ZOCH, NOVELA, SEGUNDA ENTREGA



ZOCH
UNA AVENTURA DE FERDINAND BLAKE
(NOVELA)
Por Pedro Fernández Cuesta



    CAPÍTULO TRES

    1. Con las manos al volante, Ferdinand Blake se deslizaba con ligereza, en su potente auto, por la monótona carretera. Era de noche; la misma noche de la fiesta de cumpleaños de Linda Baxter. Hacía nada, como quien dice, que Blake había estado hablando con la joven. Y ahora, con las manos en el volante, Ferdinand Blake se deslizaba por la carretera, en su potente auto. Todavía quedaba mucha noche por delante.
    Blake, tras despedirse de Linda y de Cotten (el joven del lustroso cabello negro: «¿Se va nada más llegar, míster London? ¡pero hombre!») marchó a su hotel, pagó, y abandonó Zane City.
    Ahora se dirigía a un rancho cercano a Zane City. Linda Baxter le había indicado cómo llegar, aunque ella nunca había estado allí. Además de poseer su fastuosa mansión en la ciudad, Oswald Stanwych era el propietario de este rancho. Linda Baxter había visto el rancho a lo lejos, de vez en cuando, en sus viajes de ida y vuelta a Bigstrong City.
    Con las manos al volante, Blake recordaba todas las cosas que le había dicho Linda Baxter, aquella noche en la fiesta.
    Después de contar a Blake todo lo que el lector ya sabe, Linda Baxter le había dicho:
    «Sí, Charles está seguro de que se celebran peleas clandestinas de perros, de que es Oswald Stanwych quien las organiza y de que, muy probablemente, tengan lugar en ese rancho. ¿Que cómo sabe Charles todo esto?; bueno, la ciudad es pequeña y siempre hay gente que se va de la lengua, las cosas se comentan, hay rumores... rumores que a mí, es cierto, nunca me habían llegado; pero Charles tiene contactos, porque, al estar Zane City tan próxima a Bigstrong City, es muy fácil conocer a gente de aquí viviendo en la ciudad vecina. Además, él no está solo; en "El Reino de la Paz" son unos cuantos.»
    Ahora (las manos al volante) se dirigía al rancho de Stanwich, pero antes, desde el hotel, Blake había telefoneado a Manfred Strong:
    —Entonces, Manfred, lo dicho; ven cuanto antes en la moto.
    —En media hora estaré allí —contestó Manfred—.
    Habían quedado en el Firesteak, un bar de carretera. Si ibas de Zane City a Bigstrong City por fuerza tenías que pasar por allí; y si ibas en el sentido contrario, a Zane City o más adelante, también lo veías. Manfred Strong conocía el sitio de sobra, aunque sólo de vista. El Firesteak, que  se encontraba cerca de Zane City, abría durante toda la noche. Era un establecimiento pintoresco: todo él (fachada y columnas) de madera pintada, alternando tres vivos colores: verde para la fachada, rojo para las columnas y amarillo para el fondo de los letreros. Decían que era un buen restaurante, que allí se comía bien, que sus bistecs a la plancha merecían la pena. Ahora los colores se veían apagados, a pesar de que el lugar estaba lo suficientemente iluminado para que pudiera distinguirse bien en la noche.
    Si te fijabas bien, incluso ahora que era de noche y gracias a una esplendente luna llena, allí a lo lejos, al otro lado de la carretera, podía distinguirse, apenas una mancha oscura y borrosa, el rancho de Stanwych. Linda se lo había dicho a Blake, que justo enfrente de aquel bar estaba el rancho. Entonces Blake pensó que podía quedar allí con Manfred, y de paso cenar.
    —¿Tú has cenado ya, Manfred?
    —No.
    —Pues cuando llegues cenamos. Te esperaré tomando una copa.

    2.—Pues mira por donde, por fin estoy probando el famoso bistec del Firesteak; y está bueno, ¿eh? —dijo Manfred—.
    Ferdinand Blake también estaba dando cuenta de un buen bistec.
    El coche de Blake y la moto de Manfred esperaban afuera, al relente en aquella noche invernal; al igual que dos grandes camiones, también allí aparcados.
    Adentro, los dos pares de camioneros habían hecho buenas migas. Mientras cenaban charlaban animadamente, hablando todos al mismo tiempo con sus vozarrones tonantes.
    Aquel barullo montado por sólo cuatro tipos les estaba viniendo de perilla a Blake y Manfred, que podían hablar y hacer planes sin ser oídos.
    El plan que Blake había comunicado a Manfred consistía en espiar, discretamente y a cierta distancia, el rancho de Stanwych. 
    Primero, Blake en su coche y Manfred en su moto, se acercarían a Zane City, que estaba ahí al lado; no tardarían más de diez minutos.
    Allí en Zane City dejarían el coche aparcado, y luego, los dos en la moto, tornarían otra vez hacia el rancho. 
    —¿Quieren tomar postre?, tenemos una tarta de manzana para chuparse los dedos.
    —Sí, yo sí —contestó Manfred—.
    —Para mí también —dijo Blake—.
    —¡Ah! —añadió Manfred—, y un café solo muy cargado, en vaso grande.
    —Yo lo mismo —dijo Blake—.
    —¿También en vaso grande? —preguntó el joven del delantal—.
    —También —contestó Blake—.
    —¡Ah! —añadió Manfred frenando la media vuelta que ya se iba a dar el joven del delantal— , el bistec estaba fetén.
    —Yo pienso lo mismo —añadió Blake—.
    —Se lo comunicaré al cocinero —dijo el joven del delantal—.
    Pero, mientras marchaba hacia la cocina, masculló : «¡Malditos estúpidos!»
    (Nadie reparó en aquella salida de tono.)

    3. La gran moto negra y plateada se deslizaba ahora por la carretera. Plata no tan encubierta en la noche por la virtud luminosa del argénteo disco lunar, allá arriba. Y aquel animal mecánico iluminaba la carretera a su paso.
    Strong era quien manejaba aquel magnífico armatoste; sentado detrás de él iba Blake.
    Lo de armatoste (la gran moto negra y plateada) no era más que un apelativo cariñoso, una manera como otra cualquiera de decir a una moto te quiero sin caer en el sentimentalismo. Cosas de Manfred Strong. ¡Ah, su querida Harley!
    Ambos llevaban casco y gafas para protegerse del aire gélido. «Detente aquí, Manfred.» Y Manfred se detuvo. Para luego, ya fuera de la carretera, continuar manejando la moto con dificultad, en lo obscuro; por más que la luna estuviera de su parte.
    Al amparo de unas rocas, de unos árboles, de unos matorrales,  allí en la obscuridad quedó ella, Harley, el preciado armatoste negro y plateado de Manfred, la niña de sus ojos.
    Mas allá, más arriba («mira, Manfred», dijo, «aquí, en esta elevación del terreno»), al amparo de otras rocas, de otros árboles, de otros matorrales, allí en la oscuridad apostados estaban ya los dos: Ferdinand Blake y Manfred Strong, nuestros héroes.

