Carla en París

 Una novela de
Pedro Fernández Cuesta
CARLA PRIMERA EN PARÍS
***

CAPÍTULO UNO

     1. Carla regresa a casa, en bicicleta.
Ha estado en Notre Dame, y el tiempo ha pasado volando. «Sí, es muy fácil hablar con Dios en la catedral, pero hay que ver lo tarde que se me ha hecho». Atrás quedó la catedral; ya la bicicleta no corre paralela al Sena. En su bicicleta parisina pedalea ahora Carla ascendiendo por la cuesta. Gira ahora a la derecha, y se desliza por la Calle Lelian (Rue Lelian), Rúe Lelian que dicen ellos (ella y él), sinuosa, estrecha, mal asfaltada... encantadora. Zigzaguea ahora, impelida por la sinuosidad de la calle y por evitar charcos profundos. Antes había llovido, pero ahora no. Las ruedas van dejando, en el barro de la larga calle sinuosa, su recuerdo zigzagueante. A ambos lados de ella (la joven ciclista) con velocidad pasan los muros y las casas; muros demasiado altos, casas demasiado altas para tan estrecha calle. La larga, encantadora, sinuosa y por momentos tortuosa Rúe Lelian. ¡Pobre Rúe Lelian!

    2. «Pero al menos la Rúe Lelian
no tiene cuestas», piensa la ciclista cuando se desliza ya por la Place du Parnasse (Plaza del Parnaso). Postrimerías novembrinas (de 1971) cuando la ciclista se desliza ya por la Plaza del Parnaso. Plaza vetusta parisina cual la vetusta e incólume mansión ahí en la plaza, hacia la que ella se desliza en su bicicleta sin evitar los charquitos, aquí nada profundos ¡schaffss! ¡schaffss! que no molestan, agradan; como el frío novembrino no incomoda así con su bufanda al viento (aire de París) y su gorro francés ladeado azul (tipo boina).

    3. Una mansión vetusta incólume.
        Casa casi señorial firme frente al tiempo.
        Hogar ahora de ellos, Armando y Carla, los de la luna melosa.
        Luna de miel parisina en cuasi señorial mansión; ¿cómo es eso?
        Su tía. O sea, la tía de Armando, la tía Magdalena.
        La tía Magdalena vivió en París; de ella es la casa.
        Ella, que vive parcamente, nunca quiso vender la casa parisina.
        Por los recuerdos: demasiados cuadros y cosas guarda la casa.
        Ellos querían ir a París; la tía Magdalena les prestó la casa.
        La mansión tiene dos pisos, más bajo y buhardilla.
        En la planta baja, un patio central se abre al sol y a la lluvia. 
        Y, pues antes llovió, ahora estará encharcado.
        Cuando llegaron, el polvo cubría telas, fundas que todo cubrían.
        Olía a cerrado. Pero ya no. Ya el aire de París purificó la casa.
        Polvo, sí, pero en general la casa estaba muy limpia.
        –Me sorprende lo limpio que está todo –dijo Carla.
        –Es que mi tía de vez en cuando contrata un servicio de limpieza.
        –¿Desde España? –preguntó Carla.
        –Sí, creo que sí –contestó Armando.
        –¿Y la llave? –preguntó Carla.
        –La tendrán en la empresa de limpieza –dijo Armando.
        –Me imagino que serán de confianza, Armi –dijo Carla.
        Casi todos le llaman Armando; poca gente don Armando.
        Y, hasta hace poco, únicamente su madre le llamaba Armi.
        Ahora a Carla también le ha dado por llamarle Armi (a veces).

    4. Carla ha dejado la bicicleta
en el patio. Ahora, y mientras sube por las escaleras dice: «¡Hoooola!» «¡Hoooola!», responde Armando desde una estancia del segundo piso. Cuando escuchó el saludo de ella, él estaba dándole a las teclas. «¿No te da vergüenza estar trabajando en tu luna de miel?», dice Carla. Él se pone en pie, abraza a la joven y dice: «Entonces tendré que hacer algo más propio de una luna de miel»

    5. Pues eso: que Carla
había estado aquella mañana en Notre Dame (con Armando ya había estado otras veces) mientras Armando escribía un poco; ya dedicarían la tarde a ver cosas. Pues eso, que el tiempo se pasó volando en Notre Dame y Carla se dijo «voy a llegar tarde, son casi las dos»; Sí, casi las dos de la tarde, y ella dijo a Armi que estaría de regreso en casa a esa hora; pero aún estaba en la catedral y desde Notre Dame a casa de tía Magdalena se tardaba una media hora en bicicleta, mínimo. O sea, que Carla llegó tarde, pero Armando (O más bien Amadeo), sumergido en escritura tan compulsiva (teclear tac tac tac raudo y frenético) ni por asomo se había percatado de que fuera ya tarde. Y entonces decidieron comer en el restaurante de abajo. 

    6. El restaurante de la Plaza del Parnaso
(Le Parnasse Contemporein, se llama), es restaurante a precio fijo o a la carta. Ellos han elegido hoy a la carta: una ración sana y abundante para dividir entre los dos (para economizar y por lo de la abundancia). Servicio irreprochable se dice en el escaparate. Es cierto. Y una botella de vino aunque sólo pidas media (mas si media pediste, sólo media te cobrarán). Comen con apetito ambos. En aquella mesa allí, tristón, de mirada perdida, hay un arlequín, silente bebedor de vino. En aquella otra mesa allá, frugalmente comen y sin tasa beben mujer y hombre: mujer como de principio de siglo y una especie de payasete de gorro cónico. Aquí en su mesita, ellos, Carla y Armando. Ella susurra: «En París se ven muchos arlequines y payasetes, y gente antigua como esa mujer». «Quizá estén rodando por aquí alguna película», musita Armi. «No, no creo que sean actores; yo creo que son así de verdad», susurra Carla. Las paredes del establecimiento (El Parnaso Contemporáneo) están decoradas con cuadros: retratos vetustos, efigies de antaño. Armi le dijo otro día que él reconocía a algunos; que eran poetas franceses. Baudelaire, Rimbaud, Gautier, Mallarme y Verlaine allí enmarcados: estos son los que Armando ha podido reconocer. Y los que no ha sido capaz de reconocer, allí enmarcados, son: Moréas, Mendès, Corbière, Desbordes Valmore (única mujer), Banville, Leconte de Lisle y Sully-Prudhomme. Y Carla y Armi aquí, saboreando su quiche Lorraine de espárragos y su botella de Sauvignon blanco, que no van a vaciar. Y, al tiempo que paladean, charlan: «Anoche tuve un sueño raro, curioso», dice Carla. «Cuenta, cuenta», dice Armando, «¿más vino, Carla?» «Sí, gracias», dice ella, y comienza su narración onírica.

    7. El sueño de Carla.
«Pues verás, resulta que yo iba caminando sola por París, porque tú te habías quedado escribiendo. Entonces veo una librería, que no era sólo una librería. En el escaparate podían verse libros y tebeos viejos, pero también todo tipo de objetos extraños. En un letrero en el escaparate, en francés, ponía: “Libros viejos, revistas y cosas curiosas”. Sobre la puerta podía leerse el nombre de la librería: Librairie Lelian. ¡Ya ves, como la Rúe! Por desgracia, en la Rúe Lelian no existe esa librería. Bueno, sigo. Resulta que entré en la librería. Allí dentro, al igual que en el escaparate, se mezclaban libros, revistas (tebeos) y cachivaches raros y esculturas exóticas como esas que salen en La oreja rota de Tintín. Tras una mesa, había un hombre de gesto huraño. Nos dimos los buenos días en francés y yo me puse a mirar los tebeos, que eran revistas en francés, como Pilote o Tintin (yo estas revistas nunca las he tenido, pero sé que existen). Y entonces, entre aquellas revistas, vi un cuadernillo (de esos apaisados como los de Mundo Futuro), que me llamó mucho la atención. En la portada aparecía una nave espacial, un poco del estilo de las de Buck Rogers (de este personaje sólo he visto viñetas sueltas, que venían en un cuadernillo del curso GALAX). Pues eso, que se veía en la portada una nave surcando el espacio sideral y, como superpuesta a esta imagen, la Torre Eiffel. El cuadernillo llevaba un título que me dejó patidifusa: Carla Première à Paris. ¿Te acuerdas que te decía ayer, Armando*, que desde que estamos casados no había vuelto a soñar con Carla Primera?, ¡pues mira!» [*Carla igual llamaba a su consorte Armi que Armando] 

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    9. El sueño de Carla [sigue (concluye)]
«Yo, entonces, quise echar un vistazo al interior de aquel cuadernillo, pero de repente el dueño de la librería, el hombre ese del gesto huraño, me pegó un grito estentóreo: ¡Sólo se pueden mirar las carátulas!, así, en español; yo entonces, con el sobresalto del grito, me desperté.

    10. ¿Un poco más de Sauvignon?, 
pregunta Armando (Amadeo para los amigos de ciencia ficción). «No, gracias, que me pongo piripi», contesta ella. «Un sueño curioso», dice él mientras echa un poco más de Sauvignon para sí. «Es una pena que la librería esa del sueño no exista», dice Carla. «Ya... pero aunque esa no exista», dice él, «alguna habrá en París que se le parezca, digo yo», y sonríe mientras con el dedo índice se ajusta las gafas (él: intelectual de kiosco: Amadeo Carralde en sus novelas “pulp”). «Sólo podemos aplazar la entrega de su próxima novela una semana... como mucho diez días», le dijeron en la editorial para la que trabajaba (a destajo, dede hacía tanto tiempo). Sí, un aplazamiento de siete días, diez a lo sumo: éstas eran la únicas “vacaciones” que los mandamases dijeron “poder” darle cuando él les anunció su inminente boda y consiguiente viaje a París. «Mejor un viaje más largo y tener que escribir un poco por las mañanas», pensó Armando, y convenció fácilmente a Carla.
    –Si a ti no te importa tener que escribir... –dijo Carla.
    –No me importa en absoluto –contestó Armando.
    Y el tren avanzó en la noche, con su swing trepidante.
    Llegaron a París ¡París! (1971) el 15 de noviembre: 
    Ahora (29 de noviembre de 1971) aquí ellos ¡París! ¡París! ¡París!
¡OH LALÁ! 

    11. Y aquí siguen: la linda muchachita (¡Carla!)
y el intelectual del “pulp” (Armando gafas ahí que el índice ajusta) en Le Parnasse Conemporein (el restaurante de la Plaza del Parnaso). Y, en derredor de los enamorados (de los que juráronse amor indisoluble ante la sacra mesa románica) el arlequín tristón de la mirada sin rumbo (bebedor silente de vino tinto) y la curiosa pareja: payasete él de gorro cónico ahí y joven mujer antigua a su vera. Y, en derredor de todos, las efigies enmarcadas: Mallarme, Rimbaud, Verlaine, Mendès, Corbière, Baudelaire etc, etc... Y la música de fondo (no se había mencionado): canciones que oscilan entre lo suave y lo rítmico, lo dulce y lo festivo, y siempre encantadoras, camp: preciosas canciones de un tiempo ido; Suzanne-Marie Bertin es la que canta ahora, mas Carla y Armando no saben que la cantante se llama así. Ya dan cuenta del postre: tarta Tatin (de manzana). «Esta canción es preciosa», dice Carla. «¿Entiendes la letra?», pregunta Armando. «Algo sí», contesta ella, «dice: “Mon rêve était d'avoir un amant”, que creo que significa “Mi sueño era tener un amante”». Luego añade Carla: «Es una melodía muy romántica, muy triste» (es cierto), para seguidamente, mirando a Armando con melosa irónica graciosa pícara expresión (levantando una ceja) decir: «Yo soy tu amante esposa». «Y yo tu amante esposo», dice él, el profesional de la literatura de kiosco, el de las novelas “pulp” de ciencia ficción a 10 pesetas. «¡Oye, Carla!», dice él, «¿Qué te parece si esta tarde vamos a ver una librería del estilo de la de tu sueño?» «¡Oh, sí!, me parecería fenomenal», dice ella, «¿tú crees que en París habrá librerías así?» «A puñados», contesta Armando; y luego: «¡Garçon!» para, poco después, ya pagada la cuenta, salir ambos a dos del restaurante.

    12. En casa (la mansión de tía Magdalena)
tienen una guía de establecimientos de París. Al poco de buscar en el voluminoso volumen, ella le dice a él: «¡Mira, mira este anuncio!». El tal anuncio (en francés, que aquí traducimos) reza:
LIBRERÍA MALLARME
Libros Antiguos, Agotados, Raros
Libros y Revistas de Historietas
Objetos Curiosos para Coleccionistas
Casa concurrida por todos los españoles
residentes en París
Se habla español
CASA RECOMENDADA
Rue Verlaine-Rimbaud, 33 
PARÍS 

    13. «¡Qué curioso!», dice Carla,
esta librería se llama Mallarme, y la rúe donde está se llama Verlaine-Rimbaud; ¿y acaso no son éstos los nombres de tres de los retratados en el restaurante?, ¡vaya casualidad!» «¡Casualidades parisinas!», dice él, «aunque también es verdad que aquí son poetas muy conocidos; en España, en cambio, se les conoce muy poco». Armando tiene razón, pues, hoy por hoy (1971), estos poetas son muy poco conocidos aun entre los que se interesa por la poesía. 

    14. Aun entre los que se interesan por lo lírico, 
pero Armando sí les conocía. Rubén Darío, que admiraba a Mallarme, fue el primero en traducir un poema suyo al castellano, Les fleurs (Las flores). Pero los poemas (jeroglíficos, herméticos) de Mallarme son de los que tardan en ser acogidos, y, llegada la hora del recibimiento, por los escogidos sempiternos ávidos de toda la vida. ¡Oh, Mallarme!; tú, padre de la vanguardia poética con tu (y no tan azarosa) tirada prístina (pequeños hexaedros punteados) en un momento álgido. Él anheló un verso, dijo Verlaine, musical y raro, y a veces lánguido, excesivo. Eso dijo Verlaine, mas bien sabía, yo sé, que no hay exceso en arte cuando éste lo es auténtico: sí, tú ahí, Mallarme, poeta maldito, que así te tildó él, Lelian. ¡Pobre Lelian!, exclamó Paul Verlaine (que era Lelian). Sí, Lelian es Verlaine, pero él, Armando, no lo sabe. Carla tampoco. A la plaza donde viven, ellos acceden por la Rúe Lelian, pero desconocen que Lelian... ¡es Verlaine! ¡Y la plaza es la Plaza del Parnaso! Y Paul Verlaine incluyó a Mallarme (en su libro de poetas malditos) entre los parnasianos. Y, en Les poètes maudits (Los poetas malditos), hablando Verlaine de sí (de Lelian) aludió al Parnaso. De Mallarme, Armando sólo recordaba haber leído, en cierta revista, el poema Las flores, en la traducción de Darío, versión donde se transmuta el poema original (en versos) en pòeme en prose: De las avalanchas de oro del viejo azur en el día primero, y de la nieve eterna de los astros, sacaste los grandes cálices para la tierra, joven aún y virgen de desastres (...) Etcétera. Y le gustó mucho. Él, Armando, no recordaba haber leído nada más; sólo aquella traducción de aquel poema del Mallarme primero, que aún no había llegado a esos espléndidos “excesos” supralúdicos, por el Rubén Darío ensayista desconocidos o quién sabe si, quizá, aposta eludidos.

