PERIPECIAS MEXICANAS DE UN GRINGO DE BIGOTES. Novela



PERIPECIAS MEXICANAS DE UN GRINGO DE BIGOTES
(UNA AVENTURA DE EL SHERIFF COCOROCÓ)
NOVELA

Por Pedro Fernández Cuesta


CAPÍTULO UNO

    1. EN LA TABERNA, 
sin saberse pieza a cobrar de inminente cacería, el sheriff Cocorocó sibaríticamente saboreaba su lechoso y denso pulque. El comisario, cinco ayudantes y un voluntario eran los cazadores que, a toda prisa, empuñando sus armas, se dirigían a la taberna. El tabernero también les acompañaba, pero sin ninguna intención de mezclarse en el tiroteo: él sabía, como todos, que el gringo de los bigotes en espiral no se dejaría detener así como así, que habría tiroteo, pues eso es lo que pasó la otra vez: el gringo no se dejó detener así como así ni así como asá. Y escapó.
    Cocorocó, en la cochambrosa taberna, mientras sibaríticamente sa- boreaba su lechoso y denso pulque, de pie, apoyado en la pringosa barra, recordó el tiroteo:«Acompáñeme a mi oficina, amigo, tengo que hablarle», le había ordenado en aquella ocasión, pistola en mano, el comisario.
    –Pe… pero, comisario, ¿por qué?, yo no he hecho nada–, había sido su respuesta. Respuesta sincera, pues no entendía a qué venía aquello.
    –Pe… pero, comisario, ¿por qué?, yo no he hecho nada –dijo Coco- rocó levantando las manos.
   –Pues si no ha hecho nada, yo no le daré tiempo a que haga algo –farfulló el ayudante Joaquín mientras, con ligereza, desenfundaba el revólver.
    Fue defensa propia, fue acto reflejo, fue instinto, fue visto y no vis- to: «Lo siento amigo», se disculpó cortésmente Cocorocó al mismo tiempo que su colt, menos cortés, obsequiaba al ayudante Joaquín con unas onzas de plomo (descortés obsequio, sin duda). «Ha asesinado a Joaquín, ¡prendedlo!», exclamó el comisario; y todo fue entonces confusión y ruido: onomatopeyas irrumpieron atonales en la taberna ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! ¡CLANG: el vidrio saltó en pedazos por la patada que le propinó Cocorocó, que raudo escapó por la amplia ventana. «Ju, ju», rió un gusano que, en medio de aquel lío, pasaba por allí.
    Entonces, repentinamente, los recuerdos de Cocorocó fueron interrumpidos: «Acompáñeme a mi oficina, maldito gringo de los diablos, tengo que hablarle», ordenó, a sus espaldas, una voz que Cocorocó reconoció al instante: «¡El comisario!», exclamó sobresaltado nuestro sheriff. Y no se equivocaba: Detrás de él, con cinco ayudantes y un voluntario, el comisario acababa de entrar en la cochambrosa taberna. ¡Siete hombres armados con sus pistolas, ya desenfundadas, apuntando contra él! Y Cocorocó de espaldas a ellos, con el revólver enfundado, de pie, apoyado en la pringosa barra, sujetando con su mano derecha el vaso de pulque fino («¿Medio lleno o medio vacío?» «Medio vaso lleno, el otro medio, vacío.» «¡Ah!»)
    ¡La voz del comisario, otra vez la voz del comisario pronunciando, autoritaria, las mismas palabras! ¡No, no las mismas!: la otra vez el comisario le había llamado “amigo”, mientras que ahora le tildaba de “maldito gringo de los diablos”.
    –¡Maldito gringo de los diablos, tire su pistolera y acompáñeme a mi oficina o aquí mismito le dejo seco! –gritó el comisario, uniendo ahora al insulto una mortífera amenaza.
    Y, como la otra vez, ocurrió: decid que fue defensa propia, que fue acto reflejo, que fue instinto… Yo os diré que fue visto y no visto, que fue confusión y ruido, que las onomatopeyas irrumpieron atonales –cual música de Schoenberg, Webern o Berg– en la mugrienta taberna ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! ¡CLANG!:  el vidrio saltó en pedazos por la patada que le propinó Cocorocó, que, como una exhalación, escapó por la amplia ventana (¡como la otra vez!) «Ju, ju», rió un gusano que, en medio de aquel trágico barullo, pasaba por allí (como la otra vez, otra vez como la otra vez…) Y apenas había acabado de saltar por la ventana cuando ya saltaba sobre su caballo, el noble Magic, quien, al recibir sobre sus lomos el violento envite de su dueño, en su relinchante idioma caballil se quejó diciendo: «¡Eh, que yo no soy un colchón de esos multielastic con polycotón!»
    A escape salió Cocorocó del pequeño y fronterizo pueblo, al galope tendido de su caballo («Preferiría estar tendido sobre un colchón de esos multielastic con polycotón» pensó el fiel Magic). Tras él (o tras ellos: Cocorocó y Magic), también sobre sus bestias al galope, iban sus perseguidores: el comisario y sus cinco ayudantes. El voluntario no les acompañaba ya, pues, sobre el sucio suelo de la taberna, yacía inerte. «Y tú, ¿por qué te metes?», le preguntó, lánguido e irónico, el pequeño y blandengue gusano (el invertebrado ese que pasaba por allí). El voluntario, que descansaba sobre un rojo reguero plasmático, guardó silencio. Junto a él, con su demacrado rostro de rapaz carroñera, el enterrador tomábale medidas con su sobado metro. «¡GRRR!», gruñó el tabernero, «siempre que hay tiroteo me lo dejan todo perdido de hematíes, leucocitos y plaquetas… ¡Me joribia porque este pigmento hemoglobínico (¡maldita sea mi suerte!) se agarra a los suelos de madera y luego no hay quien lo quite.» «¡Ya!», dijo el enterrador. El voluntario guardó silencio.
    Los perseguidores de Cocorocó –el comisario y sus cinco ayudantes– (el voluntario yacía en la taberna) ya pisaban los talones de su caballo.
    (–¿Pero los caballos tienen talones?)
    –Sí, hombre, el pulpejo.
    –¿Pulpejo?)
    Cocorocó espoleaba sin piedad a su cabalgadura, mientras que ésta –el esforzado Magic– llenaba su globo (o bocadillo) de sapos, culebras, calaveras, rayos, centellas, signos de admiración, cuchillos y bombas de mano.
    Las balas silbaban alrededor de nuestro abigotado héroe.
    Entonces, frente a él, vio aparecer el bosque del Gumersindis. «¡El bosque del Gumersindis!», exclamó Cocorocó, con los ojos abiertos como platos, mientras los recuerdos se agolpaban en su mente: Los perseguidores tras él (como ahora); el comisario y sus ayudantes (Joaquín no les acompañaba, pues, sobre el sucio suelo de la taberna, yacía inerte); las balas que silbaban alrededor («Ha asesinado a Joaquín, ¡prendedlo!»); el bosque ante él –como ahora– («Ha asesinado a Joaquín, ¡prendedlo!»)…
Entonces, frente a él, vio aparecer (como ahora) aquel bosque que, luego lo supo, era el bosque del Gumersindis. Y fue entonces (en aquel entonces) cuando surgió, como por arte de hechicería apache, aquella especie de vagabundo francotirador que, jugándose el pellejo, salvole el suyo.
    –Tiraba bien con el rifle, aquel tipo. Con sus precisos disparos liquidó a todos mis perseguidores… menos al comisario, que huyó como alma que lleva el diablo. ¡Bueno, falta me haría que apareciera ahora, con su endiablado rifle, aquel bendito vagabundo!
    En aquel bendito vagabundo, el aliño y el aseo brillaban por su ausencia; el hedor de sus pies descalzos era casi tan letal como su endiablado rifle; granos, verrugas y pelillos poblaban sus napias; su cabellera, su rala barba y su bigote distaban de la maraña como del más burdo estropajo; la copa de su mugriento sombrero se encorvaba con amorfa flacidez, mientras que el ala del mismo había sido derrotada por la ley de la gravedad.
    Su rifle hacía ¡BAM! ¡BAM!
    ¡Oh, bendito vagabundo!, ¿por qué el aliño y el aseo brillan en ti por su ausencia? ¿Eres acaso, por ventura o desventura, feliz o infeliz precursor de los hippies de la prodigiosa década? ¿Tal vez un anticipo de los alternativos grunges? ¡Pero no, no! ¡Apartad de mí, oh dioses, esta absurda idea! ¿Cómo va a ser hippie o grunge si no tiene guitarra? ¿Cómo va a serlo este amigo del rifle?
    –Hombre, pues…
    –¡Calla!
    ¿Qué estaba diciendo? ¡ah, sí!
    ¡Oh, bendito vagabundo!, ¿por qué el hedor de tus pies descalzos es casi tan letal como aquella monstruosa cabeza de serpentiformes cabellos que adornara el escudo de la poderosa hija de Zeus, la rubia Palas de hermosos bucles que excita el tumulto?
    ¿Por qué insondable razón granos, verrugas y pelillos pueblan el microcosmo de tus macronapias?
    Y tu cabellera, tu rala barba y tu bigote, ¿por qué distan de la más cruel maraña como del más burdo y despreciable estropajo?
    Y la copa de tu mugriento sombrero, ¿por qué se encorva con amorfa flacidez?
    Y el ala del mismo, ¿por qué hubo de ser derrotada ¡oh, dioses! por la inclemente ley de la gravedad?
    Y lo que más me choca:
    ¿Por qué tu rifle hace ¡BAM! ¡BAM! Y no ¡BUM! ¡BUM!, por ejemplo?
    El caso es que si aquel vagabundo tenía nombre se fue sin decirlo. Tenía prisa. Pero antes, contestando a Cocorocó cuando éste le dijo: «Me gustaría saber quién es ese Gumersindis», el desaliñado sujeto le contestó: «Ah, ¿es que no lo sabe?, Gumersindis es un buen hombre, aunque unos no lo crean; roba a los ricos para dárselo a los pobres.» «Interesante», contestó lacónicamente Cocorocó.
    Ahora el bosque del Gumersindis estaba otra vez frente a él.
    –¡Buena falta me haría que apareciera ahora, con su endiablado rifle, aquel bendito vagabundo!
Y en ese preciso instante, súbitamente, desde dos puntos del bosque, dos ocultos tiradores abrieron fuego, simultáneamente, contra los que pretendían dar alcance a Cocorocó: ¡BANG! ¡PAW! ¡BANG! ¡PAW!, dijeron polifónicamente, con su ruidoso lenguaje, las armas de fuego.
    –Un revólver y un rifle –pensó Cocorocó.
    La mano que manejaba el revólver (¡BANG ¡BANG!) no era muy experta, pero el rifle (¡PAW! ¡PAW!) estaba en manos de un tirador de primera.
    Los disparos del rifle hicieron saltar por los aires, limpiamente, los sombreros de varios perseguidores. Tan diestros disparos podrían haber resultado letales de haberlo querido su autor, pero éste se conformó con aquella inocua exhibición de habilidad. Con óptimos resultados: El comisario y sus hombres frenaron en seco a sus cabalgaduras y, dando media vuelta, huyeron apresuradamente.
Cocorocó, ya libre de sus perseguidores, hizo que se detuviera su noble cuadrúpedo. Entonces pudo ver cómo sus bienhechores, con sus armas aún humeantes, abandonaban sus escondites.
    Mayúscula fue en aquel momento la sorpresa de nuestro héroe: sus bienhechores, que hacia él avanzaban, no eran tales, sino bienhechoras: los disparos habían sido hechos por dos mujeres… ¡Y cuán diferentes eran la una de la otra!
    Una parecía haber pasado, hace tiempo ya, los cincuenta; mientras que la otra rondaría los veinte. La mayor, que empuñaba el rifle, era membruda y de muy elevada estatura. En su enjuto rostro destacaba una generosa nariz aguileña y un no menos ilustre mentón. «Infunde respeto», pensó Cocorocó. Tan imponente mujer, cuyos ojos eran negros como el azabache y cuyo pelo negro formaba dos largas trenzas, vestía rigurosamente de negro, con sombrero mexicano, pañuelo anudado al cuello, camisa vaquera con las mangas remangadas, larga falda y poderosas botas que, por su tamaño, era obvio que guarecían unos pies superlativos. En cuanto a la joven, destacaba por su esbeltez, elegante andar y gracioso rostro, todo lo cual hizo pensar a Cocorocó en aquellas modelos (hace ya tanto tiempo) de las tiendas de ropa de Nueva Orleans. «Si me dicen que es una modelo de Nueva Orleans me lo creo», pensó Cocorocó. Pero él, cuando estuvo ─hace ya tanto tiempo─ en Nueva Orleans, nunca vio una modelo, en aquellas sofisticadas tiendas de ropa, que llevara ajustada una pistolera (de cuero, para más señas) a sus armoniosas caderas. «¡Qué caniosas más armoderas, digo, que nideras más camoniosas!», dijo para sí trabucándose mientras contemplaba a la chica, un nervioso Cocorocó. «La mayor infunde respeto, pero la joven respata los fundos, digo, resfunda los patos…» En cuanto a la vestimenta de la muchacha, llevaba, además de las botas de rigor (de cuero, para más señas), camisa vaquera (azul, para más señas) y, del mismo color, pantalón vaquero ajustado («¿En el siglo XIX?», pensó Magic, «¡esta joven se ha anticipado a su época!»). Llevaba la joven la cabeza descubierta, y su pelo (negro como el azabache, para más señas) estaba peinado a raya al medio y recogido, como el de la otra, en dos largas trenzas.
    Cocorocó se apeó del caballo, y quitándose el sombrero con cortesía, saludó a sus benefactoras y se presentó, dando a conocer su nombre y, con brevedad, las circunstancias que le habían puesto en la apurada situación de la que ellas, como llovidas del cielo, le habían sacado.
    ─Yo soy Doña Rosalba ─dijo entonces la mayor de las mujeres─, y ella es Roquelina, mi ahijada. Buscábamos caza en el bosque cuando escuchamos disparos y vimos la persecución; fácil fue tomar partido por usted, al advertir quién estaba al frente de sus perseguidores: ese comisario es un hombre malvado. A nosotras, sin ir más lejos, quiso ponernos entre rejas sin un motivo justo, pero no esperaba él que dos mujeres supieran defenderse. Se llevó un buen chasco. Pudimos escapar (esto ocurrió hace unos días) y decidimos refugiarnos en el bosque, a la espera de que las cosas estuvieran más tranquilas.
    ─Éste es el bosque del Gumersindis, si mi memoria no me falla ─intervino Cocorocó, sabiendo de sobra que su memoria no le estaba fallando y que aquel era, sin duda, el bosque del Gumersindis.
    ─Así le siguen llamando ─dijo Doña Rosalba─, a pesar de que, hace ya tiempo, el Gumersindis lo abandonó para buscar, quién sabe dónde, un escondite más seguro para él y su cuadrilla.
    ─Pero aún quedan restos, en el bosque, del antiguo campamento del Gumersindis ─terció Roquelina─; nosotras lo hemos encontrado, bueno, lo encontró mi tía, y allí hemos acampado.
    ─Lo que demuestra que su tía es una buena rastreadora ─dijo Cocorocó a Roquelina con afabilidad─ pues recuerdo que para llegar al claro del bosque, donde se encontraba el campamento, la caprichosa naturaleza había creado un muy disimulado acceso.
    ─Entonces, ¿usted ya ha estado allí? ─preguntó Roquelina.
    Sí, Cocorocó ya había estado allí:
    Cocorocó, a lomos de su caballo Magic, se internaba en el gran bosque, donde se suponía que estaba el Gumersindis. «Me gustaría encontrarme con ese Gumersindis», se dijo. Pero, en un árbol: «¡Rayos, un gringo desconocido!, he de avisar a los demás: ¡AUUUUUU!» «Es la señal; alguien entra en el bosque… vamos para allá.» Y así, el sheriff cabalgaba por el bosque sin percatarse de que, sobre los árboles, como fieras ocultas de acechantes miradas, hombres con antifaces se agazapaban, sigilosos, esperando una voz esforzada de mando que dijera… «¡A por él!»: ¡PLAP! ¡BAM! «¡Alto!» «¡Me cago en tal!"»¡PLAF! ¡PLAS!, y luego… «¡Ya te tengo!» «Bien hecho, Jam, ahora hazle hablar» «¡Suéltame, hipopótamo gordo!», gritó Cocorocó con malhumorado ímpetu. «¡Habla!», ordenó Jam. «Tienen una G en el sombrero, deben de ser los hombres del Gumersindis… diré la contraseña», pensó Cocorocó, y, acto seguido, desgranando cada sílaba con vehemencia, pronunció la peregrina contraseña: «¡Cochinillo mantecoso!» «¿Cochinillo mantecoso yo?, GRRR, ¡yo le estrangulo!», gruñó y bramó Jam, que había interpretado como insulto la contraseña, mientras oprimía, con sus goriláceas manos, el cuello de Cocorocó. El sheriff trataba de explicarse, pero sólo pudo emitir un inarticulado y desesperado «¡AAARGLGLGL!» «¡Déjale, Jam, “cochinillo mantecoso” es la contraseña!» Y entonces las manos de Jam (que tiraban a manos de gorila) se relajaron para alivio de Cocorocó y fue en aquel momento, en aquel preciso instante, cuando el semiahogado sheriff escuchó la vigorosa voz de mando del Gumersindis, que comparecía («¡Coño, el patrón!», pensó uno) en el lugar: «¿Qué es lo que ocurre aquí?» Y un perro que acompañaba al líder, en su canino lenguaje, añadió: «Explíquenlo, por Belisario.» (*Belisario: famoso general bizantino.) Era el Gumersindis altivo, elegante, de buena planta. Lucía bigote con guías y perilla. Al igual que Jam y los demás, llevaba un antifaz que rodeaba sus ojos, y en el cono de su sombrero ─que sobresalía por encima de su grande y descolorida ala─ distinguíase con claridad (igual que en los sombreros de sus súbditos) una G. Llevaba espada y pistola al cinto, y su mano derecha sujetaba un látigo. «Vimos a este tipo y creímos que era un espía, pero nos dijo la contraseña», explicó uno; y Cocorocó y el Gumersindis apretaron y sacudieron sus manos virilmente (como buenos machos): «Supongo que usted será el señor Gumersindis» «El mismo que viste y calza, a honra y respeto, joven», dijo orgulloso; e inquirió: «Me gustaría saber cómo es que conocía usted la contraseña.» «Se lo contaré, amigo.» Más tarde, después de contárselo: «Bueno», dijo el Gumersindis sonriendo a lo Errol Flynn mientras acariciaba su perilla (pero no se parecía a Errol Flynn, ¿eh?, solamente sonreía a lo Errol Flynn), «pues si salvó usted a mi amigo Pedro, merece pertenecer a mi banda.» «O.K., amigo, muchas gracias», contestó sonriente el gringo de bigotes. Y Magic consideró: «Ojalá con estos líos se olvide de los calcetines y no se pueda sentar en diez días.» Soñaba el caballo con la tunda que al sheriff propinaría su madre. «Venga, le mostraré nuestro campamento», dijo animosamente el Gumersindis. Y Cocorocó, el Gumersindis y sus hombres se pusieron en camino. Luego, después de un trecho, el paisaje llano de árboles fue transformándose en rocosas pendientes, por las que comenzaron a ascender. Y es que había, en el centro del bosque, una montaña. «Ya estamos llegando», anunció el Gumersindis. Y: «Ésta es la gruta», señaló poco después. Había allí un hueco entre las rocas, penumbroso; tenía la altura de un hombre, y la anchura suficiente para que un hombre por él pasase. «No me digas que vivís en esta cueva», indagó Cocorocó, dirigiéndose al Gumersindis con informal tuteo (y es que este gringo de bigotes rápido cogía confianza para saltarse, con deportivo desenfado, las decimonónicas convenciones). «No», contestó el Gumersindis, «esto es sólo la entrada a un valle, donde vivimos.» En efecto, el túnel les condujo, al poco, a un terreno llano entre altas rocas, a cielo abierto. El Gumersindis y los suyos estaban bien instalados: Dos largos bancos de madera (construidos con sendas mitades de un grueso y recto tronco de árbol longitudinalmente dividido, firmes sobre maderos que formaban, cruzados, resistentes patas) a ambos lados de una mesa de igual longitud (y construida de forma idéntica a los bancos), muy cerca de un arroyo que, de suave murmullo, manaba de una cañería (cilíndrico canal metálico, de gran boca, que surgía de una pared terrosa). Un hombre de elevada estatura, que llevaba gorro de cocinero (no sobre la cabeza, sino echado a la espalda sujeto con una cuerda) estaba preparando un apetitoso pollo asado. En el gorro podía verse la consabida G, y, rodeando los ojos del cocinero, el habitual antifaz. Próximo a él, una tienda de campaña con humeante chimenea: conducto al exterior de un fogón, con horno y hornillos, que podía verse en el interior. Más allá, un depósito de agua (ni muy grande ni muy pequeño); en aquel otro sitio, una bandera amarilla que ostentaba la conocida letra G. Acá y acullá, vasos y botellas (medio llenas o medio vacías). Y doquiera: un taburete, una silla, una cantimplora, un candil colgando de la rama de un árbol… El Gumersindis hizo la presentación, y Cocorocó pudo sentir la férrea mano de River Horse, el cocinero, estrechando ─por no decir estrujando─ la suya. ─¿Quién necesita un telescopio, con este gordo, para ver las estrellas? ─pensó Cocorocó, pero disimuló para que nadie se percatase del daño que le hacía el otro: no quería quedar como un hombre blandengue. «Buenos días, señor», saludó River Horse (el de los desmedidos brazos) que, para más señas personales, tenía gruesos labios, bigote recortado y coco mondo y lirondo. «Hola», dijo Cocorocó sin ceremonia. River Horse vestía un gran pantalón, sujeto con tirantes, que le llegaba hasta los sobacos; el pecho y los brazos llevábalos desnudos. A River Horse, cuyo verdadero nombre era Gracielo Río, se le conocía por múltiples apodos: River Horse, Potas, Protodón, Potamús, Marmitón, Musculgrás, Chef, Mantecón, Milhojas, Frutón, Merengue, Pantalón, Pastelón, Pollastre, Camelote, Chamelote, Caramelote, Golosón, Brazotón, Tirantes, Chamacón, Masas, Potingues, Mejunjes, Mezcolanzas, Tortillas…
Sí, Cocorocó ya había estado allí. Fue hace tiempo, hace ya mucho tiempo…
    Ahora…
    Doña Rosalba, Roquelina y Cocorocó se internaban en el gran bosque, en el bosque del Gumersindis («Así le siguen llamando», había dicho doña Rosalba). Los tres caminaban a pie; Magic seguía, con lealtad equina, a su dueño. Iba el caballo a su aire; no era necesario llevarle por las riendas. «Ya no me encontraré con el Gumersindis», pensó Cocorocó con nostálgica aflicción; y, mirando hacia arriba, hacia las copas de los árboles, creyó ver confusas siluetas de hombres que, como fieras ocultas y acechantes, se agazapaban sigilosos… pero no. Después de un trecho, el paisaje llano de árboles fue transformándose en rocosas pendientes, por las que comenzaron a ascender. Y es que había, en el  centro del bosque, una montaña. «Ya hemos llegado», anunció Doña Rosalba. Y: «Ésta es la gruta, ¿verdad?», señaló, poco después, Cocorocó. Ahí estaba, efectiva- mente, el hueco entre rocas, penumbroso. Entraron; y el túnel les condujo, al poco, al llano terreno entre altas rocas, a cielo abierto. Salir por aquel túnel fue, para nuestro sheriff, como salir de un túnel del tiempo que le hubiera llevado al pasado: Allí estaban los dos largos bancos de madera (construidos con sendas mitades de un grueso y recto tronco de árbol longitudinalmente dividido, firmes sobre maderos que formaban, cruzados, resistentes patas) a ambos lados de la mesa de igual longitud (y construida de forma idéntica a los bancos), muy cerca del arroyo que, de suave murmullo, manaba de una cañería (cilíndrico canal metálico, de gran boca, que surgía de una pared terrosa). Pero el Gumersindis y sus hombres no le acompaña- ban, sino Doña Rosalba y Roquelina. River Horse, el cocinero, tampoco estaba allí; ni su tienda de campaña con humeante chimenea: conducto al exterior de un fogón, con horno y hornillos, que podía verse en su interior.
    Ni, más allá, el depósito de agua (ni muy grande ni muy pequeño); ni, en aquel otro sitio, la bandera amarilla que ostentaba la conocida letra G. Tampoco, acá o acullá, los vasos y botellas (medio llenas o medio vacías). Ni, doquiera: un taburete, una silla, una cantimplora, un candil colgado de la rama de un árbol…
    Vio allí Cocorocó, en cambio, una carreta, y dos caballos ─uno blanco y uno negro─ junto a ella: Era una carreta grande, con sus cuatro ruedas, su toldo de lona y sus pertrechos de viaje. Dicho toldo estaba decorado con un artístico rótulo, que decía: “Doña Rosalba, ADIVINACIÓN Y VISIÓN DEL FUTURO Y DEL PASADO.”
    ─Si uno ya conoce su pasado, ¿para qué necesita que se lo adivinen? ─interpeló Cocorocó, con amable pero poco disimulada ironía, a Doña Rosalba.
    ─Usted lo ha dicho: si uno ya lo conoce ─respondió ella.
    ─¿Cómo? ─interrogó extrañado el de bigotes.
    ─La gente no suele conocer su pasado ─afirmó categóricamente Doña Rosalba.
    El rostro de Cocorocó expresaba, a un tiempo, ironía y sorpresa. Doña Rosalba ponía cara de póquer. Durante unos largos segundos se miraron en silencio. Roquelina, ajena al asunto, había decidido ocuparse de la cena; y parece que se dedicaba a preparar algo frío.
    Doña Rosalba volvió a tomar la palabra: ─La adivinación del pasado sirve, en primer lugar, para borrar las sonrisas irónicas; para constatar los poderes del vidente. Luego, además, hay que tener en cuenta, como antes he dicho, que las personas, incluso las que tienen buena memoria, no suelen conocer de verdad su pasado. Y, además, lo poco que conocen lo conocen superficialmente.
    Después, y tras una brevísima pausa en la que Cocorocó, expectante, se mantuvo en silencio, Doña Rosalba prosiguió su discurso, diciendo:     ─Al futuro se llega por el pasado, y al pasado se llega por el futuro. Pasado y futuro están en íntima relación. Es obvio que el pasado influye en el futuro; pero no es menos cierto que el futuro influye también en el pasado, modificándolo. Pues es pasado, como el futuro, sólo está en parte escrito.
    Ahora sí que Cocorocó no entendía ni jota.
Quizá algún lector pueda decir: «No me extraña, pues lo que expone esa mujer es ilógico.»   ¡Cuidado, hipotético lector!, pues no hay que confundir lo ilógico con lo supralógico.
    ─Bueno ─dijo Cocorocó─, lo que sí es cierto es que, desde que entré en el valle, es como si hubiera regresado al pasado.
    Y entonces pensó que aquella mujer, tal vez, podría darle alguna explicación, ¿por qué no?, sobre esas extrañas coincidencias que, últimamente, se estaban dando entre su presente y su pasado: «Claro, claro, ¿por qué no?, por preguntar nada se pierde; al fin y al cabo, ¿qué sabe un sheriff de pueblo como yo de los misterios de la Creación?; nada se pierde, es que nada se pierde por preguntar (mi madre siempre lo dice: preguntando se va a Roma. Roma tiene que ser impresionante ─al fin y a la postre es la ciudad eterna, ahí es nada y se dice pronto: ETERNA, casi ná─); yo antes era más escéptico o me lo hacía (uno se engaña mucho; sí, Cocorocó, te engañabas mucho) pero luego ya te ocurren cosas que… (es que he llegado a conocer a un extraterrestre, ahí es nada y se dice pronto: UN EXTRATERRESTRE). Un sheriff de pueblo como yo, sí, yo: Cocorocó; sí, Cocorocó, que tú conociste, porque es que lo conociste, a un extraterrestre, pero de verdad, porque no era de aquí al lado, ¿eeh?, sino del espacio exterior; EL ESPACIO EXTERIOR: Ahí no se llega preguntando, mamá; que el espacio exterior no está en la capital de Italia (porque Roma es la capital de Italia, y tiene que ser impresionante). Que sí, que sí, que es cierto; al fin y a la postre (tengo hambre, oye) es la ciudad eterna, ahí es nada y se dice pronto.»
    Entonces Roquelina, dirigiéndose a Doña Rosalba, anunció: ─Tía, la cena está lista.
    ─¿Qué has preparado, preciosa? ─preguntó la doña.
    ─Unos garbanzos fríos ─contestó Roquelina.
    ─¡¡¡FRÍOS!!! ─gritó Cocorocó, mirando a Roquelina con desorbitados ojos y expresión de terror.
    Las dos mujeres miraron a Cocorocó, perplejas: luego, con indefinida expresión, miráronse entre sí para, acto seguido, encogerse de hombros con desdén.
    Cocorocó sintió que el rubor acudía a su rostro mientras, por disimular, comentaba: ─Je, je, parece que va a refrescar…
    ─Pues viéndote a ti parece que vuelve el calor ─pensó Magic con despectiva expresión.