    4. Ferdinand Blake enfocaba, con sus prismáticos de alta precisión, el rancho de Stanwych, ahora bastante más que una mancha oscura y borrosa, y aun así tan envuelto en la noche. «Hay gente», dijo Blake, «pues veo una luz encendida.»
    Tras un sendero, que la noche hacía casi invisible, se alzaba una gran puerta de entrada, de recia madera como todo el alto vallado; y allí al fondo, como un monumento, más aun se alzaba la densa silueta de una casa, imponente como una gran mansión colonial.
«No se qué diantres pretende sacar Blake en limpio», pensó Manfred, «porque puede que sea cierto que en ese rancho se cueza algo, pero por pasarnos aquí la noche... aunque es cierto que este chico tiene suerte; de hecho creo que resuelve los casos más por suerte que por otra cosa... ¡bah, para qué engañarse!, nos espera una larga y soporífera noche y eso no nos lo quita...»
    Mas, en aquel preciso instante, un acontecimiento sorpresivo interrumpió los pensamientos de Manfred con no menos violencia que un trallazo que te arrancara de tus sueños a media noche: 
    Como un milagro, como un relámpago, como quien bate un récord hípico, un caballo blanco, resplandeciente a la luz de la luna como su jinete, había saltado limpiamente, la crin al viento, el alto vallado del rancho. «¡Por todos los santos!» «¡Diablos del infierno!», gritaron al unísono Blake y Manfred. Lo siguiente fue la gran puerta del rancho que se abría y perros y jinetes sobre sus monturas que salían como una exhalación, como un estruendo, en pos del blanco jinete sobre su blanco caballo. Entonces (todo sucedió con trepidante velocidad) el jinete blanco, que quería conducir a su caballo fuera del camino, sólo consiguió que este tropezase, sin consecuencias afortunadamente para el animal; pues rápido se levantó y se perdió al galope entre los árboles, entre las sombras; pero el jinete se quedó allí en tierra, y le costaba levantarse, y un disparo de rifle ¡BANG! que resonó en la noche (los perseguidores iban armados) casi le alcanzó, y ya los perros se le echaban encima como bestias furiosas. Y a pesar de la noche y gracias a la luna se distinguía: El jinete blanco allí en tierra «¡Estoy perdido!» sobre el que ya se lanzaba el primer can asesino, exhibiendo su terrible dentadura, era un hombre con un grueso jersey blanco, que en vano trataba de frenar aquella pavorosa y letal envestida...
    «¿Lo tienes a tiro, Manfred?»
    «¡Sí!»
    ¡BANG! ¡BANG!
    Un sonido gutural, espeluznante, se escapó de la garganta de la enorme bestia, antes de, al instante, caer allí fulminada por los certeros tiros de pistola de Manfred. Un perro menos, y ya solo quedaba otro, pues solo eran dos a pesar de que, por la obscuridad y el estupor de la sorpresa, Manfred y  Blake hubieran contado no menos de tres.
    Pero ya el otro can, de un salto, cayó con toda su bestial ferocidad, con todo su peso, ávido de sangre con sus letales dientes afilados, sobre el indefenso jinete derribado.
    Entonces, allí sobre una roca, a la luz de la luna, con los faldones de su largo abrigo ondeando al frío viento, se vio a Manfred Strong en todo su imponente aspecto, en toda su altura y corpulencia, agitando en el aire los brazos levantados (en una mano la pistola humeante) a la vez que profería grandes gritos para llamar la atención del perro, a sabiendas de que se exponía temerariamente ante los jinetes de los rifles.
    Mas el perro no se daba por aludido, y ahora Manfred veía difícil disparar sobre él sin alcanzar al del jersey blanco, por lo que pegó dos tiros al aire a ver si así ahuyentaba a la bestia.
    No obtuvo el resultado que se proponía, pero sí otro para él igualmente satisfactorio, pues el robusto animal, abandonando su presa, corrió veloz hacia Manfred mientras daba horrísonos ladridos. A la vez que, simultáneamente, uno de los dos jinetes del rifle (porque no eran más que dos) disparó ¡BANG! su arma contra Manfred, tirando a matar.
    Manfred pudo oír el silbido de la bala pasando a menos de un centímetro de su cabeza, pero no se inmutó. Permaneció estático, impertérrito, como una estatua sobre la roca, con el brazo de la mano que sujetaba el arma estirado (haciendo gala de un pulso más que firme sobrehumano) y apuntando a la fiera mientras aguardaba su ya inminente acometida. Esperó al último instante para ¡BANG! ¡BANG! disparar, y el perro cayó fulminado.
    Pero uno de los jinetes tenía a tiro a Manfred, y estaba a punto de apretar el gatillo. No pudo hacerlo: desde una alta roca Ferdinand Blake cayó sobre él, derribándole. Ya libre de la carga de su jinete, la noble bestia se encabritó mientras emitía un sonoro relincho, para después darse a la fuga al galope. Blake, con su elegante abrigo ahora polvoriento tras la caída, pronto estuvo en pie, mientras el jinete derribado permanecía en el suelo, aturdido.
    No tardaría mucho aquel individuo en salir de aquel estado de aturdimiento, pero para entonces ya el cañón de la pistola de Blake apuntaba directamente hacia él.
    Mas no pudo ver Blake cómo el otro jinete (a lomos de su nervioso caballo) apuntaba con su rifle hacia él. Un disparo más resonó en la noche, pero no fue un disparo de rifle, sino de pistola, y el rifle del jinete tuvo que conformarse con piruetear en el aire. «¡Justo en el rifle!», exclamó Manfred Strong que, empuñando su pistola humeante, con agilidad de atleta (sorprendente para su edad) corría (los faldones de su largo abrigo al viento) hacia el tipo que acababa de desarmar.
    Llegar al lugar donde estaba el que montaba a caballo y saltar sobre él derribándole pareció la cosa más fácil del mundo, tal fue la naturalidad con la que Manfred ejecutó tal proeza circense. Y muy pronto, ya los dos en el camino polvoriento, entablaron un improvisado combate de boxeo que resultó breve, pues Manfred ganó por nocaut del contrincante en el primer asalto y en el primer minuto. Manfred Strong podía haberse valido de la pistola, pero como la noche era fría prefirió entrar en calor («¡Encaja este directo!») moviendo un poco los puños («¡Augh!). «Poco juego me ha dado este tipo», penso Strong que, con aquel directo, había vuelto a hacer honor a su apellido.

    5. Ahí estaba Charles Wood, el presidente de "El Reino de la Paz", con su jersey blanco desgarrado y salpicado aquí y allá de sangre; sentado en una roca al borde del camino, con su negro cabello a merced del viento. 
    Estaba algo aturdido, y con su mano izquierda se agarraba el brazo derecho, que colgaba rígido. Los aristocráticos rasgos de su rostro reflejaban dolor, por más que trataba de mantener una viril compostura. «Tal vez un esguince, pero no hay rotura», había dicho Blake. Las salpicaduras de sangre del jersey se debían a un corte que tenía en el rostro. «No creo que esto necesite puntos», dijo Manfred. Lo del corte y lo del brazo se debía a la caída; milagrosamente los perros no le habían hecho nada. Y aquí estaban ahora, en la noche, en el camino que conducía al rancho de Stanwich, allí al fondo en sepulcral silencio bajo la luna llena. Y aquí estaba Blake, sujetando con la mano izquierda una potente linterna, mientras empuñaba su pistola con la mano derecha. También Manfred empuñaba su arma. Blake y Manfred encañonaban a los dos jinetes vencidos, allí de pie con las manos arriba y las miradas torvas.
    El caballo blanco también estaba allí. Había regresado de entre los árboles.
    Blake y Manfred habían escuchado, durante poco más de dos minutos, lo que Charles tenía que decir. «Suficiente», pensó Blake.
    —Señor Wood, le creo. Pero para otra vez deje ciertas investigaciones a los profesionales —dijo Blake—.
    Strong sonrió, mientras con la mano libre se atusaba el mostacho.

    6. Las cosas estaban así: Charles Wood cabalgaba sobre su caballo blanco en la noche, hacia el Firesteak, el bar de carretera. «Necesita un médico», le había dicho Blake, «¿cree usted que se manejará bien en el caballo, con un solo brazo?». «Sí, no se preocupe», había contestado  Charles. «Es muy posible», le había dicho también Blake, «que desde el Firesteak hayan oído los disparos, y hayan dado aviso a la policía; si no es así, telefonee usted; diga que está herido y que manden también un médico.»
    Pero, ¿qué había sucedido?, ¿qué diantres hacía Charles Wood en el rancho de Stanwich a esas horas de la noche y por qué aquellos tipos querían matarle?
    Las cosas habían sucedido así:
    Charles Wood había ido a curiosear por los alrededores del rancho; a espiar, hablando en plata. Montaba su caballo blanco. Pensaba Charles que, mientras no entrara en los terrenos del rancho nadie podía decirle nada, y desde las rocas y con sus prismáticos (¡otro espiando con prismáticos!) podía ver quién frecuentaba el rancho. No era la primera noche que Charles Wood se dedicaba a estas andanzas, y tanto va el cántaro a la fuente...
    Quiero decir que aquella noche Charles Wood fue descubierto. Aquel tipo de mirada torva le encañonaba con un rifle: «Al más mínimo movimiento te dejo seco!», gritó; y parecía que no estaba de broma.
    Aquel tipo le condujo al rancho, a punta de fusil.
    En el rancho de Stanwych se sabía que había algunos caballos (pocos), pero no se dedicaba a la cría de ese tipo de ganado, ni tampoco a la cría de ganado vacuno; daba la impresión de no ser sino la finca de recreo de un potentado, con su ostentosa casa de aspecto colonial.
    En aquel momento de la noche sólo se encontraban en el rancho dos vigilantes, los dos tipos de gatillo fácil que ya conocemos. Pretendían retener allí a Charles «hasta que llegara el jefe». Y cuando decían «el jefe» se referían muy probablemente, pensaba Charles, al odioso señor Stanwych.
    Y como a Charles no le apetecía lo más mínimo, ni en este ni en ningún otro momento, vérselas con Stanwych, y como menos gracia aún le hacía que le amenazaran con rifles, en un momento de distracción de sus captores «¡Cuidado, que escapa!» consiguió zafarse de ellos «¡Alto o disparo!» y corrió como alma que lleva el diablo hacia su caballo ¡BANG! a riesgo de perder la vida en el empeño. (En el arranque de aquella huída desesperada, uno de aquellos tipejos había tratado de asir a Charles, y este se había desembarazado de su abrigo para escapar a cuerpo, convirtiéndose así, al poco, en el intrépido caballero blanco, o, si se prefiere, en el caballero del jersey.) Lo que ocurrió a continuación ya lo saben los lectores.

    7. Las cosas estaban así: Mientras Charles Wood cabalgaba sobre su caballo blanco en la noche, hacia el Firesteak, el bar de carretera, Ferdinand Blake y Manfred Strong se dirigieron al rancho de Stanwich con los del gatillo fácil. Blake y Manfred montaban los caballos, que iban al paso. Los otros dos caminaban delante, con las manos en alto. «¡Estáis dejando que escape un cuatrero!», exclamó, protestó, gruñó uno de los tipejos. «Y yo te repito que no hablamos con tipejos de gatillo fácil», respondió Manfred con irónica parsimonia.
    En pocos minutos estuvieron ya en el rancho. Y lo primero que hicieron fue atar a aquellos tipos con una buena cuerda y de esta guisa dejarlos ahí. Ahí, es decir, donde ahora estaban, en el vestíbulo de la mansión colonial. «¡¿Hay alguien aquí?!», volvió a gritar Blake por tercera vez. Luego, dirigiéndose a Manfred, dijo: «Mira Manfred, yo creo que estos son malhechores de la peor especie; si registramos la casa es probable que encontremos a Stanwych atado y amordazado, o algo peor». Blake sólo hacía teatro; una especie de ensayo de lo que pensaba decir a la policía. «Yo pienso igual que tú, Ferdinand», dijo Manfred siguiendo el juego a su amigo.
    Los dos tipos, atados de pies y manos en su rincón, nada dijeron esta vez, pero su mirada se hizo aun más torva.
    —Estos tipos se están volviendo muy callados —dijo Manfred—, aun así creo que sería conveniente amordazarlos antes de ponernos a investigar, por si las moscas.
    —Me has quitado los palabras de la boca —contestó Ferdinand Blake—.