    15. ¿Y Rimbaud y Verlaine?
A Carla le sonaban de algo, tal vez (quizá, pero no estaba nada segura) porque, cierto día, había dicho algo sobre ellos Ernesto, el director del grupo de teatro (aquel al que iba, donde estrenaron una obra con éxito: ella estuvo espléndida). Armando sí conocía a estos poetas. Del joven Rimbaud (toda su obra la escribió siendo muy joven) recordaba haber leído un poema (¿o quizá dos?) en ese vetusto libro del abuelo que, en un anaquel (ahora, ahí) de la buhardilla del nieto (él, Armando Pérez Frei), dormía: ser ya sólo un estar entre el recuerdo y el olvido. Y fue sólo un poema, Armando, sólo uno de él el que leíste, pues sólo uno hay en el volumen. De él: de Juan Arturo Rimbaud, cual los caracteres impresos allí rezan, castellanizando el nombre del joven vate en la tez amarillenta de la página añeja del ejemplar añejo. Añeja página... libro añejo... cual añejo es el vino del que nos habla Rimbaud en su poema:
     Un armario esculpido, grande; la encina obscura
     tomó, de puro antigua, la traza de un buen viejo;
     y el armario derrama por su negra abertura
     perfumes incitantes, como el buen vino añejo
     [...]
     –¡Oh armario de otros días, cuántas historias sabes
     que quisieras contarnos en tus sordos rumores
     cuando tus puertas negras se abren pausadas, graves!

    16. Al comienzo del libro añejo
    (y joven) del cual hablamos, bajo el autor y el título puede leerse:  
Sociedad de Ediciones Literarias y Artísticas
LIBRERÍA PAUL OLLENDORFF
50, Chaussée d'Antin, 50
PARÍS
    O sea, un libro parisién en castellano (del año de 1900).
    De 1900: aunque en el libro no viene el dato, lo sé de buena tinta.
    Su autor, o sea, el traductor de los poemas, Enrique Díez-Canedo.
    Poemas variados en el libro, de múltiples autores.
    Hugo, Gautier, Villon, Baudelaire o Rimbaud...
    Verlaine, Banville, Gautier, Rossetti, Withman, Wilde...
    Y tantos, tantos otros...
    Y ya al final, tras el índice, con modesta letra, un dato: 
    Impreso por E. Aubin. Ligugé (Vienne).
    Una joya de libro, en fin. Para bibliófilos.
    Esto Armando lo sabe: una joya de libro.
    Aunque hace tantos años que, por lo que sea, no lo ha abierto.
    ¡Ah!, y casi me olvidaba del título del libro:
    IMÁGENES (buen título)
    Debajo, el subtítulo: (versiones poéticas)

    17. También de Rimbaud
(ya saben, el del armario) Armando recordaba haber leído, años ha, un sesudo ensayo en una de aquellas revistas tan serias que no llevaban ni ilustraciones, o sea, como la Revista de Occidente, pero no era esa, no. Armando recordaba que era otra, de esas que leía su padre. Pero ahora no me viene el nombre... No, ahora no le venía el nombre. Era algo así como Alcázar, o Renacer... no, no... era otro nombre, pero Armando no era capaz de recordarlo. Fortaleza. No, no era Fortaleza. ¡Bah!, da igual. El caso es que era un ensayo (o un artículo o lo que sea) sobre el poeta que, en su momento, le pareció interesante, pero del que ahora no recordaba nada de nada. Mira (le dijo un día a Carla), si alguien me preguntara ¿quién fue Rimbaud? lo más que podría contestarle es que fue un poeta francés que escribió sus poesías siendo muy joven, y que un poema suyo hablaba de un armario.

    18. Allí donde Armando leyó
(tiempo ha) aquel escrito sobre Rimbaud era (y aún es) un ejemplar de la revista Escorial (año 1945, nº 51), y digo que “aún es” pues todavía se conserva en casa, aunque perdida entre otras muchas viejas revistas. El ensayo se titula Rimbaud al trasluz, y su autor, Vicente Gaos, dice, entre otras cosas, que Rimbaud era un ángel demoníaco, lugarteniente de Luzbel, y que esto aclara todo el misterio.

    19. ¿Y el pobre Lelian?
Pues bien: allí donde él hallo (leyó) el poema de Rimbaud halló (leyó) poemas de Verlaine. Ya saben: IMÁGENES (buen título). Y allí él, de los poemas de Verlaine (tres) eligió cual predilecto éste:
      ¡Dios mío, vuestro amor me ha lacerado
      y está vibrante aún la roja llaga,
      Dios mío, vuestro amor me ha lacerado!
      ¡Dios mío, de temor estoy transido
      y aún truena la candente quemadura,
      Dios mío, de temor estoy transido!
      ¡Dios mío, veo la ruindad de todo, 
      y en mí se ha entronizado vuestra gloria,
      Dios mío, veo la ruindad de todo!
      Mi espíritu anegad en vuestro Vino,
      juntad mi vida al Pan de vuestra mesa,
      mi espíritu anegad en vuestro Vino.
      Tomad mi sangre, nunca derramada, 
      tomad mi carne, de sufrir indigna,
      Tomad mi sangre, nunca derramada.
      Tomad mi frente, de rubor exenta,
      para escabel de vuestros pies divinos,
      tomad mi frente, de rubor exenta.
      Tomad mis manos, las que holgaron siempre,
      para el rojo tizón y el raro incienso,
      tomad mis manos, las que holgaron siempre.
      Tomad mi corazón, vano en latidos:
      púncenle las espinas del Calvario;
      tomad mi corazón, vano en latidos.
      Tomad mis pies, los frívolos viajeros;
      que corran al clamor de vuestra gracia;
      tomad mis pies los frívolos viajeros.
      Tomad mi voz, rumor mendaz y tosco,
      para la Penitencia y sus repulsas;
      tomad mi voz, rumor mendaz y tosco.
      Tomad mis ojos, del error lumbreras:
      de la oración el llanto los apague;
      tomad mis ojos del error lumbreras.
      ¡Ay, Dios de las ofrendas y el perdón,
      qué pozo vil de ingratitud el mío,
      ay, Dios de las ofrendas y el perdón!
      ¡Dios del terror y Dios de santidad,
      ay, que negro el abismo de mi crimen,
      Dios de terror y Dios de santidad!
      Dios de paz, de alegría y de ventura,
      todos, todos mis miedos e ignorancias,
      Dios de paz, de alegría y de ventura,
      bien lo sabéis, bien lo sabéis, Dios mío,
      de los mortales el más pobre soy,
      bien lo sabéis, bien lo sabéis, Dios mío, 
      más todo lo que tengo, aquí os lo doy.
    He aquí el poema que impresionó el alma de Armando.
    Hacía años que no había vuelto a leerlo, pero en su alma habitaba.
    De él recordaba solo una vagarosa sensación sin palabras. 
    Una sensación espiritual prístina  que escapaba de todo concepto. 
    Etérea intuición silente de una olvidada melodía.
    Y, hablando de olvidos,
¿sabías, lector (no, claro, ¿cómo ibas a saberlo?) que Carla (aunque lo ha olvidado) copió este poema con letra caligráfica siendo niña? Pues sí, eso hizo. Y más. Pero lo ha olvidado completamente.
    Volveremos más adelante con este tema.

    20. La primera vez que comieron
en El Parnaso Contemporáneo, Carla le había preguntado a Armando:
    –¿Y cómo conoces las caras de todos esos poetas?
    –Por el Diccionario Enciclopédico Ilustrado de mi abuelo. 
    –¿Era de tu abuelo?
    –No sólo eso; mi abuelo fue el autor del Diccionario.
    –¿Tu abuelo hizo un Diccionario Enciclopédico?
    –Sí, él fue el que lo dirigió; es de la época de Alfonso XIII.
    –¡Anda!, no sabía que tu abuelo hubiera sido tan importante.
    Aquel Diccionario fue importante en su época. 
    Un único y grosísimo volumen profusamente ilustrado.
    Se conoce como el Diccionario de don Armando Pérez Pro.
    Hoy* ya no se reedita, pero se encuentra aún en librerías de viejo.
    [*Hoy: 1971]

    21. Ahora ellos pedalean
(ambos a dos: ciclistas urbanos) por ciertas calles parisinas. Calles no de las más conocidas. Calles que ni en temporadas algídas los turistas atestan. Y ahora, noviembre que declina, sólo es álgido el aire. Sólo es álgido el aire parisino. Y ya que «no queda muy lejos» (dijo Armando) [¡schaffss! ¡schaffss!: los charcos] «será una media hora en bici», y ya llevan casi una ¡schaffss! ¡schaffss! pedaleando. «¡Pues parece ser que calculé mal!», dice el ciclista Armando. «¡No importa!», responde con alegría Carla, la ciclista ahí bufanda al viento (¡el aire de París!) y su gorro francés ladeado azul (tipo boina) que en parte cubre una media melena lisa y camp, negra cual azabache.

    22. En bici se deslizan
ahí ambos a dos, y las casas y las cosas y la gente en dirección opuesta pasan. Y algún animalito, gato o perro. Y los pájaros en lo azul. Y hay una lluvia fina, apenas perceptible. Mas perduran los charcos.
    Un golfillo trepa por un árbol, cual gato; su amigo aguarda arriba.
    Al pasar los ciclistas, los golfillos vocean gritos incomprensibles.
    Flota al viento, cual capa, la larga gabardina de una chica que pasa.
    Un coche azul, un coche rojo, otro azul, una motocicleta verde.
    Un hombre bufanda al viento lleva una gran cartera de la mano.
    El escaparate PATISSERIE muestra sus surtidos multicolores.
    Árboles deshojados enfilan la calle húmeda.
    Gente joven (chicos y chicas) subidos a una tapia.
    Una mujer con paraguas rojo y abrigo azul.
    Chica camina largas piernas pantalón campana añil abrigo rojo.
    Una casa en ruinas. Un camión verde, que echa mucho humo.
    Un estanco TABAC PRESSE con la fachada azul.
    Muchachas con bufandas y gorros multicolores.
    El asfalto que brilla húmedo; en lo azul los pájaros.
    La imperceptible lluvia. Las hojas rojas de los árboles.
    Coche, camión, coche, coche, motocicleta, coche, coche, coche...
    Dos jóvenes con pantalón campana corren, se persigue, ríen.
    Un anciano con boina busca algo con su bastón en un charco. 
    Más allá de los tejados de pronunciadas pendientes se ven grúas.
    Un vendedor de globos pasa con su multicolor mercancía.

    23. Quizá no han sido capaces
de ir por el camino más corto, pero el caso es que por fin, tras más de una hora, han llegado. Hela aquí: LIBRAIRIE MALLARME, reza el rótulo. Encadenan sus bicis a un árbol. Entran. Dan las buenas tardes en francés y lo mismo hace un hombre que está allí, tras un mostrador. Ellos han leído en el anuncio de la guía que aquí, en esta librería de la calle Verlaine-Rimbaud, se habla español, y lo han vuelto a leer ahora, antes de entrar, en un letrero en el escaparate abarrotado: de libros y objetos “raros”. Carla, que habla bien el idioma, pregunta en francés al del mostrador que si habla español, y éste responde en castellano que sí. Y luego (en perfecto castellano con un marcado acento francés) les dice que la librería la fundó su bisabuelo (él es un cuarentón) y que se pueden dedicar a curiosear, a su aire, por la abarrotada tienda. Y eso es lo que hacen. Carla se pone a mirar los tebeos, Armando los objetos “raros”. Carla había advertido, en su almanaque del 50 aniversario de Pulgarcito (lo compró el 3 de octubre) que, hablando allí de la historia del Pulgarcito, nunca se utilizaba la palabra tebeo. «Claro, es lógico», dedujo Carla, «al fin y al cabo, el TBO no era una revista de Bruguera, o sea, que era la competencia». Pero a ella le gustaba usar tebeo para referirse a cualquier historieta.

    24. Carla mira los tebeos,
y ve que hay una gran variedad, y que los hay en francés y en español.
    «Esta librería es tan genial como la de mi sueño», piensa.
    «La del sueño se llamaba Lelian, como la Rúe», piensa.
    «Aquí el dueño no es huraño como el del sueño», piensa.
    Pero sí hay cachivaches y esculturas “raras”, como en el sueño.
    Como en el sueño, revistas Pilote y Tintin.
    [Pilote: le journal d'Asterix et d'Obelix 
    En page 28, Tanguy et Laverdure chez les diables rougues]
    [Tintin: le super journal del jeunes de 7 a 77 ans
    BERNARD PRINCE, L'OASIS EN FLAMMES! (22 avril 1969)]
    Carla hojea las revistas.
    «No creo que me diga eso de “sólo se pueden mirar las carátulas”»
    Carla cree bien, pues el cuarentón no es un maniático.
    «Si encuentro el tebeo de Carla Première à París me pasmo»
    Tienen Asterix en Helvecia en francés, que ella ya tiene en español.
    Le llama la atención Le petit vingtième, de los años 30, con Tintín.
    Tienen varios ejemplares de Le petit vingtième,
revista que le decepciona al echar un primer vistazo al interior, ya que casi todo son letras; pero «sólo por las portadas y las páginas de Tintín merece la pena esta revista... Sí, sí, es muy cara, pero es un documento histórico», piensa Carla, «al menos una sí me llevaré... no, mejor creo que me llevaré todas».
    Ahora mira Carla los tebeos en español; son muchos los que hay.
    «¡El Pulgarcito aquí en París!», piensa Carla (exclamación silente).
    [PULGARCITO Revista Juvenil OLEGARIO de Raf 
    Voy a darme un garbeo hasta la casa del profesor Pepinoff...]
    «Voy a darme un garbeo hasta la casa
del profesor Pepinoff», dice Olegario en portada SORTEAMOS cada MES UN SIMCA 1.000 GRAN LUJO (6 de enero de 1969) precio 5 pts Nº 1966 RIGOBERTO PICAPORTE solterón de mucho porte por Segura Decore su hogar gane dinero DECORACIÓN en su propia casa EL SHERIFF KING V. Alcázar Díaz EL LAGO COMANCHE (continúa en la página 12) ZIPI y ZAPE, por Escobar «¿Por qué grita tanto papá?» Portugal tiene una extensión «¡Esposa mía!» de 91.971 kilómetros cuadrados «¡VEN CORRIENDO!» 12 (viene de la página 9) «Vive para su profesión», piensa Cinthia Carr. «Sus tortitas de maíz están muy ricas, Cinthia; ¿receta de tía Abigail?», dice King. «Bueno, ¿sabe una cosa?», responde Cinthia Carr, «¡también tengo mis talentos naturales!» Cinthia es una joven rubia y pecosa, de formas generosas (continuará) MORTADELO Y FILEMÓN por F. Ibáñez ¡MIAUUU! «Pero, jefe... el botoncito... yo qué sabía... ¡reprimaseeee!» El español Alvaro de Mendoza descubrió las Islas Salomón DON AGAPITO por Sanchis GORDITO RELLENO por Peñarroya «La verdad, hay días en los que mejor sería no levantarse de la cama ZZZZ...» «Iré por el atajo Las hermanas GILDA del parque...» «¡Cuántas estrellas! ¡Pero si me hallo flotando CARIOCO en el espacio (¡Horror!) [por Conti] interplanetario! ¡PLOF! EL ROBINSÓN SUIZO por Cassarel Cerón I.R. WISS (continuará) Doña URRACA (de Jorge) por Torá «Bueno, no se enfade!», dice Caramillo. Cultura física Director Manuel Rillos No desaproveches esta oportunidad Llene y envíe hoy mismo este cupón: Nombre Apellidos Domicilio Población Provincia Estudiante Labrador Oficinista Obrero: a todos interesa ESCUELA RADIO MAYMÓ Impreso en España (Printed in Spain) ¡Ah! y TRIBULETE de Cifré.
    Mas no solo el Pulgarcito (varias revistas) Carla ve allí.
    Allí también: DDT revista juvenil (varias).
    También allí: TIO VIVO, el semanario de las carcajadas (varias).
    «Estas portada de Peñarroya son buenísimas», piensa Carla.
    Allí también DDT revista humorística para mayores (varias).
    «Las portadas de Cifré también son fantásticas», piensa ella.
    También allí SISSI revista femenina 2'50 ptas Num. 90 (1959)
    «La maravillosa vida de Tony Perkins en fotos», lee silente Carla.
    Allí también SISSI extra de verano 5 ptas Rock Hudson
    «Encontraréis también: Shelley Winters»
    «Shelley Winters, confesiones de una gran estrella», lee ella silente.
    También allí TBO extraordinario dedicado al dibujante URDA
    con motivo de sus 50 años de colaboración: 1917 1967
    «Otro que me llevo». piensa Carla.
    Allí también: DOSSIER DOSIER revista de...
    Pero no, «esto no es un tebeo», piensa Carla.