2. Después de la cena, Roquelina, que estaba rendida por el sueño (un sueño pesado como un vendedor ambulante, para ser más precisos), prescindiendo de conversaciones de sobremesa, se retiró a dormir al interior de la carreta (al íntimo y privado espacio interior de la carreta, para ser más precisos).
    Allí, en el íntimo y privado espacio interior de la carreta, envuelta en una manta y con la cabeza apoyada sobre otra enrollada, Roquelina se entregó, al poco, a dulces inconsciencias. Por nebulosas veredas de dulces regiones, más allá del mundo real o ilusorio de cada día, ya Roquelina vagaba. Ya habiendo atrás quedado el reino de Maya, por el de Morfeo vagaba ahora Roquelina. También tiene amarguras el reino de Morfeo, pero las nebulosas veredas, por las que ya vagaba Roquelina, eran (hoy) de dulces regiones. Ociosa ya (ahora) Roquelina de las trabas que impone la vigilia (las trabas son trabajos que impone la vigilia), sin rumbo fijo andaba; ya volaba sin normas. Porque la gravedad no rige en las dulces regiones del reino de Morfeo: Oh, tú, hijo de Nix y de Hipnos; entre los mil Oniros, tú, hijo destacado: presta (ahora esta noche) tus ligeras alas silenciosas a Roquelina; aligérala, por unas horas, de las cargas pesadas que la vida impone.
    Ya duermes, Roquelina.
    Ya dormías (ahora).
    ¡Que tu Ángel de la Guarda vele tus dulces sueños!
    Maya, Morfeo, Nix, Hipnos, los Oniros, el Ángel de la Guarda… ¡Y aún omito (que no olvido) muchos seres sobrenaturales!
    Al tintero no lo menciono, puesto que escribo (el texto original, entiéndase) a lápiz (con portaminas, vamos).
    Y, mientras Roquelina dormía, Doña Rosalba y Cocorocó, sentados una enfrente del otro (habiendo dado ya por finalizada una animada conversación de sobremesa) se disponían a iniciar, a la luz vacilante de un viejo candil, una paranormal experiencia (Ahora sí colgaba un candil de la rama de un árbol). Hacía algo de frío, no mucho; lo suficiente como para que Cocorocó se hubiera echado sobre los hombros una manta (su manta, la que siempre llevaba enrollada sobre su caballo); lo suficiente como para que Doña Rosalba se hubiera abrigado con una pelliza (su veterana pelliza que, para hacer juego con el resto de su atuendo, era negra como una noche sin luna).
    Era una noche sin luna, aquella noche; y, mientras Roquelina dormía (y soñaba), sentados una enfrente del otro, Doña Rosalba y Cocorocó se disponían a iniciar (había, entre ellos, una bola de cristal) una paranormal experiencia.
    Era una bola de cristal negra y pulida, una perfecta esfera que, firme sobre un soporte con aspecto de jónica basa, se alzaba sobre una caja de madera.
    A ambos lados de la caja sobre la que se alzaba ─firme sobre su soporte─ la negra esfera, estaban sentados aquella noche sin luna, frente a frente, Doña Rosalba y Cocorocó.
    Estaban sentados ambos sobre sendos taburetes (Ahora sí había no uno, sino dos taburetes: antes estaban guardados en la carreta).
    La caja de madera estaba decorada con estrellitas azules que, pintadas pacientemente con primoroso encanto, se multiplicaban sobre un fondo violeta. Los taburetes estaban pintados de verde.
    En aquella bola de cristal, entonces sin luz, habrían de comparecer, por el esotérico arte de la cristalomancia, las fantasmagóricas imágenes de lo pasado y de lo que está por venir.
    ─Bueno, ¿podemos ver ya algo en la bolita? ─preguntó Cocorocó impaciente.
    ─Lo primero que hay que hacer ─contestó Doña Rosalba algo mosqueada─ es guardar el debido respeto a la bola.
    ─¿Pero yo qué he hecho?
    ─¿Le parece poco llamar a la bola «bolita»?, esa no es forma de dirigirse a tan venerable esfera.
    ─Bueno, bueno, rectifico: ¿podemos ver ya algo en Doña Bola?
    ─Cuando sienta usted, pero de verdad, la debida consideración por la bola, ésta se iluminará por sí sola; mientras tanto…
    ─Mientras tanto, Doña Rosalba, voy a hacerle una pregunta a ver si usted, que es tan sabia como Salomón, me la puede contestar.
    ─Me halaga usted comparándome con el sabio Salomón; pregunte, joven, pregunte…
    ─¿Qué sentido tiene que a uno se le repitan (con muchas variantes, eso sí) acontecimientos del pasado?
    ─Eso me lo tiene usted que explicar mejor.
    ─Pues verá, Doña Rosalba, el asunto es este: hace años… mi madre me había regalado unos calcetines de lana… y un bandido me los robó… ¡Ahora la historia se repite!
    ─No grite, que Roquelina está durmiendo.
    ─Ah, perdón… bueno, sigo: digo que ahora la historia se repite, sólo que, en aquella ocasión, el bandido que me robó fue uno con barba… no recuerdo ahora su nombre… recuerdo su cara perfectamente, pero no su nombre…; bueno, el caso es que ahora me han robado otra vez los calcetines de lana… ¡La segunda vez que me roban unos calcetines de lana regalo de mi madre!
    ─No grite, que Roquelina está durmiendo.
    ─Ah, perdón… bueno, sigo: digo que es la segunda vez que me roban unos calcetines de lana regalo de mi madre… sin intención, eso sí, porque (en las dos ocasiones) lo único que querían los bandidos (el de barba, o, ahora, un tal Cucufate) era mi dinero… ¿se está durmiendo, Doña Rosalba?
    ─No, no, qué va, lo que pasa es que yo cierro los ojos para concentrarme.
    ─Ah, perdón, había creído que… bueno, sigo: pues resulta que, persiguiendo al de barba, entré en México y allí (¡como luego ahora!)… ay, perdón, que he gritado y Roquelina está durmiendo…
    ─No se preocupe, porque en este caso su exclamatorio grito, al estar amortiguado por un paréntesis, no podía despertar a Roquelina…
    ─¿Paréntesis?, no entiendo… bueno, sigo: digo que, persiguiendo al de barba, entré en México… y allí salvé a un hombre que me puso en contacto con Gumersindis… y aquel hombre se llamaba… Pedro veinte metros de Anchura (un tipo bastante gordo)… ¿Sabe Doña Rosalba?, tengo la rara impresión, según le estoy contando estas cosas, de que alguien estuviera dictándome las palabras…
    ─Bueno, eso puede ser que su Ángel de la Guarda, o alguna otra entidad, le está ayudando a rememorar su relato.
    ─Ah, será eso… bueno, sigo: El caso es que, persiguiendo a Cucufate (el que me ha robado hace nada los calcetines) entré en México (como la otra vez persiguiendo al de barba, al otro bandido) y allí salvé a un hombre de unos bandidos… ¿y a que no sabe quién era ese hombre?
    ─Ni idea.
    ─Pues era Juan Veinte Metros de Anchura, ¡el hermano del otro, al que también salvé de unos bandidos!
    ─No grite, que Roquelina está durmiendo.
    ─Ah, perdón… bueno, sigo: el caso es que me despedí del tal Juan y, siguiendo la pista del tipo (o tipejo, más bien) que me robó los calcetines, llegué a un pueblecito fronterizo (como también la otra vez persiguiendo al de barba) y allí es donde tuve el encontronazo (como también la otra vez) con el comisario de marras y su cuadrilla…
    ─Y creo que ya conozco el resto de la historia.
    ─Sí, pero lo que desconoce es que, igual que en esta ocasión ustedes me salvaron la vida, la otra vez también alguien, una especie de vagabundo (aquel bendito vagabundo) salió en mi auxilio, salvando mis bigotes de la quema.
    ─Muy interesante… sí, muy interesante, sumamente interesante lo que cuenta… quizá… bueno, no… ¿o sí?... la verdad es que tendría que pensar con mucho, mucho detenimiento, para desentrañar este intríngulis.
    ─Bueno, ¿miramos ahora la bola?
    ─Es mejor que lo dejemos para otro día, joven, ahora estoy demasiado fatigada.
    ─Como usted quiera, doña.