    8. Blake y Manfred recorrieron toda la casa, sin hallar señales de vida. Era una casa grande y suntuosa, con escaleras de pórfido y mármol, largos pasillos como pinacotecas y numerosas y amplias estancias. La más grande de aquellas estancias era un ostentoso salón. Al entrar en él y encender las luces se fijaron, inmediatamente, en un cuadro de gran formato. Al instante reconocieron a su autor. Era una pintura que representaba una pelea de perros. Se acercaron y pudieron ver la firma que esperaban encontrar: Zoch.
    Aquel cuadro parecía tener el tamaño de la pintura jazzística que Blake había visto por la tarde, tras la barra del bar en el "Café de Cooper".
    Sí, estaba claro que aquella era la pintura que Oswald Stanwych compró a Ned Cooper. Se la compró por muy buen precio, y a cambio Ned sólo tuvo que hacerle un pequeño favor: despedir al pianista que trabajaba para él, o sea, a Charles Wood. Esta era la teoría de Linda Baxter, porque lo que Ned contó a Blake fue que tuvo que prescindir de Charles porque andaba mal su negocio. Pero Blake no creía a Ned sino a Linda.
    —Es raro que la policía no esté ya aquí —dijo  Manfred—.
    —Sí, es raro —contestó Blake—.
    —Pues como antes de la policía lleguen otras personas del rancho las cosas se van a complicar —dijo Manfred.
    —Y mucho —contestó  Blake—.
    Ambos hablaban mientras mirabas el gran óleo de Zoch. 
    —¿Sabes que he llegado a algunas conclusiones sobre el caso Zoch? —dijo Blake.
    —¡No me digas! —exclamó Manfred.
    Al «¡No me digas!» de Manfred contestó Blake exponiendo, con concisión, las conclusiones a las que había llegado.
    Pero antes de saber lo que dijo Blake, he aquí un breve recordatorio del caso Zoch:
    La noche del viernes ocho de octubre, en el Museo de Arte Moderno de Bigstrong City, alguien arrojó pintura (un tipo de pintura de desconocida composición) sobre un óleo de Zoch.  La obra, "Pelea XV", representaba una pelea de perros. Se trataba de la única pintura de Zoch que el museo poseía.
    Luego, la noche del doce de octubre, otro óleo de Zoch, fue víctima de un acto de idénticas características. Esta vez el suceso tuvo lugar en el Centro de Arte Contemporáneo (también en Bigstrong City) que, aunque sólo exhibía este cuadro de Zoch, poseía en sus fondos otros cuadros del artista.
    Después, el día 14 de octubre, Terence Rich, que poseía varias pinturas de Zoch, contrató los servicios de Blake para que protegiera sus pinturas.
    La pintura con la que se agredió a los cuadros inhibió a los restauradores, por ser una sustancia de desconocidas características.
    Y ahora sí, tras este recordatorio, escuchemos lo que Ferdinand Blake contó tras el «¡No me digas!» de Manfred Strong.
    —Cuando estuve en los museos, en el Moderno y en el Contemporáneo, hablé con sus directores. El director del Moderno, un tal Conrad, me aseguró que la obra que le fastidiaron, "Pelea XV", era la obra maestra de Zoch. Y no sólo eso, era también el último cuadro sobre perros que pintó. Zoch pintó peleas de perros durante mucho tiempo, y en este tiempo pintó quince cuadros. "Pelea XV" le llevó todo un año. En la etapa de los perros Zoch vivía pobremente en París. Luego regresó a los Estados Unidos, y aquí le fue bien pintando paisajes. Hasta ahora. Pues cierta crítica siempre ha valorado positivamente sus paisajes. Pero no la alta crítica, no los críticos que influyen en los museos de ciudades como Bigstrong City. En cambio, la alta crítica cada día valora más y más las pinturas de perros. Y esto se traduce en que su cotización en el mercado del arte va subiendo día tras día. Este es un fenómeno reciente, de los últimos tres o cuatro años. Y, a decir de los expertos, unos pocos años más y los precios serán astronómicos.
    Aparte del cuadro estropeado, el Contemporáneo no tiene más cuadros de perros, pues los otros de Zoch que posee son de paisajes.
    De los cuadros de perros que pintó Zoch, todos se encuentran en museos o colecciones de París, excepto cuatro:
    «Pelea IX», en la colección de Terence Rich.
    «Pelea XI», en la colección de Oswald Stanwych, o sea, este que tenemos aquí enfrente.
    «Pelea XII», en el Contemporáneo.
    Y, por último, «Pelea XV», en el Moderno.
    Terence Rich tiene, como sabes, otras pinturas de Zoch, pero de paisajes.
    Pues bien; hay que tener en cuenta una cosa: la alta crítica valora los cuadros de perros no sólo por su valor intrínseco, sino por ser escasos. Si de quince cuadros se pierden dos, los restantes adquieren más valor en el mercado. Por lo tanto, la destrucción de «Pelea XII» y «Pelea XV» favorece a los propietarios de «Pelea IX» y «Pelea XI», es decir, a Terence Rich y a Oswald Stanwych. Esto hace sospechosos a este par de potentados; que además parece que son buenos amigos, según supe por una joven pianista, Linda Baxter.
    —Interesante —dijo Manfred mientras se atusaba el mostacho—.
    
    9. Bajaron por las escaleras de mármol y alabastro. Allí seguían los del gatillo fácil, atados y amordazados. 
    —Vamos a quitarles la mordaza a esos dos —dijo Blake—.
    Uno de los dos, apenas le habían quitado la mordaza espetó:
    —¿A quién se le ocurre mandar a un cuatrero a por la policía?, ¡sólo a un par de novatos!, ¿el pájaro ha volado en su blanco caballo robado, eh?
    —Sí —le respondió Blake con irónica parsimonia—, y además de cuatrero es un tipo listo, pues se ha llevado un caballo sin marcar, no como los que montabais vosotros, ambos marcados con una S. Luego los cuatreros sois vosotros, que tratabais de llevaros dos caballos del señor Stanwych.
    Sólo hubo un gruñido por réplica. Y su compañero, al verse libre de la mordaza, nada dijo; pero su mirada echaba maldiciones.
    Mas lo cierto es que la policía, que tendría que haber llegado ya, no daba señales de vida.
    —Tú quédate aquí vigilando a este par de pájaros, Manfred, yo iré a echar un vistazo por el rancho.

    10. Ferdinand Blake salió de la gran casa. El frío y la noche seguían allí. Y también la luna llena en lo alto.
    Tenía que sujetarse el sombrero, para que no se lo llevase el viento. En la otra mano llevaba su potente linterna.
    Estaba preocupado, pero no nervioso, pues sus nervios eran de acero.

    11. Fragmento retrospectivo: Dos Vagabundos.
    —En esta tierra no nos quieren a los negros Moïse, te lo digo yo.
    —No quieren a los vagabundos, Pete. 
    Atardecía. Buscaban un lugar donde pasar la noche. Entonces escucharon el sordo galope de unos caballos. Luego vieron la nube de polvo al fondo del camino, al tiempo que el ruido de los cascos sobre la tierra se hacía más y más intenso.
    Y pronto Moïse y Pete, dos hombres de mediana edad, dos vagabundos, pudieron distinguir cinco jinetes con rifles.
    Esto no me gusta nada Pete... ¡¡CORRE!!
    (Fin del fragmento)

    12. Entonces, en la noche helada y silenciosa, como traído por un viento de ultratumba desde las más profundas simas, Blake escuchó un canto difuso; algo así como un fantasmagórico y desgarrador blues.
    Delante de él se alzaba un gran abeto. El viento entre sus ramas creaba aullidos lastimeros.
    «Sí, es el ulular del viento en las ramas», pensó Blake, sí, ahora sí, pero lo de antes... «lo de antes juraría que era una voz humana», algo así como un fantasmagórico y desgarrador blues, ¿no es cierto, Blake?
    Y un súbito escalofrío recorrió la espalda del hombre de los nervios acerados.
    Que no se amilanó lo más mínimo y siguió adelante. Porque Ferdinand Blake era todo un hombre.
    Tras el gran abeto y otros árboles había una construcción, una construcción grande, oscura y sin ventanas que antes no se distinguía en la noche. Ahora sí, con su pesada, casi monstruosa presencia, con su pesantez silenciosa y amenazante. No tenía ventanas, pero rodeando aquel bloque de gran altura y perímetro Blake descubrió la puerta de entrada. Una puerta grande y recia de madera, reforzada con barras de hierro remachadas. Una puerta sucia y oxidada.
    Blake empujó la puerta que, crujiendo y chirriando, horrísona se abrió sin oponer resistencia.
    Al traspasar la puerta, Blake pudo comprobar que la luna seguía allí en lo alto. Él pensaba entrar en un lugar cubierto y esto le sorprendió. Aquello era como una de esas plazas de toros mexicanas,  aunque bastante más pequeña. Detrás de las gradas de madera, y alrededor de ellas, había una construcción en semicírculo con ventanas pequeñas, tres puertas similares a la de la entrada, aunque más pequeñas, y techo de uralita.
    Entonces Blake volvió a escuchar aquel canto difuso, cual desgarrador y fantasmagórico blues. Pero el canto era ahora más inquietante, pues parecía mezclarse con ladridos como ecos.
    Bajo aquel techo de uralita, en el interior de aquella tosca construcción semicircular, algo inquietante estaba ocurriendo.
    Blake intentó abrir una de las tres puertas, pero estaba cerrada.

