RIIFHEEL ARCHANGELUS
por Pedro Fernández Cuesta
I. Preámbulo
Riifheel Archángelus, el mensajero
centinela (desnudo el atlético joven alado), volaba en solitario aquel día, en
los lejanos tiempos. Atrás quedaba el planeta Celestial, la Región Áurea, su
hogar. Se había acercado demasiado al confín de la Zona Intermedia.
(Un ancho cinturón sujetaba su
arcangélica espada.)
Como indiferente a su entorno, un
fantástico animal de buen tamaño (un ecléctico volátil, de membranosas alas de
multicoloreadas escamas) pasó por allí como sonámbulo, hendiendo el aire.
Entre la Región Áurea y los Abismos
Infernales se extiende una Zona Intermedia, peligrosa allí donde hace frontera
con el Infierno: la Tierra, que de los Abismos Infernales es la más externa
región.
El planeta Terrenal es una gran esfera
de 1.345.000 kilómetros de diámetro (Para que el lector se haga una idea de la
magnitud de este planeta, habrá de recordar que el diámetro de nuestra Tierra
es de 12.756 kilómetros ─en el ecuador─).
El planeta Terrenal, en la galaxia
espiral ultragigante del Halo Áureo, se aproxima en tamaño a nuestro Sol (que,
recuerde el lector, tiene un diámetro de 1.392.000 kilómetros)
De los cuatro elementos (tierra,
agua, aire y fuego) los humanos terrenalícolas escogieron la tierra para dar
nombre a la superficie de su planeta.
En el interior del planeta terrenal
se encuentra el Infierno Profundo, que es el infierno propiamente dicho. La
Tierra que habitan los humanos, aunque en ocasiones la vida puede resultar allí
muy agradable, es el Infierno.
Es decir: El planeta Terrenal se
compone de Infierno (Tierra) y de Infierno Profundo (en el interior de la
esfera).
Los habitantes del planeta Celestial
llaman al planeta Terrenal, en su conjunto, los Abismos Infernales. La
atmósfera más externa que recubre el planeta Terrenal forma parte de la Zona
Intermedia. A esta atmósfera externa llegan las más altas montañas de la
tierra. Habitan en este ambiente exterior los más sorprendentes animales,
algunos de los cuales amplían su hábitat a áreas sin atmósfera de la Zona
Intermedia.
II. La caída
Riifheel, el arcángel centinela,
volaba en solitario aquel día, en los lejanos tiempos (Al fondo, uno brillante,
dos en penumbra pero visibles, los tres satélites del planeta Terrenal). Se
había acercado demasiado al confín de la Zona Intermedia.
Y entonces surgió, cual cosmoaérea
escultura satánica de iconografía siniestra (forjada con ultrametal e injurias
en las lóbregas fraguas tecnocavernarias) una aeronave del Infierno Profundo.
(Desde el interior de la gran esfera
─el planeta Terrenal─ acudían al exterior, desde sus bases de lanzamiento
─necródromos─ las aerocosmonaves ferrosatánicas; ingenios de Ferrosatán aptas
para la atmósfera y el espacio exterior.)
La nave había avistado su presa.
(En torno, la profusa e inquietante
vegetación que crece en las altas cumbres.)
Demasiado tarde para Riifheel.
Demasiado tarde para aeroobrar con sus arcangélicas alas. Demasiado tarde para
huir.
Y sucedió. Cuando el piloto
aerocosmonauta accionó el mando, por el suprasonido (irradiación suprasónica
perturbadora dirigida) Riifheel Archangelus perdió el equilibrio, la capacidad
de vuelo.
A merced se vio el arcángel de la
atracción gravitatoria del planeta Terrenal. Al perturbar las ondas su
ingravidez fue impulsado a la caída, llamado por el centro de la esférica masa
Terrenal.
No podía accionarlas; sus alas no
respondían.
Allí abajo el Infierno: la Tierra
(que de los Abismos Infernales es la más externa región).
(Allí abajo el hombre y los otros
animales. Allí la sabia planta y el aún más sabio mineral junto al buitre y al
cordero. Y los seres abismales, hijos del Infierno Profundo.)