3. Allí, en compartida y familiar privacidad, en el espacio interior de la carreta, dormían, en aquella noche sin luna, Roquelina y Doña Rosalba. Cocorocó pernoctaba al raso.
Y, en un momento de aquella noche sin luna, Roquelina (envuelta en una manta y con la cabeza apoyada sobre otra enrollada), tras haber vagado por nebulosas veredas de dulces regiones, saboreando sueños de etérea imprecisión (que a la mañana no pudo recordar), arribó a una onírica fantasía (que a la mañana sí pudo recordar) que, principiando dulce, trocose pronto amarga.
    Encontrábase Roquelina ─al principiar aquel sueño─ en un distinguido y espacioso salón, donde se celebraba una animada fiesta. Los concurrentes, hombre y mujeres elegantemente vestidos, se deleitaban con el baile ─tocaba una orquestina─, o con la sola escucha de la música, o con las distendidas conversaciones, o con las bebidas alcohólicas selectas ─fuertes como viriles gentilhombres o dulces cual delicadas y embriagadoras damas─, o con el adictivo placer de los cigarros. Ella, Roquelina, era también una delicada y embriagadora dama, primorosamente ataviada. Lucía un vestido de terciopelo azul: discreto pero coqueto escote, mangas cortas con remates de puntillas, cinturón púrpura y falda larga abullonada. Y, aunque parezca inusual ─porque lo es, estimado lector─, Roquelina recordó, al despertar, cada detalle del vestido. Muy lejos había estado siempre de parecer Roquelina un marimacho, a pesar de sus ropas de hombre (el único pantalón que una mujer tenía derecho a ponerse, según las convenciones decimonónicas, era el corto y ancho pantalón interior, bajo la falda larga). A pesar de su pantalón vaquero ─o quizá por ello─, Roquelina siempre había parecido, a los decimonónicos ojos masculinos, femenina. Porque lo era. Pero allí en el dulce sueño (que luego trocaríase amargo), en el distinguido y espacioso salón, primorosamente ataviada con su celeste y celestial vestido, Roquelina, que lucía tirabuzones en ligar de trenzas, se sentía realmente mujer. Un hombre joven, apuesto y gentil (tal vez el más viril gentilhombre de la animada fiesta), que llevaba en sus manos un exuberante ramo de rosas, rojas y blancas, se acercó a ella, cortés. Con cortesía ofreció el apuesto joven, a Roquelina, el ramo; y ella, cautivada más por la belleza de las rosas y su grata fragancia que por el donaire del galán, dispúsose, con manos levemente temblorosas (por estar gratamente excitado su ánimo), a tomarlo. Y entonces, bruscamente, tornose el deleite en aflicción: de improviso, el ramo de rosas rojas y blancas se transmutó, ante la horrorizada Roquelina, en un ramo de marchitas rosas negruzcas, por las que pululaban negros gusanos. De improviso, el rostro del apuesto joven se transmutó, ante la horrorizada Roquelina, en el de un atroz coyote de mirada cruel (cuyo cuerpo y manos ─enguantadas─ seguían teniendo apariencia humana). Gotas de sudor frío perlaron la frente de la joven. Quiso retroceder, pero el miedo la paralizaba; quiso gritar, mas no pudo. Ya no había animada fiesta alrededor: sólo ella y, frente a ella, la bestia antropomorfa con su repulsivo ramo. En torno, la oscuridad.
    (…)
    También Cocorocó, pernoctando al raso, tuvo (aquella noche sin luna) un extraño sueño:
    Allí, el presidente Abraham Lincoln le echaba una reprimenda: por no llevar la estrella de sheriff reglamentaria. Cocorocó trató de explicarse, declarando que se encontraba disfrutando de unos días de permiso, contando la visita que había hecho a la granja de sus padres y cómo después, por un acontecimiento fortuito o fatal, había ido a parar a México. Fue peor el remedio que la enfermedad: las explicaciones de Cocorocó sólo sirvieron para agudizar la reprimenda, pues el barbado presidente le amonestó, entonces, por haber pasado a México sin el permiso pertinente. Mas Cocorocó no pudo prestar atención a las autoritarias palabras de Abraham Lincoln, pues algo desvió su atención: eran los ladridos de un perro; los agudos ladridos de un perro, a lo lejos… «Parece que me llama», pensó Cocorocó, y salió corriendo (dejando al presidente con la palabra en la boca) en busca del dueño de aquella inarticulada llamada. Y allí estaba, envuelto por la nebulosa imprecisión del sueño, el perro: un pequeño perrito de largas y rectas orejas puntiagudas y grandes ojos negros. «¡Oh, es un chihuahua!», exclamó Cocorocó. «Sí, es un precioso chihuahua y… pero… pero si ese perro lleva en la boca… unos calcetines de lana… ¡los calcetines robados!». En efecto, aquel pequeño chihuahua llevaba, en la boca, los calcetines de lana que su madre le regaló; los mismos que Cucufate (sin intención, eso sí) le robó (porque lo único que quería era su dinero, pero como se llevó las alforjas y allí iban los calcetines…). «Perrito… perrito bonito… ven aquí mono, que no quiero hacerte daño… sólo quiero esos calcetinitos de lanita que llevas en la boquita… ¡eh!, ¿adónde vas?, ¡vuelve aquí, perrucho del diablo!» Pero el minúsculo chihuahueño escapaba a toda velocidad. Nuestro sheriff de bigotes corría tras él, le perseguía a través de imprecisas nebulosas oníricas. Pero el chihuahua, con los calcetines en la boca, se alejaba, se alejaba… y a Cocorocó cada vez le costaba más trabajo avanzar, cada vez le costaba más trabajo moverse… hasta que, exhausto, de rodillas cayó al suelo, entre una densa nube de polvo: porque estaba en el desierto. Sí: a través de la nebulosa imprecisión del sueño, distinguíanse los grandes cactus, cual verdes postes verticales de afligido y punzante aspecto, estriados por surcos sufrientes; y el sol furiente (¡oh, sol furiente y despiadado!); y las rojas montañas de abruptos perfiles… Sí: exhausto cayó al suelo de rodillas, entre una densa nube de polvo, el sheriff Cocorocó: y entonces vio que se encontraba en un árido e inhóspito desierto. «Nunca debiste internarte en este desierto», dijo alguien. Irguiose Cocorocó, por saber quién le hablaba. Y vio, firmemente plantado frente a él, con las piernas abiertas y los brazos cruzados, con actitud chulesca, a un híbrido ser de cuerpo humano y cabeza de coyote. Llevaba las manos enguantadas, y Cocorocó pudo observar que cada una de ellas tenía sólo cuatro dedos (cada mano, el pulgar y los otros tres: no porque le faltara ninguno sino, simplemente, porque sus manos eran así). Vestía un raído y remendado pantalón, que se sujetaba con un solo tirante (los remiendos, de los más variado estampados, contrastaban fuertemente con la tela lisa ─de indefinido color─ del pantalón). Llevaba una especie de camiseta de manga corta, deslucida y agujereada. Llevaba a la cintura, lo suficientemente holgada como para no poder servir de cinturón, una cartuchera, con pistolera de la que sobresalía la culata del revólver. Calzaba unas grandes y fuertes botas, muy estropeadas y deformadas por el uso. Y, sobre su cabeza de coyote, un mugriento y viejo sombrero de alta, encorvada y mal remendada copa, por cuyas informes y anchas alas sobresalían (se supone que por unos agujeros allí practicados) sus puntiagudas orejas perrunas («porque un coyote, mamá, no es más que un tipo de perro, tú lo sabes bien»). «No. No debiste internarte en este desierto, sheriff Cocorocó, porque ahora estás a mi merced… y tus bigotudos días están contados… ¿qué digo días? ¡minutos!», amenazó el coyote. La situación del muy extenuado sheriff parecía realmente apurada, pero, súbitamente, resonó rotundo un vigoroso ¡PAW!, y el viejo sombrero del coyote, a pesar de sus años y sus achaques, hizo ágiles piruetas en el aire. Cocorocó creyó reconocer al instante aquel ¡PAW!, y no se equivocó: al instante hizo su aparición (mientras el coyote salía huyendo) Doña Rosalba, con su rifle humeante y acompañada de Roquelina. Ambas hicieron su aparición, ambas avanzaban hacia él… «¡Diantre, están muy cambiadas!», exclamó para sí Cocorocó, sorprendido. Y no era para menos su sorpresa: La que más había cambiado era, sin duda, Doña Rosalba; ya que era un hombre que exhibía un gran bigote. Roquelina seguía siendo la misma joven esbelta, de elegante andar y gracioso rostro, pero lucía tirabuzones en lugar de trenzas y su vestimenta había cambiado: en vez de la ropa vaquera y las altas botas de cuero, llevaba ahora un vestido de terciopelo azul: discreto pero coqueto escote, mangas cortas con remates de puntillas, cinturón púrpura y falda larga abullonada («Si me dicen que es una modelo de Nueva Orleans me lo creo»). Y, aunque parezca inusual ─porque lo es, estimados lectores─, Cocorocó recordó, al despertar, cada detalle del vestido.
    (…)
    También Doña Rosalba tuvo (aquella noche sin luna) un sueño singular:
    En el que mantuvo, con un árbol del bosque, un interesante diálogo. Era aquel un árbol humanizado, con ojos, boca, cilíndrica rama truncada por nariz y brazos y manos ramiformes. Era un alto, robusto y frondoso árbol, firmemente anclado a la tierra con sus poderosas raíces, bien visibles en parte. «En este bosque estáis seguros», dijo el «pues a la gente de esta tierra no le gusta nada internarse por «¿Y eso» «Piensan que este bosque está embrujado.» «¿Y es cierto?» «Yo no diría embrujado… embrujado no es la palabra… digamos, más bien, que éste es un bosque que toma, de vez en cuando, sus propias decisiones.» «Algo de eso había oído.» «Así que algo habías oído, ¿eh?» «Sí, he oído cosas… por ejemplo, que este bosque ha tomado al Gumersindis bajo su protección.» «Y es bien cierto, señora.» «Señorita.» «Usted disculpe.» «No hay de qué.» «¿Ha llegado usted a conocer personalmente a el Gumersindis, señorita?» «No he tenido el placer… y digo placer porque le admiro, ya que lucha por una causa noble…» «Por una causa noble… que abarca también sus nobles intereses… ¿sabía, señorita, que Gumersindis fue desposeído de su hacienda por el gobierno, pasando de creso a paria?» «Sí, pero él se creció en el castigo, creso en valor y voluntad, y se transformó en el defensor de los oprimidos… pero dígame usted, ¿sabe por qué el Gumersindis abandonó el bosque?» «Lo hizo, señorita Rosalba, porque tenía que resolver ciertos asuntos en ciertos lugares que quedaban lejos del bosque.» «Pero sigue en México, ¿no?» «Sí, claro.» Entonces, durante unos segundos, el árbol y Doña Rosalba guardaron silencio. Esta miró al cielo y vio que la luna llena brillaba, esplendorosa. «Tome», dijo el árbol, y entregó a Doña Rosalba, con su nudosa mano de humanizado árbol, un pequeño objeto. «¿Para mí?, gracias.» Lo que el árbol le obsequiaba era una tablilla de contornos irregulares donde había, grabada con segura precisión, una espiral. «¿Surge del centro o regresa a él?», pensó Doña Rosalba. Entonces vio que el árbol había perdido, súbitamente, sus características humanas. «¿Qué le ha pasado al árbol?», se preguntó, e, inmediatamente, alzó los ojos al cielo: La luna llena, que hacía sólo un instante brillaba esplendorosa, ya no estaba allí.
    (…)