    13. Fragmento retrospectivo: Una pelea de perros.
    —¡Vamos, Tigre, maldito hijo de Satán, acaba con ese sucio perro, he apostado mucho por ti!
    —¡Muy bien Asesino, ya es tuyo, mátalo de una vez, acaba ya con él!
    Los hombres degradados que así azuzaban a los perros no serían más de veinte. Todos iban bien trajeados, bien peinados y rasurados. Pero su alma pútrida se reflejaba en cada uno de sus gestos, en cada uno de sus gritos.
    Aquella era una pelea de una brutalidad indescriptible. Sólo unos sádicos «¡Vamos, Tigre!» podían disfrutar con aquello. La arena «¡Muy bien, Asesino!» estaba teñida de sangre. Impulsados por un instinto salvaje los dos perros mostraban sus dientes ensangrentados. Unidos en un abrazo a vida o muerte. Uno llevaba ventaja sobre el otro, que trataba de zafarse de su adversario.
    —¡¡Te he dicho que lo mates de una vez!! —gritó hasta desgañitarse uno de aquellos repulsivos tipejos trajeados—.
    (Fin del fragmento)

    14. Blake probó entonces con otra puerta. También estaba cerrada.
    Caminó hacia la tercera puerta, en la noche fría. Ya no escuchaba aquel canto o lamento, pero sí ladridos de perros, amortiguados pero no lejanos.
    —A ver si hay suerte con la tercera —pensó Blake—.
    Pero la tercera puerta también estaba... ¡no, espera!, «esta parece que está abierta, sí, sí, está abierta», pensó Blake. Y, crujiendo y chirriando, horrísona se abrió la tercera puerta.
    Blake avanzó entonces por un oscuro pasillo, ni muy estrecho ni muy ancho. Pero muy frío. Era como estar en una nevera. Se iluminaba con su potente linterna. No encontró ningún interruptor de luz. Olía a humedad. Y a otra cosa: un olor fuerte que no acababa de ser olor a gasolina. Y los ladridos amortiguados.

    15. Fragmento retrospectivo: Encerrados.
    Moses, aferrándose con los puños cerrados a los barrotes de su prisión, gritó:
    —¡¿Qué pasa, por qué nos tienen encerrados aquí, qué es lo que quieren de nosotros?!
    —Lo sabrás a su debido tiempo, negro —contestó, al otro lado de la reja, un tipejo de torva mirada.
    (Fin del fragmento)

    16. Entonces, a la derecha según avanzaba por el pasillo, Blake encontró otra puerta. Estaba cerrada con llave, pero parecía poco resistente. Quiero decir que parecía poco resistente para Blake, pues si sus nervios eran de acero, no menos acerados eran sus músculos (aunque no tan acerados como los de Strong).
    Sólo tenía el ancho del pasillo para tomar carrerilla, pero le bastó. De un fuerte y seco golpe dado con el hombro echó abajo la puerta.
    Y se encontró una habitación amplia, una especie de laboratorio o taller. Tenía un amplia ventana cenital, acristalada, por la que se veían las estrellas, y que ahora estaba cerrada. Había allí un olor fuerte, como a pintura, pero más desagradable.
    Blake encontró un interruptor, y el lugar se iluminó.

    17. Fragmento retrospectivo: Un tipejo.
    —¡¡Te he dicho que te calles, sucio negro mendigo!! —exclamó espetó rugió echando bilis con el rostro contraído crispado el de la torva mirada, al otro lado de la reja.
    (Fin del fragmento)
    
    18. Sí, aquello era un laboratorio para fabricar pintura. Había utensilios y aparatos por doquier, muchos de ellos sobre una amplia mesa. Había cuadernos de notas, lienzos con pruebas de color... grandes frascos de vidrio, que contenían un líquido negro, viscoso; o trapos manchados de negro, sobre la caótica mesa. También había allí botellas de whisky vacías. Y un vaso.
    Y, en un rincón del taller, una pequeña nevera con bebidas alcohólicas; botellas de whisky, sobre todo.
    —Blake, viejo amigo de la infancia —se dijo a si mismo—, acabas de dar con el laboratorio donde se fraguó la pintura del delito.
    Y entonces, de súbito, Blake se sintió inspirado y, mentalmente, añadió unos versos a su soneto.

    19. Fragmento retrospectivo: Fuera de sí.
    —¡¡Te dije que si no te callabas te mandaría al infierno, negro!! —gritó fuera de sí al otro lado de los barrotes, como un poseso, el tipejo de la torva mirada, mientras empuñaba un revolver.
    (Fin del fragmento)

    20. El aún inconcluso soneto quedaba así:
    «Dos pendencias caninas abolidas.
     El perrito de Sheila se ha perdido.
     Un probo ciudadano acometido
     por quien busca las cosas escondidas.
     Sangre y pintura van entretejidas
     en el rancho que un hombre corrompido
     en un antro de horror ha convertido.»

    21. Fragmento retrospectivo: Sonaron dos disparos.
    ¡BANG! ¡BANG!
    (Fin del fragmento)

    22. Blake apagó la luz, salió del laboratorio y siguió adelante. En el techo, de vez en cuando, se veían bombillas apagadas, pero no interruptores. «A saber desde dónde enciende esta gente la luz del pasillo; pero bueno, da igual, teniendo la linterna», pensó Blake.
    Y entonces comenzó a escuchar los ladridos más nítidos, más cercanos.
    El pasillo empezó a ensancharse a medida que avanzaba, y cuanto más ancho era el pasillo más alto era el volumen de los ladridos, como si una jauría de perros estuviera ahí mismo, a punto de echársele encima. Y entonces... ¡Demasiado tarde para reaccionar!, cuando su linterna lo iluminó, aquel enorme perro ya se abalanzaba sobre él. Blake saltó a un lado, en un instintivo ¡cuerpo a tierra!, al tiempo que un estridente ruido metálico se añadía al horrísono estruendo de los ladridos. Entonces vio Blake con alivio a la luz de su linterna, mientras se incorporaba ya con la pistola en la otra mano, que aquel ruido metálico se había producido al toparse aquella fiera contra los barrotes de una puerta candada. Sí, aquel perro (y pronto vio que igual que él otros muchos) estaba encerrado en una especie de cubil tras unos gruesos barrotes. 
    Ahora junto al techo había una ventana horizontal, larga y estrecha, también con barrotes, por donde se filtraba la débil luz de la luna.
    Siguió adelante, caminando entre los perros enjaulados, que a derecha e izquierda le amenazaban con sus ladridos, según pasaba.
    Jaula tras jaula, jaula tras jaula... parecía que aquello no terminaría nunca.
    De pronto, a su derecha, tras los barrotes de uno de aquellos cubiles, Blake escuchó un lastimero aullido. «Parece que ahí tienen un cachorro», pensó Blake.
    Y así era. A la luz de la linterna pudo ver, tras las rejas y al fondo del cubil, un pequeño cachorro asustado.

    23. Fragmento retrospectivo: Sheila Sullivan ("El perrito de Sheila se ha perdido.")
    Blake caminaba por la calle cuando... «Esa atractiva joven se dirige hacia mí», pensó. Se saludaron. Él no la conocía. Ella a él sí. «Sigo sus casos en la prensa» «Le admiro» «Sé que usted podrá ayudarme», dijo ella. «¿De qué se trata?», preguntó Blake. «Mi perro Chuck ha desaparecido», contestó ella. Blake reprimió una sonrisa, y ya estaba a punto de rechazar el caso (por prosaico) cuando tuvo una súbita intuición. «Descríbame a su perro, señorita.» «Chuck es un Dogo de Burdeos de un año, muy bueno y cariñoso, yo... (Sheila Sullivan, que así se llamaba la joven, no pudo contener una lágrima) «Acepto el caso, señorita.»
    (Fin del fragmento)

    24. Sí, era un pequeño cachorro asustado. Un pequeño Dogo de Burdeos de un año.

    25. Fragmento retrospectivo: Aquella nubosa tarde.
    Blake contempló, no sin cierta delectación, cómo se alejaba Sheila Sullivan. El rítmico y leve contoneo de su cuerpo bajo el entallado y ajustado vestido. Sus finas y esculturales pantorrillas en sus medias de seda. Sus altos tacones que resaltaban aun más la esbeltez de su figura.
    (Fin del fragmento)

    26. —¡Chuck!
    Y el perrito, tras un instante de duda, corrió hacia Blake, hacia aquel que gritaba su nombre tras los barrotes.
    —¡Sí, eres Chuck! —dijo Blake.
     Y no se lo pensó ¡BANG! dos veces: El candado saltó mientras Chuck corría otra vez hacia el fondo. 
    Los ladridos de los otros perros arreciaron.

    27. Aunque amortiguado, Manfred y los tipejos escucharon el disparo.

    28. Sheila se despertó sobresaltada, incorporándose en la cama bruscamente al tiempo que exclamaba: 
    —¡Chuck!

    29. Fragmento retrospectivo: Charles Wood en el Firesteak.
    Charles Wood no tardó en llegar, sobre su caballo blanco, al Firesteak. Los tres que se ocupaban del establecimiento estaban a la puerta, y observaron, rígidos, sin inmutarse, como Charles descendía con cierta dificultad del caballo, por el dolor que le producía su brazo lastimado.
    —Oímos los disparos, ¿Qué ha pasado? —dijo uno de los del Firesteak.
    En ese momento, aparte de ellos, no había nadie más en el bar de carretera.
    Los tres eran un tipo gordo con mandil, un larguirucho desgarbado y el joven del delantal.
    —Oímos los disparos, ¿Qué ha pasado? —volvió a decir, con cierta impaciencia, el gordo del mandil.
    El larguirucho desgarbado iba armado con un rifle.
    Charles Wood acababa de desmontar y se ocupaba ahora de atar su caballo a un poste. En cuanto lo hizo contó lo sucedido a los tres. Es decir, que unos tipos del rancho de Stanwych habían intentado matarle y que dos detectives le habían salvado la vida.
    —Ahora hay que llamar a la policía cuanto antes —dijo Charles.
    —Ahora vas a cerrar el pico, estúpido —dijo el joven del delantal con un rictus desagradable. Tenía el pelo pajizo y el rostro algo demacrado y exageradamente pecoso.
    Y entonces vio Charles que el larguirucho desgarbado le estaba apuntando con el rifle.
    (Fin del fragmento)

    30. El pasillo se había vuelto a estrechar. Blake avanzaba y Chuck le seguía. Atrás quedaban los ladridos. A intervalos, junto al techo, ventanas horizontales largas y estrechas, ahora sin barrotes, por donde se filtraba la tenue claridad de la luna.  
    No tardó en hallar otra puerta en su camino. Era una puerta pesada, de gruesa madera carcomida, muy deteriorada. Estaba ligeramente entreabierta.
    Las bisagras oxidadas chirriaron cuando Blake empujó la puerta, que se fue abriendo con alguna dificultad.
    A la luz de la linterna vio que se encontraba en una gran estancia, una especie de enorme trastero.
    Tantos cachivaches impedían ver el fondo de la estancia, pero pronto localizó un interruptor.
    Cuando lo pulsó todo el lugar quedó inundado por una luz débil, borrosa, pero aun así fuerte y deslumbradora en contraste con la luz de la linterna.
    Pero el fondo de aquel inmenso y caótico almacén permanecía oculto por tanto trasto: cajas de madera vacías, muebles destartalados llenos de polvo y telarañas, máquinas o fragmentos de máquinas, oxidadas y polvorientas...
    Y entonces Chuck, hasta entonces tranquilo y sumiso, empezó a ponerse nervioso. Ladraba, y parecía que sus ladridos iban dirigidos a algo o alguien más allá de los objetos visibles, a algo que se ocultaba allá en el fondo. 

