho, como ya adivinó usted antes de que le confirmaran el dato, cuando Charles abandonó Zane City para buscar trabajo en Bigstrong City, donde se estableció, yo seguí, hasta hoy mismo, en contacto con él. Cuando Charles me contó que un detective llamado Blake había ido a verle para hacerle unas preguntas sobre el caso Zoch, yo me informé por cierto amigo, estudiante de periodismo, de quién era ese detective Blake; es decir, de quién era usted, míster Blake. Y he de decir, con toda sinceridad, que las referencias que mi amigo me dio sobre usted fueron enteramente de mi agrado. Y ahora que le he conocido personalmente, aún me inspira usted mayor confianza. Y es por esto que ahora, contestando a su pregunta, voy a contarle algo; y lo voy a hacer a sabiendas de que, por hacerlo, Charles se va a enfadar conmigo.»
Linda Baxter hablaba tranquila, pero con una tranquilidad vehemente. Tras ella, las flores de invierno, rojos cálices sobre lo verde. Linda estaba de pie (como Blake) y había apoyado su espalda sobre el grueso tronco del alto cedro; del cedro llorón que, con su imponente estatura y su melancólico follaje, románticamente se destacaba, solemne, entre la luz y la penumbra. La luz procedía del interior de la casa, como la música, las voces y las risas amortiguadas.
Tras una breve pausa, Linda Baxter continuó diciendo: «Oswald Stanwych me había ofrecido, muchas veces, que trabajara para él, pero yo nunca aceptaba. Sabía que me pagaría bien, pero no aceptaba. Me decía que yo era una joven culta y sensible, y que podría ocuparme bien de organizar su biblioteca y su colección de cuadros; pero a mí nunca me gustó cómo me miraba cuando me lo decía. Además yo sentía a priori por él, por haber sido tan cruel con aquel pobre perrito y por ser el responsable de que Charles perdiera su trabajo, una gran antipatía. No, yo nunca me planteé aceptar la propuesta de míster Stanwych, a pesar de su insistencia. Y si al final acepté fue porque… ¿lo adivina, míster Blake?» Blake sonrió, luego tomó la palabra y dijo: «Antes de su preámbulo no lo hubiera adivinado, señorita Baxter, pero ahora creo tener una cierta sospecha de por qué aceptó usted. En su preámbulo a mi pregunta ¿por qué trabaja usted para Oswald Stanwych? usted dice haberse informado sobre mí; y dice también, cosa que me halaga, que las referencias que obtuvo sobre mí fueron de su agrado; y dice también, cosa que me halaga aún más, que, ahora que me ha conocido personalmente, aún le inspiro a usted mayor confianza. Luego, acto seguido, dice usted: “Y es por esto que ahora voy a contarle algo, aun a sabiendas de que, por hacerlo, Charles se va a enfadar conmigo.” Es decir: Usted va a contarme algo porque soy detective (un detective de confianza, además), y eso que me va a contar hará que se enfade míster Wood. ¿Qué es lo que quiere usted contar a un detective? Ha de ser algo en relación con Oswald Stanwych, puesto que lo que usted me va a contar contestará a la pregunta ¿por qué trabaja usted para Oswald Stanwych?. O sea: usted quiere contar algo a un detective a propósito de Oswald Stawych, algo que hará que se enfade Charles Wood. Por otra parte dice usted: “No; yo nunca me planteé aceptar la propuesta de míster Stanwych, a pesar de su insistencia”. Para decirme a continuación que, al final, aceptó. ¿Qué le movió a aceptar? Algo que pueda ser de la incumbencia de un detective privado, algo que tenga que ver con investigación. Es decir: usted aceptó la propuesta de Oswald Stanwych para investigar algo a propósito de él. Y ahora quiere usted contarme el resultado de sus averiguaciones. Pero usted sabe, señorita Baxter, que, al contármelo, su amigo Charle se enfadará; y lo hará porque fue él quien la convenció a usted de que aceptara la propuesta de Oswald Stanwych, para poder investigar ciertas cosas sobre él. Mas, al mismo tiempo, míster Wood le pidió que no hablara con nadie del asunto. Pero usted va a hablarme del asunto, y teme que su amigo Charles se enfade por ello. Ahora bien, señorita Baxter, lo que no sé es cuál pueda ser la naturaleza de las investigaciones que se traen entre manos ustedes dos; aunque tengo la corazonada de que pueda ser algo relacionado con derechos de los animales, tal vez con perros.»
Linda Baxter se había quedado literalmente boquiabierta, sin palabras, ante la pericia del detective Blake. ¡Sin duda aquel hombre alto, atlético y elegante conocía bien su trabajo! Y es que Blake había vuelto a dar en el clavo. Con total precisión.