4. ─¡A desayunar! ─gritó Roquelina.
    Desayunaron los tres.
    Luego, mientras Roquelina preparaba las cosas para el viaje, Cocorocó contó, a Doña Rosalba, su extraño sueño de aquella noche. Pero lo hizo omitiendo aquella parte de la onírica fantasía que aludía a Roquelina. «¿Por qué no he contado lo de Roquelina?, la verdad es que no lo sé, pero el caso es que, mira, prefiero no hacerlo… no sé por qué pero prefiero no hacerlo, oye.»
    ─Entonces, ¿puede usted interpretar mi sueño, Doña Rosalba?
    ─Lo intentaré, señor sheriff. Veamos: Lo del presidente Abraham Lincoln parece bastante claro.  Expresa un remordimiento que usted tiene por haber hecho algo ilícito: cruzar la frontera sin permiso legal. El presidente Lincoln es, para usted, un símbolo de autoridad.
    ─Conforme.
    ─En cuanto al perro chihuahua con los calcetines robados… ¡sí!, creo que esta mañana estoy inspirada: el chihuahua con los calcetines de lana es un aviso de que el tal Cucufate… así me ha dicho que se llama, ¿no?
    ─Yes, que quiere decir sí.
    ─Bien: pues digo que lo del chihuahua con los calcetines es un aviso…
    ─¿De qué?
    ─De que Cucufate se dirige a la ciudad de Chihuahua.
    ─¡Toma ya!
    ─En cuanto al desierto que aparece en el sueño no es sino El Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes.
    ─¡El Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes!
    ─¿Había oído hablar de él?
    ─Sí, pero no sabía si existía realmente o era sólo una leyenda.
    ─Existe, pero pocos de los que estuvieron allí han podido contarlo.
    ─¿Tan peligroso es, Doña Rosalba?
    ─En realidad, si uno está preparado para atravesarlo, no es más peligroso que cualquier otro desierto o territorio. Yo, de hecho, lo he cruzado en tres ocasiones.
    ─¡En tres ocasiones!
    ─Sí, y en una de ellas lo hice acompañada de Roquelina. Por eso digo que, si uno está preparado para hacerlo, atravesar el Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes no es más peligroso, siéndolo mucho, que atravesar cualquier otro desierto o cualquier otro territorio. De hecho, con la preparación adecuada, es más fácil salir indemne y airoso de tal desierto que de muchas situaciones peligrosas que se dan habitualmente, tanto a este lado como al otro de la frontera, tales como un ataque de indios, de bandidos o de una manada de lobos hambrientos.
    ─¿Y quién la preparó a usted para salir bien parada de semejante travesía?
    ─Un hombre medicina navajo, gran amigo mío, que habita al otro lado de la frontera, en Nuevo México. Su nombre es Cabeza Alada. Por cierto, ¿sabe cómo me llama este hechicero?, nada menos que Mujer que Pelea y Habla como Hombre Fuerte y Sabio. Un largo nombre que me hace pensar en la transmutación que he sufrido, señor Cocorocó, en su sueño, donde esta servidora aparecía como un hombre bigotudo. Se ve que a los hombres os cuesta trabajo aceptar que una mujer pueda tener ciertas aptitudes.
    ─En realidad yo no pienso así, Doña Rosalba, pues mi madre es también una mujer de armas tomar. Pero, como dice mi madre, no perdamos el hilo de la conversación: ¿por qué puedo haber soñado con ese Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes? Si el perro chihuahua con los calcetines es un aviso de que Cucufate se dirige a la ciudad de Chihuahua, qué relación puede tener esto con el desierto ese?
    ─La relación está muy clara, pues el Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes es un atajo para llegar a la ciudad de Chihuahua.
    ─Vaya, vaya… ¿Y qué me dice de ese híbrido de hombre y coyote? ¡No, no me lo diga, Doña Rosalba!, recuerdo algo… ¡sí!, recuerdo haber oído algo de un malvado coyote en las historias que me contaron sobre el Desierto Espeluznante (prefiero llamarlo así para abreviar).
    ─Ha oído usted bien, Cocorocó, y lo que ha oído es totalmente cierto: en el Desierto Espeluznante (yo también suelo llamarlo así para abreviar) mora una especie de hombre─coyote muy, muy malo que…
    ─¡Tía, ya está todo listo! ─anunció entonces Roquelina, que, diligente, ya había terminado de preparar las cosas para el viaje y que, absorta en su tarea, no había captado ni una sola palabra del diálogo que, en ese momento, interrumpía.
    ─Entonces, ¿se ponen ya en camino? ─preguntó Cocorocó.
    ─Sí ─contestó Doña Rosalba─ y precisamente en camino hacia Chihuahua.
    ─¡Vaya, qué coincidencia!, sueño con Chihuahua, según su interpretación, y luego resulta que ustedes se dirigen allí.
    ─Sinceramente ─aclaró Doña Rosalba─ no creo que pueda hablarse de coincidencia.
    ─Y no me diga, Doña Rosalba, que tienen la intención de ir por el atajo del Desierto Espeluznante…
    ─No nos queda más remedio que hacerlo.
    ─Pero, ¿por qué? ¿tanta prisa tienen? ¿puedo, por ventura, saber hacia dónde se dirigen?
    ─Claro que puede ─contestó Doña Rosalba─; resulta que tengo un contrato en Chihuahua, en una especie de teatro de allí, para llevar a cabo unas sesiones de adivinación; es un contrato por una semana, una tarea bien pagada, por lo que no nos podemos permitir el lujo de llegar tarde… y como, entre unas cosas y otras, hemos perdido excesivo tiempo, no nos queda más remedio que atajar.
    ─Estoy por creer que mi sueño ha sido un aviso, Doña Rosalba; estoy por creer que Cucufate se dirige realmente hacia Chihuahua por el atajo del Desierto Espeluznante, estoy por…
    ─Puede usted acompañarnos si quiere, sheriff Cocorocó ─instó Doña Rosalba─, pero no perdamos ni un segundo más.
    ─Sí, sí, voy con ustedes.
Y así, ni cortos ni perezosos, abandonando el bosque, pusiéronse los tres en camino: Cocorocó a lomos de su cuadrupercusionista Magic; ellas, al pescante de su carreta (Doña Rosalba era quien gobernaba los dos caballos ─uno blanco y uno negro─).

    5. Cuando abandonaron el bosque, nuestros amigos ya iban preparados para un encontronazo con el comisario del fronterizo pueblo y los suyos. Incluso temían que el comisario hubiera pedido ayuda al ejército. Pero, sorprendentemente, nada sucedió. Vía libre. ¡Perfecto!, era para alegrarse, claro, pero… estaban escamados.
    Se pusieron en camino, pues, hacia el Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes. Para dirigirse allí tenían que evitar, claro está, los caminos principales; por eso, desde el primer momento, el trayecto resultó penoso, ya que hubieron de atravesar terrenos impracticables. Pero nuestros amigos no eran blandengues, ¡ni mucho menos!, sino aguerridos y animosos, por lo que, para ellos, franquear terrenos impracticables era, en comparación con otros embrollos y pendencias en que se habían visto envueltos, una rutina.
    En las pausas (imprescindibles y breves) que, en la marcha hacia el Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes, hubieron de hacerse, Cocorocó encontró unas cuantas ocasiones para hablar con Doña Rosalba. Incluso alguna oportunidad se le brindó, también, de hablar con la reservada Roquelina.
    Roquelina no era en absoluto tímida, pero sí reservada. Era una joven poco habladora, poco expresiva, entre melancólica y flemática. La bilis negra y la flema disputábanse la posesión de su alma. Mas estos humores habían sido metidos en vereda, para que no se pasaran de la raya, por una personalidad fuerte (aguerrida y animosa) cincelada por experiencias vitales que no admitían devaneos.
    Sí: algo habló Cocorocó con la reservada Roquelina… pero poco. Y lo poco que le dijo    Roquelina fue de poca importancia; cosas como «No me considero una cocinera del otro mundo, pero tampoco creo ser de las peores», «Sí, claro, yo también sueño… como todo bicho viviente», «Sí, claro que recuerdo a veces mis sueños, todo el mundo los recuerda a veces, pero no me gusta contárselos a nadie», «No, gracias, no estoy cansada; de todas formas, señor Cocorocó, si alguna vez necesito su ayuda se la pediré… no soy tímida ni orgullosa»…
    «Si alguna vez necesito su ayuda se la pediré… no soy tímida ni orgullosa»: Esto era para Cocorocó, de lo poco que le dijo Roquelina, lo más bonito. «Sin duda, sin duda… ¿qué pensaría mi madre de Roquelina? (…) mi madre… mi madre… mi madre… Roquelina y mi madre tienen una cosa en común: los garbanzos fríos ¡los garbanzos fríos! (el plato que más detesto, sin duda). No es que aborrezca los garbanzos fríos… es algo más: me producen escalofríos… sólo de pensar en ese mejunje del diablo me tiemblan las canillas, pero no me queda más remedio que fingir, ahora con Roquelina como siempre con mi madre… ¡y comérmelos! ¡Oh, Dios mío!»
    Sí: algo habló Cocorocó con la reservada Roquelina… pero poco.
    En cambio, de muchas y muy interesantes cosas habló Cocorocó con Doña Rosalba; en diálogos en los que el sheriff casi se limitó a preguntar («Mi madre siempre lo dice: preguntando se va a Roma»).
    Así, Cocorocó pudo saber que…
    ─Hace mucho tiempo (esto lo sé por el hechicero Cabeza Alada) un hombre medicina de gran poder llamado Pico Corvo fue expulsado de su tribu, por su maldad. Pues bien, señor    Cocorocó, ¿sabe qué lugar escogió ese malvado hechicero para su exilio? Pues ni más ni menos que el desierto al que nos dirigimos, que entonces, cuando Pico Corvo llegó a él, no era más que un desierto como otro cualquiera. Y fue Pico Corvo, con sus malas artes de hechicería, quien transformó un vulgar desierto en el maldito Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes.
(«Mi madre siempre lo dice: preguntando se va a Roma.») Así, Cocorocó pudo saber que…
    ─Con su negra hechicería, Pico Corvo es capaz de crear ilusiones ópticas de aterrador aspecto; a más de un valiente le ha dado un patatús al contemplar alguna de esas fantasmagorías. Roquelina se desmayó una vez ante una de aquellas monstruosidades visuales. Pero estas fantasmagorías no son lo peor de su negra hechicería. Lo peor es que ha creado, valiéndose de sus poderosas artes malévolas, todo un ejército de caballería de esqueletos vivientes. ¡Sí, esqueletos vivientes: Indios esqueletos que montan sobre caballos esqueletos. Y, en este caso, no se trata de fantasmagorías, de imágenes ilusorias. Son reales; tan reales como las flechas que lanzan sus arcos o las balas que disparan sus rifles. Estos esqueletos vivientes son, en principio, indestructibles: en ellos las balas hacen mella, pero no daño. Mas yo he descubierto, señor Cocorocó, la forma de destruir, de pulverizar (literalmente) a esas espeluznantes criaturas. Hay que disparar sobre unos medallones que llevan en el esternón, o sea, sobre el pecho. Ese medallón es lo que les da la vida; destruido el medallón, destruido el esqueleto. Descubrí esto por pura intuición: al ver que todos, caballos incluidos, llevaban el medallón, me dije: «Aquí hay gato encerrado, Doña Rosalba», y acerté.
(«Mi madre siempre me lo dice: preguntando se va a Roma.») Así, Cocorocó pudo saber que…
    ─Cuando el Desierto Espeluznante no era más que un desierto cualquiera, antes de la llegada de Pico Corvo, era llamado Desierto del Coyote, por una leyenda antigua: se decía que en aquel desierto habitaba un hombre─coyote. Pico Corvo ha logrado que la leyenda cobre vida, o al menos eso es lo que se cuenta, pues nosotras nunca le hemos visto… como tampoco hemos visto nunca a Pico Corvo.
    («Mi madre siempre me lo dice: preguntando se va a Roma.») Así, Cocorocó pudo saber que…
    ─A Roquelina la encontré, cuando era una niña pequeña, en Chihuahua. Huérfana, sola y desamparada, pedía limosna en la calle. Desde aquel encuentro, y han pasado muchos años, no nos hemos separado nunca. Ella me llama tía; yo a ella la presento como mi ahijada y la quiero como a una hija.
    («Mi madre siempre lo dice: preguntando se va a Roma.») Así, Cocorocó pudo saber que…
    ─No me extraña, sheriff Cocorocó, que no le suene que el pueblecito fronterizo se llame Sindulfo de la Frontera, pues no se llamaba así la otra vez que estuvo usted en él. Antes se llamaba… San… nosecuantos… no me acuerdo ahora, pero era el nombre de un santo.
    ─¿Puede ser San Fabricio?
    ─No sé, puede ser. El caso es que…
    ─¡Ya sé! ¿No sería San Farabundo?
    ─No le digo ni que sí ni que no, Cocorocó.
    ─¿Y a santo de qué cambiaron el santo por el Sindulfo?
    ─¿No sabe, señor Cocorocó, que Sindulfo es el nombre del malvado comisario del pueblo?
    ─¡Anda!, no lo sabía, nunca he sabido su nombre…
    ─Pues sí, Sindulfo es el nombre del comisario. Su fatua petulancia le ha llevado a cambia el nombre del pueblo por el suyo propio. ¡Patético malandrín! ¿Sabe usted, señor Cocorocó, a qué se dedica ese sinvergüenza?, pues ni más ni menos que al tráfico de armas. El bribón se dedica a vender armas a los apaches del otro lado de la frontera.
    ─¡Menudo bribón!
    ─Y lo peor es que andan metidos con él, en ese sucio negocio, un tal “coronelito Pollastre”, militar corrupto sin entrañas, y un tal Don Patrimonio, seboso ricachón que posee varias y prósperas haciendas. Una cohorte de mensajeros correveidiles le mantienen informado de la marcha de sus ranchos, mientras él lleva una vida regalada y depravada en la ciudad de Chihuahua.
(«Mi madre siempre lo dice: preguntando se va a Roma.») Así, Cocorocó pudo… conseguir un cuaderno y un lápiz.
    ─He observado que está usted siempre escribiendo o tomando notas en unos cuadernitos, Doña Rosalba. Yo también suelo llevar un cuadernito por si tengo que tomar alguna nota, lo malo es que lo llevaba, junto con la pluma y el tintero, en la alforja que me robó ese maldito Cucufate…
Y, entonces, Doña Rosalba le regaló un cuaderno y un lápiz.
    ─No, por favor, Doña Rosalba, que usted los necesitará mucho más que yo.
    ─No se preocupe, joven, que tengo muchos.
    ─¡Ah, pues muchísimas gracias, Doña Rosalba!

    6. INTERPOLACIÓN ENSAYÍSTICA (ARTE Y ENSAYÍSTICA): DE CAPERUCITAS (ROJAS O DE ORO) Y DE LOBOS Y COYOTES CON PROPIEDADES HUMANAS.