    31. —¿Qué haces levantada a estas horas, hija?
    La que había hablado era la madre de Sheila. Acababa de entrar en la cocina.
    —Ya ves; me desperté, tenía sed y he venido a tomar un baso de agua. No quería despertarte, mamá.
    La madre de Sheila, Mary, era viuda. Vivía con sus dos hijos en aquel piso, más bien modesto pero pulcro y cuidado; en aquel bien situado piso (en una de las mejores zonas de Bigstrong City). En aquel piso donde Mary llevaba viviendo desde antes de que nacieran sus dos hijos. Sheila era la mayor. El pequeño se llamaba Tim, y sólo tenía doce años. El marido de Mary murió en acto de servicio. Era policía.
    —¿Sabes mamá?, he tenido una pesadilla. A Chuck le tenían encerrado en un lugar oscuro... tenía mucho miedo. A su alrededor había perros grandes y feroces...
    —Solo ha sido un sueño, hija; y ya verás como Chuck acabará apareciendo. ¿No decías que tenías mucha fe en ese detective Blake?
    —Sí mamá. Tengo fe. Sé que Ferdinand Blake encontrará a Chuck.

    32. ¿Pero qué loco, que hijo de Satanás dirigía aquel rancho? ¿Qué hijo de Satanás era ese Stanwych? Allí, al fondo de aquel enorme trastero polvoriento había una celda, y tras los barrotes dos hombres, Moses y Pete, que miraban con cierta desconfianza a Blake; a pesar de que este acababa de presentarse («Soy el detective Blake») y de comunicarles su intención de sacarlos de allí.
    —Voy a volar la cerradura —dijo  Blake mientras echaba mano a su pistola—.
    —No es necesario —dijo Moses—, las llaves las dejan siempre sobre aquel armario rojo.
    Allá, medio oculto por tanto armatoste, se distinguía; descolorido, carcomido, criando telarañas, polvoriento: el armario rojo.
    Dar con el llavero y localizar en él la llave de la celda fue fácil.
    Al verse libres, Moses y Pete dieron gracias a Dios y empezaron a confiar en Blake.
    Hasta Chuck perecía contento.    

    33. Fragmento retrospectivo: Por los pelos.
    —¡Imbecil! —espetó con rabia un tipejo al otro, al del revolver humeante—, si me descuido te cargas al negro.
    Gracias a la intervención del que hablaba, los dos disparos habían impactado en el techo de la celda, en lugar de hacerlo en el corazón de Moses.
    —Es que ese negro me saca de mis casillas —dijo el del revólver humeante.—
    —¿Y cómo se lo hubiéramos explicado al señor Stanwych?, ¡tienes que aprender a controlar tus impulsos!
    —Has nacido de nuevo, Moses —pensó Moses—.
Pete también respiró aliviado.
    (Fin del fragmento)

    34. —Estos hombres —había dicho Pete— tienen un libro grande; lo miran, escriben en él, lo abren y lo cierran, siempre están con el libro, un libro rojo como el armario... 
    —¡Sí!, lo guardan en el armario rojo, está en el armario rojo —decía ahora Moses—.
    Mientras, Blake iba buscando, entre aquel manojo («Esta no») unido por un alambre retorcido y oxidado, una llave («Esta tampoco») que encajara en la cerradura del armario rojo.
    —Esta sí —dijo Blake—.
    Aquello era un cuaderno grande, un álbum de fotos, de tapas duras rojas, deterioradas, mugrientas. Un grueso álbum plagado de fotos de perros, colocadas allí de cualquier manera, torcidas, a veces fijadas con tiras de celo, a veces pegadas con un exceso de cola, que rebosaba, ahora una mancha seca y amarillenta, por los bordes de las fotos. Página tras página, al pie de cada una de aquellas fotos, había anotaciones, escritas en rojo o negro, con lápiz o estilográfica, con una caligrafía desigual, nerviosa, a veces ininteligible. Pero lo que sí se entendía fácilmente es que que cada perro llevaba su nombre y que, casi siempre, se repetían dos anotaciones: "muerto en combate" y "sacrificado". Más aterradora fue la sorpresa para Pete, Moses y Blake cuando, entre las últimas fotos del álbum, y entre tanta foto de perro, dos instantáneas: las de Moses y Pete.
    —¡Sí, cuando nos pillaron en el camino con sus rifles, esos hombres nos sacaron una foto! —dijo Pete.
    Blake se estremeció. Aquellas fotos de Moses y Pete, dos seres humanos, estaban destinadas a ir acompañadas, algún día tal vez próximo, de una de aquellas dos anotaciones: "muerto en combate" o "sacrificado".
    Blake cambió de tema para distender la tensión del momento, preguntando:
    —¿Vosotros habéis estado cantando esta noche?
    —¡Sí!, sobre todo Moses, ¿le escuchó cantar?, su voz es un don del Señor, es una voz que puede conmover a las piedras... —contestó Pete muy animado—.
     Para luego, con voz sombría, añadir:
     —Pero que no puede conmover a los corazones de muchos hombres, más duros que las piedras.
     —¡Canté una canción como una plegaria, como una oración —exclamó Moses—, y el Señor ha escuchado a este pobre pecador, aleluya!
    Moses era un barbudo alto y delgado, fibroso, que no llegaba a los cuarenta años. Estas mismas palabras valen para describir a Pete. 
    —Aleluya —dijo Blake—, pero ahora hay que salir de aquí.
    Y los cuatro (cuento a Chuck) caminaron hacia la puerta del sucio y caótico almacén. Blake llevaba consigo el álbum rojo.

    35. Fragmento retrospectivo: Aquello que dijo Linda Baxter.
    «Pues resulta que hace unos días», comenzó a explicar Linda Baxter, «oí que míster  Stanwych, hablando con un amigo suyo, un tal mister Rich, dijo: "No creo que la policía se tome muchas molestias con el asunto de los desaparecidos, no son  más que mendigos, y encima negros".»
    (Fin del fragmento)

    36. Mientras, en la carretera, no muy lejos de allí, Old Sailly conducía su automóvil, en la noche.
    Me imagino que los lectores recordarán a Old Sailly, aquel que, por encargo de Blake, se dedicaba a vigilar la colección de pinturas de Terence Rich. 
    «Un trabajo tranquilo pero aburrido», pensaba Old Sailly. 
    Y a veces (ya se dijo) se tomaba un respiro; cuando le relevaba en el trabajo en su sobrino, Little Sailly. 
    «Bueno, pues como hoy descanso... de no hacer nada, porque vaya trabajo aburrido, me voy a acercar a Zane City». Y Old Sailly se había acercado aquella tarde a Zane City. Ahora ya estaba de vuelta a Bigstrong City.
    Hizo las compras (unas herramientas para ciertas chapuzas de su casa) y luego decidió dar un  paseo por la ciudad. Caminó con las manos en los bolsillos del abrigo, en la mañana fría. La iglesia, las buenas casas con jardín... Luego, los impersonales bloques de pisos, de escasa altura. Se detuvo para encender la pipa y luego continuó su caminata hacía ninguna parte.
    Sus pasos le llevaron hasta las afueras de la ciudad. Allí un decrépito muro de adobe, y, tras él, los árboles con sus ramas desnudas. Más allá se fijó en una vieja carreta, con ruedas de hierro oxidadas. Y, por fin, las pequeñas casas míseras, destartaladas; algunas con las paredes tan profundamente agrietadas que parecía que, de un momento a otro, iban a venirse abajo.
    Tenía pensado dónde comer; en un restaurante que conocía de otras veces.
    Y ya iba siendo hora de dirigirse hacia el restaurante, pero antes Old Sailly entró en el Café de Cooper. 
    Un rótulo, elegantemente diseñado, sobre la puerta del establecimiento lo anunciaba: Café de Cooper. Era «un lugar para petimetres» (eso pensaba Old Sailly) pero Cooper tenía buena conversación y buena mercancía: «¡Ah! este ron es de primera, sí señor.», dijo Old Sailly. «¡Aquí todo es de primera, amigo mío!», exclamó Cooper haciendo visajes.
    Y, pues eso, que allí se pasó un rato largo, de cháchara con Cooper. Habló con Cooper de lo de siempre, de boxeo, y salió a relucir (como tantas otras veces) el combate del siglo: «Yo estuve allí, ¿lo sabías, verdad?», decía Cooper, «sí, claro que lo sabías, hemos hablado muchas veces de esto, pues ya te digo, ¡James J. Jeffries, la esperanza blanca!, ¿te das cuenta?, la esperanza blanca, el campeón invicto derrotado por un negro desgarbado. ¡Qué desastre! ¡Qué desastre!» «Johnson peleó mejor, simplemente; Jeffries no tenía que haber vuelto al ring», decía Old Sally. «¡Pero le presionaron, le presionaron !», respondía con vehemencia Cooper.
    Al final Old Sailly comió tarde, y de milagro. Un poco más y le cierran el restaurante.
    Por la tarde deambuló una vez más por la ciudad, luego fue al cine (una de aventuras, una reposición, "Trader Horn") y luego vuelta a deambular. Ya era de noche, una noche de luna llena, cuando acabó en un modesto bar de las afueras. «Al final se me ha hecho muy tarde», pensó Old Sailly. Y pidió un café muy cargado.
    Ahora Old Sailly conducía su automóvil, en la noche. A pesar del café negro le pesaban los párpados. Entonces vio el bar de carretera. «Hombre, el Firesteak; mejor parar un momento y tomarme otro café.»

