Una novela de
Pedro Fernández Cuesta
CARLA PRIMERA EN PARÍS
CARLA PRIMERA EN PARÍS
***
CAPÍTULO UNO
1. Carla regresa a casa, en bicicleta.
Ha estado en Notre Dame, y el tiempo ha pasado volando. «Sí, es muy fácil hablar con Dios en la catedral, pero hay que ver lo tarde que se me ha hecho». Atrás quedó la catedral; ya la bicicleta no corre paralela al Sena. En su bicicleta parisina pedalea ahora Carla ascendiendo por la cuesta. Gira ahora a la derecha, y se desliza por la Calle Lelian (Rue Lelian), Rúe Lelian que dicen ellos (ella y él), sinuosa, estrecha, mal asfaltada... encantadora. Zigzaguea ahora, impelida por la sinuosidad de la calle y por evitar charcos profundos. Antes había llovido, pero ahora no. Las ruedas van dejando, en el barro de la larga calle sinuosa, su recuerdo zigzagueante. A ambos lados de ella (la joven ciclista) con velocidad pasan los muros y las casas; muros demasiado altos, casas demasiado altas para tan estrecha calle. La larga, encantadora, sinuosa y por momentos tortuosa Rúe Lelian. ¡Pobre Rúe Lelian!
2. «Pero al menos la Rúe Lelian
no tiene cuestas», piensa la ciclista cuando se desliza ya por la Place du Parnasse (Plaza del Parnaso). Finales de noviembre del año 1971 cuando la ciclista se desliza ya por la Plaza del Parnaso. Plaza vetusta parisina cual la vetusta e incólume mansión ahí en la plaza, hacia la que ella se desliza en su bicicleta sin evitar los charquitos, aquí nada profundos ¡schaffss! ¡schaffss! que no molestan, agradan; como el frío novembrino no incomoda así con su bufanda al viento (aire de París) y su gorro francés ladeado azul (tipo boina).
3. Una mansión vetusta incólume.
Casa casi señorial firme frente al tiempo.
Hogar ahora de ellos, Armando y Carla, los de la luna melosa.
Luna de miel parisina en cuasi señorial mansión; ¿cómo es eso?
Su tía. O sea, la tía de Armando, la tía Magdalena.
La tía Magdalena vivió en París; de ella es la casa.
Ella, que vive parcamente, nunca quiso vender la casa parisina.
Por los recuerdos: demasiados cuadros y cosas guarda la casa.
Ellos querían ir a París; la tía Magdalena les prestó la casa.
La mansión tiene dos pisos, más bajo y buhardilla.
En la planta baja, un patio central se abre al sol y a la lluvia.
Y, pues antes llovió, ahora estará encharcado.
Cuando llegaron, el polvo cubría telas, fundas que todo cubrían.
Olía a cerrado. Pero ya no. Ya el aire de París purificó la casa.
Polvo, sí, pero en general la casa estaba muy limpia.
–Me sorprende lo limpio que está todo –dijo Carla.
–Es que mi tía de vez en cuando contrata un servicio de limpieza.
–¿Desde España? –preguntó Carla.
–Sí, creo que sí –contestó Armando.
–¿Y la llave? –preguntó Carla.
–La tendrán en la empresa de limpieza –dijo Armi.
–Me imagino que serán de confianza, Armi –dijo Carla.
Casi todos le llamaban Armando; poca gente don Armando.
Y una sola persona (su madre), hasta hace poco, Armi.
Ahora a Carla también le había dado por llamarle Armi.