¿Quién no conoce a Caperucita Roja? ¿Quién no conoce a aquella amable jovencita, cautivadora ─por su belleza─ de todos los corazones? La miraban: Y ya no uno, ni dos, ni veinte… Todos sentían por ella afecto. Y, quien más, su abuela: Ella fue quien regaló, a la dulce niña, la famosa caperuza roja que transmutó su nombre ─que ignoramos─ en el de Caperucita Roja. Podéis decir que su nombre es Blanchette, pero entonces no habéis de llamarla Caperucita Roja, sino Caperucita de Oro. Historias o Cuentos de tiempos pasados (1697) de Perrault. Cuentos para la Infancia y el Hogar (dos tomos: 1812 y 1815) de los hermanos Grimm. Dos publicaciones: París y Berlín. Modernidad y Romanticismo. Modernidad que abre, con llave de oro, el baúl de los sueños románticos (Había una vez…). Caperucita Roja vivía en un pueblo; en esto coinciden Perrault y los Grimm (¿O habría que escribir Pueblo?). No sólo el amor de la abuela. También el de la madre, según Perrault. En Grimm, el amor de la madre quedaría incluido en una totalidad ilimitada e inconcreta: «Todos sentían por ella afecto» (Había una vez…) Una caperucita roja, según Perrault. Y los Grimm pormenorizan: la capuchita es de terciopelo rojo. Mas Egberto de Lieja discrepa: no es terciopelo rojo, sino lana roja. ¿Sabían ustedes que existe una Caperucita medieval? Fue escrita por Egbert de Lieja en el siglo XI, en su libro de cuentos, fábulas y proverbios titulado “Fecunda ratis” (“El navío lleno”). Los Cuentos de Perrault forman parte del preilustrado Gran Siglo francés. Los Cuentos de los hermanos Grimm, del Romanticismo alemán. El libro de Egbert (Egberto) pertenece al Renacimiento Otoniano germánico. La Caperucita de Egbert no tiene nombre ni apodo; ni tan siquiera está demostrado que tenga caperuza (aunque una atenta lectura del cuento haga pensar a algunos ─entre quienes me cuento─ que sí la tiene). La que llamamos Caperucita medieval, la Caperucita de Egbert, es, simplemente, “la niña”. Como se lo contaron los campesinos nos lo contó Egberto: La niña fue salvada de los lobeznos (a quienes había sido entregada por el lobo) por la virtud protectora de la sagrada túnica. Túnica tejida de lana roja. Y ─algunos así lo creemos─ con caperuza: por lo que bien puede ser llamada esta pequeña niña de sólo cinco años, que imprudentemente caminó sola y sin rumbo, Caperucita Roja. No su abuela, sino su padrino: éste fue quien regaló a la niña, el día de su bautizo, la roja túnica. Perrault y los Grimm coinciden en esto: la caperucita roja fue un regalo de la abuela (una buena mujer, según Perrault). Y también coinciden en que la abuela estaba enferma. Mas hay discrepancia respecto a las viandas: una torta y un tarro de mantequilla (según Perrault) o un trozo de tarta y una botella de vino (según los Grimm). Más discrepancias: la abuela vivía en otro pueblo (según Perrault) o en el bosque, a media hora del pueblo (según los Grimm). Pero, para llegar al otro pueblo (según la versión de Perrault), caperucita tenía que pasar por el bosque. Y así (Perrault o los Grimm), Caperucita Roja entra en el bosque. Y allí, en el bosque, Caperucita Roja se encuentra con el lobo. Egberto de Lieja nos lo cuenta de otra forma: el lobo se apodera de la niña, que irreflexivamente caminaba sin rumbo, para luego dirigirse con ella “a los bosque salvajes” y entregarla, como alimento, a sus cachorros. Es otra historia la de Egberto, pero el lobo y el bosque están allí. No hay cachorros (lobeznos) en Perrault y en los Grimm (ni en Delarne, ni en Marelle…). Mas los lobeznos resucitarán por obra de Walt Disney, como los tres hijos de su sincrético lobo, en “Los tres lobitos” (1936). Un lobo sincrético este de Walt Disney, sí, pues fue, a un tiempo, el lobo de los tres cerditos y el de Caperucita. Walt Disney asoció su lobo de “Los tres cerditos” ─película de 1933, basada en “Los tres cerditos” de Halliwel (1886) y de Jacob (1890)─ con el lobo de Caperucita al realizar, en 1934, el cortometraje “The big bad wolf”, donde aparecen Caperucita Roja, los tres cerditos, el lobo y la abuela. Y, elemento esencial del cuento de Caperucita, el bosque. Muchos son los significados simbólicos del bosque que vienen al caso: Puede el bosque ser símbolo de lo inconsciente, de lo sagrado, de la regeneración, de la renovación… En el bosque habita el lobo, pero también vive la abuela (según los Grimm) o es un lugar de paso para llegar al hogar de la abuela (según Perrault). Es clara la contraposición pueblo bosque como seguridad inseguridad (peligro). Y, como el bosque, el lobo que en él mora tiene una simbología complicada: se le asocia tanto con el bien como con el mal. Aquí el lobo aparece en su aspecto feroz, siniestro, sombrío, satánico, infernal… El lobo es el infierno al que se desciende… para luego ascender. El lobo de Caperucita tiene cualidades de lobo y cualidades de hombre. Habla como un hombre, y caperucita no se extraña por ello. Aquí rige una razón oscura, poética, mágica, salvaje… El lobo de Caperucita era un lobo─hombre; poseía la voz humana, pero no sólo la voz humana; su físico nos lo podemos imaginar antropomorfo, al modo del lobo de Walt Disney: cuerpo humano y cabeza de animal, como la mayoría de los dioses egipcios. Caminaría erguido como un hombre; tal vez adoptaría una postura algo encorvada al frotarse las manos. (Y maticemos: cuerpo humano, sí, mas con detalles ─cola, garras…─ animales.) Pero el físico del lobo, en las clásicas ilustraciones de antaño, no es antropomorfo. Antoine Clouzier, para ilustrar el cuento en la primera edición de Perrault (Barbin, 1697) dibujó, en su estilo de ingenuo realismo, un lobo totalmente realista. Es la forma clásica de representar al lobo en las ilustraciones de antaño. Así fue representado, del todo realista, por Gustave Doré, Arthur Rackham, Lola Anglada o Emilio Freixas. Walter Crane dibuja un lobo realista, pero erguido sobre sus patas traseras. Podemos preguntarnos: ¿Era el lobo de Caperucita un licántropo, un hombre que se había transformado en lobo? ¿Era tal vez un chamán que, por sus artes oscuras, se había metamorfoseado en lobo? Se dice que los chamanes podían transformarse en animales; ¿han oído hablar del nahual, del nahualismo, de esos brujos que podían convertirse es osos, lobos o coyotes? Un coyote─hombre es Coyote, un ser mitológico de Norteamérica. Aparece, en los Estados Unidos, en la mitología Navajo, Nez Percé, Flathead, Tongua, Karok, Kiliwa, Crow, etc. Coyote fue un creador, un dios lunar, un héroe y, además, un truhán en todo el sentido de la palabra (un embaucador con mucho de personaje bufonesco) y un ser maligno. De él se cuentan muchas historias: Fue, por orden del Creador, quien limpió de monstruos y ordenó el caótico mundo (el Mundo Medio) que, una vez organizado, los seres humanos habrían de habitar. Mas el orden que Coyote estableció en el mundo (en el Mundo Medio) no fue del todo justo y lógico. De esta forma se explican los males del mundo. Fue Coyote, asimismo, quien creó al primer hombre, y lo hizo a base de dar patadas a una masa de barro. (Había una vez…) Fue Coyote quien derrotó al maligno Anteep, señor del Mundo Inferior; o quien robó el hijo al Monstruo del Agua, el cual exteriorizó su ira en forma de descomunal diluvio. Fue Coyote el autor de la Vía Láctea, al arrojar al cielo, al azar, las estrellas contenidas en un saco; con la única intención de ahorrarse el trabajo de ir colocándolas una a una. Fue Coyote quien retó a una carrera al veloz Río que, victorioso, aún hoy sigue riéndose del derrotado; o al menos eso cuentan quienes visitan a Río, ahora llamado Arroyo Seco. Fue Coyote quien tomó para sí el alma de un héroe, para poder adueñarse de su cuerpo. No se percataba la mujer del héroe de que, aunque en apariencia su esposo era el mismo, convivía ahora con un coyote, con Coyote. Un fuerte olor a coyote, que la mujer despedía, alertó a su espantada madre, descubriéndose así el engaño. Fue Coyote aquel del que no quedó más que el esqueleto, al ser devorado por el bebé monstruo. Nunca debió haber puesto su dedo en la boca del niño. Ahora fue el coyote víctima de las apariencias. Quien aparentaba ser una tierna e inocente criatura le comió el dedo, luego la mano, luego el brazo… hasta que sólo quedó, mondo y lirondo, el esqueleto. Mas no fue éste el fin de Coyote, pues su amigo Zorro, con sólo pasar por encima de sus restos, le devolvió la vida. Y fue Coyote quien, tras resucitar, acabó con su voraz devorador. ¿Sabían que el sheriff Cocorocó, siendo niño, soñó con la resurrección del voraz bebé devorador? Y nada hay de raro: pues si Coyote resucitó con tanta facilidad, ¿por qué razón no habría de hacerlo el otro? (Había una vez…) Fue Coyote quien robó el fuego a esa especie de dioses malignos, horribles y desagradables llamados los Seres de Fuego. Lo cual hace que inmediatamente pensemos en Prometeo, que robó el fuego a los dioses (no es éste el único punto en común entre Prometeo y Coyote, pues a ambos se les atribuye la creación del hombre a partir de barro; eso sí: Prometeo modeló el barro, no lo pateó). Y cuentan (los Crow) que, en su vejez, cuando respetado como hombre sabio era llamado “Coyote Hombre Anciano”, Coyote luchó con Mujer de Corazón Fuerte, a quien venció y robó el saco lleno de verano, consiguiendo, con esta hazaña, librar al pueblo Crow del invierno eterno, que tan cruelmente la sobrenatural mujer había impuesto. Pero regresemos (Había una vez…) al cuento de Caperucita. La niña, se dijo, había entrado en el bosque. Y allí, en el bosque, la niña se había encontrado con el lobo. Y, entonces, nosotros nos podemos preguntar: ¿Por qué el lobo no se comió allí mismo a Caperucita? Nos lo podemos preguntar si pensamos en la versión de los Grimm, que no nos aclara esta cuestión. En Perrault el asunto está claro: unos leñadores, que por allí andaban, disuaden al hambriento lobo de su voraz propósito. Perrault y los Grimm coinciden: Caperucita desconoce el peligro que entraña el lobo. Y la inocente niña le da la dirección exacta de la abuela. Según Perrault: Más allá de un molino que desde allí, desde el bosque, muy lejos puede verse, en la primera casa del pueblo. Según los Grimm: Siguiendo el bosque, como a un cuarto de hora de camino, en una casa (con cerca de nogal) bajo tres grandes encinas. En Perrault aparecen los dos caminos: el largo, que el lobo ofrece a la niña, y el corto, por el que corre el lobo a casa de la abuela. En los Grimm, Caperucita se aparta del camino, mientras el lobo va derecho a casa de la abuela. La niña recoge avellanas, persigue a las mariposas, hace ramilletes de flores; según Perrault. O, pensando en alegrar a la abuela con un ramillete de flores, coge flores (corriendo de aquí para allá) mientras penetra, más y más, en el interior del bosque; según los Grimm. Y (Perrault o los Grimm) llega el lobo a casa de la abuela. Y (uno u otro) se hace pasar por la nieta, entra en la casa (con hambre de tres días, según Perrault) y devora o se traga a la anciana. Después (uno u otro autor) se mete el lobo en la cama de la abuela (con las ropas de ésta, según los Grimm). Una puerta cerrada (según Perrault) o una puerta abierta (según los Grimm) encuentra Caperucita al llegar a casa de su abuela. Y, uno u otro autor: por una ronca voz o una rara sensación, tiene miedo. Luego, por mandato del lobo (que se finge abuela), Caperucita Roja, obediente, se desnuda y se mete con él en la cama, según Perrault. Mas ni se desviste ni se mete en la cama (sólo se acerca a ella) según los hermanos Grimm. Sorpréndese la niña, en Perrault, al ver cómo es su abuela en camisón. Entonces tiene lugar la célebre letanía (cual negra oración) en que la niña, que adivinamos recelosa por una sospecha, indefinida pero aterradora, de que aquello no es su abuela sino otra cosa, va enumerando, sorprendida, distintas partes de un cuerpo que es, todo él, desmesurado. Brazos, piernas, orejas, ojos y dientes es el orden de la lista, según Perrault. Orejas, ojos, manos y boca es el orden de la lista, según los Grimm. Brazosd en Perrault, manos en los Grimm; piernas en Perrault, no hay piernas en los Grimm; orejas en Perrault y en los Grimm; y, por fin, dientes en Perrault y boca en los Grimm. ¡Para comerte mejor! Sí, el lobo se comió, en Perrault o en Grimm, a la pobre Caperucita Roja. Luego (en Perrault) tras la terrible escena, la moraleja: las jovencitas no deben hablar con extraños. Y luego (según los Grimm), tras la muerte, la resurrección: el cazador abre la panza del lobo, y de allí salen Caperucita (muy asustada: por la oscuridad de la que ahora surge: hacia la luz) y su abuela (que ya casi no podía respirar). El lobo, entretanto, no se ha enterado de nada. Tampoco se entera de nada cuando llenan su panza de pedruscos. Duerme. Luego, al despertar, intenta levantarse de un salto; cayendo como un saco por el peso de los pedruscos. Y muere. Después nos contarán los Grimm otra historia de Caperucita, con otro lobo; lobo este que acabará ahogándose en una artesa. Y bien se ve: caperucita es una, pero también es múltiple: Está la Caperucita de Perrault, y está la de los Grimm; y está la de Egberto, la de Delarue, la de Tieck, la de Marelle… (Había una y múltiples veces…) Sí: Perrault, los Grimm, Egberto, Delarue, Tieck  o Marelle. Pero también Clouzier, Doré, Rackham, Anglada, Freixas, Crane o Disney. Sí: Caperucita Roja es una y es, también, múltiple. Y lo mismo puede decirse del lobo de Caperucita: uno y múltiple. Y lo mismo de la abuela… y del bosque… (Había una y múltiples veces…) Sí: Perrault, los Grimm, Egberto, Delarue, Tieck o Marelle: De un mismo cuento (Caperucita Roja) distintas versiones; de las cuales la más aterradora es, sin duda, la recogida hacia 1885 en la región del Loira; y estudiada años después (1951) por el folclorista francés Paul Delarue. No una torta y un tarro de mantequilla; ni un trozo de tarta y una botella de vino. Sí una hogaza de pan y una botella de leche en este cuento (que Delarue tituló “El cuento de la abuela”) donde no hay caperuza roja, ni bosque, ni nombre o apodo para la niña… Pero sí abuela. Y hombre lobo (no lobo, sino hombre lobo) con el que la niña (que se dirige a casa de la abuela con el pan y la leche) se encuentra en una encrucijada. No un camino largo y otro corto, como en Perrault; sí un camino de agujas y otro de alfileres, a elegir. «¿Qué camino tomarás?», pregunta el hombre lobo a la niña. «El camino de las agujas», responde la niña; y entonces el hombre lobo toma el camino de los alfileres. No ramilletes de flores y avellanas, sino agujas, recoge la niña. Y (como en Perrault o los Grimm) llega el otro (que aquí no es lobo, sino hombre lobo) a casa de la abuela. Y el otro, el antagonista, el que no es lobo sino hombre lobo, no devora ni traga: mata. Y, después, pone un poco de carne en la despensa; y llena de sangre una botella. Carne y sangre de la abuela asesinada. Después, una puerta cerrada (como en Perrault) encuentra la niña al llegar a casa de su abuela. Invítala a pasar el hombre lobo; para invitarla, luego, a carne y vino. La carne y la sangre de la abuela. Come y bebe la niña; y un gato (que sabe lo que es aquel manjar) insulta a la niña. Es insultada la niña por el felino por hacer algo que ella ignora: comer la carne y beber la sangre de su abuela. Seguidamente, por mandato del hombre lobo (que se finge abuela), la niña, obediente, se desnuda poco a poco. Y se mete con él en la cama, como en Perrault. Poco a poco: delantal, corpiño, vestido, enaguas, medias… Y, por mandato del hombre lobo, va echando la niña al fuego cada prenda que se quita. «No las necesitarás nunca más», dice el hombre lobo. Entonces tiene lugar la célebre letanía (cual negra oración tras el negro rito caníbal) en la quela niña, que adivinamos recelosa por una sospecha, indefinida pero aterradora, de que aquello no es su abuela, sino otra cosa, va enumerando, sorprendida, las distintas partes de un cuerpo que es, todo él, desmesurado. Pelo, uñas, anchos hombros, orejas, agujeros de la nariz y, por fin, boca, es el orden de la lista, según Delarue. ¡Para comerte mejor!, pero… antes de que el hombre lobo acabe con ella, la niña le pide permiso para ir fuera pues, según dice, se ha puesto mala. «Háztelo en la cama», dice al hombre lobo. Pero, al fin, deja salir a la niña («Pero no tardes mucho») con un cordón de lana atado al pie; cordón que la niña ata a un ciruelo del jardín… y se escabulle. Sale le hombre lobo tras ella, tras percatarse de la jugarreta; pero la niña, rauda, logra llegar a su hogar, poniéndose a salvo. Un final más feliz que el de Perrault, el de este cuento; pero menos feliz que el de los Grimm. Y menos feliz, también, que el de Charles Marelle. La adaptación del cuento del francés Marelle es de 1888, y se titula “La verdadera historia de Caperucita de Oro”. Una caperucita roja, según Perrault. Y los Grimm pormenorizan: la capuchita es de terciopelo rojo. Mas Egberto de Lieja discrepa: no es terciopelo rojo, sino lana roja. Ahora la caperucita es de oro, y ha sido fabricada con un rayo de sol. Perrault y los Grimm coinciden en esto: la caperucita roja fue un regalo de la abuela. Ahora, la abuela no es sólo quien regala a la niña la caperuza, sino que es su artífice. La mágica artífice de una caperucita que posee una virtud protectora, al igual que la sagrada túnica, tejida de lana roja (y no regalo de su abuela, sino de su padrino), de la que nos habla Egberto. Caperucita de Oro se llama Blanchette. Por encargo de su madre, Blanchette se encamina, con un pastel como presente, a casa de su abuela. Mágica abuela a la que no podrá devorar el lobo. Pues cuando éste, después con su encuentro con Caperucita de Oro, llega a casa de la mágica anciana, ésta se halla ausente. Entonces el lobo, a falta de poder comérsela, se conforma con encubrirse con sus ropas. Cuando Blanchette (Caperucita de Oro) arriba a casa de su abuela tiene lugar: la célebre letanía. Mas cuando el lobo se abalanza, con voraz desenfreno, sobre la aterrada Blanchette, sale bien escaldado: las mágica caperuza de oro, del color del fuego, que fue fabricada con un rayo de sol, abrasa las fauces del lobo, salvando a la niña. Entonces aparece la abuela, la artífice de la mágica caperuza, y, cual sheriff Cocorocó justiciero, caza al cánido delincuente. En Perrault no había cazador; en los Grimm hay cazador salvador; y, ahora, en el cuento de Marelle, tenemos una abuela cazadora. Por cierto: el debut literario del cazador es anterior a los Grimm. El cazador debuta en el teatro, en la adaptación dramática (1800) del romántico Ludwig Tieck. Es ésta una obra política. El cuento popular es adaptado con fines de lucha política: contra la Revolución francesa. Y no se le ocurre otra cosa a Tieck que identificar la caperuza roja (la enigmática o mágica caperuza roja) con el gorro frigio de los jacobinos. El cazador no logra, en este satírico drama, salvar a la niña. ¿Alguna pregunta para terminar? «Sí, yo tengo una: ¿cuál es la atenta lectura del cuento de Egberto que hace pensar a algunos ─entre los que dice usted contarse─ que la protagonista sí tiene caperuza? » Vamos: En el cuento de Egberto, la niña es salvada de los lobeznos (a quienes había sido entregada por el lobo) por la virtud protectora de la túnica. De esta túnica se dice en el cuento que es de lana roja. No su abuela (como en Perrault o en los Grimm) sino su padrino (como nos cuenta Egberto): éste fue quien regaló a la niña, el día de su bautizo, la roja túnica. Estos son los datos; no se habla de caperuza. Pero cuenta Egberto que los lobeznos, apaciguados por virtud de la sagrada túnica, empiezan a lamer la cabecita de la niña, cual dóciles perritos. "No me rompáis la túnica", protesta entonces la niña, censurando el proceder de los cachorros. Y entonces el profesor Ziolkowski interpreta: si los lobeznos pueden romper la túnica, por el hecho de lamer la cabeza de la niña, es porque la túnica se la cubría. Y así, de esta forma, infiere Ziolwoski (para mí con acierto) que la túnica llevaba caperuza. Por lo que la niña del cuento de Egberto puede llamarse, con propiedad, Caperucita Roja.