    25. No, aquella revista, DOSSIER DOSIER,
no era un tebeo ¡bah!, una revista que se ha traspapelado, pensó Carla, apartándola a un lado, pero, un momento, esa cara... (pensó Carla) me suena... no, no es posible (pensó Carla) pero sí, aquel de la foto, en la portada de aquella revista (DOSSIER DOSIER) era (sí, es él, no hay duda) su magister (léase magíster), uno de la aquella Institución de tan triste recuerdo. Allí aparecía, en la portada de aquella revista francesa que ella tenía en sus manos. Entrevista con Termópilo Camposanto, rezaba en francés un rótulo sobre la efigie fotográfica del magister. Es verdad, así se llamaba: don Termópilo, pensó ella. Bajo la foto, y con letras más pequeñas podía leerse: La Institución de don Termópilo en París, y debajo, con letra ínfima y en español (único texto hispánico de la portada) se decía: Traducción de la entrevista en las páginas crema. Carla echó un vistazo a las páginas interiores. Se trataba de una revista bilingüe, en francés y en castellano. El texto en castellano venía, con letra demasiado pequeña, en las últimas páginas, de color amarillento blancuzco: las llamadas páginas crema. El magazín, que trataba distintos asuntos, dedicaba varias páginas al tema de portada. El magazín iba ilustrado con fotografías el blanco y negro. La única página de la revista a todo color era la contraportada (el anuncio de un lujoso reloj Favre-Leuba de pulsera), pues en la portada sólo iban en color los rótulos: el título de la revista en amarillo y las otras letras en azul. La fotografía de don Termópilo era en blanco y negro.

    26. «¿Qué has cogido, Carla, 
toda esa pila de tebeos?», pregunta Armando. «¿Te parecen muchos?, pues he intentado ser comedida; y tú, ¿has encontrado algo?» «Sí, esta japonesa de porcelana», dice Armando, «es bonita, ¿verdad?» «Sí, es muy bonita», dice Carla.
    La japonesa lleva un kimono azul pálido.
    Flores color violeta decoran el kimono azul.
    La japonesa tiene ojos rasgados y boca pequeña.
    La japonesa es pálida como su kimono azul.
    La japonesa lleva una sombrilla nipona.
    Por detrás lleva un gran lazo rosa.
    La japonesa es delicada cual la porcelana.
    Porque es de porcelana.
    Su exquisitez parece rococó.
    Ellos han visto arte de tan refinado estilo, aquí en París.

    27. Michel hace un par de paquetes,
esmerándose mucho. «Merci, Michel», dicen ellos  a duo. Michel, que así se llama (y así se ha presentado) el dueño de la librería, responde: «A vosotros» (así, en español). En el embalaje de la japonesa Michel se ha esmerado mucho, por la fragilidad de la figura. Después, Michel les ayuda a instalar los paquetes en las cestas de las bicis, sujetándolos con cordeles. Casa concurrida por todos los españoles residentes en París, se decía en el anuncio, pero esta tarde los únicos clientes han sido ellos dos.

    28. Ya está en casa
(la de su tía) la japonesa de porcelana, la delicada escultura. Obra ella maestra del arte de la porcelana. Bibelot exquisito. Pero ahora, ahí en el salón obscuro, no puede verse. Y tampoco pueden verse, en el salón obscuro, sobre el anaquel del armario vetusto, la pila de revistas (todas ellas tebeos menos una). Pero no sólo en el salón. En toda habitación de la mansión reina lo obscuro, pues ya es de noche.

    29. También en la habitación de ellos
casi reina lo obscuro, más no absolutamente. Luz sutil, por indiscreta rendija, de los faroles callejeros noctámbulos. Y aquí la obscuridad se hace penumbra para ellos. Vislumbre de las formas. Mas, sobre todo, el tacto.    

    30. Cuando la luz de París
entró por la abertura (de las cortinas semiabiertas) ella despertó. De la habitación de arriba (el segundo piso) oíase quedo el teclear rítmico de la Talbos (modelo 90) de Amadeo (Armi) Carralde. «¡Qué madrugador y qué trabajador!», exclamó Carla mentalmente. Y de súbito ¡FLASH! recordó haber soñado con Carla Primera. Se levantó de un brinco, para anotar el sueño en su cuaderno cuanto antes.

    31. Hay que decir
que, desde que llegó a París, Carla ya no anotaba cada noche todos los sucesos del día, o sea, que ya no llevaba un estricto diario como antes. Ahora se limitaba a escribir cosas sueltas, que iban precedidas por la fecha del día. En esta novela solamente se mostrarán algunos de estos escritos, los que vengan a intuitivo cuento.

    32. El sueño que anotó Carla
(sueño segundo de esta novela): «¡Hola! Sueño de la noche del 29 de noviembre de 1971, París. Yo estaba en la librería Mallarme, hojeando tebeos. Miré a ver que hacía Armi, y vi que estaba hablando con una japonesa. Pensé: “En cuanto una se descuida... ¡bah!, ya es mayorcito para defenderse de las japonesas”. Seguí a lo mío, a mirar tebeos. Pero de pronto vi al magister, allí en la librería, que estába entrando por una puerta, al fondo. En la puerta por donde había entrado el magister un letrero decía: “¡Los mejores tebeos aquí!”. Y yo, ni corta ni perezosa, entré por aquella puerta. Allí no vi ya a don Termópilo, y me di cuenta de que no estaba ahora en la librería Mallarme, sino en aquella librería Lelian, la del anterior sueño. Entonces busqué con ansia el tebeo del otro sueño, el de Carla Primera (al fondo me miraba el librero huraño). ¡Y ahí está!, lo he encontrado: Carla Première à Paris. Yo me lanzo a leer el interior con avidez, y consigo leer un par de páginas antes de que el huraño, con su estentóreo grito ¡Sólo se pueden mirar las carátulas! me despierte. Y ahora voy a contar lo que pude leer del tebeo: Carla aparece surcando el espacio sideral en su nave de tebeo camp, entonces exclama: ¡Oh!, un agujero rosa!, y luego piensa: Los agujeros negros se ven cada dos por tres, pero un agujero rosa es algo verdaderamente excepcional. En otro recuadro, sigue pensando: Dicen que si al pasar por un agujero rosa pides un deseo, éste se cumple ipso facto. En otra viñeta, y mientras la nave entra ya por el agujero rosa, Carla, o sea, Carla Primera, expresa su deseo: Quisiera viajar al París de 1971. Entonces la nave, durante dos o tres viñetas, se pone a dar vueltas y más vueltas en un furioso torbellino. Carla Primera pierde la conciencia. Al volver en sí, se ve en el interior de su nave que, por sí misma –automáticamente– ha tomado tierra en medio de un bosque. Y piensa: Según mi localizador, me encuentro en 1971 y en el Bosque de Boulogne, en las afueras de París. Y entonces baja de la nave con un maletín, y con un mando hace ¡ZIUUM! y reduce la nave al tamaño de un juguetito. Guarda miniatura y mando en el bolsillo y luego, maletín en mano, se pone en marcha mientras piensa: Bueno, a buscar un tren que me lleve a París. No pude leer más, pues desperté por el grito del huraño.

    33. CARLA PRIMERA,
    llamada LA CONQUISTADORA
                  [Emperatriz por Aclamación Tonante,
                  Emperatriz de la Gran Espiral
                  (antes llamada Vía Láctea)
                  Generalísima Cum Laude]
    surca el espacio sideral en su nave (superlumínica) de tebeo camp.
    Que la nave recuerde a los tebeos camp no es casual.
    El diseño de la nave está inspirado en viejos tebeos.
    Y a Carla Primera (magna dibujante) se debe el diseño de la nave. 
    Carla Primera tiene ya sus añitos: 969 muy bien llevados.
    Y ahí está: surcando el espacio sideral en su nave de tebeo camp.
    –¡Oh!, un agujero rosa –exclama Carla Primera.
    «Los agujeros negros se ven cada dos por tres, pero 
    [¡Oh, color de la felicidad!]
    un agujero rosa es algo verdaderamente excepcional», piensa.
    Sí, Carla Primera,
un agujero negro (ahora: en tu ahora, Carla Primera) es cosa de todos los días. No así antes, ¿verdad? Tú, que eres culta, conoces la historia de los agujeros negros y la historia de los agujeros rosas, ¿verdad que sí? ¡Pues claro que sí, Carla Primera! Tú sabes, Carla Primera, que el primero que pensó en los agujeros negros (sin así llamarlos) fue aquel profesor de Cambridge, John Michell, que, ¡ya en 1783!, soñó con una estrella de tamaño ínfimo y de masa inmensa; estrella para nosotros no
visible, pues su gravedad terrible de su luz sería freno. ¡Oh, que avaro tu campo gravitatorio, astro soñado! Tú, estrella invisible que el ser a ti próximo con tu ser conmueves (y sabed que con intención digo ser, y no materia). Pero a aquel astro, otrora inmenso, luego tan contraído, Michell no lo llamó agujero negro. El nombre fue un invento de John Wheeler, allá en mil novecientos sesenta y tantos, como tú sabes bien, Carla Primera (y posiblemente sepas la fecha exacta, que yo no quiero [en el sentido de no puedo] recordar; dejémoslo en 1960 + X). Finales de la década prodigiosa, en cualquier caso. 
    [X: no 10, sino equis (la incógnita)]
    [La década prodigiosa: los años sesenta]
    Mas para ti un año prodigioso, Carla Primera: ¡1971!
    Sí, Carla Primera,
1971 es tu año (París y antes de París) prodigioso. ¡Oh, Carla Primera, tú, sueño de Carla! [Antes de París: ver (leer) Vida de Carla Primera la Conquistadora]. Y ahora tú, Carla Primera (¡oh, ente onírico!) ves  ante ti (¡oh, la vie en rose!) un agujero rosa (color feliz). Y bien sabes, Carla Primera, que el primero que pensó en los agujeros rosas como agujeros de los deseos fue el omnisciente de la presente novela, el 29 de agosto de 2025. Pensó en ellos en este día y les dio nombre y vida onírica. Y ahora tú, Carla Primera, estás a punto de pasar por uno de ellos. ¡Ya! ¡Ahora! ¡En este mismo instante entra ya en él tu nave de tebeo! Y pides tu deseo: París, 1971.

    34. París, 30 de noviembre de 1971.
Es temprano en la mañana. Notre Dame. Allí está Carla. Contempla la fachada, allí de pie. Su bicicleta quedó más allá, encadenada. Amadeo (o sea, Armi) quedó tecleando. Se acerca el día de entregar su novela, que mandará por correo (la editorial pagará los gastos de envío). Y ahí está Carla frente a la catedral magnífica y nunca avara de luz. Catedral que luz belleza a todos ofrece, resplandeciente. Difundes tu luz, atraes hacia tu luz; vida luz tú, catedral, que Vida Luz refleja. Sólo la tiniebla reusa recibirte. Carla ahí de pie, contemplándote. Ella ahí (luz) que sí es de ella: luz que da testimonio de la Luz, reflejándola; pero muchos no han querido, no quieren recibir esa luz. Tu luz, Notre Dame. Ella sí, ahí de pie, temprano en la mañana. «La catedral me da poder», piensa Carla, «poder de ser una hija de Dios». Ella, ahí de pie ante la catedral magnífica, parafraseando a San Juan eso piensa. Carla conoce bien el evangelio del apóstol San Juan, es su evangelio preferido. «Yo no creo que preferir un evangelio a los otros», piensa ella, «pueda ser pecado... no, después del Concilio Vaticano II no lo creo». Mucho ha oído Carla hablar en su casa, a sus padres, del Concilio y del Papa Pablo VI, y del viaje a Tierra Santa, «que fue muy importante, pues era el primer Papa que iba a Tierra Santa, yo era una cría», piensa ella, ahí frente a Notre Dame. Mira las esculturas de la portada. Y recuerda, allí enmarcada en el salón, la indulgencia plenaria. «El diploma, digo no, la indulgencia, quiero decir», piensa ella, «va a nombre de papá y familia». «Es que la indulgencia parece como un diploma, como un título, pero no tiene nada que ver», piensa. «Es una indulgencia plenaria familiar, pero no creo que coja también a los primos, no lo pone claro», piensa ella ahí, la joven que mira la portada de Notre Dame, sus estatuas. «¿Ya habrán mandado mi diploma GALAX?» Poco antes de casarse, Carla terminó sus estudios a distancia, y con sobresaliente, además. «Sobresaliente, me pusieron» «La indulgencia es de 1966, creo; es una carta; sí, como una carta que manda papá al Papa pidiendo la indulgencia familiar y éste contesta que sí, que se la da» «Cuando volvamos podré ver ya mi diploma de dibujante, pues para entonces ya estará allí; ¿y cómo será?; si es como el que venía en pequeño en el folleto sí será bonito; esto si que tiene que ser pecado, o sea, que me haga más ilusión mi diploma de dibujante que la indulgencia», piensa. Desde su atalaya, quiméricas gárgolas demoníacas la ciudad escrutan. Carla ahí, frente a la fachada occidental, mira. Frente a ella allí la catedral, otrora desacralizada por la vulgaridad vil de ciudadanos revolucionarios “de pro”. Ultrajada tú, catedral magnífica, por petimetres abyectos de terror sedientos. Carla ve allí el rosetón magnífico. María y el Niño allí: a la altura del centro de la rueda eterna sus rostros. Y los ángeles. Y, entre rosetón y puertas, los reyes bíblicos, que la furia inculta destruyó creyéndoles franceses: ¡oh, Revolución, de la zafiedad hija predilecta! Carla mira. Ve. Allí el Juicio Final. Allí Cristo, allí los instrumentos de la Pasión. Carla algo ha leído sobre estas cosas, en un libro que compró y que ahora está en el anaquel, junto a los tebeos: ninguna revista que no sea un tebeo allí ahora. ¿Y la revista DOSSIER DOSIER? La lleva ella, la que mira la fachada, en su bolso, en ese bolso grande que lleva en bandolera. Y, en la fachada, la Virgen y San Juan, «el que escribió mi evangelio prefe», piensa Carla. Y, debajo, San Miguel y el Diablo se disputan un alma: balanza allí similar a la que usara Anubis en el tribunal de Osiris. Mas si el alma egipcíaca levedad de pluma ansiaba, aquí el alma pesantez necesita: para que baje el plato que conviene; como aquí pasa, donde se salva el alma. «Menos mal», piensa ella. Y, más abajo, muertos resucitan. Y, más abajo aún, Cristo en el parteluz. De todas estas cosas habla el libro de Carla. «Qué ilusión poder leer pronto la nueva novela de Armando», piensa. Lleva Carla su gorro francés ladeado azul (tipo boina). Lleva bufanda y abrigo. Frío parisino. Si os casáis en invierno, para vuestro viaje escoged lugares templados, habían leído, «y ya ves, aquí estamos», piensa Carla. Lleva abrigo corto azul turquesa, bufanda verde esmeralda, pantalón campana color trigueño, bolso en bandolera (tonos violáceos) y botas azul marino.