    37. Blake, Pete, Moses y el pequeño Chuck acababan de traspasar la puerta; ya estaban fuera de aquel lugar de pesadilla, de aquel antro infernal.
    Entonces...
    —¡Blake!
    Era Manfred Strong, que corría hacia ellos.
    —Tranquilos —dijo Blake a los vagabundos—, es un amigo.
    —Blake, escucha —dijo Manfred cuando estuvo junto a los otros, sin preguntar nada sobre los vagabundos—, observé desde la ventana que unos tipos se acercaban sigilosamente, con rifles. Parecían muchos, más de cinco. Amordacé a los tipejos y salí por una ventana de atrás.
    Blake apagó la linterna.

    38. Fragmento retrospectivo: Manfred amenaza a los tipejos.
    —Os voy a amordazar otra vez —dijo Manfred mientras les encañonaba con un rifle—, como abráis el pico antes de que lo haya hecho os mando al otro barrio.
    (Fin del fragmento)

    39. Unos disparos ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! sonaron en la noche, segundos después de que («¡Cuerpo a tierra!», gritó Blake) hubiera sido apagada la linterna.
    Con la linterna encendida hubieran sido un blanco fácil para los asesinos. Se habían salvado por los pelos.
    —¿Estáis todos bien? —susurró Manfred—.
    —Todos estamos bien —contestó Blake en el mismo tono.
    Por indicación de Blake, los cuatro reptaron por el suelo hacia unas cajas grandes de madera, que allí cerca se apilaban, parapetándose tras ellas.
    Pero los disparos ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! se sucedían uno tras otro, llovían las balas sobre ellos desde distintos ángulos.
    —Son más de los que pensaba —dijo Manfred—.
    —Al menos diez rifles —contestó Blake—. Demasiados.

    40. Old Saily estaba mosqueado.
    [Old Saily se acercaba a los sesenta si no los había cumplido ya.]
    —Me parece increíble —cavilaba Old Saily— que esos tipos del Firesteak se hayan negado a dejarme pasar. Decían que hoy ya no servían café ni nada. ¿Por qué?, siempre lo han hecho, y a cualquier hora de la noche. No daban explicaciones, o daban explicaciones vagas, incoherentes. Además estaban intranquilos, nerviosos... ¿y a qué venía esa música que salía de dentro, puesta a un volumen infernal?
    [Era un ex marino férreo, bien curtido en aventuras sin cuento.]

    41. Fragmento retrospectivo: Los encargados del Firesteak, esbirros de mister Stanwych.
    Mientras el larguirucho desgarbado del rifle y el joven del delantal conducían a Charles Wood a la bodega, el gordo del mandil telefoneaba a la mansión de Oswald Stanwych, en la ciudad.
    (Fin del fragmento)

    42. Fragmento anticipador: De un artículo de Álex Twain, en el Bigstrong Herald.
    «La noticia fue un auténtico bombazo: Oswald Stanwych, el respetable ciudadano de Zane City, estaba entre rejas. ¿Pero qué es lo que hacía respetable a mister Stanwych? 
    Sí, lectores, lo han adivinado: Su dinero. Ni más ni menos. “Poderoso caballero es don dinero”, dijo el poeta español Francisco de Quevedo.
    Y ahora otro bombazo: Terence Rich, el más acaudalado ciudadano de Bigstrong City, va a ser llevado a juicio.
    (Fin del fragmento)

    43. Sí, Tadeo Sullivan, a quien todos llamaban Old Sailly, estaba mosqueado.
    «Aquellas miradas entre ellos, aquella extaña impaciencia...»
    [Sobre sus vivos ojos destacaban unas notables cejas algo selváticas, grisáceas como sus bien cuidadas patillas y su no menos cuidado cabello.]
    «Sí, sí, todo esto me escama y me mosquea»
    Así que timoneó hacia la cuneta y echó el ancla. No había ninguna posibilidad (por ser de noche y por unas grandes rocas, tras la curva) de que esta maniobra hubiera podido ser vista desde el Firesteak, a pesar de haber detenido el auto a poca distancia de allí.
    [A pesar de su edad, su pelo, que peinaba hacia atrás, era espeso; el tiempo había despejado algo su frente, pero sus entradas, poco destacadas, nunca habían pasado de un estado incipiente.]
    A buen paso, en cinco minutos estaría otra vez en el Firesteak, y ya se vería que pasaba allí. Así que caminó deprisa, en la sombra. En el bolsillo llevaba su pistola, por si acaso. 
    [Las facciones de su rostro eran rotundas, pétreas, pero sin dejar de ser equilibradas y amables. Old Saily era todo vigor, pura fibra. Solía  llevar jersey de cuello alto azul marino (como ahora, bajo el abrigo) y, ¿cómo no?, fumaba en pipa (mas no en este momento).]

    44. ¡BANG! ¡PAING!: el disparo anduvo cerca y las astillas de la caja impactaron contra el rostro de Blake, rasguñándole.
    Manfred estaba bastante cerca de él. Creo que he localizado a uno. Déjate ver un instante para que se confíe. 
    Blake se dejó ver un instante, y el del rifle se confió. ¡BANG! (un certero disparo): y la sombra de un hombre se desplomó, mientras ¡BANG! ¡PAW! ¡PAW! ¡BANG! una lluvia de plomo se cernía sobre Manfred, que empuñaba su pistola humeante.
    A Blake le pareció ver sangre en el abrigo de Manfred, a la altura del hombro.
    —¿Estas herido, Manfred? —preguntó Blake en voz baja (estaban bastante cerca el uno del otro)—.
    —Tranquilo, Blake, no ha sido más que un rasguño; lo que me fastidia es que el abrigo era el nuevo.

    45. Las sombras nocturnas encubrían un rostro crispado, una expresión demente; y aquel hombre, que sudaba a pesar del frío, que daba órdenes a los de los rifles, no era otro que Oswald Stanwych, el ciudadano respetable.

    46. Fragmento muy retrospectivo: Un niño normal.
    —Querido, estoy muy preocupada por Oswald; esa cosa suya de disfrutar haciendo sufrir a los animales... no es normal, te digo que no es normal.
    —Tampoco hay que sacar las cosas de quicio, querida; no es más que un niño... ya se le pasará. Y, por otra parte, estamos hablando de animales, e incluso a veces de simples insectos...
    —No podemos aceptar algo así como normal, querido. Lo que hace Oswald no es normal.
    —Bueno, bueno, volveré a hablar con él, no te preocupes; ya verás como todo se soluciona.
    (Fin del fragmento)

    47. Bajo la gruesa pelliza que ahora llevaba sobresalía el delantal. El joven del delantal estaba allí afuera, a la intemperie, para despedir a posibles clientes. El gordo del mandil tan pronto estaba dentro como fuera. Ahora estaba dentro. Y de dentro salía, puesta a un volumen excesivo, la música country del tocadiscos. El joven del delantal estaba de espaldas a la puerta, de espaldas a la fachada de madera pintada del Firesteak. Estático, ahí en pie con las piernas muy abiertas, trataba de controlar sus nervios. Mientras desde el rancho de Stanwych se oían los disparos, amortiguados por la distancia y en parte tapados por la musica. Entonces salió el gordo del mandil, diciendo:
    —Hemos conseguido que el tipo ese de la bodega no llamara a la policía, ¿y qué?, tarde o temprano pasará alguien por aquí, oirá los disparos y llamará a la policía; eso si no pasa por aquí la propia policía. 
    A menos de tres metros, escondido tras unos árboles, Old Sailly, que había escuchado con atención, pensó: «Cuando estuve antes aquí no repare en esos disparos lejanos; claro, con esta música... pero ahora he pillado, a pesar de la música, cada una de las palabras que ha pronunciado este orondo caballero. Y sé que tienen encerrado a alguien en la bodega, para que no llame a la policía. Bien, para entrar en acción no necesito saber más.»
    Sí, por fin iba a entrar en acción. Y entonces pensó en un tiempo lejano, tan lejano que parecía un sueño, alguna película de esas que veía en el cine, como la que vio por la tarde ("Trader Horn": Dirigida por W. S. Van Dyke, con Harry Carey, Edwina Booth y Duncan Renaldo.); pero no, aquello no fue una película, ni un sueño: Había una bodega, como ahora; pero aquella vez («eran otros tiempos ¡ah!») era la bodega de un barco, y no había uno encerrado, sino cinco: cuatro marineros fieles y el capitán, que estaba herido. «Y yo era uno de aquellos marineros fieles.» Y afuera, más allá de la puerta candada de la bodega, bebiendo y gritando y riendo y cantando en cubierta: los amotinados (armados hasta los dientes). Y sin embargo, «por un milagro, porque Dios lo quiso y por nuestra férrea voluntad», entre los cuatro terminaron con «aquellos piratas de agua dulce» (que eran cuatro veces más que ellos), y el capitán, «a pesar de estar herido, no fue el que menos hizo», pensó Old Sailly.