    7. La marcha hacia el Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes, por terrenos casi impracticables (para evitar los caminos principales), aunque penosa, estaba resultando rutinaria; y eso era bueno, aunque escamante. Lo que les escamaba era que el comisario Sindulfo y compañía no hubieran dado, en lo que ellos (las señoritas y el sheriff) llevaban de trayecto, señales de vida. Y lo que llevaban de trayecto era mucho. «De hecho, si no yerro en mis estimaciones, creo que esta misma noche (si Dios quiere… y el Diablo no interfiere) habremos llegado al sitio fronterizo al que nos dirigimos; más allá del cual surge, en toda su espaciosa, alucinante y espeluznante amplitud, el yermo paisaje de marras: el Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes», dijo Doña Rosalba, que, al pescante de su carreta, gobernaba, con firmeza, la pareja de esforzados caballos (uno blanco y otro negro). Era (ya se dijo) una carreta grande, con sus cuatro ruedas, su toldo de lona (decorado con un artístico rótulo) y sus pertrechos de viaje. “Doña Rosalba, ADIVINACIÓN Y VISIÓN DEL FUTURO Y DEL PASADO”, rezaba (ya se dijo también) el artístico rótulo. Y el sheriff Cocorocó que, a lomos de su cuadrupercusionista Magic, cabalgaba junto a la carreta, preguntó: «¿De veras llegaremos esta noche?» «Lo más seguro, si no yerro en mis estimatorias estimaciones», contestó Doña Rosalba. «¿Estimatorias estimaciones?», pensó Cocorocó, «la verdad es que esta Doña Rosalba a veces se pasa de redicha» «Yo diría», pensó el noble Magic en su equináceo idioma, como si leyera el pensamiento de su jefe (lo de amo queda muy mal) «que el redichamiento redichante de Doña Rosalba le ha jugado, en esta ocasional ocasión, una mala pasada: llevándola a la distorsionante distorsión lingüística. Y lo de “equináceo idioma” (ahora parecía leer la mente del novelístico narrador de esta novela) también se las trae.» Pues anda que tú (pienso yo, el narrador) sí que te has pasado tres pueblos, querido Magic, con lo de “redichamiento redichante”, ¡más te valdría relinchar, que es lo tuyo! «¡Cállate!, demasiado bien parlo para ser un caballo; además, yo no me hablo con los narradores de las novelas que coprotagonizo. ¡Ya es lo que faltaba, hombre, que los narradores se pusieran a discutir con sus personajes! (y que a nadie se le ocurra decir ahora que este caballo no ha leído a Unamuno, Pirandello, Gaarder y otros)» ¡Ja, ja, ja!, qué gracioso eres Magic; pero cómo vas a haber leído unas obras que aún no existían en tu época!, en fin, dejémoslo.
    ─Pues sí, señor Cocorocó, si no me equivoco esta noche la pasaremos en la Cabaña Fronteriza.
    ─¿La cabaña fronteriza, Doña Rosalba?
(Mientras tanto, Roquelina descansaba ─dormía una dulce siesta─ en el interior de la carreta.)
    ─Sí, señor Cocorocó: la cabaña Fronteriza; no le había hablado de ella porque…, bueno, le reservaba esta sorpresa.
    ─Ah, pues gracias por el detalle. La verdad es que poder pasar una noche bajo techo, para variar, no me desagrada.
    ─¿No ha oído hablar usted nunca de la Cabaña Fronteriza, sheriff Cocorocó?
    ─Pues no.
    ─La Cabaña Fronteriza no es una cabaña cualquiera. Aún no se encuentra dentro de los dominios del Desierto, el cual surge un poco más allá, en toda su siniestra (y, por supuesto, espeluznante) amplitud. Pero la Cabaña Fronteriza, que es una Cabaña Fronteriza con mayúsculas, está a salvo del pernicioso influjo del Desierto Espeluznante, por ciertas enigmáticas virtudes que ella posee.
    ─¡Enigmáticas virtudes!
    ─Sí, sheriff Cocorocó. La Cabaña Fronteriza está protegida, por una razón oculta, de toda maléfica influencia. El Bien mora en ella; el Mal la rehúye. Los hombres bienintencionados ser sienten atraídos por ella; los malvados sienten hacia ella una destructiva aversión. Mas la Cabaña Fronteriza, por la virtuosa razón oculta que la protege, anula el impulso destructivo que en los malos genera.
    ─¿Me puede poner un ejemplo, Doña Rosalba?
    ─Sí, sheriff Cocorocó; voy a contarle algo que ejemplifica claramente el asunto: En cierta ocasión, unos malhechores (una banda de gringos cuatreros) sintieron tal repulsión al ver la Cabaña Fronteriza que, sin querer siquiera acercarse a ella, decidieron destruirla, quemándola. Y ya prestos enarbolaban sus antorchas para (entre groseras carcajadas) materializar su pirómano plan, cuando desencadenose con inusitada furia, de improviso, una desaforada tormenta (nunca se había visto al cielo, dicen, en tal estado de ánimo) cuyos espantosos rayos y truenos y torrencial lluvia causaron tal pavor, tal pánico entre los malandrines que, cual almas que lleva el diablo, escaparon a galope tendido de allí: porque la desaforada tormenta (nunca se había visto al cielo, dicen, en tal estado de ánimo) se concentraba, y esto es lo portentoso del caso, exclusivamente en torno a la divinal Cabaña.
    ─Lo que me ha contado es realmente sorprendente, Doña Rosalba; y si bien es cierto, según usted me ha relatado, que los malhechores no pudieron prender fuego a la Cabaña Fronteriza, yo, en cambio, ardo en deseos de conocer la estupenda y prodigiosa vivienda.
    ─Pues, si Dios quiere y el Diablo no interfiere, la va usted a conocer muy pronto, sheriff Cocorocó.
    (Mientras tanto, Roquelina descansaba ─dormía una dulce siesta─ en el interior de la carreta.)
    Era (ya se dijo) una carreta grande, con sus cuatro ruedas, su toldo de lona y sus pertrechos de viaje. Dicho toldo estaba decorado con un artístico rótulo que decía: “Doña Rosalba, ADIVINACIÓN Y VISIÓN DEL FUTURO Y DEL PASADO”.
    Al pescante, Doña Rosalba gobernaba los dos caballos (uno blanco y otro negro). Cocorocó cabalgaba junto a la carreta, a lomos de su cuadrupercusionista Magic.


    CAPÍTULO DOS

1. Y allí estaba, a la luz mortecina del crepúsculo, la Cabaña Fronteriza. «Pues mira, hemos llegado antes de lo previsto al final», pensó Cocorocó, «pues todavía no ha anochecido.» Todavía no. La luz crepuscular del ocaso tímidamente la iluminaba: «¡La Cabaña Fronteriza!», pensó Roquelina (fijos sus ojos en la penumbrosa visión). Estaba sentada en el pescante de la carreta, junto a Doña Rosalba, que, como siempre, era quien asía las riendas. «Hemos llegado», dijo, «antes de lo previsto, Roquelina. Sheriff Cocorocó, ¡aquí la tiene!» «Sí, aquí la tengo», pensó Cocorocó, «pero así, vista por fuera y de primera impresión, no parece gran cosa.» Efectivamente, así, vista por fuera y de primera impresión, la Cabaña Fronteriza no era más que una cabaña de banal aspecto. Desde luego, no se la había imaginado tan pequeña. De hecho, parecía alta, sin serlo, de estrecha que era. «Será un poco más grande que la caseta de las herramientas», pensó Cocorocó (que pensaba en una caseta de Hearty Porky, la granja de sus padres que recientemente había visitado). La Cabaña Fronteriza era de madera. Tenía, aquí y allá (en la fachada o en las paredes laterales) deslucidos letreros. Estos letreros eran tablas fijadas, con grandes clavos oxidados, a la fachada y a las paredes laterales. A la vista de Cocorocó, la fachada y una pared lateral (la izquierda). En los letreros se adivinaban, a la mortecina luz del ocaso, ilegibles restos de rótulos y restos de figuraciones incomprensibles. En el tejado se alzaba una alta chimenea de piedra. La casa estaba pintada en varios colores, muy desvaídos por su exposición a la intemperie.

    2. Cuando Cocorocó entró, tras Doña Rosalba y Roquelina (cada una de las cuales portaba un candil) en la Cabaña Fronteriza, la sorpresa que se llevó fue mayúscula. Aquella casa, en su interior, no era más que una cuadra para caballos, una angosta caballeriza con sus abrevaderos y sus comederos con su heno. Miró, casi espantado, a Doña Rosalba y a Roquelina, en espera de alguna explicación; pero Doña Rosalba, que sujetaba su candil, nada dijo; y Roquelina, también silenciosa, se arrodilló. «Claro», pensó Cocorocó, «como la cabaña es sagrada se arrodilla; pero, en realidad, esto no es más que una cuadra.» Mas pronto pudo ver que, si Roquelina se había arrodillado, había sido para abrir una portezuela que había en el suelo. «La trampilla da a una escalera; ¡vamos!, se va usted a llevar una sorpresa, sheriff Cocorocó», dijo Doña Rosalba. Y Roquelina, que ya había empezado a descender por la escalera, exclamó: «Abajo hace calor, y hay mucha luz!» Cocorocó iba de sorpresa en sorpresa. «Eso es que hay alguien», dijo, con un tono de voz que expresaba una absoluta despreocupación, Doña Rosalba. Luego, dirigiéndose a Cocorocó, añadió: «Baje usted con Roquelina; yo antes tengo que meter los caballos en la cuadra.» «Luego realmente esto es una cuadra para caballos», pensó Cocorocó, y, tras Roquelina, comenzó a bajar por lo que era una gran escalera de caracol. Efectivamente, abajo había mucha luz, tanta que el candil que llevaba Roquelina («Lo podía haber dejado arriba») resultaba, más que poco útil, un estorbo. «Pues sí que se nota calorcillo de abajo, Roquelina.» «Eso es porque alguien ha encendido el hogar de la chimenea.» «Ah.» («Lo podía haber dejado arriba», pensó Roquelina, «¡menudo estorbo de candil!»)

    3. «¡Por mis bigotes que no me esperaba esto!», exclamó el sheriff Cocorocó. Y no era para menos. La escalera de caracol les había conducido a un salón de gran tamaño y techo alto; a una habitación que, además, estaba bien iluminada (por un par de lámparas) y caldeada (por el crepitante fuego en el hogar de la chimenea, que, de paso, añadía más luz a la estancia). Y no sólo por esto destacaba el salón, sino también por estar bien amueblado. Distinguíase un armario grande, de madera de ébano oscuro, con adornos tallados con destreza. Una gran alfombra cubría, en parte, el pavimento de madera. Sobre la alfombra de buena lana, una mesita a juego con el armario; y tres sillas tapizadas con rojo terciopelo. También podían verse, aquí y allá, pinturas (oscurecidas por el tiempo y los barnices) en marcos de madera esculpida y pintada (por el tiempo descoloridos). Algunos de estos cuadros eran de forma rectangular, otros eran de forma ovalada. Parecía adivinarse que aquellas pinturas (oscurecidas por el tiempo y los barnices) representaban paisajes, aunque esto no podía afirmarse con seguridad. «Si uno se fija bien», pensó Cocorocó, «aquello, más que un bosque, podía ser una cara.» Un pesado cortinaje medio ocultaba una puerta. Como todos los objetos de la estancia, las cortinas tenían un aspecto vetusto. Todo aquel salón revelaba el paso del tiempo; pero, por otra parte, todo estaba muy limpio. Cocorocó miró a Roquelina. Había ella cogido un pequeño papel manuscrito, que se encontraba sobre la mesita, y lo estaba mirando fijamente. «Ese papel no parece tener más de tres líneas», pensó Cocorocó, «Roquelina ha tenido tiempo más que de sobra de leerlo, pero continúa con sus ojos fijos en él.» Entonces se acercó a ella, y se puso a leer por encima del hombro de la joven («a pesar de que, como dice mi madre, es de mala educación»). En la nota, bien caligrafiada, ponía: «Estoy en la biblioteca. Hay comida en la despensa»; y, bajo el breve texto, la firma: Pe Tse Fu. «¡Pe Tse Fu!», gritó con brusquedad el sheriff, sobresaltando, con su inesperado grito, a Roquelina. «¡Eh!, ¿qué le pasa?» «Perdone Roquelina; es que el que firma esta nota, Pe Tse Fu (que, como su nombre indica, es chino), es un viejo amigo (aunque no es viejo, ¿sabes?, andará ahora por los treinta y… tantos) ¡Ah, Pe Tse Fu aquí, en la biblioteca; ¡no puedo creerlo! ¿en la biblioteca? ¿hay aquí una biblioteca? ¿por dónde se va?» «Por el armario», contestó Roquelina. «¡Ja, ja ja; qué graciosa es la niña!, la verdad es que a veces tienes cada golpe que…» Mas no terminó la frase el de bigotes, pues ya Roquelina había abierto la puerta del armario. «¡Diantres policromados!», exclamó estupefacto Cocorocó, «¿es posible lo que ven mis atónitos ojos?» (Sí lo era) «la puerta del armario da a un pasillo larguísimo» (Efectivamente). En efecto, la puerta del armario daba a un larguísimo pasillo. Si en aquel momento hubiera salido, por aquella puerta, una vaca volando, Cocorocó no se hubiera extrañado lo más mínimo. Pero no salió ni una vaca volando ni nada. Y, en cambio, Roquelina y Cocorocó entraron. Caminaron por el largo pasillo, pasando junto a puertas cerradas (a su izquierda o a su derecha). «La puerta de la biblioteca es aquella de allí enfrente, al fondo, donde termina el pasillo», explicó Roquelina. Cocorocó no caminaba ya detrás de ella, sino a su lado, pues el pasillo era ahora más ancho que al principio. «Mire, sheriff Cocorocó, la puerta de la biblioteca está abierta.» Entraron en la biblioteca, y allí (a la derecha, nada más entrar) le vieron. Pe Tse Fu estaba allí sentado, con un gran libro abierto sobre el escritorio. El escritorio era de ébano oscuro. Pe Tse Fu se sentaba en un sillón con brazos de madera (también de ébano oscuro) con adornos tallados; el respaldo estaba tapizado con terciopelo rojo. «¡Cocolocó!» «¡Pe Tse Fu!» Y se estrecharon afectuosamente las manos, y luego se dieron un efusivo abrazo: «¡Pe Tse Fu, amigo!» «¡Cocolocó, amigo!»