    35. Ahora (poco después de lo antes narrado)
Carla toma un café crème y un croissant en una croissanterie no lejana a Notre Dame. Es una cruasantería café. Al establecimiento ha venido andando. La bicicleta sigue (es de suponer) encadenada donde Carla la dejó. Y mientras almuerza, ahí en su mesa junto a la ventana, Carla lee la revista que llevaba en el bolso de tonos violáceos, o sea, DOSSIER DOSIER; y, en concreto, lee la entrevista con don Termópilo.

    36. CONVERSAMOS CON TERMÓPILO CAMPOSANTO
    (una entrevista de Damien Armand Dubois-Morel)
    Dubois-Morel: 
~Usted, que fue enseña del conservadurismo retro más recalcitrante, el adalid del paso atrás, el reaccionario impenitente, ahora ha cambiado, mostrándose como un Termópilo Camposanto de nuevo cuño abierto a la revuelta, a la innovación, a la inmoderación.
    Termópilo Camposanto:
~No he cambiado tanto... Fui y soy un hombre de orden. Pero muchas veces se suele confundir orden (disciplina) con conservadurismo.
    Dubois-Morel:
~Pero usted ha cambiado. En sus libros ya no se habla de pecado, sino de barbarismos desestabilizadores. 
    Termópilo Camposanto:
~Es que todo es lenguaje, ¿no es verdad?, y esto ya lo sabía muy bien antes; pero entonces no era el momento (ni el lugar) para explicitar lo latente en el concepto mítico. Había que sobrenadar, ya que aún no era el momento de la inmersión. Las fosas abisales asustan. ¡Aterran! El tiempo de la mesura ha sido clausurado, pero quien ha echado la llave no he sido yo, sino el el nuevo ámbito. Y aun así, he de matizar: algo queda en mi de aquella mesura, lo que pasa es que mi mesura es ahora tensa, nerviosa, activa, ¡altiva!, vigilante, veloz. 
    Dubois-Morel:
~Hábleme de la burguesía.
    Termópilo Camposanto:
~Lo pequeñoburgués ha de ser desterrado de todo pensar honesto, es decir, libertario. Hoy por hoy me interesa la ley de la praxis, frente a la praxis de la ley. El burgués, siempre pequeño, es hombre de leyes. El libertario, al contrario, es hombre de praxis. Aunque me vea usted bien trajeado, las mangas de mi camisa están arremangadas.
    [Carla no entiende ni jota, pero sigue leyendo.]
    Dubois-Morel:
~Hábleme del nihilismo.
    Termópilo Camposanto:
~Quisiera encontrar en el nihilismo la esencia de esa obligación moral ineludible, de esa llamada al deber que, cuando alza su voz viril, sólo admite una respuesta: ¡a sus órdenes!
    Dubois-Morel:
~Sí, ahora veo que sigue usted siendo el mismo.
    Termópilo Camposanto:
~Pero, ¿de verdad había llegado a dudarlo? ¡claro que soy el mismo! 
    Dubois-Morel:
~A veces veo en usted el extraño caso de dos yoes opuestos en pugna; supongo que ha leído a Stevenson.
    Termópilo Camposanto:
~He leído a Stevenson: su Isla del tesoro, sus poemas, La isla de las vocesEl señor de Ballantrae... Pero usted está pensando en una obra en concreto, El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde. Pero no, señor mío, la dualidad sobre la que versa este relato en nada me atañe. Yo siempre he sido uno, aunque antaño haya tenido que suavizar mis aristas.
    [«Yo he leído esa novela del doctor Jekyl», piensa Carla.»]
    Dubois-Morel:
~¿Suave usted en el pasado?; yo tenía entendido que usted, antaño, era muy aficionado a las varas de fresno.
    [«Las famosas varas de fresno», piensa Carla]
    [Lo cierto es que la joven Carla
apenas fue castigada con la tristemente célebre vara de fresno, y nunca con saña; pero aquello, en aquel momento, provocó en ella pesadillas sádicas que hubieran merecido no ya dos rombos, sino diez o más.] 
    También el maestro de Tom Sawyer era así», piensa Carla.]
    Termópilo Camposanto:
~Fuera de contexto nada se comprende. Y, por otra parte, una vara de fresno es un objeto rico en símbolos: clarividencia y potencia, materia prima... Porque el fresno no tiene nada que envidiar al avellano ¿eh?, el caduceo, sin ir más lejos... ¡qué sé yo! También le podía hablar de la palomancia, qué no es sólo cosa de chinos, pues ya los germanos... ¿y si le hablo de la rabdomancia? ¿y de la rediestesia? Estamos hablando de un arma mágica, mi amigo, no de otra cosa. ¡Estamos hablando de autoridad espiritual! ¿no sabía usted que la vara amansa los dragones? ¡ah, pues entonces...! Seamos un poco serios, cuidemos las palabras, no nos dejemos llevar por ellas. Y no es necesario golpear, basta con mostrar, o acariciar apenas. ¿No se ha parado a pensar que una caricia puede hacer mucho daño y un golpecito puede ser acariciador? ¡Son demasiadas cosas!, no le puedo enseñar a usted en un minuto... pero dejémoslo, no hagamos una montaña de un grano de arena. Sólo una cosa más: ¿acaso sabía usted que el fresno era, para los escandinavos, símbolo de la inmortalidad? Pues también los germanos... pero mire, mejor dejarlo aquí.
    [Carla está leyendo la entrevista 
en las páginas crema, donde viene traducida al español. En las páginas crema no vienen fotografías, y la letra es muy pequeña. Carla hace una breve pausa en su lectura. Quiere echar otro vistazo a las fotos de don Termópilo, en las páginas en francés: dos fotografías (en una de ellas se le ve charlando con el entrevistador); luego mira la foto de portada. El entrevistador, el tal Dubois-Morel, hombre más bien joven, tiene un rostro normal, incluso simpático, piensa Carla. Tiene el aspecto de un hombre de hoy, con su jersey de cuello alto y su chaqueta sport. A su manera parece de un anuncio de esos del Corte Inglés, piensa Carla. En cambio, don Termópilo, su antiguo magister (léase magíster), es un hombre extraño, de rasgos duros y mirada muy fría; profundas arrugas surcan su rostro. Su indumentaria es chocante, pues es decimonónica. Sigue igual que siempre, piensa Carla. Y vuelve a las páginas crema.]
    Dubois-Morel:
~Usted vino a París impelido por las circunstancias. 
    Termópilo Camposanto:
~Sí, soy un exilado, o exiliado, que de ambas formas puede decirse; a mí me gusta más exilado. Me empujó Hado, pero me congratula estar inmerso en este ámbito estimulante. Hado es impredecible, ¿verdad?, no en vano es hijo de el Caos primordial. Pero fíjese en lo que voy a decirle: el desorden del Caos es un orden invertido que tiene un poder destructor magnífico; y, usted lo sabe, sin destrucción de lo viejo, de lo caduco, no hay construcción nueva. El Caos es materia pura, pero no materia sólida, sino materia libre; y se lo digo: la materia supera al espíritu, no le quepa la menor duda. ¿Quizá le extrañan mis palabras?, ¿acaso no sabía que yo era materialista?, sí, sí lo sabia, ¿verdad?; pero atienda: no materialista al uso. Los materialistas al uso no comprenden el misterio profundo del Caos y de su hijo Hado. Yo sí.
    Dubois-Morel:
~Hoy, algunos estudiantes y trabajadores parisinos se identifican con usted; otros, por el contrario, le detestan.
    Termópilo Camposanto:
~Y otros, conociéndome, me ignoran; y otros no me conocen. Pero sí, algunos jóvenes rebeldes desencantados ven en mí a uno de los suyos. Otros, com iguales circunstancias, no se avienen a mi idiosincrasia.
    [Carla sigue sin entender
ni jota. No entiende por qué sigue leyendo todo aquello. «Me doy por vencida», piensa; pero, antes de cerrar la revista, decide ver que otras cosas pregunta el entrevistador, saltándose las respuestas del magister. Y, casi al final de la entrevista, una pregunta despierta su curiosidad.] 
    Dubois-Morel:
~Su Centro Culto, que ha abierto cerca de Notre Dame, ¿es un primer paso para resucitar en París su Institución?
    Termópilo Camposanto:
~En cierta medida, sí. Ya veremos. Por de pronto, el Centro Culto está teniendo muy buena aceptación; y además, como usted ha dicho, el Centro Culto se encuentra en una ubicación de pivilegio, muy cerca de Notre Dame, en la Calle Hermes-Mercurio 6. Allí tenemos biblioteca pública y exposiciones de temas varios y, en breve, empezaremos con las conferencias y los debates.
    [«Muy cerca de Notre Dame...», piensa Carla.]

    37. «Muy cerca de Notre Dame...»,
piensa Carla, y, por un instante, se le pasa por la cabeza la idea de ir al Centro por curiosidad, ya que queda tan cerca. Pero no, «quita, quita... a mí no se me ha perdido nada allí», piensa ella, ahí en la cruasantería café. Mas al poco ya despliega su plano de París sobre la mesita. «Rue Hermès-Mercure... Rue Hermès-Mercure...» Pero nada. En el plano no viene la calle. «No siempre vienen todas las calles», piensa Carla.

    38. Y ya la tenemos cerca de la catedral,
preguntando a una señora de sonrisa amable. Y vemos ahora que ésta le responde, en francés, que no conoce esa calle. Luego lo intenta con un provecto y pulcro caballero, y tampoco tiene suerte. Después con una simpática ancianita, y lo mismo. Entonces, de súbito, Carla se ve abordada por un joven que, a pesar de que hace un frío que pela, va en encamisa y con las mangas arremangadas. «Bonjour», dice el joven.

    39. El joven arremangado
no es muy alto, pero sí fuerte. Su mirada es franca, su cabello rebelde. Carla no entiende cómo no tiene frío.

    40.  Y he aquí as palabras que se cruzan
(en francés, aquí ofrecidas en español) Carla y el joven arremangado:
    –¿Preguntabas por la Calle Hermès-Mercure? –dice él.
    –Sí... ¿sabes tú donde está? –pregunta Carla.
    –Sí, mira: sigue aquella calle estrecha todo recto...
    –¿Aquella? –pregunta Carla, señalando con el dedo.
    –Sí. Todo recto. Luego te toparás con un muro muy alto –explica él.
    –Con un muro muy alto, vale –asiente Carla.
    –Sí, un muro alto. Ahí se interrumpe la calle. Luego a la izquierda.
    –A la izquierda al llegar al muro, ¿no? –dice ella.
    –Sí, por una calle aún más estrecha, siguiendo el muro alto.
    –Siguiendo el muro alto... sí –asiente ella.
    –Entonces llegarás a una pequeña plaza.
    –Una pequeña plaza –piensa Carla.
    –La única salida de la plaza es la calle Hermès-Mercure.
    –Por la única salida de la plaza... –repite Carla.
    –Aparte de la calle por la que vas a entrar, la única salida. Esa es.
    –Muchas gracias –dice Carla.
   –No hay por que darlas –responde el arremangado.

    41. El trayecto:
«Au revoir», dijo él, y Carla contestó lo mismo, como eco que mutara voz viril en voz femenina. Ahora ya avanza Carla por la calle estrecha. Todo recto, aunque la calle no es del todo recta. Y ya ahí ahora, frente a ella, el muro alto. «No pensé que fuera tan alto», piensa Carla. Calle angosta que se interrumpe. Y ella que tuerce a la izquierda, siguiendo un muro demasiado alto por una calle demasiado estrecha. Sensación de angustia. «Dios mío, ¿por qué he entrado en esta ratonera?», piensa ella. Y entonces respira: la pequeña plaza ahí, al fin. «¡Hasta nunca!», piensa Carla, despidiéndose de la calle agobiante. Y atraviesa la plaza en dirección a su única salida (a excepción de la calle agobiante por la que ha entrado); salida única de la plaza que ha de ser la calle Hermès-Mercure. Es una plaza ni fu ni fa la que Carla atraviesa. «Una plaza ni fu ni fa», piensa ella. La plaza ni fu ni fa está desierta. «Espero que la calle Hermès-Mercure tenga salida, si tengo que volver a pasar por esa calle agobiante me da algo», piensa Carla. Y de pronto tiene un súbito extraño pensamiento que escalofría: «Esto no es París».

    42. La calle:
    A la entrada de la calle Carla está,
con miedo de seguir adelante. «Si fuera Carla Primera no me pasarían estas cosas; ¡ella es tan valiente!; y pensar que Carla Primera quizá esté aquí, en París... Sí, sí... sé de sobra que que lo he soñado, pero...», piensa Carla, allí quieta a la entrada de la calle. De una calle normal, ni estrecha ni ancha, pero sin gente, sin tráfico ni vehículos aparcados. Lo cual hace que la calle resulte, para Carla, inquietante. Para ella ahí con su coqueto gorrito francés ladeado azul (tipo boina); para ella ahí quieta, joven esbelta azul turquesa su abrigo (corto) y verde esmeralda su bufanda y acampanado trigueño (su color) el pantalón y estos tonos violáceos del bolso en bandolera y azul marino sus botas. «Bueno, ya vale de tonterías», piensa decide Carla y entra en la calle y ya camina por la rue Hermès-Mercure pues esta no puede ser otra. Casas a ambos lados modestas no altas tejados de pronunciada pendiente todos ellos y sus chimeneas no humeantes. «¡Ah, ya sé!», musita, «estoy en la Edad Media».