4. Carla ha dejado la bicicleta
en el patio. Ahora, y mientras sube por las escaleras dice: «¡Hoooola!» «¡Hoooola!», responde Armando desde una estancia del segundo piso. Cuando escuchó el saludo de ella, él estaba dándole a las teclas. «¿No te da vergüenza estar trabajando en tu luna de miel?», dice Carla. Él se pone en pie, abraza a la joven y dice: «Entonces tendré que hacer algo más propio de una luna de miel»
5. Pues eso: que Carla
había estado aquella mañana en Notre Dame (con Armando ya había estado otras veces) mientras Armando escribía un poco; ya dedicarían la tarde a ver cosas. Pues eso, que el tiempo se pasó volando en Notre Dame y Carla se dijo «voy a llegar tarde, son casi las dos»; Sí, casi las dos de la tarde, y ella dijo a Armi que estaría de regreso en casa a esa hora; pero aún estaba en la catedral y desde Notre Dame a casa de tía Magdalena se tardaba una media hora en bicicleta, mínimo. O sea, que Carla llegó tarde, pero Armando (O más bien Amadeo), sumergido en escritura tan compulsiva (teclear tac tac tac raudo y frenético) ni por asomo se había percatado de que fuera ya tarde. Y entonces decidieron comer en el restaurante de abajo.
6. El restaurante de la Plaza del Parnaso
(Le Parnasse Contemporein, se llama), es restaurante a precio fijo o a la carta. Ellos han elegido hoy a la carta: una ración sana y abundante para dividir entre los dos (para economizar y por lo de la abundancia). Servicio irreprochable se dice en el escaparate. Es cierto. Y una botella de vino aunque sólo pisas media (mas si media pediste, sólo media te cobrarán). Comen con apetito ambos. En aquella mesa allí, tristón, de mirada perdida, hay un arlequín, silente bebedor de vino. En aquella otra mesa allá, frugalmente comen y sin tasa beben mujer y hombre: mujer como de principio de siglo y una especie de payasete de gorro cónico. Aquí en su mesita, ellos, Carla y Armando. Ella susurra: «En París se ven muchos arlequines y payasetes, y gente antigua como esa mujer». «Quizá estén rodando por aquí alguna película», musita Armi. «No, no creo que sean actores; yo creo que son así de verdad», susurra Carla. Las paredes del establecimiento (El Parnaso Contemporáneo) están decoradas con cuadros: retratos vetustos, efigies de antaño. Armi le dijo otro día que él reconocía a algunos; que eran poetas franceses. Baudelaire, Rimbaud, Gautier, Mallarme y Verlaine allí enmarcados: estos son los que Armando ha podido reconocer. Y los que no ha sido capaz de reconocer, allí enmarcados, son: Moréas, Mendès, Corbière, Desbordes Valmore (única mujer), Banville, Leconte de Lisle y Sully-Prudhomme. Y Carla y Armi aquí, saboreando su quiche Lorraine de espárragos y su botella de Sauvignon blanco, que no van a vaciar. Y, al tiempo que paladean, charlan: «Anoche tuve un sueño raro, curioso», dice Carla. «Cuenta, cuenta», dice Armando, «¿más vino, Carla?» «Sí, gracias», dice ella, y comienza su narración onírica.
7. El sueño de Carla.
«Pues verás, resulta que yo iba caminando sola por París, porque tú te habías quedado escribiendo. Entonces veo una librería, que no era sólo una librería. En el escaparate podían verse libros y tebeos viejos, pero también todo tipo de objetos extraños. En un letrero en el escaparate, en francés, ponía: “Libros viejos, revistas y cosas curiosas”. Sobre la puerta podía leerse el nombre de la librería: Librairie Lelian. ¡Ya ves, como la Rúe! Por desgracia, en la Rúe Lelian no existe esa librería. Bueno, sigo. Resulta que entré en la librería. Allí dentro, al igual que en el escaparate, se mezclaban libros, revistas (tebeos) y cachivaches raros y esculturas exóticas como esas que salen en La oreja rota de Tintin. Tras una mesa, había un hombre de gesto huraño. Nos dimos los buenos días en francés y yo me puse a mirar los tebeos, que eran revistas en francés, como Pilote o Tintin (yo estas revistas nunca las he tenido, pero sé que existen). Entonces, entre aquellas revistas, veo un cuadernillo (de esos apaisados como los de Mundo Futuro), que me llamó mucho la atención. En la portada aparecía una nave espacial, un poco del estilo de las de Buck Rogers (de este personaje sólo he visto viñetas sueltas, que venían en un cuadernillo del curso GALAX). Pues eso, que se veía en la portada una nave surcando el espacio sideral y, como superpuesta a esta imagen, la Torre Eiffel. El cuadernillo llevaba un título que me dejó patidifusa: Carla Première à Paris. ¿Te acuerdas que te decía ayer, Armando*, que desde que estamos casados no había vuelto a soñar con Carla Primera?, ¡pues mira!» [*Carla igual llamaba a su consorte Armi que Armando]
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9. El sueño de Carla [sigue (concluye)]
«Yo, entonces, quise echar un vistazo al interior de aquel cuadernillo, pero de repente el dueño de la librería, el hombre ese del gesto huraño, me pegó un grito estentóreo: ¡Sólo se pueden mirar las carátulas!, así, en español; yo entonces, con el sobresalto del grito, me desperté.