    4. Aquella noche, la noche que arribaron a la Cabaña Fronteriza, Doña Rosalba, Roquelina y Cocorocó cenaron en compañía de Pe Tse Fu, en el comedor de aquella enigmática casa (porque la Cabaña Fronteriza tenía, también, un amplio comedor. No se privaba de nada, oye). «Esta Cabaña Fronteriza no se priva de nada, oye"», comentó Cocorocó, «¡menudo comedor!» ¡Menudo comedor!: Una amplia estancia cuadrada, con buenas sillas tapizadas en torno a una buena mesa de roble. Y luego: armarios, alfombras, oscuras pinturas, cortinajes… Todo vetusto; en parte iluminado, en parte en penumbra. Una gran lámpara central, que pendía del techo, era la fuente de luz de la estancia. «Hace frío», pensó Cocorocó. Hacía frío, mucho frío, pues no había allí hogar con fuego de leña, como en el salón (este era el único lugar caldeado de la Cabaña Fronteriza, según le dijeron a Cocorocó). En el curso de la cena, Cocorocó fue informado de que en la Cabaña Fronteriza hacía frío, mucho frío. Era verano, pero hacía frío. En la Cabaña Fronteriza hacía especialmente frío, mucho más frío que afuera. En el salón no. Únicamente en el salón no, gracias al fuego de leña, en el hogar de la chimenea. «El salón es el único lugar de la casa caldeado», dijo Doña Rosalba. «Está todo muy bueno», estimó Cocorocó con satisfacción. Doña Rosalba y Roquelina asintieron. «Glacias, glacias…», dijo el anfitrión (a quien Doña Rosalba y Roquelina habían conocido aquella noche). La abundante cena, comida china, había sido cocinada por Pe Tse Fu. «Buenos cubiertos», comentó Cocorocó. Y es que la cubertería era de plata, primorosamente labrada por algún experto artesano. «Está todo muy bueno», repitió Cocorocó con satisfacción. Doña Rosalba y Roquelina asintieron.
    ─Glacias, glacias…

    5. Pe Tse Fu tenía una sonrisa serena, que irradiaba paz (dientes blancos, grandes pero proporcionados). Su pelo de color castaño, largo y lacio, cubríale las orejas llegándole hasta los hombros (vestía una vieja chaqueta de pana, con cuello y bocamangas de raída piel). Un largo y ralo flequillo. Y sus rasgados ojos, del color de su cabello. En un rostro alargado de pómulos marcados; bien curtido por el aire y el sol.
Pe Tse Fu (que, como su nombre indica, era chino) era un viejo amigo de Cocorocó («aunque no es viejo, ¿sabes?, andará por los treinta y… tantos»).
Se habían conocido hacía tiempo.
Arthur Jackson y sus hermanos habían robado abono de cerdo (un fertilizante para la tierra de muy buena calidad, oye); y el sheriff Cocorocó, en compañía de Bisonte Willy (el famoso explorador), seguía su oloroso rastro. Pero los cazadores fueron cazados por Arthur Jackson y sus hermanos. «Me parece», dijo el sheriff, «que este es el fin, Willy Bisonte» «Bisonte Willy, jovencito, no confundamos», le corrigió el explorador. Y fue entonces cuando Pe Tse Fu hizo su aparición estelar. Surgió por arte de birlibirloque, les desató (porque estaban atados a un árbol) y, entre los tres, les dieron lo suyo a dos de los hermanitos ladronzuelos. Al tercero (porque eran tres) no hubo que darle nada, pues, al contrario que sus hermanos, carecía de malicia.  Era el más pequeño, casi un niño. Se había dejado arrastrar por los otros. Cuando Cocorocó se lanzó sobre él, no opuso resistencia. «Pero… ¿tú no me insultas y te defiendes como los demás?», le preguntó extrañado el sheriff. «No, ¿por qué?, tú no me has hecho nada, además tengo sueño», respondió el ingenuo rapazuelo, para, acto seguido, tras dar un buen bostezo, quedarse dormido como una marmota de esas. Arthur Jackson y sus hermanos habían sido capturados; y ello gracias a la providencial ayuda de Pe Tse Fu.
Mas la aventura no terminó aquí. La aventura en la que Pe Tse Fu y Cocorocó se conocieron continuó.
Arthur Jackson y sus hermanos ya habían sido capturados. El oloroso fertilizante porcino había sido recuperado (un fertilizante para la tierra de muy buena calidad, oye). Pero ahora había que poner a los delincuentes a buen recaudo; y devolver el hediondo abono a su legítimo propietario. «Y que se lo coma si quiere», pensó Cocorocó.
    Cocorocó, Pe Tse Fu y Bisonte Willy, con los hermanos y el pestífero abono, pusiéronse en camino a Tortas─City. Y, en el camino, un nuevo contratiempo: un amigo de los Jackson, Bill Gordo, los liberó bien liberados; quedando Cocorocó, Pe Tse Fu y Bisonte Willy bien atados a una buena roca. A merced de los buitres quedaron así abandonados, en el desierto tórrido. «Otra vez atados», se quejó Cocorocó. «No somos nadie», filosofó Bisonte Willy (el abigotado y aperillado explorador de los luengos cabellos). Pe Tse Fu no dijo nada. «¡Caramba!», exclamó con satisfacción un buitre, «¡tres tipos atados!, avisaré a los demás.» «¡Buitres!», anunció con alarma Bisonte Willy. «Estamos perdidos», sentenció con estoicismo Cocorocó; para luego añadir: «Moriré con el cigarro en la boca», e, inmediatamente, cayendo en la cuenta: «¿Dije cigarro?». Un buitre (¡KRRIAA!) lanzábase sobre ellos, con carroñera glotonería (¡KRRIAA!, es decir, «¡Ja, ja!, ya son míos; ya son míos…»), pero Cocorocó, que in extremis habíase liberado de sus ataduras (quemando las cuerdas con su cigarro) propinó al carroñero glotón un resonante ¡PLAF! «¡Uf, qué tipo más bestia!», farfulló el contrariado y mareado buitre, mientras retrocedía marcha atrás en destartalado vuelo (estrellas multiformes orbitaban alrededor de su pelada y huesuda cocorota). «¡Menos mal que logré desatarme a tiempo! ¡para que luego digan que fumar es malo para la salud!», exclamó Cocorocó; pero… «¡Rayos!» ¡KRRRRIAK! Otro buitre, éste de armas tomar, furioso se abalanzó sobre el sheriff, asiéndole con sus garras por la ropa, por la espalda, y elevándole por el aire. «¿Pero qué clase de buitre es ese?», pensó Bisonte Willy al tiempo que ¡BANG! ¡BANG! Hacía blanco en el negro avechucho, quedando Cocorocó magullado pero contento. «¡Ja, ja!», rió con ganas Bisonte Willy mientras ¡BANG! ¡BANG! Continuaba disparando. Y «¡Los buitres huyen!», exclamó luego el abigotado y aperillado explorador de los luengos cabellos.
    ─Me gustaría saber de dónde ha sacado esa pistola, Bisonte Willy─preguntó Cocorocó─, los bandidos nos desarmaron.
    ─Yo siempre llevo una pistola de repuesto en el calcetín ─contestó el explorador.
Después, como nuestros amigos habíanles oído decir a los bandidos que se iban a dirigir a Tortas City, hacia Tortas City dirigiéronse, a galope tendido (Los bandidos no se llevaron sus caballos; los dejaron allí cerca, atados).
    RESUMEN: «Hola, amigos; yo: Cocorocó (─El burro delante…─ pensó Magic), Bisonte Willy y Pe Tse Fu llegamos a Tortas City buscando a Bill Gordo y a los Jackson. Tras coger a un hermano y hacerle confesar, supimos cuál era la guarida de los bandidos, y, ayudados por los del pueblo, les sorprendimos, pero Bill Gordo y un hermano y otros cuantos de la banda escaparon.»
    Luego nuestros amigos les capturaron a todos.
    Y fin.
    Pero no fue ésta la única aventura que Cocorocó compartió con Pe Tse Fu. Mas, por ahora, basta.  No conviene que una rememoración rememorativa se prolongue en exceso; pues el lector podría perder el hilo de la trama; podría, perdido en la parte, perder de vista el todo. Pero, téngalo presente el lector, en una novela (tal como yo la concibo) la más pequeña de las ramas es tan principal como el tronco. La más pequeña de las hojas es tan principal como la rama que la sustenta.

 6. «Buenos cubiertos», reiteró Cocorocó. Y es que la cubertería, de plata y primorosamente labrada por algún experto artesano, llamaba la atención.  Aquella noche, la noche que arribaron a la Cabaña Fronteriza, Doña Rosalba, Roquelina y Cocorocó cenaban, en compañía de Pe Tse Fu, en el comedor («Hace frío», pensó Cocorocó) de aquella enigmática casa. Hacía frío, mucho frío, pues no había allí hogar con fuego de leña, como en el salón. «El salón es el único lugar de la casa caldeado», reiteró Doña Rosalba.
    Doña Rosalba parecía haber pasado, hacía tiempo ya, los cincuenta. Era membruda y de muy elevada estatura (esto último era perceptible incluso ahora ─en aquel ahora─ que se encontraba sentada a la mesa). En su enjuto rostro destacaba una generosa nariz aguileña y un no menos ilustre mentón. «Infunde respeto», había pensado Cocorocó la primera vez que la vio. Tan imponente mujer, cuyos ojos eran negros como el azabache y cuyo pelo negro formaba dos largas trenzas, se había abrigado con su veterana pelliza que, para hacer juego con el resto de su atuendo, era negra como una noche sin luna («Hace frío», pensó Cocorocó).
    Aquella noche, la noche que arribaron a la Cabaña Fronteriza, Doña Rosalba, Roquelina y Cocorocó cenaban, en compañía de Pe Tse Fu, en el comedor («Hace frío», pensó Cocorocó) de aquella enigmática casa. ¡Y menudo comedor ostentaba la casa de marras!: Una amplia estancia cuadrada, con buenas sillas tapizadas en torno a una buena mesa de roble. Y luego: armarios, alfombras, oscuras pinturas, cortinajes… Todo vetusto; en parte iluminado, en parte en penumbra. Una gran lámpara central, que pendía del techo, era la fuente de luz de la estancia. «Si mi madre ve este comedor le da el patatús de pura envidia (y eso que mi madre no es de las que se afligen por el bien ajeno)», pensó Cocorocó.
    A la izquierda de Doña Rosalba y frente a Cocorocó se sentaba, aquella noche, Roquelina. Como Doña Rosalba, se había abrigado con una pelliza. «Esa pelliza roja le viene de perlas», pensó Cocorocó.
    Frente a Cocorocó, Roquelina: unos brillantes ojos negros como el azabache. O más.
Roquelina: un rostro gracioso.
Roquelina: un pelo negro (como el azabache, para más señas) peinado a raya al medio y recogido en dos largas trenzas.
    ¿Sabías lector que, en épocas de censura, las trenzas eran prohibidas (en ciertos tebeos) por su carácter erótico?
    «Está todo excelente», estimó Cocorocó con satisfacción.
    A su izquierda y frente a Doña Rosalba se sentaba Pe Tse Fu. «Tiene una sonrisa serena, que irradia paz», pensó Doña Rosalba.
    Pe Tse Fu tenía una sonrisa serena, que irradiaba paz (dientes blancos, grandes pero proporcionados). Su pelo de color castaño, largo y lacio, cubríale las orejas llegándole hasta los hombros (vestía una vieja chaqueta de pana, con cuello y bocamangas de raída piel). Un largo flequillo. Y sus rasgados ojos perspicaces, del color de su cabello. En un rostro alargado de pómulos marcados, bien curtido por el aire y el sol.
    ¿Y no se describe al sheriff Cocorocó?
    Sí, describámosle: Una circunferencia para la forma general del rostro, otra más pequeña para la nariz, los famosos bigotes biespiralíneos y dos minicircunferenicas para los ojos (con sus iris de un color difícil de precisar); luego dibujamos las cejas, la boca, las orejas, el pelo… y ya está.
    ─¿Quieres vino, Roquelina?
    ─No, gracias, no bebo.
    ─¿Y usted, Doña Rosalba?
    ─Sí, gracias.
    ─¿Y tú, Pe Tse Fu?
    ─Oh, vino no, glacias.
    ─No sabía yo que fueras tan buen cocinero, Pe Tse Fu ─ dijo Cocorocó─; y este vino tan bueno, ¿de dónde lo has sacado?
    ─De la bodega ─contestó el que aquella noche ejercía de anfitrión.
    ─¿De la bodega? ─se sorprendió Cocorocó─ ¡no me digas que también aquí hay bodega! ¡esta Cabaña Fronteriza es la monda!
Sí, había bodega, y una buena bodega, además.
    ─No me importaría pasar unos días en esta casa ─declaró Cocorocó─  si no tuviera tanta prisa.
    ─Nosotras, desde luego, partiremos mañana a primera hora ─dijo Doña Rosalba.

    7. Pero, al día siguiente, apenas había amanecido, se desató una terrible tormenta de arena. «Esta tormenta trata de destruirnos, pero la casa es más fuerte. Mirad, la casa ha creado en torno a sí un invisible pero poderoso escudo. La violenta nube de arena ni siquiera nos toca», explicó Doña Rosalba. «Ni siquiera a la carreta, que está afuera», añadió Roquelina. «Pero nos va a ser imposible salir de aquí», se quejó Cocorocó «mientras esto dure» «¡Ah!, ¿pues no decía usted anoche que no le importaría pasar unos días en esta casa?», ironizó Doña Rosalba. «¿Tanto va a durar esto?», preguntó el abigotado sheriff. «No sé cuánto durará, pero sé quién está detrás de esta martingala: Pico Corco, el hombre medicina. Sí, esta tormenta de arena es una ilusión, un engaño de su negra hechicería. Y la casa se defiende de la fantasmagoría», esclareció Doña Rosalba. «Pero entonces», preguntó Cocorocó «esta terrible tormenta de arena, tan real como la vida misma ¿no es más que una ilusión de los sentidos?» «No es más que eso…», contestó Doña Rosalba, «… ¡ni menos!, pues una tormenta de arena fantasmagórica, si te alcanza, puede ser tan devastadora y letal como la más real de las tormentas de arena. Pues lo que devasta la mente devasta el cuerpo, y lo que es letal para la mente es letal para el cuerpo.» «Ya», contestó Cocorocó. Pe Tse Fu no dijo nada, pero sonrió. «Yo voy a deshacer las maletas», dijo Roquelina; y, a través de la trampilla, comenzó a descender por la escalera. «Pero entonces, Doña Rosalba, ¿no sabe usted, más o menos, cuánto tiempo va a durar esta… martingala?», insistió Cocorocó. «Durará el tiempo que Pico Corvo pueda mantenerse concentrado en el asunto; o dicho de otra forma, durará hasta que Pico Corvo se canse», contestó la mujer de la generosa nariz aguileña y el no menos ilustre mentón, mientras clavaba en Cocorocó sus profundos ojos, negros como sus dos luengas y románticas trenzas. «¿Y cuándo cree usted que se cansará el pajarraco ese?», volvió a insistir el sheriff. «Pues igual al cabo de tres horas que al cabo de tres días o de tres semanas…», respondió Doña Rosalba, «… no lo sé; espero que deje pronto de fastidiar.» «Pues sí, Doña Rosalba, yo también lo espero», concluyó Cocorocó. Pe Tse fu no dijo nada, limitándose a sonreír.

    8. «Es la primera vez que estoy a solas con Roquelina, y manteniendo con ella una animada charla, ¡fantástico!», pensó Cocorocó. Se encontraban, la chica de las negras trenzas y el sheriff de los biespiralíneos bigotes, en la biblioteca. Arriba, afuera, no cesaba la tormenta.  «Pues casi me alegro», pensó el abigotado sheriff.

    9. «El otro día»,
escribió Cocorocó en su cuaderno,
estuve hablando con Roquelina en la biblioteca. ¿De qué?, de nada en particular, cosas triviales; pero lo cierto es que sólo hablé yo en realidad bla, bla, bla como una cotorra y ella únicamente contestaba cosas como “ya” o “no sé”»

    10. «Seguimos atrapados por la tormenta de arena. Empiezo a estar hasta mis retorcidos bigotes de esta cabaña que, al mismo tiempo, me fascina. Doña Rosalba siempre está leyendo, y Roquelina y Pe Tse Fu son de pocas palabras; es decir, que me aburro como una ostra. Pe Tse Fu también lee. Roquelina prefiere contemplar los grabados de los libros o los cromos de las antiguas revistas de moda.»