    43. El Centro Culto:
    Sí, ahí está, ahí lo tiene, 
«el Centro Culto», piensa Carla. Es una modesta casa de dos pisos con la puerta abierta de par en par. Un modesto rótulo sobre la puerta reza: Centro Culto. Entra, y en el hall le da los buenos días un joven. Éste, de rostro demacrado y buena estatura, viste de gris, con una prenda de una sola pieza, como la que usan los trabajadores, pero impoluta; lleva las mangas arremangadas. «Bonjour», ha dicho el joven. «Bonjour», ha contestado Carla. Pero el joven (rubicundo él) ha supuesto, por el acento de ella, que no es francesa. Él joven rubicundo, en castellano, pregunta: «¿Eres española?» «Sí, ¿cómo lo sabes?» «Por tu acento», dice el joven. «Mi francés debe de sonar fatal», dice Carla. «No, todo lo contrario, tu francés es impecable, y te lo está diciendo un parisino, pero capto bien los acentos», dice el joven sonriendo. Mirada intensa la de él, ojos algo juntos. «Gracias», dice Carla. Y piensa que él habla muy bien el castellano, aunque su acento francés es muy marcado.

    44. La exposición:
    Ahora Carla esta viendo una exposición
aquí, en Centro Culto. En la exposición, que lleva por titulo Euclides, abundan libros vetustos de Los elementos; pero también hay libros de geometría de otros autores, e instrumentos de precisión de otrora para el dibujo lineal, y poliedros tallados en piedra o madera, y poliédricas formas minerales con sus varias formas dadas por natura. También se repite, aquí o allá, en la amplia sala casi vacía, un letrero donde se lee: EUCLIDES A MUERTO, y, debajo, con letra más pequeña: Conoce el pasado, pero vive el ahora. El reiterativo mensaje está en francés. «Esto no vienen a cuento», piensa Carla. En la amplia sala únicamente allí, de espaldas a Carla viendo lo expuesto, un pierrot de figura longa; y allá, también de espaldas a Carla observando lo expuesto, una mujer alta y delgada, de complexión atlética, por completo vestida de negro. «Aquí en París hay muchos pierrots y arlequines... no me extraña que Picasso los pintara», piensa Carla mientras mira lo expuesto. Hace frío en la sala. «¿Ya habrá terminado Armando la novela?», piensa ella ahí con abrigo, gorro y bufanda y sin pasar calor. Hace frío en la sala. Los ángulos exponen su condición precisa. Cartabones. Escuadras. Libros y minerales. Cubos. Dodecaedros. Artificio y natura tallan las mismas formas. La brillante pirita es un dodecaedro que parece de oro. «Cómo me gustaría tener este mineral», dice Carla en pensamiento átono. Es su ser no consciente quien le ha dictado el pensamiento atónico, si así puede decirse* de la exclamación que de signos exclamativos carece. [*Y claro que se puede: es licencia poética.] Entonces ve Carla que la mujer de negro la mira de soslayo, desde el fondo de la sala, con una mirada intensa y una sonrisa en los labios. Por un instante, recíprocas miradas se aúnan con fijeza. Y es tan solo un instante, pero un instante largo. Carla baja rauda la mirada. Casi azorada su mirar abaja la chica de la coqueta boina parisina que ahora sí le da calor, a pesar de este frío que aquí hace, de este frío que la sala hace gélida, tan, tan gélida. Tum, tum, tum... late el corazón de Carla, apresurado. Únicamente una fracción de segundo a visto Carla el rostro de la mujer de negro. Y ha sido suficiente: «Es ella, ¿cómo es posible?», piensa Carla y mira el libro ahí junto al dodecaedro dorado, Libro Primo de Evclides. Ella: Carla Primera allí, «no, no puedo equivocarme, es el rostro que tantas veces he visto en sueños», el rostro de Carla Primera, con su peculiar nariz aguileña, con sus facciones añosas pero tan vigorosas y férreas*. [*Ver (leer) Vida de Carla Primera la Conquistadora] Y, súbitamente, voces rompen el silencio blanco de la sala gélida. Carla mira de través, y ve, escucha, como la mujer de negro y el albo pierrot, ahora juntos, en francés conversan. Y Carla entiende: El longo pierrot del albo traje amplio, el pálido joven, apuntando a uno de los letreros (EUCLIDES HA MUERTO, etc) le dice a la añosa mujer de negro: «¡Qué solemne estupidez!» «Sí», dice la de nocturnal indumento, «he estado tentada de arrancarlos todos y hacerlos pedacitos, pero a mi edad ya no estoy para estas hazañas, ¿nos vamos ya?» «Sí, vamos», contesta el pierrot de la blanca gorguera y el blanco sombrero cónico; y ambos cruzan la sala hacia la puerta. Al pasar junto a Carla, le dirigen a duo un saludo, al que ella contesta, y al poco queda sola ahí en la sala. «Tengo que ir tras ellos», piensa Carla de súbito, y, movida por imperioso impulso, comienza a encaminarse veloz hacia la puerta; mas, a su espalda, una voz viril, fuerte, autoritaria, frena sus pasos: «¡Mademoiselle Carla!». Ella da media vuelta, y ve al magister. Allí, ante Carla, al otro extremo de la sala gélida, junto a una puerta enfrente de aquella a la que ella se dirigía, está el magister. «¡Señorita Carla!», reitera, ahora en español, don Termópilo. Carla ahí, atónita, se ha quedado sin palabras. «Le doy la bienvenida, señorita», dice don Termópilo, «así, ¡en español!, como mandan los cánones, pues ¿quién necesita la lengua de Jean Racine si posee la de Miguel de Cervantes?» Ella ahí, atónita, se ha quedado sin palabras. «¿Se comió la lengua el gatito Micifú?», dice don Termópilo con sorna, y sus profundos surcos se acentúan: boca que se alonga en burlesca sonrisa. Carla, por decir algo (para no quedar como una niña pazguata) va y dice: «Ya no soy mademoiselle, sino madame» «¿Y eso pourquoi?», pregunta el magister mezclando idiomas. «Pues porque ya estoy casada», contesta ella con candoroso orgullo. «¿Ah, sí?, ¡no me diga!, ¡qué sabio el adagio latino que reza “tempus fugit”», declama el magister, y, al observar que Carla frunce ligeramente el ceño, añade: «Y que solemos traducir como “el tiempo vuela”; ¿acaso las nupcias le han hecho olvidar su latín?» «Ya lo había olvidado mucho antes de la boda», piensa Carla, pero nada dice. El magister vuelve a la carga: «Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus». Carla se limita a sonreír con su dulce sonrisa irónica, levantando una ceja. El magister traduce: «Pero huye entretanto, huye irreparablemente el tiempo». Ella asiente con leve movimiento: tres raudas reverencias de su rostro, y aún cree estar obligado el magister a rubricar su cita: «Virgilio», dice. «¡Ah!», es lo que dice únicamente Carla. «Felicite de mi parte a su afortunado esposo», dice don Termópilo. «Gracias», dice ella. «Apuesto a que su boda es reciente», dice él. «Sí, muy reciente», dice Carla, y su rostro resplandece. Y un rubor leve colorea, embellece sus mejillas. Dice el: «Y apuesto a que está usted aquí, en París, en viaje de novios». «Sí», dice ella, y «¿cómo lo ha adivinado?», piensa. «No sé por qué a todos los recién casados les da por venir a París», dice él displicente. «Quizá por ser una ciudad tan bonita, y con tantas cosas para ver», dice Carla con convicción. «Sí, será eso», dice don Termópilo sin entonación. Y entonces, movida por repentino impulso, ella mira su reloj de pulsera. «¡Huy, qué tarde se me ha hecho, tengo que irme!», exclama Carla. Él, el de la indumentaria decimonónica, dice raudo: «¡Espera Carla!»; así, tuteándola por primera vez. Carla frunce el ceño: «No puedo... yo... es tarde y...», balbucea. Siguen solos en la sala gélida. «¡Atienda sólo un segundo!», insiste el magister, «quiero que sepa que tengo algo suyo, pero no aquí» (el tratamiento de usted a vuelto). Carla siente deseo de marcharse de allí, de dejar a aquel hombre con la palabra en la boca y salir disparada, ¿algo suyo?, «no me interesa», piensa. «¿Algo mío?», pregunta Carla. «Sí, un par de cuadernos suyos de cuando estudió en la Institución, se fue usted sin recogerlos; pero no los tengo aquí, sino en mi château, en las afueras de París; si vuelve usted otro día por aquí podrá recuperarlos... y venga con su cónyuge, me gustaría conocerle». Carla no sabe que decir ante estas palabras cuasi anhelantes (brillo de anhelo en los ojos sin brillo del magister). «Yo... vale... bien... muchas gracias... buenos días», dice Carla. «¡Un segundito!», dice él. «No, de verdad, ahora sí que me voy», dice Carla, casi casi enfadada, oye. Mas el, raudo, ha cogido algo de uno de los estantes, y se lo entrega a ella. «Tenga, usted lo aprecia más que yo; lo que para mí es piedra, es para usted tesoro», dice el oferente. «¡El poliedro dorado!», exclama Carla mentalmente. «No, no puedo aceptarlo», dice ella. «No me haga reír, mademoiselle Carla, es sólo una piedra», dice él. Mademoiselle Carla: así llamaba el magister a Carla en las clases de francés, y ella, que lo había olvidado, lo recuerda. Y acepta la ofrenda y dice adiós y gracias y sale pitando.
    
    45. Carla regresa a casa, en bicicleta.
    «Hoy sí que voy tarde»,
piensa. Llueve. Ya al río Sena la bicicleta no corre paralela. Ya bajo la lluvia en su bicicleta parisina pedalea ahora Carla ascendiendo por la cuesta. Con brío, y ni piensa en la lluvia. Brusca la derecha gira ya, y por la Rúe Lelian sinuosa estrecha mal asfaltada a trompicones ella se desliza ahora demasiado deprisa un día me la pego, piensa. Zigzaguea ahora, impelida por la sinuosidad de la calle y por evitar los charcos profundos. Lluvia que moja su rostro juvenil, bien empapada va. Con velocidad pasan los muros altos las casas altas de la tortuosa pero tan encantadora Rúe Lelian ¡Pobre Rúe Lelian! y no siempre puede Carla ¡schaffss! ¡schaffss! evitar los charcos: París, 30 de noviembre del 71.
***

CAPÍTULO DOS

    1. París, martes 30 de noviembre de 1971,
dos y media (deux heures de l'après midi).
    –¡Hoooola! –dice Carla mientras sube por las escaleras.
    –¡Hoooola! –responde Armando mientras baja las escaleras.
    Se encuentran en la escalera, se besan: ¡oh, el amor!
    –Vienes empada –dice Armando.
    –Es que llueve mucho –dice Carla.
    –La lluvia es nuestra amiga –dice Armando.
    –Sí, nuestra mejor amiga –dice Carla.
    –Pero sécate, o vas a coger un catarro –dice Armando.
    –¿Terminaste la novela, Armi?
    –Terminada y mandada por correo, Carlitina.
    –¡Pero te habrás quedado una copia! –exclama Carlitina.
    –Sí, claro; una copia para mi Carla, fan de mis novelas baratas.
    –Me chiflan tus novelas baratas, Amadeo Carralde.
    Se abrazan, se besan: Oh, l'amour!

    2. Como se ha hecho tan tarde
deciden comer abajo, en el Parnaso (Le Parnasse Contemporein, en la Plaza del Parnaso). Y aquí están, comiendo y charlando ella y él. Y ahí en derredor otros clientes, solos o en pareja. Y ahí en derredor cuadros en las paredes, efigies del pasado: Rimbaud, Verlaine, Baudelaire y un largo etcétera. Entre los clientes destaca ese que viste de arlequín, que es parroquiano habitual, casi siempre solitario. Y Carla y Armando no saben: en el restaurante ellos empiezan a ser conocidos como “los de la casa grande”. Humo en el restaurante, olor a tabaco de pipa. Carla y Armando comen y charlan.

    3. Carla y Armando comen y charlan:
«Es que... ¡fue increíble!», dice Carla, «te juro que aquella mujer era clavada a Carla Primera, la de mis sueños; y es que, encima, yo había soñado eso, que ella estaba aquí en París, en el París de ahora». «¡Pero qué bonita eres, Carla!», piensa Armando. «Sí, ya sé que es imposible que sea ella, pues ella no existe... bueno... existe en los sueños, que la verdad es que no sé lo que son». «No, ni yo tampoco», dice Armando, «pero sí que son curiosas esas fantasías raras que crea la mente». «Sí... a mí este encuentro con Carla Primera, aunque no sea ella, vale, me ha dejado algo patidifusa», dice ella. «Bueno... tú tampoco te obsesiones, Carla...» Con apetito comen, mientras parlan, su rica sopa de cebolla parisina: polifonía de cebolla frita, mantequilla, aceite y queso gruyer. En la botella y en sus copas ahí el Sauvignon blanco. «Y luego eso del encuentro con ese fantasma del pasado, con ese don Termópilo, que es un hombre más raro...», dice Carla. «Pero al menos te hizo un regalo bien bonito», dice Armando. «Sí, eso sí... el dodecaedro dorado es una monada...», dice Carla, «pero... ¿no es coincidencia que me regale lo qué más me gustaba?; es verdad que estuve mucho tiempo mirando el dodecaedro... pero en ese momento don Termópilo no estaba allí en la sala. Y lo de que quiera conocerte a ti... ¿qué te parece?» «Bueno... si tú quieres... a mí no me importa...», dice Armando. «Yo creo que no te hace mucha gracia el plan», dice Carla, «y a mí tampoco, no te creas... lo que pasa es que sí me gustaría recuperar esos cuadernos de cuando era una chiquilla...» «Iremos y recuperarás tus cuadernitos, Carlitilla». «Eres un sol, Armando mío... pero, bueno... tampoco el asunto es tan urgente; más adelante, pues sí.»

    4. Después de comer, deciden ir al Jeu de Paume,
el museo de los impresionistas. Ya habían estado allí otro día, pero lo vieron muy deprisa. Quieren verlo con más calma. Allí Renoir, Manet, Monet, Cézanne, Gauguin, Van Gogh, Toulouse-Lautrec, Pissarro, etc. ¡Ah!, y uno de los preferidos de Carla: Rousseau, un naif allí entre los impresionistas.
    Al museo han venido en metro.
    
    5. [A la entrada del museo habían visto 
un letrero en varios idiomas, español incluido, que decía: “Cerrado los martes excepto los que caigan en día 30”. «¡Qué suerte, porque hoy es día 30», dijo Carla. «Pues sí», asintió Armando.]