10. ¿Un poco más de Sauvignon?,
pregunta Armando (Amadeo para los amigos de ciencia ficción). «No, gracias, que me pongo piripi», contesta ella. «Un sueño curioso», dice él mientras echa un poco más de Sauvignon para sí. «Es una pena que la librería esa del sueño no exista», dice Carla. «Ya... pero aunque esa no exista», dice él, «alguna habrá en París que se le parezca, digo yo», y sonríe mientras con el dedo índice se ajusta las gafas (él: intelectual de kiosco: Amadeo Carralde en sus novelas “pulp”). «Sólo podemos aplazar la entrega de su próxima novela una semana... como mucho diez días», le dijeron en la editorial para la que trabajaba (a destajo, dede hacía tanto tiempo). Sí, un aplazamiento de siete días, diez a lo sumo: éstas eran la únicas “vacaciones” que los mandamases dijeron “poder” darle cuando él les anunció su inminente boda y consiguiente viaje a París. «Mejor un viaje más largo y tener que escribir un poco por las mañanas», pensó Armando, y convenció fácilmente a Carla.
–Si a ti no te importa tener que escribir... –dijo Carla.
–No me importa en absoluto –contestó Armando.
Y el tren avanzó en la noche, con su swing trepidante.
Llegaron a París ¡París! (1971) el 15 de noviembre:
Ahora (29 de noviembre de 1971) aquí ellos ¡París! ¡París! ¡París!
¡OH LALÁ!
11. Y aquí siguen: la linda muchachita (¡Carla!)
y el intelectual del “pulp” (Armando gafas ahí que el índice ajusta) en Le Parnasse Conemporein (el restaurante de la Plaza del Parnaso). Y, en derredor de los enamorados (de los que juráronse amor indisoluble ante la sacra mesa románica) el arlequín tristón de la mirada sin rumbo (bebedor silente de vino tinto) y la curiosa pareja: payasete él de gorro cónico ahí y joven mujer antigua a su vera. Y, en derredor de todos, las efigies enmarcadas: Mallarme, Rimbaud, Verlaine, Mendès, Corbière, Baudelaire etc, etc... Y la música de fondo (no se había mencionado): canciones que oscilan entre lo suave y lo rítmico, lo dulce y lo festivo, y siempre encantadoras, camp: preciosas canciones de un tiempo ido; Suzanne-Marie Bertin es la que canta ahora, mas Carla y Armando no saben que la cantante se llama así. Ya dan cuenta del postre: tarta Tatin (de manzana). «Esta canción es preciosa», dice Carla. «¿Entiendes la letra?», pregunta Armando. «Algo sí», contesta ella, «dice: “Mon rêve était d'avoir un amant”, que creo que significa “Mi sueño era tener un amante”». Luego añade Carla: «Es una melodía muy romántica, muy triste» (es cierto), para seguidamente, mirando a Armando con melosa irónica graciosa pícara expresión (levantando una ceja) decir: «Yo soy tu amante esposa». «Y yo tu amante esposo», dice él, el profesional de la literatura de kiosco, el de las novelas “pulp” de ciencia ficción a 10 pesetas. «¡Oye, Carla!», dice él, «¿Qué te parece si esta tarde vamos a ver una librería del estilo de la de tu sueño?» «¡Oh, sí!, me parecería fenomenal», dice ella, «¿tú crees que en París habrá librerías así?» «A puñados», contesta Armando; y luego: «¡Garçon!» para, poco después, ya pagada la cuenta, salir ambos a dos del restaurante.