    48. Fragmento retrospectivo (de hace un par de días): De una crítica cinematográfica del Bigstrong Herald, por Willy Zantolas.
    «“Trader Horn” se repone estos días en Zane Ciy. Es una buena noticia. Y la pena es que no se reponga también aquí, en Bigstrong City. Pues el film de la Metro Goldwyn Mayer es importante por más de un motivo. “Trader Horn” no es sólo una película de aventuras; la filmación del film fue toda una aventura. En África se internó W. S. Van Dyke con su gran equipo, en una peligrosa expedición. Iban los actores, los operadores, los técnicos de sonido... pero también iban cuatro avezados cazadores, para defender de las fieras a la expedición cinematográfica. 
    La producción tiene, pues, un gran valor de documento, pero no sólo tiene eso, pues sus valores artísticos y de sano entretenimiento son mas que encomiables. Como digna de encomio es la fotogenia de la señorita Edwina Booth. De los caballeros juzguen las lectoras, cuando vean la película.»
    (Fin del fragmento)

    49. Aunque aquellos dos no llevaban armas, al menos a simple vista, Old Sailly prefirió hacer acto de presencia con la pistola empuñada, aunque apuntando hacia el suelo.
    —Amigos, voy a hacerles unas preguntas —dijo Old Sailly—.
    Entonces súbitamente, como una exhalación, el larguirucho desgarbado apareció en la puerta, sujetando el rifle con pulso firme mientras apuntaba y disparaba ¡BANG! contra Old Sailly.
    De no haberse escorado a estribor, los días de Old Sailly hubieran terminado allí mismo. Sus reflejos le salvaron: la bala de buen calibre silbó cerca de su cabeza, y Old Sailly, al tiempo que hacía equilibrios para no zozobrar, disparó su arma: ¡BANG!, y el del rifle cayo al suelo, como inerte. Luego verían que sólo estaba herido.

    50. Pete y Moses estaban acurrucados entre unas  cajas grandes de madera y un grueso tronco de árbol. La lluvia de balas se sucedía sin tregua, inmisericorde. Los vagabundos nada podían hacer para defenderse, pues no tenían armas como Blake y Manfred. Si Manfred se hubiera traído un par de rifles (pero, ¿qué podía saber él?) algo podían haber hecho con ellos Pete y Moses (sobre todo Moses) pero tampoco mucho. Desde hacía un par de minutos largos como siglos, los de los rifles parecían haber adoptado una nueva táctica. Mientras algunos trataban de abatir o (al menos) de mantener a raya a Manfred y Blake, otros trataban, insistentemente, de traspasar la puerta única de la construcción grande, de la oscura construcción que albergaba la plaza de arena para las peleas, las jaulas de los perros y todo lo demás. Ahora lo estaba intentando uno, pero Blake ¡BANG! apretó el gatillo. El enemigo, herido en un brazo, se retiró sin haber conseguido su objetivo, lanzando maldiciones. «Si entran ahí y liberan a los perros contra nosotros», dijo Manfred, «estamos perdidos». «No creas que no he pensado en ello», contestó Blake.
    Pero lo que Blake y Manfred no sabían es que, por la parte de la construcción que ellos no podían ver, tres de aquellos hombres, a pesar de la altura del muro, se las habían ingeniado (con unas cuerdas y unos improvisados garfios) para escalar por él. Y ahora iban ya camino de las jaulas.
    Escondido en el interior de una de las cajas, Chuck permanecía muy quieto, muy asustado, como si presintiera lo que estaba a punto de suceder.

    51. Fragmento retrospectivo: De una conversación entre Terence Rich  y Oswald Stanwich.
    —¿Te das cuenta de lo que propongo?, ¡Un hombre y un perro enfrentándose a muerte!
    —Mira, Oswald, esas cosas se piensan, pero no se hacen.
    —La mayoría de la gente ni se atreve a pensar cosas así. Llaman bondad a su pensamiento vulgar, pero sólo es debilidad. Si sabemos que el bien y el mal no existen, ya va siendo hora de actuar en consecuencia.
    —Si no te digo que la idea no sea tentadora, Oswald...
    (Fin del fragmento)

    52. Fragmento retrospectivo: El doctor Montross.
    Cuando Oswald Stanwych entró en el laboratorio, el doctor Montross apuraba un vaso de whisky. La luz, a través de la gran ventana cenital, creaba destellos en los utensilios de vidrio.
    Había en aquel lugar un olor fuerte y desagradable, como siempre; pero Oswald Stanwych ya se había acostumbrado.
    —¿Cómo van los experimentos? —preguntó mister Stanwych—.
    Oswald Stanwych entró fumando un puro, con su aspecto de hombre maduro pulcro y respetable. 
    —La cosa va bien —contestó el doctor Montross—. Si echamos esta pintura ji, ji, ji, sobre un cuadro de ese Zoch ji, ji, ji, no habrá restaurador que pueda hacer nada.
    —Y sin embargo, doctor Montross, usted tiene ya casi la fórmula que permitirá la perfecta restauración de...
    Oswald Stanwych retrocedió dos pasos cuando el doctor Montross, con ojos alucinados y amplia sonrisa demente se abalanzó súbitamente sobre él. Mientras con sus sarmentosas manos asía fuertemente por las solapas a mister Stanwich, el doctor Montross, con exaltada vehemencia, dijo:
    —Nada de casi, nada de casi, ji, ji, ji, la tengo ya, ¿me entiende?, ¡la tengo ya!, ji, ji, ji...
    Y, mientras hablaba, lo hacía acercando tanto su rostro al de mister Stanwych que, cuando este pudo zafarse de aquellas garras notó, con mucho desagrado, un pelo de la barba de Montross en su boca.
    «Puaj, que asco, por favor», pensó Oswald Stanwych. Pero estaba contento. Ese genio loco de Montross ya tenía la fórmula, y ahora nada le impediría (se frotó las manos) llevar a cabo (¡sí!) su retorcido plan.
    (Fin del fragmento)

    53. Fragmento retrospectivo: El retorcido plan de Oswald Stanwych.
    Sí, era su plan. Y estaba orgulloso de él. Era un plan que le iba a reportar unos buenos fajos de dólares. Y no sólo eso. Si su plan se llevaba a buen término, «como no puede ser de otra manera», Oswald Stanwych dejaría bien claro, ante sí mismo y ante su amigo Terence Rich, que era un hombre superior, o, como a él le gustaba decir, «un hombre blanco superior». Porque el plan era suyo, se le había ocurrido a él solo, sin ayuda de nadie. «¡Sin ayuda de nadie!». Y el mérito no estaba únicamente en haber ideado el plan, sino en conseguir luego que unas personas «de categoría» le secundaran en sus propósitos. Terence Rich fue fácil de convencer, pues eran viejos amigos y siempre se habían entendido bien. Terence tenía mucho en común con él. Los dos eran ricos (Terence era aun más rico que él, y eso le molestaba mucho), los dos eran solteros, los dos eran aficionados a las peleas de perros, los dos creían en la superioridad de la raza blanca, los dos coleccionaban pinturas (más por especular con ellas que por otra cosa, todo hay que decirlo), etcétera. El plan de Oswald Stanwych tenía que ver, precisamente, con pinturas. Lo primero que había que hacer era echar la pintura del doctor Montross en los cuadros de Zoch. El director del Museo de Arte Moderno, Conrad, ya estaba a su servicio; en cuanto le conoció, mister Stanwych pensó que era de los suyos; y no se equivocó [«No, no me equivoque, no me equivoqué, desde el primer momento supe que era de los míos»]. Por el contrario, el director del Centro de Arte Contemporáneo le dio mala espina desde el primer momento [«No, no, con ese Burgess no había nada que hacer, nada que hacer, desde el primer momento supe que no era de los míos, y por eso no me arriesgué.»], pero no le fue difícil poner de su parte a un vigilante del museo, Casimir Young; con eso bastaría. Una vez estropeados los cuadros de los museos, pensaba Oswald Stanwych, su cuadro de Zoch, «Pelea XI», tendría más valor en el mercado del arte; y lo mismo pasaría con «Pelea IX», la pintura de Zoch que poseía su amigo Terence. Pero la cosa no acababa ahí. Pues ahora el doctor  Montross tenía la fórmula («¡Por fin!») que permitiría la perfecta restauración de los cuadros embadurnados. «¡Menuda jugada la mía!»: Cuando los propietarios de los museos (uno compinchado, el otro no), cansados ya de intentar, sin éxito, la restauración de las pinturas, las dieran ya por perdidas (uno fingiendo amargura, con  sincera amargura el otro) entrarían en escena él, Oswald Stanwych («¡Yo!») y su amigo Terence Rich («Él») diciendo: «Querido mister Conrad» (el director del Museo de Arte Moderno, el compinchado) o «Querido mister Burgess» (el director del Centro de Arte Contemporáneo), «hemos decidido, llevados por un altruista amor al arte, adquirir su malograda pintura de Zoch para, una vez en nuestro poder, intentar restaurarla. Ya sé que las posibilidades de éxito son muy escasas, pero...»
    (Fin del fragmento)

    54. Cuando aquella jauría de perros se les echó encima, con su horrísono estruendo de ladridos, la noche se convirtió en un auténtico infierno. Y sin embargo había que luchar no desalentar disparar ¡BANG! «¡Cuidado Manfred!» «¡Blake!» ¡BANG! «¡Suelta, maldito!» ¡CRACH!: caja de madera que Moses lanzó contra un perro ¡PLAF!: patada que Manfred propinó a otro de los canes ¡ARGH!: grito que Manfred lanzó al ser mordido en su brazo herido ¡BANG!: disparo de Blake que salvó la vida a Manfred ¡BANG!: disparo de Manfred que salvó la vida a Pete... 
    ¡¿Cuantos segundos más podrían aguantar aquella acometida salvaje sin sucumbir?!
    ¡¿De verdad había llegado el final de nuestros amigos?!