    6. Ya han salido del museo, y ahora
ambos a dos toman sendos capuchinos en el Café Concord, una bonita cafetería de llamativa fachada roja, en el Bulevar Saint-Germain. Y, a pesar del frío, están tomando sus cafés en la terraza, para ver pasar la gente. Ahora no llueve. «Mira esas dos», dice Carla. Son dos mujeres que pasan con sus sombreros de plumas y sus largas faldas, como esas de los cuadros impresionistas. «Esta moda antigua se da en París tanto como en España», dice Carla. «Puede que haya un baile de disfraces por aquí cerca», dice Armando. «Que no van disfrazadas, hombre, que son así», replica Carla. Pasan ahora dos chicas monas con aspecto de chicas de hoy, de 1971. «Seguro que yo te gusto menos que esas dos», dice Carla coqueta. «¡Ni de broma!», exclama Armando. «Vale, vale, te creo», dice Carla, pero no puedes besarme aquí en la calle».

    7. Ahora meriendan en un parque
un bocadillo de fuagrás. El par de bocadillos los han traído hechos de casa, por eso del ahorro. Ahí en el parque, muchas palomas y pajaritos hambrientos. Carla y Armando echan parte de su pan, en migajas, a las palomas y a los pajaritos en este 30 de noviembre de 1971. 

    8. Y sabed que la historia se repetirá 
en el futuro; o quizá lo pretérito es quien repite lo que fue en el futuro. El caso es que el 8 de agosto de 1991 Marta y yo, autor de esta novela, nos tomamos un café en el Café de la Concordia. Habíamos estado en el Jeu de Paume, pero los impresionistas ya no estaban allí. Los habían trasladado al Orsay, pero vimos una exposición de Jean Dubuffet. Tras el café, merendamos en un parque un bocadillo de foie-gras. Había allí muchas palomas y pajaritos hambrientos, pero nosotros estábamos tan hambrientos como ellos. Después nos comimos un pastel de manzana. Nosotros no habíamos comido antes, como Carla y Armando. Nuestra merienda era nuestra comida.

    9. Tras merendar en el parque,
Carla y Armando están leyendo. O mejor dicho: Carla lee y Armando escucha, ahí los dos sentados en el banco del parque pasando frío pero ella se ha empeñado. Ella lee en voz alta el comienzo de novela de él. Se ha traído la copia en el bolso. Ella había dicho «lee tú, Armi», pero él dijo «no, tú lees mejor». Tampoco pasan tanto frío, porque van bien abrigados. A Carla le ha hecho gracia el comienzo de esta novela, pues trata de una pareja de recién casados, en un distante futuro, que viaja a Venus en su luna de miel. Allí, en París II, la capital de Nueva Francia (la colonia francesa venusiana) hay una Torre Eiffel II de descomunal tamaño, al lado de la cual la Torre Eiffel terrestre de París parece, en el cotejo que establecen los forasteros, una mera miniatura. Ellos, Carla y Armando, ya estuvieron en la Torre Eiffel. Como nosotros (Marta y yo) subieron por escaleras hasta el segundo piso. Arriba hacía mucho viento, ¿recuerdas Marta? Carla interrumpe un instante la lectura de la novela y dice: «¿Recuerdas, Armando, el viento que hacía arriba en la Torre Eiffel?» Y luego: «La novela me está encantando, Armi; bueno, sigo». Pero él, con alarma, exclama: «¡Un momento, Carla, escucha!»

    10. Una revuelta callejera
    «Escucha, Carla,
es como una algarabía... pero no... es más como una revuelta...» «Sí, sí, Armando, son gritos violentos, y ruidos... y cada vez se oyen más y más cerca...» Y pronto no es ya sólo oírles, sino verles: allí una masa humana que avanza muy deprisa rompiendo escaparates a su paso y lanzando gritos como amenazas animales inarticuladas y las pancartas, y las banderas que esgrimen blanden como armas y las armas: bates de béisbol o tal vez sólo palos sin más y uno de ellos ven que lleva una antorcha su brazo desnudo camisa arremangada luengas barbas. Y ella, Carla, casi subliminalmente piensa en dos arremangados el informante y el del museo más ninguno tenía barba como el de la antorcha. Y ya él, Armando ¡corre! esta tirando de ella la lleva casi en volandas como en los tebeos. Pero la masa humana es cual un todo orgánico que veloz se extiende, cual un todo orgánico lava viva desbocada ¡corre Carla! y tan vociferante y tan ruidosa esa lava esa masa viva tan demente ¡ay Armando por favor no tan deprisa no puedo seguirte ay me haces daño en la muñeca! Y súbitamente ¡diablos! exclama Armando otra masa que sale por otra calle les cierra el paso. Ambas masas se arrojan objetos están enfrentadas y ellos dos en medio y un objeto pasa muy cerca de ellos tal vez una botella. Y Carla se da cuenta de que sus pies ya no tocan el suelo y de que va mucho más deprisa: él, Armando, que corre a grandes zancadas, la lleva en brazos. Y todo aquello no parece real es como una pesadilla piensa Carla además la calle se llena de humo ¡eh, aquí, aquí, por aquí! es un longo pierrot quien se dirige a Armando. Sigue al blanco pierrot, con ella en sus brazos. Corren hacia una puerta grande que cuando llegan ellos se abre y pronto tras ellos se cierra. A salvo en el amplio zaguán que huele a flores ven como una mujer de alta talla atranca con una barra la puerta que luego canda con una llave grande. Afuera, los enloquecidos dan golpes contra la puerta. «¡Menuda es la gentuza esta!», exclama el pierrot en español. «¿Estás bien, Carla?», dice Armando. «Sí», le contesta Carla. La mujer alta y atlética, camisa negra remangada y larga falda negra, dice (también en español) al pierrot: «Si tuviera veinte años menos saldría... y les haría trizas a todos con mis propias manos». «¡Dios mío!, pero si es... Carla Primera», piensa Carla.

    11. A salvo en el amplio zaguán
que huele a flores (porque hay flores) ellos: Carla, Armando y el longo albo pierrot con la mujer de negro. Cruzan el albo pierrot y la de negro rápidas palabras en francés, que Carla no entiende bien y aún menos Armando de haberlo intentado, pero él no está a eso, sino a Carla, que está aturdida y pálida, algo mareada. «¿Has perdido las gafas, Armi?» «No, las tengo en el bolsillo; me las quité antes de echar a correr.» La de negro pregunta a Carla en español: «¿Qué tal, chiquita?» (su acento francés es leve). «Bien, gracias, algo mareada», dice Carla. «¡Bah, eso se arregla con un coñac!», dice la mujer de negro. Armando limpia sus gafas con el pañuelo. «Cabritos de fuera ya no golpear puerta», dice el pierrot, con marcado acento francés. «Habláis español», dice Carla. Y la mujer de negro (nariz aguileña, facciones añosas vigorosas férreas) dice (mirada intensa): «Él es francés, yo soy española» (sonríe).

    12. En un gran salón están ahora
en cómodos sillones sentados, tomando coñac los cuatro. El salón es suntuoso y a él han subido por balaustral escalera marmórea. El pálido pierrot de la blanca gorguera no lleva ahora el albo sombrero cónico, que reposa ahí en una esquina de esta marmórea mesa que los cuatro rodean. El pálido pierrot es muy joven y se ve que su palidez es puro maquillaje. Las mejillas de Carla han recuperado su natural color con el coñac. Pinturas vetustas que la pátina vela, en sus barrocos marcos, abarrotando las paredes. «Entonces... es usted española pero lleva ya mucho tiempo viviendo en París», dice Carla. «¡Que si llevo tiempo!», dice la de negro, «mucho antes de que vosotros nacierais yo ya vivía en esta casa». El coñac es un Hennessy VS de color ambarino (aromas de almendras y frutas de vid). «¡El mejor coñac que he probado en mi vida!», exclama Armando. Dice la de negro: «Bien, creo que es hora de que nos presentemos», dice la mujer de negro. «Es verdad, que aún no nos hemos presentado, con este jaleo...», dice Armando. «Me llamo Petra», dice la de negro, y, señalando al pierrot: «él es Pierre» «Ella es Carla», dice Armando, «y yo soy Armando». «¿Hacer poco de boda tú y tú?», pregunta Pierre a Carla y Armando. «Sí... poco hace», contesta Armando, influido por la forma de hablar de Pierre. «¿Cómo sabes?, o sea, ¿cómo lo sabes?», pregunta Carla a Pierre. «Veo anillos y también imagino», responde Pierre. De bronce dorado, lámpara rococó pende del techo; otrora portó velas, y hoy bombillas, apagadas ahora: luz de natura, tenue ya, por la ventana entra. De fuera (la calle) gritos apenas llegan, que ellos ignoran. «Esta mañana te hemos visto», dice Petra a Carla. Esta dice: «Sí, en la exposición». Allí, sobre plataforma circular marmórea, álzase alto reloj rococó, de madera dorada. «¡Qué reloj tan magnífico!», piensa Armando. «¿Petra?, no, yo sé bien quién eres tú», piensa Carla. Petra lleva un corte de pelo similar al de Carla, pero más a lo Louise Brooks; y sus cabellos son grises. Sus manos son grandes, de largos dedos, «más grandes que las de Armando, que no son nada pequeñas», piensa Carla. «Pero... esos de la calle, ¿qué quieren?», dice Carla. Pierre contesta: «Notre Dame será templo diosa razón, dicen en su pancarta ellos; lo de siempre». Dice Petra: «Sí, la misma monserga de siempre; y como son iguales y juegan a lo mismo, luchan entre sí y, de paso, destrozan las cosas y ponen en peligro a la gente». Dice Pierre: «Luego police llega y dicen democracia no hay». «Sí, pero por lo menos», dice Armando, «cuando llegó la policía se apaciguaron un tanto, aunque todavía siguen pegando gritos» «Enciende la luz, Pierre, que estamos a oscuras», dice Petra. Áurea lámpara rococó alumbra ya la estancia (Pierre de un salto se había levantado y raudo había dado al interruptor). Ahora casi deslumbra toda esta luz, que tanto ornato aquí y allá (tanto dorado) potencia. «¿Otra copa?», ofrece Petra. «Sí, un día es un día», dice Armando. «Yo muy, muy poco», dice Carla. «Yo dice sí», dice Pierre. «No se necesita un vino espumoso para brindar», dice Petra, y «¡chinchín!», chocan las cuasi esféricas copas con su líquido añejo. «¡Salud!», dicen los cuatro al unísono. 

    13. Fuera, en la calle,
se desgañitan agrios los revoltosos.

    14. En el gran salón siguen ellos,
conversando. Dice Petra: «Yo antes tenía una tienda de antigüedades; ahora me dedico sólo a las traducciones; Pierre es uno de los mejores mimos callejeros». «¡Ah!, ¿traduce usted libros?», pregunta, con sumo interés, Armando. «¡Oh!, Pierre es un mimo callejero...», piensa Carla. «Sí, novelas, poemarios... y un poco de todo; del español al francés», dice Petra. «Yo... nosotros...», dice Armando ajustando sus gafas con el dedo índice, «...ella, Carla, es dibujante; y yo soy escritor de ciencia ficción». «Sí, es verdad, soy dibujante diplomada, aunque aún no me ha llegado el diploma», piensa Carla. «¡Ciencia ficción!», dice Petra, «me gusta ese género literario». «Bueno... lo mío es novela de kiosco, ¿sabe?, que casi nadie considera literatura... aunque para mí sí lo es», dice Armando. «¿Firmas Armando o...?», comienza a preguntar Petra. «No», dice Armando, «uso seudónimo... Amadeo Carralde» «¡No me digas!», exclama Petra, «yo he leído muchas novelas tuyas... y me han gustado mucho». «¡Yo soy su fan número uno!», exclama Carla. «¡Tú fan enamorada eres!», exclama Pierre, y a la joven se le suben un poco los colores. «Bien, pues si no puedo ser la fan número uno seré la fan número dos», dice Petra. «¡Yo fan tres!», dice Pierre, y una carcajada general llena la sala luminosa. El reloj rococó marca las ocho menos veinte.

    15. Fuera, en la calle, 
ya no gritan los agrios revoltosos.

    16. Y en el gran salón siguen ellos,
conversando. Dice Petra: «Ese don Termópilo no es trigo limpio, niña; si vas a por tus cuadernos, es mejor que vayas con Armando» «Pero... fue el magister quien dijo que fuera acompañada...», dice Carla. «¡Ya!, típico truco barato», dice Petra. Carla no entiende: «¿Truco barato?» «¡Ja! tú inocente eres, poco tiempo tú fuera de cascarón parece», dice Pierre, y Carla sonríe con su ingenua sonrisa irónica, alzando una ceja. «No sé que se trae entre manos ese don Termópilo, pero sin duda nada bueno», dice Petra. «Conmigo fue amable», dice Carla, «me regaló un mineral dorado que era lo que más me había gustado de la exposición, un dodecaedro natural perfecto; ¡y es casualidad que fuera a regalarme lo qué más me había gustado!» «No creo que fuera una casualidad... apuesto a que don Termópilo observó que te detenías mucho mirando el mineral», dice Petra. «Pero allí sólo estábamos nosotros tres», dice Carla. «Si vais otro día mirad hacia arriba, y veréis varias cámaras de vigilancia  aquí y allá; concretamente, hay siete», dice Petra. Luego, al poco, cambian de tema. «¿Ha traducido usted al francés alguna novela de ciencia ficción española o hispanoamericana?», pregunta Armando a Petra. Dice Petra: «Pues hasta ahora sólo he traducido una novela, El planeta sicalíptico, de P. P. Dubach, para una revista de ciencia ficción de aquí de París, ¡L’Avenir!». «¡P. P. Dubach!», exclama Armando, «le conozco en persona, ¡el bueno de Pepe!». Dice Petra: «¿Le conoces en persona?, yo también; ¿sabes que ahora vive en París?». «¡No tenía ni idea!; hace años que le perdí la pista... esa novela, por ejemplo, no la conocía», dice Armando. «Es una novela reciente, de 1970; se publicó en ¡L’Avenir! por capítulos». «Había leído, hace ya tiempo, que había dejado de escribir», dice Armando, «¡cómo me alegra saber que está en activo!» «¿Sabías que Pepe y yo somos de la misma edad?», dice Petra. «¡Hala!», exclama Carla, arrepintiéndose de ello al instante, y, con sonrisa irónica, Petra le pregunta: «¿Qué edad crees tú que tengo, chiquilla?» «Pues... no sé...», dice Carla, azorada, «969 no creo». Ante aquella salida de tono, Petra y Pierre irrumpen en sonoras carcajadas; Armando ríe entre dientes nerviosamente, mientras se ajusta las gafas con el dedo índice; Carla está colorada cual tomate: «¡glup!»