III. Vestigios en el bosque
Al recobrar el conocimiento (aún
aturdido), tras la caída el bosque como ensueño fantasmal, en torno a sí. El
bosque: salvaje y sublime criatura de criaturas. Mas...
No estaba el ánimo de Riifheel para
captar tanta belleza que se le ofrecía en torno. Ni las ruinas semiocultas
entre las raíces de los árboles.
Vestigios de una remota civilización
prehumana, premítica. Lo mítico es real como lo humano, y antecedió a lo
humano. Y ahora, en aquel lejano ahora (tras la caída el bosque como ensueño
fantasmal) lo mítico coexiste, coexistía con lo humano. Pero la remota
civilización de los vestigios antecedió a lo mítico. Y aún así… ¡qué joven, qué
reciente! ¡Cuántas civilizaciones la antecedieron!
¿Y dónde está ahora la razaespecie
cuyos rostros, retratados en piedra o metal (suprametal, cabría decir) nos
miran, semiocultos, entre las raíces de los árboles?
¿Dónde está ahora, oh Riifheel, la
razaespecie cuyos rostros, retratados en piedra o suprametal, te miran,
semiocultos, entre las raíces de los árboles?
Aún aturdido tras la caída (el bosque
en torno, como ensueño fantasmal) contempló Riifheel, entre las raíces de los
árboles, semiocultos, rostros de piedra o suprametal; y se preguntó qué fue de
aquella razaespecie, de aquella remota civilización…
Los maestros catedráticos de las
universidades celestes no son siempre tan sabios como se suele suponer, pero
aquel sí lo parecía: Le contó hace tiempo (hará ahora un par de milenios,
cuando Riifheel era todavía casi un niño) que aquella pretérita civilización de
los vestigios «habita ahora en una lejana galaxia, tras abandonar, hace tanto
tiempo, el planeta Terrenal y sus astrocolonias.» Le contó («aunque esto no se
admite oficialmente en las universidades celestes») que tanto ellos como los
inframundanos eran discípulos de aquella razaespecie de bipolar sabiduría.
«Y, tal vez, aún más (pero esto que
te voy a decir no lo vayas contando por ahí); sí, aún más: no sólo discípulos,
sino criaturas discípulos; pues cuando ellos llegaron a esta galaxia,
atravesábamos, tanto los inframundanos como nosotros, un estado evolutivo
semejante al de los prehumanos que nuestros antepasados conocieron y
estudiaron.»
«Pero, maestro catedrático», preguntó
Riifheel, «¿por qué se marcharon?» «Huyeron. Ensoberbecidos, se habían llegado
a creer todopoderosos, pero subestimaron el poder de los seres no parlantes: el
reino mineral y el vegetal se aliaron contra ellos. Y es por cortesía de estos
reinos que aún podemos contemplar los vestigios de los huidos, pues (después de
tanto tiempo) todo resto de aquella civilización debería estar profundamente
sepultado.»
Ahora (en aquel lejano ahora: en los
lejanos tiempos) Riifheel camina, caminaba por el bosque. Aún no había
recuperado su capacidad de vuelo por el efecto del satánico suprasonido
(irradiación suprasónica perturbadora dirigida).
«No capté vibraciones satánicas»,
pensó Riifheel, «y cuando vi la nave ya era tarde.»
La autoinhibición del aura de los
inframundanos era cada vez más perfecta; sus ondas vibratorias auráticas ya no
podían ser percibidas por la fina sensibilidad del arcángel.
Dos de aquellas píldoras negras
(diluidas en néctar de azufre) y los efectos eran casi inmediatos. Las llamaban
CA (comprimidos antiaura).
IV. Ella
Captó entonces Riifheel vibraciones
humanas de alta intensidad positiva.
Y pronto, semioculto en la espesura
para no ser visto, en un claro del bosque la vio: una humana.
«Muy hermosa», pensó.
Sentada, bajo un árbol solitario, con
las piernas cruzadas y las manos entrelazadas; entrecerrados los ojos (cabello
rubio, recogido en dos largas trenzas) y una sutil sonrisa.