12. En casa (la mansión de tía Magdalena)
tienen una guía de establecimientos de París. Al poco de buscar en el voluminoso volumen, ella le dice a él: «¡Mira, mira este anuncio!». El tal anuncio (en francés, que aquí traducimos) reza:
LIBRERÍA MALLARME
Libros Antiguos, Agotados, Raros
Libros y Revistas de Historietas
Objetos Curiosos para Coleccionistas
Casa concurrida por todos los españoles
residentes en París
Se habla español
CASA RECOMENDADA
Rue Verlaine-Rimbaud, 33
PARÍS
13. «¡Qué curioso!», dice Carla,
esta librería se llama Mallarme, y la rúe donde está se llama Verlaine-Rimbaud; ¿y acaso no son éstos los nombres de tres de los retratados en el restaurante?, ¡vaya casualidad!» «¡Casualidades parisinas!», dice él, «aunque también es verdad que aquí son poetas muy conocidos; en España, en cambio, se les conoce muy poco». Armando tiene razón, pues, hoy por hoy (1971), estos poetas son muy poco conocidos aun entre los que se interesa por la poesía.
14. Aun entre los que se interesan por lo lírico,
pero Armando sí les conocía. Rubén Darío, que admiraba a Mallarme, fue el primero en traducir un poema suyo al castellano, Les fleurs (Las flores). Pero los poemas (jeroglíficos, herméticos) de Mallarme son de los que tardan en ser acogidos, y, llegada la hora del recibimiento, por los escogidos sempiternos ávidos de toda la vida. ¡Oh, Mallarme!; tú, padre de la vanguardia poética con tu (y no tan azarosa) tirada prístina (pequeños hexaedros punteados) en un momento álgido. Él anheló un verso, dijo Verlaine, musical y raro, y a veces lánguido, excesivo. Eso dijo Verlaine, mas bien sabía, yo sé, que no hay exceso en arte cuando éste lo es auténtico: sí, tú ahí, Mallarme, poeta maldito, que así te tildó él, Lelian. ¡Pobre Lelian!, exclamó Paul Verlaine (que era Lelian). Sí, Lelian es Verlaine, pero él, Armando, no lo sabe. Carla tampoco. A la plaza donde viven, ellos acceden por la Rúe Lelian, pero desconocen que Lelian... ¡es Verlaine! ¡Y la plaza es la Plaza del Parnaso! Y Paul Verlaine incluyó a Mallarme (en su libro de poetas malditos) entre los parnasianos. Y, en Les poètes maudits (Los poetas malditos), hablando Verlaine de sí (de Lelian) aludió al Parnaso. De Mallarme, Armando sólo recordaba haber leído, en cierta revista, el poema Las flores, en la traducción de Darío, versión donde se transmuta el poema original (en versos) en pòeme en prose: De las avalanchas de oro del viejo azur en el día primero, y de la nieve eterna de los astros, sacaste los grandes cálices para la tierra, joven aún y virgen de desastres (...) Etcétera. Y le gustó mucho. Él, Armando, no recordaba haber leído nada más; sólo aquella traducción de aquel poema del Mallarme primero, que aún no había llegado a esos espléndidos “excesos” supralúdicos, por el Rubén Darío ensayista desconocidos o quién sabe si, quizá, aposta eludidos.
15. ¿Y Rimbaud y Verlaine?
A Carla le sonaban de algo, tal vez (quizá, pero no estaba nada segura) porque, cierto día, había dicho algo sobre ellos Ernesto, el director del grupo de teatro (aquel al que iba, donde estrenaron una obra con éxito: ella estuvo espléndida).