    17. Y ahí siguen ellos, en el gran salón,
charlando. Dice Petra: «Así que eres sobrino de Magdalena, la pintora; sí, conozco a tu tía... ella me compró algunas piezas, cuando tenía la tienda de antigüedades, que recuerdo bien haber mandado a su casa de la Plaza del Parnaso, donde estáis viviendo ahora vosotros». El dorado reloj rococó, en el salón lujoso (de los áureos reflejos) marca las ocho y media. Dice Petra: «Pues si te parece, Armando, podría traducir algo tuyo para ¡L’Avenir!». Contesta Armando: «Me gusta la idea de darme a conocer en París; pero algo ya publicado mejor no, por el líos de los derechos de la editorial para la que trabajo y esas cosas... pero podía escribir un cuentecillo...» «Sí, es una buena idea», dice Petra, «pues un cuento es más fácil de vender; en ¡L’Avenir! se publican sobre todo cuentos».

    18. Ellos ya en la calle, en la noche desapacible
fría y ventosa tras las despedidas calurosas, cuando se cierra la puerta grande de la casa de Petra; y sólo se han alejado unos metros cuando voces llaman su atención; Carla y Armando miran hacia arriba y ven a Petra y Pierre saludando con la mano desde un balcón. De igual modo corresponden ellos, Carla y Armando, a los saludos de Petra y Pierre.

    19. Y ya caminan ellos por la calle,
donde aún quedan restos de la trifulca. Empleados públicos se afanan en retirar de la calle todos esos restos: pancartas, cristales, palos, latas de cerveza... La policía aún vigila. «¡Brrrr!, qué frío hace», dice Carla. «¿Quieres que volvamos ya a casa, Carla?, la estación de metro queda cerca...». «Sí, mejor... estoy cansada... además, desde donde nos deja luego el metro hasta casa hay un trecho andando...» «Pero si tú quieres podemos coger un taxi», dice Armando. «No, hombre... tampoco estoy tan cansada... más cansado tendrías que estar tú.» «¡¿Yo?!», pregunta Armando. «Sí, tú», dice Carla, «que te echaste antes una buena carrera cargando conmigo» «Pero si pesas como una sílfide, amor mío», dice, y la atrae más hacia sí. Caminan abrazados. «¡Mi héroe!», dice Carla, y se besan en la noche desapacible.

    20. Noche del martes 30 de noviembre del 71
y, ya en casa (la mansión venerable de la tía), en la cuasi penumbra del dormitorio Carla y Armando leve la luz en juegos atrevidos excitantes se explayan ¡Armando!, exclama ella y él juega con esa escultura viva cálida labios entreabiertos que tiembla o se extasía o se estremece ojos cerrados ¡ah! y ¡Carla! dice Armando.

    21. El miércoles 1 de diciembre de 1971
deciden ir, «pues si hemos que ir a buscar los cuadernos», dice Carla, «mejor ir cuanto antes» a lo de los cuadernos. «Como tú quieras», dice Armando. Y deciden ir esa misma mañana. Y ya ellos en sus bicis ahí (hace frío no llueve) por la Calle Lelian (Rúe Lelian que dicen ellos), sinuosa, estrecha, mal asfaltada... encantadora. Zigzagueando ambos ahí por la sinuosidad de la calle. A un lado y a otro de ellos, los felices ciclistas, con velocidad pasan los muros y las casas, muros demasiado altos, casas demasiado altas para tan estrecha calle. Atrás ha quedado la Plaza del Parnaso, donde, incólume frente al tiempo, casi señorial la casa de tía Magdalena se alza. Y ya ambos a dos en sus bicis ahí (atrás ha quedado la Calle Lelian) descendiendo la cuesta. Y ya ahora ahí las bicicletas deslizándose paralelas al Sena. Y ya ahí ahora frenando sus bicis frente a Notre Dame.

    22. Carla explica a Armando
que conoce un camino mucho más corto para llegar a la Calle Hermès-Mercure, donde está el Centro Culto, pero que es mejor que vayan por un camino más largo, pero mejor. Y ahí van los dos en bicicleta; Carla un poco más adelantada, guiando. «¿Y qué es lo que le pasa al camino corto?», pregunta el ciclista Armando. «Que tendríamos que pasar por una calle muy estrecha, que me agobia mucho», contesta la del gorrito francés ladeado azul tipo boina y la bufanda al viento, la jovencita de la bici.

    23. El Centro Culto ahí.
Frenan. Ahí la modesta casa de dos pisos, con su puerta abierta de par en par. Y el modesto rótulo sobre la puerta: Centro Culto. Entran Carla y Armando, y en el hall les da la los buenos días un joven, el cual, de rostro demacrado y considerable estatura, viste una prenda gris de una sola pieza, de trabajador, mas impoluta; va arremangado. Es el joven del otro día. «Es del del otro día», piensa Carla. «Bonjour», ha dicho el joven, y Carla se ha fijado en que el joven rubicundo tiene un ojo morado (el izquierdo). 

    24. Carla, que sabe que el joven habla español,
pregunta en nuestro idioma al rubicundo parisino:
    –¿Está don Termópilo?
    –Sí, está en su despacho –contesta el parisino–, acompañadme.

    25. El rubicundo acaba de salir del despacho
y ellos, Carla y Armando, están frente a una mesa grande, tras la cual está sentado don Termópilo, en un sillón de alto respaldo.
    –Por favor, tomen asiento –dice don Termópilo.
    Y ellos se sientan en un par de cómodas butacas, allí dispuestas.

    26. Ya ambos frente a don Termópilo,
ya Carla y Armando cómodamente sentados frente a la mesa grande y pulcra: ordenado escritorio sobre impoluto tablero. Ya ambos frente a don Termópilo, ahí tras la mesa en su sillón de alto respaldo. «Usted es, sin duda, el agraciado consorte de Carla», dice don Termópilo. «Sí, me llamo Armando.» «Y yo soy, como usted sabrá ya, don Termópilo; imagino que su estancia en París les estará resultando grata en sumo grado.» «Sí, sí... muy grata, claro... en sumo grado, como usted dice», dice Armando, y mira de reojo a Carla, algo tensa ante don Termópilo. Éste dice: «Carla me comentó que usted se dedica a...» «No recuerdo haber dicho yo nada sobre Armando», piensa Carla mientras Armando dice: «Soy escritor...» «¡Ah!, ¿sí?, y... ¿qué escribe usted?» «Ciencia ficción», dice Armando. «¿Novelas de ciencia ficción?, ¡que curioso!; y las firma usted como Armando...» «No; las firmo con un seudónimo: Amadeo Carralde.» «¡Ya!; quizá esconde usted su verdadera identidad por motivos políticos...» «¡Qué va!», contesta Armando, «lo que pasa es que en la editorial pensaron que mi nombre era poco exótico, sobre todo por lo de mi apellido Pérez, así que me dijeron: ¡Ande!, búsquese un nombre más comercial, y a mí se me ocurrió Amadeo Carralde y a ellos les pareció bien y ya está». «¡Ya!, una mera cuestión de...» Pero Carla, con brusquedad, corta la frase de don Termópilo: «Perdón, pero nosotros habíamos venido por lo de mis cuadernos, ¿sabe?». «¡Ah!, sí, los cuadernos... claro, claro... me he imaginado que venían para eso... pero el caso es que no están aquí; siguen todavía allí, en mi château de las afueras de París.» Carla balbucea: «Bien... pues... no pasa nada... otro día...» «¡No tiene por qué ser otro día!», exclama don Termópilo con entusiasmo súbito, «vengan a por esos cuadernos a mi château... ¡esta misma noche!; sí, son mis invitados, cenarán con nosotros... ¡sí!, ¡hecho!, no acepto un no por respuesta... a no ser que tengan ustedes otro compromiso, o tengan ya compradas entradas para la ópera, o...» «No, no tenemos compradas entradas para la ópera... ni nada de eso», dice Armando, «pero... ¡qué sé yo!... ¿tú, Carla, qué piensas?... y otra cosa... ¿cómo ir hasta su château?, pues nosotros no tenemos coche, y además usted va a estar acompañado, y no quisiéramos ser molestia...» «¿Acompañado?», dice don Termópilo, «sí... pero en el château sólo vivimos mi hermana y yo... aparte de la servidumbre... y a mi hermana le gusta recibir visitas; y luego, respecto a lo otro, lo de cómo llegar al château, no se preocupen; si me dan la dirección de su casa, mi chofer ira a buscarlos». 

    27. Ahora (media hora después de lo antes narrado)
toman un café crème y un croissant en la croissanterie (la cruasantería café) no lejana a Notre Dame. Las bicis encadenadas han quedado a la puerta del establecimiento. Y Carla y Armando, ahí en su mesa frente a la ventana, mientras almuerzan hablan. «Ese hombre me fatiga con su sola presencia», dice Carla. «Es un tipo raro, pero tú piensa en el dodecaedro dorado.» «Eso sí, Armi... pero creo que no teníamos que haber aceptado lo de la cena...» «¡Bah!, ¿por qué no, amor?, puede ser una experiencia curiosa, ¡no todos los días le invitan a uno a cenar en un castillo!», dice Armando. «Castillo no, sino château», dice ella con sonrisa irónica, y luego moja su croissant en el café. Armando, que ya ha dado cuenta de su media luna, toma un sorbo de su café. «A quien sí me gustaría volver a ver es a Petra... me cayó muy bien», dice ella, «y Pierre también... aunque es un poquitín burlón». «A Petra vamos a tener verla otra vez por fuerza... recuerda que va a traducir un cuentito mío al francés... un cuentito que escribiré ipso facto en cuanto alguna musa me estimule.» «Si quieres te puedo estimular yo», dice ella con gesto coqueto. «Sí, estimúlame, Carla», dice Armando abalanzándose. «Mmmm... Armando, por favor... suéltame... suéltame o me enfado...» Hay bastante gente allí, casi todas las mesas están ocupadas, pero casi nadie se ha fijado en ellos. «Carla... ¿de verdad te has enfadado?» «Sí, me he enfadado de verdad», dice ella muy seria, sin alzar la mirada, «¿qué estará pensado de mí toda esta gente?... creerán que soy una... fresca». «No, Carla, en todo caso... habrán pensado que el fresco soy yo.» «Dime con quién andas...» dice ella sin alzar la mirada. «Pero por favor, Carla... venga, mírame... te pido perdón» susurra Armando. «No puedes besar a tu mujer en público de esa forma», musita ella. «Pero reconoce que tú te ofreciste a estimularme, ¿eh, Carla?, y uno no es de piedra.» Carla alza entonces la mirada... y ofrece su ingenua sonrisa irónica, levantando una ceja. «Ya no estás enfadada, Carla mía», dice mientras toma con sus manos las de ella. «Ya no», dice ella. «Ha sido nuestra primera riña, Carla» «Sí, y ojalá todas sean como esta...», dice ella. «Ya no habrá más, Carla.» «Las habrá Armando, y mucho peores que esta... es lo normal, ¿no?, pero eso no impedirá que nos queramos siempre» «¡Siempre, Carla!», contesta Armando.

    28. Desde que llegaron a París 
Carla y Armando han visitado muchos museos: el Jeu de Paume (en el que estuvieron ayer por segunda vez), el Guimet (¡el de las estampas japonesas!), el Gustave Moreau (en la casa donde él vivió), el Louvre, por supuesto (aquel museo inabarcable al que quieren volver otra vez) y el Museo de Arte Moderno, donde a Carla le llamaron especialmente la atención las pinturas o collages o lo que fueran de Martial Rayse, un pintor francés del arte pop.

    29. Ellos siguen en la cruasantería café
(y espero que los tórtolos no vuelvan a reñir por tonterías). Carla dice: «¿Te acuerdas de aquel pintor pop francés que me gustó tanto?, ¿cómo de llamaba?» «Sí... espera... me quedé con su nombre... era... ¡Martial Rayse!» «¡Sí!, Matial Rayse, es verdad, ¡qué buena memoria tienes!», dice Carla, y añade: «aquella pintura (o collage, o fotografía coloreada o lo que sea) me llegó al alma, porque me hizo pensar en Los viajes de Julita, mi cuento troquelado de infancia... porque... ¡era lo mismo!: la pintura estaba troquelada igual que el cuento, y, también igual que el cuento, incluía un objeto de verdad... el cuento, una bolsita de viaje en miniatura, y la pintura, un sombrero y una toalla de playa de verdad». Entonces Carla, que está contando esto con alegría infantil, se queda, súbitamente, callada, abstraída... «¿Qué pasa, Carla?», dice Armando. «Nada, nada... », dice ella, «es que de repente... me ha venido algo a la cabeza... algo que he soñado esta noche... y que tiene que ver... con la bolsa de viaje en miniatura... pero... no soy capaz de... ¡ah, sí, ya está!, lo acabo de recordar», dice ella, y sonríe. «¡No me digas que otra vez has soñado con Carla Primera!», dice Armando. «Sí, te lo digo», dice Carla mientras busca algo dentro de su bolso. «Mi libreta de apuntes», dice, «voy a apuntar rápidamente el sueño, antes de que se me olvide, ¿no te importa, verdad?» «Claro que no, Carla.» Y Carla, rauda con su boli BIC Cristal, toma nota en su libreta. «Ya está», dice poco después Carla, mientras guarda en el bolso libreta y boli.

    30. El 29 de noviembre, mientras comían
en Le Parnasse Contemporein, Carla le dijo a Armando: «Anoche tuve un sueño raro, curioso». «Cuenta, cuenta», dijo Armando, «¿más vino, Carla?» «Sí, gracias», dijo Carla, y comenzó su narración onírica. 

    31. El sueño de Carla de la noche del 28
    (rememoración de los apartados 7 y 9 del capítulo uno)
«Pues verás, resulta que yo iba caminando sola por París, porque tú te habías quedado escribiendo. Entonces veo una librería, que no era sólo una librería. En el escaparate podían verse libros y tebeos viejos, pero también todo tipo de objetos extraños. En un letrero en el escaparate, en francés, ponía: “Libros viejos, revistas y cosas curiosas” Sobre la puerta podía leerse el nombre de la librería: Librairie Lelian. ¡Ya ves, como la Rúe! Por desgracia, en la Rúe Lelian no existe esa librería. Bueno, sigo. Resulta que entré en la librería. Allí dentro, al igual que en el escaparate, se mexclaban libros, revistas (tebeos) y cachivaches raros y esculturas exóticas como las que salen en La oreja rota de Tintín. Tras una mesa, había un hombre de gesto huraño. Nos dimos los buenos días en francés y yo me puse a mirar los tebeos, que eran revistas en francés, como Pilote o Tintin (yo estas revistas nunca las he tenido, pero sé que existen). Y entonces, entre aquellas revistas, vi un cuadernillo (de esos apaisados como los de Mundo Futuro), que me llamó mucho la atención. En la portada aparecía una nave espacial, un poco al estilo de las de Buck Rogers (de ese personaje sólo he visto viñetas sueltas, que venían en un cuadernillo del curso GALAX). Pues eso, que se veía en la portada una nave surcando el espacio sideral y, como superpuesta a esa imagen, la Torre Eiffel. El cuadernillo llevaba un título que me dejó patidifusa: Carla Première à Paris
    Carla concluyó así la narración de su sueño:
«Yo, entonces, quise echar un vistazo al interior de aquel cuadernillo, pero de repente el dueño de la librería, el hombre del gesto huraño, me pegó un grito estentóreo: ¡Sólo se pueden mirar las carátulas!, así, en español; yo entonces, con el sobresalto del grito, me desperté.