Vestida con una sencilla túnica.
Rezaba interiormente a la Causa
Primera.
Junto a ella, apoyada en una piedra,
había un arpa; su arpa.
V. Un guerrero del Infierno Profundo
Mas de pronto… unas amortiguadas
vibraciones satánicas, que su poder mental acababa de percibir, cual un mazazo,
le dicen que… ¡Se vuelve, y ahí mismo, tras él, a punto de atacar con su espada
desenvainada… un terrible guerrero del Infierno Profundo!
Un gigante de casi tres metros de
altura en su máximo nivel de transmutación bélica: poderosa cornamenta
ferroósea de ferrosatánico aspecto; ojos de un rojo intenso, como de fuego,
inyectados de sangre y odio; músculos ultradesarrollados a base de técnica,
fármacos y negras oraciones (Brazo del monstruo como cincelado en granito,
recorrido por abultadas venas, sujetando la criminal espada)… Y, en su
siniestra mente, un solo pensamiento fijo: cumplir la orden que, por telepatía,
le ha sido transmitida por el piloto de la aerocosmonave que derribó a
Riifheel. Una orden clara y escueta para el asesino soldado: ¡Matar al arcángel
caído!
VI. Riifheel lucha con el diablo
Con gran agilidad esquivó Riifheel,
echándose a un lado, el primer golpe, la espada asesina. En una fracción de
segundo desenfundó su arma el arcángel y la elevó sobre su cabeza. Chocaron los
metales con estrepitoso ruido: Riifheel había vuelto a salvar su vida al
detener la segunda acometida del gigante.
La mujer que rezaba en el claro del
bosque, mientras tanto, continuaba beatíficamente ensimismada en su oración.
Tan profundo era su poder de concentración que el estruendo de la contienda no
le había despertado de su ensueño místico.
El valiente Riifheel, tan diestro en
el manejo de la espada, no podía hacer entonces otra cosa, por la clara
superioridad técnica y física de su adversario, que luchar a la defensiva. Y
así, parando un golpe tras otro con su celeste espada, con titánico esfuerzo
escapaba, segundo a segundo, de la muerte. ¿Por cuánto tiempo?
Superioridad técnica y física de su
adversario: ya hubiera sido así en condiciones normales. Pero ahora, además,
mientras que Riifheel, por la irradiación suprasónica perturbadora dirigida, no
podía aún hacer uso de sus alas de ave, el guerrero del Infierno Profundo,
haciendo uso de sus alas quirópteras, elevábase a veces en el aire en sus
evoluciones ofensivas.
Y no sólo usaba el inframundano la
espada para golpear al arcángel. Valíase también de su larga cola diabólica de
puntiagudo remate, que, como atroz látigo de acero, utilizaba contra el
celestial Riifheel.
No habían tocado aún, ni la espada ni
la restallante cola puntiaguda del monstruo infrainfernal, el atlético cuerpo
del arcángel, tan ágil en su movimiento y tan diestro en el manejo de su espada
se mostraba el divino joven. Con titánico esfuerzo continuaba escapando,
segundo tras segundo, de la muerte. Mas, ¿por cuánto tiempo?
(La mujer que rezaba en el claro del
bosque, mientras tanto, continuaba beatíficamente ensimismada en su oración.
Tan profundo era su poder de concentración que el estruendo de la contienda no
le había despertado de su ensueño místico.)
Consciente de que no iba a poder
salir ileso, con sus solas fuerzas, de aquel trance, elevó Riifheel una
plegaria telepática al Celeste Arquitecto. Hízolo a la desesperada, pues dudaba
que allí, en aquel bosque remoto, fuese a llegar la celeste cobertura.
Y ocurrió el milagro ultracientífico:
la plegaria del arcángel confluyó con la oración a la Causa Primera de la joven
humana mística.
Una muy bien timbrada voz, de divinal
acento, interiormente habló a la ensimismada joven: «Despierta, mujer, y toca
tu arpa para ahuyentar al siervo del mal.»