    55. Por segunda vez en aquella noche, Sheilla Sullivan se despertó sobresaltada, pero esta vez no lo hizo exclamando «¡Chuck!», sino «¡Blake!».

    56. Al larguirucho desgarbado le había hecho una cura de urgencia (la herida no era de importancia) y a los otros dos les había dejado, atados con buenos nudos marineros, en la bodega. Y ahora ya Old Sailly estaba a punto de marcar el número de la policía, en el teléfono de aquel bar de carretera. Charles Wood estaba a su lado.

    57. Con su fuerza hercúlea, aunque visiblemente fatigado, Manfred golpeó a la fiera asesina con la culata de su pistola. No tenía balas, y en aquella situación era imposible volver a cargarla. La manga izquierda de su abrigo estaba cubierta de sangre. Blake apretó el gatillo ¡Clik! pero su pistola también estaba descargada. Ya todo era inútil, pero al menos habían luchado hasta el final. Entonces una imagen acudió a la mente de Blake: Sheila Sullivan, alejándose aquella tarde nubosa. El rítmico y leve contoneo de su cuerpo bajo el entallado y ajustado vestido. Sus finas y esculturales pantorrillas en sus medias de seda. Sus altos tacones que resaltaban aun más la esbeltez de su figura.

    58. No había terminado de marcar Old Sailly el número de la policía («¡Mire!», exclamó Charles) cuando, a través de la ventana, vieron como varios coches de la policía, acompañados de policías motorizados, a toda velocidad se dirigían al rancho de Stanwych.

    59. Fragmento retrospectivo: Dos camioneros.
    —Te digo que eran disparos —dijo el copiloto al que conducía—, y que venían de aquel rancho. Hay que avisar a la policía de Zane City.
    —De acuerdo, de acuerdo, si así te vas a quedar tranquilo...

    60. Fragmento anticipador: Casi un epílogo.
    Ya Oswald Stanwych, Terence Rich y el doctor Montross purgaban sus fechorías a la sombra. Y no sólo ellos.
    Sobre el doctor Montross hay que decir que, a cambio de una rebaja de su condena, accedió a restaurar los cuadros de Zoch, que ahora lucen como nuevos en sus respectivos museos.
    Hoy todo a pasado, pero el final de la aventura del rancho fue espeluznante. La llegada de la policía les salvó la vida. Si aquel camionero no hubiera escuchado los disparos...
    Lo importante es que todo acabó bien.
    Manfred, Blake, Pete y Moses ya se habían recuperado de sus heridas. Y también Charles, claro.
    (Fin del fragmento)

    61. Para no dejar cabos sueltos: Casimir Young.
    Casimir Young: cuarenta años, soltero. Ni grueso ni delgado. Estatura media. Pelo negro con raya a la izquierda y una buena nariz a lo Julio Cesar. De modales correctos. Serio.
    «No me extrañaría nada que hubiera sido policía.»
    Eso dijo Manfred a Blake, y no se equivocó.
    Había sido policía, en efecto, en su juventud. Después había tenido diversos trabajos, más o menos honestos. El último un trabajo tranquilo y honesto, de vigilante, como ya sabemos.
    Pero, por encima de todo, Casimir Young fue siempre jugador. Esa fue siempre su pasión. Y su perdición.
    Cuando Oswald Stanwych entabló contacto con él, Casimir atravesaba una mala racha. Y Oswald lo sabía. Casimir debía mucho dinero, demasiado dinero. Y era muy peligroso deber demasiado dinero a gente que no se andaba con chiquitas. 
    Casimir Young aceptó la propuesta de Oswald, pues necesitaba dinero con urgencia; y Oswald le ofrecía un buen fajo, lo suficiente para pagar sus deudas.
    Pero el veneno del juego es algo terrible. Apenas se vio Casimir con el fajo en la mano pensó que, mejor que pagar sin más su deuda, más rentable sería triplicar o cuadruplicar aquel dinero en una buena jugada. 
    Casimir se arriesgó. Y cuando giró la rueda en el salón de juego lo perdió todo. Entonces habló con los tipos a los que debía el dinero, y propuso pagarles una parte por ahora, que no era sino una muy pequeña parte. Tan pequeña que los tipos se sintieron insultados («¿Quieres tomarnos el pelo, Casimir?») y no aceptaron; pues querían todo o nada. Y lo querían ya.
    Las cosas se ponían muy feas, y Casimir empezó a temer miedo de sus acreedores. Entonces pensó en recurrir a mister Stanwych, pero no acababa de decidirse. 
    Mientras se lo pensaba, Casimir contrató dos matones para que le protegieran, pues sabía bien que, para sus acreedores, el tiempo de las prórrogas y las palabras había terminado.
    Por entonces Manfred Strong, que continuaba investigando a los vigilantes de los museos, seguía una tarde, subrepticiamente, a Casimir Young. No sabía Manfred que Casimir era vigilado, al mismo tiempo, por los dos guardaespaldas contratados. Estos, los dos tipos duros, tomaron a Manfred por un matón de los acreedores, que seguía a Casimir para nada bueno. Por eso atacaron a Manfred en un callejón. Manfred tomó a aquellos matones por profesionales del crimen (y no anduvo del todo descaminado). Sabían boxear, pero para Manfred no dejaban de ser unos armatostes. Por eso, aun no teniendo escrúpulos en saltarse vilmente, en su provecho, todas las normas del boxeo, Manfred Strong, respetando noblemente las reglas del marqués de Queensberry, salió victorioso. Los matones se batieron en retirada... y escaparon.
    Al final, Casimir se decidió a pedir ayuda a mister Stanwych, que, entre maldiciones y amenazas, le dijo que sí, que le prestaba el dinero, pero que, como se le ocurriera volver a apostarlo, él mismo se ocuparía de bla, bla, bla... y con sus propias manos cogería y etc, etc, etc...
    Casimir Young no volvió a arriesgarse. Pagó la deuda y santas pascuas.

    62. El timbre de la puerta acababa de sonar.
    —¿Quién podrá ser? —piensa Mary (la madre de Sheila)—, y avanza por el pasillo hacia el hall. Sobre la mesita de la sala de estar ha quedado una revista abierta. Es un pasillo ancho y largo, empapelado (con un motivo de flores sobrio y elegante) y decorado con algunos cuadros de tema amable: un bonito paisaje, una bailarina con su tutú, atándose una zapatilla... y, ya en el hall, un simpático arlequín. También en el hall está, en un marco dorado nada ostentoso, la medalla al valor que Norman, el esposo de Mary (y padre de Sheilla), recibió a título póstumo. Murió por un cobarde disparo a traición de Tiby, el sanguinario gánster, jefe de una de las más peligrosas bandas de entonces. Pero, aun estando mortalmente herido, Norman, sacando fuerzas de flaqueza, se volvió hacia Tibi (aquella rata) descerrajándole ¡BANG! !BANG! dos disparos que lo mandaron allí donde van los de su calaña: al Infierno. «Muero feliz», fueron las últimas palabras de Norman, «sabiendo que he librado a Bigstrong City de esa rata asesina» (se refería a Tibi, claro); «diga a mi mujer y a mis hijos, sargento, que mi último pensamiento fue para ellas... » «Lo haré, jefe Norman, descuide», contestó emocionado el sargento Brad, pero Norman ya no podía oírle.
    El sala de estar está vacía. Sólo los muebles, los objetos, reposan mudos, estáticos. Pero del hall vienen voces, y el ladrido agudo de un perro. Mary habla con un hombre, con un hombre de voz grave y bien timbrada, pero no se distingue bien lo que dicen. Luego, inmediatamente, el perro deja de ladrar, y entonces se escucha con claridad a Mary que dice: «Pero pase, pase, mister Blake; además, Sheilla y su hermano tienen que estar a punto de llegar.» «No quisiera molestar», se escucha decir a Blake. Entonces, en ese momento, se oye que llega el ascensor. Un sonido característico indica («Seguro que son ellos», dice Mary) que la puerta del ascensor se acaba de abrir. Formándose de inmediato «¡Chuck!» tal algarabía «¡Te han traído a Chuck!» que parece «¡Guau, guau!» que se ha montado «¡Oh, Chuck, Chuck!» una fiesta en el hall.
    Allí sigue entretanto, sobre la mesita de la sala de estar, la revista que Mary dejó abierta cuando Blake llamó. «¿Por qué la ondulante Crawford y el apuesto Fairbanks se han divorciado?» «¿Quién es el culpable? ¿él o ella?» «CLEOPATRA, el sensacional film de Cecil B. De Mille, se estrena mañana. Con Claudette Colbert.»
    Es una sala de estar más grande que pequeña, pero muy acogedora. 
    La decoración es de excelente gusto, fina. Una sala de estar bien ambientada.
    Mary y Sheila han escogido bien cada complemento, todos adecuados.
    Una sala de estar realmente hogareña, acogedora.
    Una sala de estar donde muy pronto tendrá lugar una animada reunión, pues Mary, Sheilla, Chuck, Tim y Blake, hablando y riendo, felices, ya se acercan por el pasillo.

    63. EL CASO ZOCH (Un soneto de Ferdinand Blake)
    Dos pendencias caninas abolidas.
    El perrito de Sheilla se ha perdido.
    Un probo ciudadano acometido
    por quien busca las cosas escondidas.
    Sangre y pintura van entretejidas
    en el rancho que un creso corrompido
    en un antro de horror ha convertido.
    Y hombres cantan rogando por sus vidas
    en la noche de luna del invierno.
    Ladran los rifles, ladran las pistolas,
    y las jaurías emergen del Averno.
    Danza el peligro haciendo mil cabriolas
    en danza exasperada: es el Infierno.
    Pero las almas buenas no están solas.

    FIN