    32. El siguiente sueño de Carla 
    (rememoración del apartado 32 del capítulo uno)
(sueño segundo de esta novela): «¡Hola! Sueño de la noche del 29 de noviembre de 1971, París. Yo estaba en la librería Mallarme, hojeando tebeos. Miré a ver que hacía Armi, y vi que estaba hablando con una japonesa. Pensé: “En cuanto una se descuida... ¡bah!, ya es mayorcito para defenderse de las japonesas”. Seguí a lo mío, a mirar tebeos. Pero de pronto vi al magister, allí en la librería, que estaba entrando por una puerta, al fondo. En la puerta por donde había entrado el magister un letrero decía: “¡Los mejores tebeos aquí!” Y yo, ni corta ni perezosa, entre por aquella puerta. Allí no vi ya a don Termópilo, y me di cuenta de que no estaba ahora en la librería Mallarme, sino en aquella librería Lelian, la del anterior sueño. Entonces busqué con ansia el tebeo del otro sueño, el de Carla Primera (al fondo me miraba el librero huraño). ¡Y ahí está!, lo he encontrado: Carla Première à Paris. Yo me lanzo a leer el interior con avidez, y consigo leer un par de páginas antes de que el huraño, con su estentóreo grito ¡Sólo se pueden mirar las carátulas! me despierte. Y ahora voy a contar lo que pude leer del tebeo: Carla aparece surcando el espacio sideral en su nave de tebeo camp, entonces exclama: ¡Oh!, un agujero rosa!, y luego piensa: Los agujeros negros se ven cada dos por tres, pero un agujero rosa es algo verdaderamente excepcional. En otro recuadro, sigue pensando: Dicen que si al pasar por un agujero rosa pides un deseo, este se cumple ipso facto. En otra viñeta, y mientras la nava entra ya por el agujero rosa, Carla, o sea, Carla Primera, expresa su deseo: Quisiera viajar al París de 1971. Entonces la nave, durante dos o tres viñetas, se pone a dar vueltas y más vueltas en un furioso torbellino. Carla Primera pierde la conciencia. Al volver en sí, se ve en el interior de su nave que, por sí misma –automáticamente– ha tomado tierra en medio de un bosque. Y piensa: Según mi localizador, me encuentro en 1971 y en el Bosque de Boulogne, en las afueras de París. Y entonces baja de la nave con un maletín, y con un mando hace ¡ZIUUM! y reduce la nave al tamaño de un juguetito. Guarda miniatura y mando en el bolsillo y luego, maletín en mano, se pone en marcha mientras piensa: Bueno, a buscar un tren que me lleve a París. No pude leer más, pues desperté por el grito del huraño. 

    33. Y regresamos a la mañana del miércoles 1 de diciembre
de 1971. Y ellos siguen en la cruasantería café. ella, antes de contarle a él el sueño que acaba de recordar y anotar, le ha contado (le acaba de contar ahora), en primicia, el sueño de la noche del 29 de noviembre. «O sea, que mi japonesa de porcelana se volvió de carne y hueso en el sueño... vaya, vaya...», dice Armando.

    34. «Y ahora, Armando, si te parece bien,
te voy a contar el sueño que recordé y anoté antes, que es continuación de los otros dos. Lo que he recordado es esto: Carla Primera está en la habitación de un hotel o algo así... entonces ella saca de su maletín un muñequito, un pierrot de tamaño pequeño, como un Madelman o así, y entonces va y con un mando, dando a unos botoncitos ¡ZAASS! hace que el pierrot se vuelva de tamaño natural, como una persona, pero en realidad no es una persona, sino un... autómata, como una especie de robot de aspecto humano, que en el sueño era igual que Pierre.»

    35. «Tus sueños son muy interesantes, Carla»,
dice Armando, «son como una novela por capítulos». «Hablando de novelas», dice Carla, «¿sabes que en el bolso llevo tu novela, para, en algún momento, leer un poco?». «¡Ah!, muy bien», dice él, «pero oye, Carla, y aparte de eso, ¿qué quieres que hagamos esta tarde antes de la famosa cena?».

    36. Carla propuso ir (volver) a la librería Mallarme,
y hacia allá se dirigen en sus bicis ella y él. Y ya llevan un buen rato en sus bicis deslizándose ambos a dos las casas y las cosas y la gente en dirección opuesta pasando. Y ni lluvia ni charcos pero sí algún gato algún perro y los pájaros en lo azul. Y ya ahí (igual que el otro día) el escaparate PATISSERIE mostrando sus surtidos multicolores. Y luego ahí también los árboles deshojados enfilando la calle y toda esa gente tan variopinta que pasa... Y ya ahí la casa en ruinas del otro día y el estanco TABAC PRESSE de la fachada azul. Y el tráfico, y más y más gente... y los tejados de pronunciadas pendientes... y, mira, como el otro día, el vendedor de globos que pasa con su multicolor mercancía.

    37. Y llegan a la calle Verlaine-Rimbaud,
y allí está la LIBRAIRIE MALLARME. Pero ven ellos que se les ha hecho algo tarde, por lo que «mira, sí, mejor comemos antes por aquí cerca, y después nos venimos ya a la librería», dice Carla. «Claro, es mejor así», dice Armando. Montan de nuevo en sus bicis y buscan por allí cerca algún sitio donde comer, que pronto encuentran, con menú del día barato. El rótulo reza: L'important c'est la rose, y, junto a él, hay una rosa roja troquelada y lacada, de chapa metálica. «Han puesto el nombre al restaurante por la canción esa... la de ese cantante... que ahora... no me sale su nombre...», dice Carla. «Sí... ¡Gilbert Bécaud!», dice Armando. «¡Gilbert Bécaud!, sí», dice Carla, la del gorro francés ladeado azul (tipo boina). Y ya están manducando, y no hay ni mucha gente ni poca y el lugar es sencillo, normalito, pero agradable. «Pues sí que tenía hambre», dice la manducadora. «Y yo tengo hambre de ti», dice Armando con pícara sonrisa mientras ajusta sus gafas con el índice. «Creo que el aire parisino te está afectando...» dice Carla. «El aire parisino no tiene nada que ver con esto, la culpable eres tú y sólo tú» «¡Armando!», exclama sonriente Carla. «Dime, preciosidad», dice él. «Ahora... come y calla», contesta ella. Y ambos callan y comen, al tiempo que se intercambian pícaras sonrisas. Y entonces ella recuerda cuando él la salvo ayer de aquel tumulto, y un dulce escalofrío recorre su cuerpo. El restaurante de la rosa troquelada está en la misma calle Verlaine-Rimbaud. Afuera, encadenadas a un árbol, sus bicis reposan.

    38. Y ya ambos tórtolos (ella y él) en la librería Mallarme
están. Afuera han dejado sus bicicletas, a un árbol encadenadas. Ellos, tras intercambiar afables saludos con Michel, como si le conocieran de toda la vida, se han puesto a mirar cosas. Carla los tebeos, y Armando los objetos “curiosos”. Ella piensa: «Por esta zona no miré el otro día, a ver que veo por aquí...» Y... «¡Anda!, LOS HIJOS DEL CAPITÁN GRANT, de las Joyas Literarias Juveniles... vamos a ver quién hace los dibujos... ¡ahí va!, Torregrosa... me lo llevo fijo...» En 32 atractivas páginas a TODO COLOR «¿Y este?... FLIPPER... a ver... a ver... los dibujos sí que son buenos... y el color no digamos... pero... no... no, el nombre del dibujante no viene en ninguna parte... no sé por que hacen estas cosas... y muy bien encuadernado... también me lo llevo... aquí, en esta librería, hay más tebeos en español que en francés...» «Todo ha salido bien, papá. Tim realmente parece feliz.» Los dos amigos juegan con Flipper en el agua. «¿Qué muchacho no sería feliz... con un nuevo hermano y un delfín vivo como compañero?» «Estos tebeos en francés no están nada mal... pero no me lo puedo comprar todo... más tebeos franceses... ¡eh!, este es interesante... y está en español», piensa Carla, «ya sólo por la portada... a ver... sí, sí, muy bueno...» El tebeo se llama Pantera Rubia en el corazón de Borneo y en la colorida carátula una rubia despampanante, encaramada en un árbol, alza su cuchillo contra un feroz tigre. Carla se fija especialmente en la falda corta de leopardo de la chica, y en que va descalza. Es un dibujo magnífico que firma un tal Ingam. «Pantera Rubia es la chica... y mira... aquí hay otro número de este tebeo... Pantera Rubia, los demonios amarillos... es el dos.. y el otro es el uno... ya no hay más... ¡ah!, sí, aquí hay otro, pero... ¿qué es esto?... es la misma portada que esta otra, pero...» Sí, la portada es la misma: Pantera Rubia, sobre la testa de un elefante, tensa su arco, mas ahora... «en vez de blusa y falda corta de leopardo... lleva un bikini de leopardo... la firma es la misma, Ingam... pero el título cambia, está en italiano: Pantera Bionda, i demoni gialli». A Carla, el curioso hallazgo le hace pensar que «esto es casi como lo de la maja vestida y desnuda de Goya». Carla no consigue encontrar más tebeos de Pantera Rubia... «¿y este libro... qué pinta aquí entre los tebeos?» Paul Verlaine LES POÊTES MAUDITS «Este Verlaine... sí, es uno de esos poetas de los cuadros del restaurante... del Parnasse... uno del que no sé qué me dijo Armando...» Mira el índice del libro y ve ahí, entre otros nombres, el de... «¡Lelian!, como la calle», musita exclamativamente Carla. ¡Poor Lelian!, es lo que pone en el índice, y luego hojea consulta lee traduce el prólogo del editor y... «¡Zambomba!», exclama musita, «resulta que Lelian es Verlaine», piensa, «este libro me lo llevo... y creo que ya me llevo bastantes cosas...». Carla está pletórica de satisfacción por tanto hallazgo magnífico.
    Ella estaba pletórica de satisfacción 
por tanto hallazgo magnífico. Acercose ella adonde estaba Armando. Díjole él: «Veo que has conseguido muchas cosas, encanto». Y aquella encantadora joven dijo: «¡Oh, sí, mira!, ¿y tú?, ¿has encontrado algo?» «¡Yes!», exclamó el hombre alto de gafas, sonriendo, y «¡mira!» dijo, mostrandole a ella la esculturilla de un delfín. «¡Un delfín!», exclamó vivamente Carla. «¡Y mira!», dijo Armando, mostrándole a Carla otra pequeña escultura, esta de una pantera. «¡Rezambomba! pero esto es... ¡la repanocha!», exclamo ella. «Bueno... no sé... es la típica pantera... a mí me gustan estas cosas...», dijo él, extrañado por las reacciones de ella. «¿Alguna cosa más?», preguntó ella con rostro entre divertido y asustado. «Pues... unicamente este libro», dijo él, mostrando Los hijos del capitán Grant. «¡No! ¡a mí me da un patatús!», dijo Carla casi más asustada que divertida. «Pero Carla... ¿qué te ocurre?», dijo Armando ya preocupado. «¡Mira!», respondió Carla, «¡un delfín!», y mostró su tebeo de Flipper. «¡Y... panteras!», exclamó, mientras le mostraba sus tebeos de Pantera Rubia. «¡Y mira esto otro!», añadió, al tiempo que enseñaba a Armando su tebeo de Los hijos del capitán Grant. «Pero... esto es increíble», dijo Armando. «¡Sí, esto es magia o telepatía!», dijo Carla riendo, vivamente excitada. Michel, allí tras su mesa, les miraba extrañado, sin saber a que venía tanto escándalo.

    39. ¿Fue magia o telepatía?
¿o quizá sólo casualidad? Trama extraña que tejió el azar en el tiempo en un momento cristaliza, cual milagro hilarante. Pantera mujer rubia o negra pantera de madera de ébano (a buen precio) formas félidas las dos ostentan. Envanecidas por natura tensan sus cuerpos sólidos, y a la vista o al tacto (madera tan pulida) entregan su belleza; arte que exalta un cuerpo (mujer semisalvaje) más o menos vestido, u otro cuerpo (no humano) desnudo por completo, que cauteloso acecha.

    40. ¿Fue telepatía o magia?
¿o quizá sólo casualidad? Trama extraña que tejió el azar en el tiempo de pronto cristaliza cual prodigio delfín gris azulado acuático y alegre que, en ágil salto (ya de tebeo ya de porcelana) briosamente su cuerpo fusiforme curva. 

    41. Y, en cualquier caso,
magia o telepatía o azar (o lo que sea) también allí, y en el momento álgido del azaroso mágico milagroso (etc) contubernio hecho telepatía (o telepática apariencia) dos versiones (en novela o tebeo) de la misma obra: Los hijos del capitán Grant, del francés Julio Verne. La novela, fiel traducción al castellano de 1951, por T. C. El tebeo, adaptación de José Antonio Vidal Sales, dibujos de Vicente Torregrosa Manrique. La novela lleva ilustraciones firmadas A. Ackermín. Está editada en París. En la primera viñeta del tebeo pone: adaptación: Cassarel. Lo que hizo a Carla deducir que Cassarel era un seudónimo de José Antonio Vidal Sales. Y dedujo bien. «Un día de 1864, a bordo del yate-goleta inglés “Duncan” en ruta hacia Glasgow», escribió Vidal Sales; y así (pero en mayusculas y sin tildes) fue copiado el texto, con la famosa “máquina para rotular”. Pero, a última hora, alguien añadió a mano (y con cierta inseguridad) una coma detrás de “Duncan” y unos puntos suspensivos detrás de Glasgow; demostrando aquel corrector no haber entendido el sentido, a modo de título (o voz “desde fuera” de filme), de la correcta frase de Cassarel. El libro de Verlaine no halló equivalente azaroso.

    42. Salieron de la librería.
Hacía frío. Ellos sujetaron con cordeles sus paquetes, en las cestas de sus bicis. Michel les miraba, sonreía tras el cristal de la puerta cerrada. Casa concurrida por todos los españoles residentes en París, se decía en el anuncio, pero esta vez, como la otra, los únicos clientes habían sido ellos dos. El regreso a casa en bicicleta a Carla se le hizo pesado. Armando mostrábase inmune al frío y al cansancio. Aquel intelectual de gafas (si intelectual puede decirse del escritor de ciencia ficción de kiosco) estaba demostrando ser un tipo enérgico. Como cuando el otro día corrió con Carla en brazos, como si llevara una pluma. «¡Menudo hombre!», pensó ella mientras pedaleaba en una cuesta arriba, y aquel pensamiento mitigó su cansancio, e hizo que olvidara el gélido frío de París. «Al final no hemos leído nada de la novela...», pensó Carla, que recordó que en su bolso llevaba la copia de la novela de Armando, «la he estado llevado en el bolso para nada, ¡jolines!».

    43. Ya subían la última cuesta del trayecto,