Linda Baxter, allí, de pie (como Blake), con la espalda apoyada sobre el grueso tronco del alto cedro y rodeada de las flores de invierno (rojos cálices sobre lo verde) ofrecía una romántica estampa. «Sí, míster Blake», dijo Linda, «fue mi amigo Charles quien me convenció de que aceptara la propuesta de míster Stanwych. Porque Charles tiene la convicción de que míster Stanwych, considerado un respetable ciudadano, está involucrado en peleas clandestinas de perros. Son peleas privadas, sin ánimo de lucro, según Charles; pero no me pregunte, míster Blake, cómo Charles ha llegado a saber esto. El caso es que yo, aceptando el trabajo, tenía que tratar de conseguir pruebas contra Oswald Stanwych. Pero, en los cuatro meses que llevo en el trabajo, no he podido, respecto a este asunto de las peleas clandestinas, sacar nada de nada. Ni el más mínimo indicio. Al fin y al cabo yo soy pianista, no detective. Mas sí he descubierto, en el curso de mis pesquisas, algo extraño… o quizá no tan extraño, porque también he averiguado, trabajando en su mansión, que míster Stanwych es, por ciertas cosas que le he oído decir, un auténtico racista y clasista. Sí, míster Blake; en el curso de mis pesquisas he descubierto algo extraño, o quizá, como le acabo de decir, no tan extraño. Hice el hallazgo un día que me había quedado sola en la mansión. De hecho, aquél ha sido el único día en que me he quedado sola en la mansión, y por no mucho tiempo (casi me pillan). El hallazgo, míster Blake, lo hice en un desván lleno de trastos, de cachivaches de toda índole. Lo que allí vi fue un cuadro, una pintura sobre lienzo acuchillada. Era una pintura que yo conocía, una pintura de tema jazzístico que antes estaba en el Café de Cooper.» «Una pregunta, señorita Baxter», dijo entonces Ferdinand Blake, «¿suele míster Stanwych frecuentar el Café de Cooper?» «Pues sí, míster Blake», contestó la joven, «suele ir por ahí muy a menudo.» «Entonces» aventuró Blake, «tal vez la pintura acuchillada represente a uno o varios músicos de jazz… de raza negra.» «¡Muy cierto, míster Blake!», exclamó Linda, «¿Cómo lo ha sabido?, porque usted no conocía esa pintura ¿verdad?» «No, señorita Baxter, yo no conocía esa pintura. Pero sí conozco el resto de las pinturas jazzísticas del café de Cooper; y todas representan a músicos de raza blanca. Y usted me acaba de decir que, en el curso de sus pesquisas, descubrió algo extraño, para luego, inmediatamente, añadir: “o quizá no tan extraño, porque míster Stanwych es un racista y un clasista”. Es decir: quizá míster Stanwych, un auténtico racista, compró la pintura de Cooper (por poco precio) con el único fin de no tener que soportarla. El hecho de que la acuchillara demuestra un odio racista enfermizo.»
Linda Baxter estaba realmente fascinada. Y es que Blake, como el lector ya habrá adivinado, había vuelto a dar un vez más, con total precisión, en el clavo.
«Y se me ocurre pensar» especuló Blake, «que quizá pueda haber una relación entre el acuchillamiento de este cuadro y las agresiones perpetradas contra los cuadros de perros de Zoch.» «A eso no sé qué decir, míster Blake; pero lo que sí puedo decirle es que míster Stanwych aprecia sobremanera su cuadro de Zoch (el de la pelea de perros, el que compró a Cooper). Lo tiene en su despacho y siempre se deshace en alabanzas sobre él.»
«¿Qué cosas de carácter racista y clasista son ésas, señorita Baxter, que usted oyó decir a míster Stanwych?» «¿Sabía usted, míster Blake, que hará cosa de dos semanas desaparecieron, en Zane City, dos hombres negros, dos mendigos?» «No, no lo sabía.» «Pues resulta que hace unos días», comenzó a explicar Linda Baxter, «oí que míster Stanwych, hablando con un amigo suyo, un tal míster Rich, dijo: “No creo que la policía se tome muchas molestias con el asunto de los desaparecidos, al fin y al cabo no son más que mendigos, y encima negros”.» «¡Un momento, señorita Baxter!», exclamó Blake, «¿ha dicho usted que míster Stanwych hablaba con un amigo llamado míster Rich?» «Sí», respondió la joven, «míster Stanwych tiene un amigo, muy interesado por el arte como él, llamado… a ver si recuerdo su nombre completo… ¡Sí!, su nombre completo es Terence Rich.» «¡Terence Rich!» pensó Blake.
¡¡Terence Rich!!
¡Así que el millonario Terence Rich, para el que Blake estaba trabajando en el caso Zoch, era amigo de Oswald Stanwych, el probo ciudadano zarandeado por maltratar a un inocente perrito; el racista y clasista; el que acuchilló una pintura porque representaba a unos músicos de raza negra!


continuará