Despertó la joven mujer de su
profundo ensueño místico, y tomando su arpa interpretó una bella y suave
melodía de incierta procedencia.
Riifheel, debatiéndose entre la vida
y la muerte, sobre el ruido estridente del chocar de los pesados metales,
percibió aquella melodía cual dulce bálsamo divino. El del Infierno Profundo
percibiola también, mas no dulce. Para el siervo de Ferrosatán, la bella y
suave melodía no era sino distorsión ultrasónica que parecía taladrar su negro
cerebro.
Soltó la espada de doble filo el de
las nocturnas alas, y, tapándose fuertemente los oídos con ambas manos, raudo
huyó al vuelo, cual espantada alimaña.
VII. El precepto
Siempre se lo habían dicho. Era un
precepto que no debía ser nunca quebrantado. Transgredirlo sería cometer algo
más que una traición; sería la autodestrucción del súbdito celestial que tal
pecado cometiera. «No tendrás ningún contacto físico con mujer humana, y aun
evitarás, en lo posible, cualquier contacto psíquico. Incumple este precepto y te
autodestruirás.»
Sobre la hierba, esta vez apoyada
sobre el solitario árbol, el arpa otra vez reposaba, en el claro del bosque. La
joven estaba en pie, y sonreía. Enfrente de ella estaba el arcángel.
VIII: El precepto quebrantado
Y la mujer y el arcángel se besaron.
Pero con la traición al precepto no se autodestruyó el súbdito.
IX. El amor
Sí: la mujer y el arcángel se
besaron. Y no hubo pecado.
Siempre se lo habían dicho. Era un
precepto que no debía ser nunca quebrantado. Transgredirlo sería cometer algo
más que una traición; sería la autodestrucción de la súbdita humana que tal
pecado cometiera. «No tendrás ningún contacto físico con varón celestial y aun
evitarás, en lo posible, cualquier contacto psíquico. Incumple este precepto y
te autodestruirás.»
Pero la mujer y el arcángel se
besaron. Y no hubo pecado ni destrucción. Por el contrario, la mujer adquirió
los ultrapoderes del arcángel, y éste, asimilando la humanidad de la mujer,
potenció los suyos.
Al instante sintió Riifheel cómo sus
alas recuperaban su capacidad de vuelo. Al instante brotáronle alas a la
humana.
X. El beso
Sí: la mujer y el arcángel se
besaron. Latieron con violencia sus corazones cuando, con emoción intensa,
juntaron sus labios; mientras unían sus cuerpos en amoroso y apasionado abrazo.
Con fuerza se abrazaron mujer y arcángel, a lo terrestre y a lo celeste ajenos
en la embriaguez de aquel instante eterno.
Sí: la mujer y el arcángel se
besaron. Y sintiéronse transmutados en áurea piedra y en volátil y vagaroso
éter. Tan pequeños se sintieron que creyéronse abarcando la totalidad del
Cosmos. Infinitamente determinados se sintieron mientras sus ojos cerrados
vertían ardientes lágrimas; mientras la pulsión del deseo se aceleraba a
velocidad transagaláctica.
Sintieron ígneos sus cuerpos
abrazados; transfigurados en una sacrosanta combustión.
Sintió ella aquel beso como una
oración; como su mejor oración. Sintió él aquel beso como un vuelo arcangélico;
como su mejor vuelo arcangélico.
Percibió ella las más bellas luces,
los más bellos colores.
Percibió él las más bellas luces, los
más bellos colores.
Ambos escucharon la aterradora dulce
voz del Espacio Tiempo (la inquietante y apaciguadora voz del Ser Volátil); y
cuando sus labios se separaron sintieron miedo y valor.
Pero, sobre todo, comprendieron el
alcance subversivo de aquel libre vuelo.
XI. Epílogo
Y vedlos ahora (en aquel ahora, en
los lejanos tiempos) volando juntos, enamorados, con sus alas de ave.
Ellos: los transgresores.
Ellos: los volátiles subversivos.
Entre lo celestial y lo infernal.
Entre lo luminoso y lo tenebroso.
Hacia LA LUZ.
Hacia LA VERDADERA LUZ.
FIN