    11. «Ayer viví»,
escribió Cocorocó en su cuaderno,
«una extraña, sorprendente experiencia. ¡Por fin la bola de Doña Rosalba en acción! ¡Y yo que creía que era todo una superchería…!
    Primero no fueron más que luces y sombras temblorosas, mas luego se vio más: atónito vi cómo lo borroso se hacía más nítido ante mis bigotes, cómo la bola mostraba vivas imágenes del pasado. Imágenes del pasado, de mi pasado, sin orden ni concierto surgían y desaparecían, y yo no sabía si me encontraba bajo los efectos de alguna droga apache o si simplemente estaba soñando. Ninguna de las dos cosas. Era la magia, lo sobrenatural, qué sé yo.
    Solos en la estancia Doña Rosalba y yo, y en medio la bola; y en la bola desfilando, sin orden cronológico, las imágenes de mi pasado. No había voces, no había ruidos; sólo imágenes. Imágenes que, luego lo supe, Doña Rosalba no podía ver. Por lo visto es lo normal que esto sea así.
    Y lo más extraño es que los que allí aparecían, yo mismo o cualquiera de mis amigos, enemigos y demás familia, tenían un aspecto, la mayoría de las veces, raro. La mayoría de las veces, porque a veces su aspecto era normal.
    ¿Cómo explicar esto?
    Un ejemplo: Una de aquellas, por así decirlo, visiones mágicas, mostraba mi primer encuentro con Kid Sidney. Ahí estábamos los dos tal como éramos, tal como somos. Ahí estábamos sobre nuestras cabalgaduras, y también se podía ver la cabeza del asno que montaba el socio de Sidney, el negro Mencus, que quedaba fuera del encuadre de aquella, por así decirlo, fotografía en movimiento.   No había voces, no había ruidos; sólo imágenes.  Pero recuerdo que él se presentó diciendo “hola amigo, me llamo Sidney, soy pistolero esbelto” ¡esbelto!, qué gracia me hizo que dijera aquello aquel tío gordo. “Buena barriga gasta vuestra merced”, le solté, “yo soy el sheriff Cocorocó”, y luego: “se cuida bien, ¿eh, amigo?” “Sí, últimamente estoy un poquito gordo”, me contestó, sin tomarse a mal mis palabras, el bueno de Sid. No, no dijo gordo, creo que lo que dijo fue: “sí, últimamente estoy algo grueso”, y yo le contesté: “y usted que lo diga” ¡no sé cómo no me pegó un tiro!
    ¡Sí, qué increíble visión! Ahí estábamos los dos tal cual éramos, tal como somos (no hemos cambiado tanto) A Mencus no pude verle, pues como he dicho estaba fuera del encuadre. Ahí estaba Sidney tal cual era,  tal cual es (no ha cambiado nada), con su alto sombrero de cowboy, su narizota, su papo, su pipa… Y yo, pues como soy yo.
    Hasta ahí la cosa iba bien, dentro de lo sorprendente que estaba resultando la experiencia, cuando de pronto aquellos espectros del pasado se transformaron ante mis ojos.
    La misma escena, sí. Nuestro primer encuentro: Sid y yo sobre nuestras cabalgaduras y Mencus fuera del encuadre. ¿Todo igual?, ¡no!, porque aun siendo aquellos nosotros, al mismo tiempo no éramos nosotros. Tampoco nuestros caballos eran, siéndolo, nuestros caballos. Era como si aquella escena la hubiera dibujado un niño.
    Cambió luego la escena. La visión del pasado me mostraba en compañía de Sam Shecundin, el padre de Kid Sidney, cuando aquella vez nos escondimos en un bosque, durante la noche, para escapar de los apaches de Perro Mordiente. Había amanecido. Habíamos salido ya del bosque (sólo un par de árboles delataban su presencia, el resto del bosque no podía verse). Reconocí la escena, me reconocí a mí mismo y reconocí a esa montaña humana que es Sam Shecundin. Yo en primer término, de pie sobre una roca, empuñaba un rifle; el corpulento Sam detrás, a poca distancia.  Hablábamos entre nosotros, bastante serios; probablemente hacíamos planes. El gigantesco Sam lucía toda su estatura; todo su voluminoso corpachón desnudo de cintura para arriba. Era él, no cabe duda: su puntiagudo mostacho blanco, su narizota… pero… Y yo era yo, sí, pero…  Estábamos realmente raros. Aunque reconocibles, estábamos desconocidos. Estábamos… ¿cómo lo explicaría yo? Como más realistas. ¿Más realistas, por que digo esto? Ni que yo fuera humorístico.  En fin, que estábamos muy muy raros.
    Nuestros caballos deberían de andar por allí, pero no entraban en el campo visual. La verdad es que aquellas escenas, tal como se veían en la bola, me recordaban a como se ven las cosas cuando las miras a través de un anteojo.
    En esta extraña visión, Sam parecía más gigante de lo que es; yo también estaba bastante agigantado.
    Y otra vez: Los espectros del pasado se transforman ante mis ojos.
    La misma escena, claro. Sam Shecundin y yo hablando de algo, probablemente haciendo planes.     Pues bien: si un instante antes nuestro aspecto era raro, más raro aún era entonces.
    No sabría cómo describir la imagen, la verdad, pero era tensa, confusa, qué sé yo.
    Y entonces ¡ZAS! Se produce otro cambio y ya es la confusión total, el desbarajuste, el acabose… ¡la caraba!
    No acabó la cosa ahí. Y en el siguiente cambio hubo suerte, pues la escena se veía normal. A la grupa de mi caballo Magic aparecía yo, en una verde pradera. Llevaba un pañuelo alrededor de la cabeza, sujeto con un nudo. La parte del pañuelo que cubría la frente se había teñido de sangre.    Magic estaba parado sobre la verde pradera, y yo quieto sobre él, muy serio, con la vista fija en no sé dónde. Recuerdo bien cuándo fue aquello. Va en relación con la anterior visión, es la misma aventura, pero más adelante. Yo llevaba mi pequeño viejo sombrero.››

   12. NOTA: Milagro parecía que no saliera a escape el inestable pequeño viejo sombrero de Cocorocó que sobre su coco caprichosamente pirueteaba, a merced de los antojadizos dictados del viento (en este caso, de los antojadizos dictados del viento dela pradera).

    13. ‹‹Mi viejo sombrero››, continuó escribiendo Cocorocó en su cuaderno,
‹‹que en aquella época estaba como nuevo. Y lo sigue estando, con sus lógicas señales de uso. Allí se quedó, en el cajón de la mesa de mi oficina. Entonces ya lo usaba poco, pero en aquella aventura, como perdí el otro, el grande, pues me volví a poner el pequeño, que solía llevar en las alforjas de mi caballo. 
El sombrero grande lo había perdido en la explosión. ¡No sé cómo salimos con vida de aquello!›› 

    14. ‒El gigante Sam Shecundin, Cocorocó y esa especie de barbado viejo loco, Burt Master, se habían hecho fuertes en aquella casa arsenal del pueblo fantasma.

    15. ‹‹Nunca olvidaré››,
continuó escribiendo Cocorocó en su diario,
‹‹la fuerte impresión que me causó esa especie de barbado viejo loco de Burt Master››

    16. ‒Me llamo Burt Master; en mis tiempos fui explorador de la caballería.
    Ahora regentaba una tienda de armas.
    Aquella especie de barbado viejo loco iba armado hasta las cejas: dos rifles, un par de revólveres al cinto, otro en bandolera y unos cuantos cilindros de dinamita en cartucheras sujetas a las piernas por debajo de las rodillas.
    El tal Burt Master hablaba con vehemente indignación, moviendo arriba y abajo los rifles que empuñaba con fuerza.

    17. El miedo a los apaches había convertido aquella próspera localidad en un desolado pueblo fantasma.

    18. ‒Yo les voy a mandar cinco juntos ‒dijo entonces Burt Master, el barbado viejo loco, mientras prendía la mecha (alegre maldad diabólica) del haz de cartuchos.
    ‒¡Por Manitú, otro petardo!
    ‒Este no llegará a explotar ‒dijo otro apache mientras, con asombrosa rapidez, lanzaba su afilado cuchillo. Con tan increíble puntería que cortó al vuelo la mecha, impidiendo que aquel explosivo (cinco cartuchos por el mismo precio) hiciera explosión (¡aproveche la oferta!)
    ‒¡Rayos! ‒exclamó el sheriff Cocorocó‒, han cogido el petardo, ¡Si lo utilizan contra nosotros estamos perdidos!
    ‒¡Rápido ‒ordenó Burt Master‒, al sótano, no hay tiempo que perder!
    ‒¡HOOKA HEY! ‒gritó en el mismo instante el apache de la inverosímil puntería, mientras mandaba de vuelta aquel explosivo regalito (de nuevo prendida ya la corta mecha) contra la casa arsenal (en el pueblo fantasma) donde Sam Shecundin, Burt Master y el sheriff Cocorocó resistían los embates de los bravos guerreros indios.
    El haz de cartuchos hizo explosión, y aquel almacén con todo su arsenal (municiones, explosivos, barriles de pólvora…) saltó por los aires: ¡BAAM! ¡BOM!

    19. ‹‹De milagro salvamos el pellejo››,
Continuó escribiendo Cocorocó en su cuaderno,
‹‹refugiándonos en el sótano. Lacasa se convirtió en un montón de escombros. Después de saquear el pueblo, los apaches lo abandonaron. Y gracias a los fuertes brazos de Sam Shecundin, que cual titán retiró las maderas, las vigas derruidas, pudimos salir de allí.
    No acabó ahí la cosa.
    Hubo otro cambio de escena.
    Una imagen del pasado: ¡Qué gran honor!, yo, un humilde sheriff de pueblo, estrechando la mano del presidente Abraham Lincoln (con el que, por cierto, soñé el otro día). Allí podía verse también al capitán Josh Bascom.
    Y otra vez nuestro aspecto era raro, tenso, confuso…
    ¡Qué gran honor! El presidente Abraham Lincoln visitando el humilde pueblo de Rag City.

    20. ‒A los buenos días ‒dijo Lincoln‒, estoy visitando esta región, y ahora parto para Papo City para coger el tren. Pararé un poco aquí.
    ‒No esperaba tal honor, señor presidente; pase a mi casa y le invitaré a comer ‒dijo entonces Cocorocó.
    ‒¡¡¡VIVA EL SEÑOR PRESIDENTE!!!    ¡¡¡VIVA LINCOLN!!!

    21. ‹‹Doña Rosalba››,
escribió Cocorocó en su cuaderno,
‹‹trató de explicarnos aquel extraño fenómeno, el porqué de aquellas transformaciones raras. Yo era yo y no era yo, y los otros igual.
    Me dijo Doña Rosalba que había distintos niveles o mundos. Estos mundos estaban muy lejos, o tal vez no tan lejos, o quizá muy cerca. En mundos distintos ocurrían las mismas cosas al mismo tiempo, o casi las mismas (muy pequeñas las diferencias, sin importancia ninguna: una palabra sin importancia por otra palabra sin importancia, y cosas así).
    Pero resulta que cada mundo tiene… ¿qué palabra utilizó Doña Rosalba?
    Ya me acuerdo: un estilo.
    O sea: que lo que ocurre en nuestro mundo está ocurriendo al mismo tiempo en otros muchos mundos, pero en distintos estilos.
    ¿Y cuántos mundos hay? ¡Ah, eso ni se sabe!››

    22. ‹‹Ay, ya estoy más que harta de esta tormenta de arena, ¿pero no va a parar nunca?, esto es desesperante››, piensa Roquelina, ‹‹y cuando por fin salgamos de aquí, ¿qué me espera?, el desierto, el desierto, y encima ese desierto horrible de pesadillas ay Dios mío y luego Chihuahua, que siempre me trae tan malos recuerdos… lo pasé muy mal cuando era niña, en aquellas calles horribles, si no hubiera sido por ti, tía, si no hubiera sido por ti…››

    23. ‹‹He tenido tantas aventuras en mi vida que pienso que quizá podría contarlas, escribir un libro… últimamente me estoy dando cuenta de que me gusta eso de escribir, pero me han pasado tantas cosas que ni sé qué va delante ni qué va detrás… mira, por ahí viene Roquelina…›› pensó Cocorocó.

    24. ‹‹Ayer, Pe Tse Fu››,
escribió Cocorocó en su cuaderno,
‹‹me dijo algo que quiero anotar aquí, para pensar en ello con calma y serenidad más adelante.   Hablaba con él sobre el asunto de la bolita mágica, y entonces me dijo que, aunque quizá se equivocara, me iba a dar su modesta opinión al respecto. Según Pe Tse Fu, la bola ni es mágica ni es nada; no es más que una esfera de cristal. Y entonces, ¿todo lo que yo vi en ella?
    Pues, según el amigo, todo aquello que creía estar viendo en la bola lo veía, en realidad, en mi mente, dentro de mi cabeza, por el poder de sugestión en mí ejercido por Doña Rosalba.››

    25. ‒Entonces, Pe Tse Fu, todo aquello que me explicó Doña Rosalba de que había otros mundos, etc, era todo mentira.
    ‒No necesaliamente, no necesa…riamente, Cocorocó.
    ‒Pero si todo lo vi en mi mente…
    ‒Ya, pero una cosa no quita la otra.

    26. La tormenta, en torno a la Cabaña Fronteriza, persistía con espeluznante agresividad, sin afectar lo más mínimo a nuestros amigos. ‹‹¿Y todo esto también es sugestión?››, pensó Cocorocó.

    27. De los numerosos libros que había allí en la biblioteca, el que más llamó la atención del sheriff Cocorocó fue un atlas de México, impreso en el año de 1856. No le costó a Cocorocó que Pe Tse Fu se interesara también por aquel útil mamotreto.
Roquelina no demostró mucho interés por el libraco, pero sí por otro que le mostró Cocorocó, ‹‹México y sus alrededores. Colección de vistas, trajes y monumentos››, acabado de imprimir en 1857.

    28. UNA DESPENSA MUY BIEN REFRIGERADA CON UN POZO DE AGUA FRESCA.
    Los alimentos se conservaban en perfecto estado, sin que el paso del tiempo pareciera afectarles para nada.
    ‒ Este zapote de árbol está excelente ‒pensó Cocorocó‒, a ver quién me convence de que esta fruta no es real, de que no es más que una sugestión. Y el agua del pozo no podía ser más fresca y más pura.
    NOTA: El zapote de árbol (cuauhtzapolt) es la fruta que nosotros llamamos chirimoya.

    29. ‒¡Vaya, parece que amaina! ‒exclamó Doña Rosalba con satisfacción.


CAPÍTULO TRES

    1. Lo cierto es que sólo duró doce días el encierro, pero pareció una eternidad.
    Ahora en torno al desierto.
    El aire seco, LA LUZ.
    La voz silbante del viento, aliento cálido, arremolinando el polvo. 
    Y las piedras, las piedras, las piedras… y, aquí y allá, matorrales. 
    Y las grandes montañas de quebrado perfil a lo lejos. 
    Ahora LA LUZ, el aire seco, EL CALOR…   pero a la noche llegará el frío gélido. Con brusquedad se enfriarán las grandes rocas caldeadas. La arena ahora tan caliente bruscamente se enfriará con la marcha de este sol inmisericorde. 

    2. Ya estaban atravesando el Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes.
    Atrás la Cabaña Fronteriza, con su banal aspecto exterior. Atrás aquella mágica Cabaña Fronteriza que tantas sorpresas deparaba en su interior.

    3. Doña Rosalba, al pescante de su carreta. Gobierna, con firmeza, la pareja de esforzados caballos (uno blanco y otro negro, como ya sabe el lector). Es (esto también lo sabe el lector) una carreta grande, con sus cuatro ruedas, su toldo de lona (decorado con artístico rótulo) y sus pertrechos de viaje. “Doña Rosalba, ADIVINACIÓN Y VISIÓN DEL FUTURO Y DEL PASADO”, reza el artístico rótulo.
El sheriff Cocorocó, a lomos de su cuadrupercusionista Magic, cabalga junto a la carreta.
    Roquelina va sentada a la izquierda de Doña Rosalba.
    Pe Tse Fu camina a pie, y además descalzo. No ha habido quien le convenciera de que subiera a la carreta.
    Todos, incluso los caballos, acabarán fatigándose antes que él.
    Están cruzando, atravesando el Desierto de la Alucinaciones Espeluznantes.
    El calor es sofocante. ‹‹¡Puf!››, exclama Roquelina, mientras se quita su sombrero mexicano de ala ancha para enjugar, con la manga de su camisa, el copioso sudor de su frente.
    ‒¡Ay, Chihuahua! ‒exclama Roquelina‒, hicimos bien en cortarnos el pelo, tía.
    Y es que Roquelina y Doña Rosalba han cambiado, como nosotros decimos ahora (como si en español no existiera la palabra estilo), de look.
Decidieron que para el calor era mejor el cabello corto.
    ¡Ah, sus hermosas largas trenzas! Bah, ya crecerán, y además podrán venderlas a buen precio en Chihuahua.
    Y se han hecho un corte tal que se han adelantado a su época.
    (El pelo “a lo garçon” hará furor en la segunda década del XX, y recuerde el lector que ahora nos hallamos en la segunda mitad del siglo XIX)
    (Oye, ¿y por qué no dices “a lo chico”?, que en español también existe la palabra chico, ¿eh?
    Sí, ya, pero “ a lo garçon” queda más elegante, más fino.
    Bueno, bueno…)
    Por el contrario, Pe Tse Fu sigue con sus largos pelos lacios; y Cocorocó tiene visos de convertirse en breve en un greñas. Amén de que ya ni se afeita.

    4. Mira tía, un escorpión.

    5. Yendo todo bien, el Desierto Espeluznante puede atravesarse en cuatro días.

    6. ‹‹No noto la presencia de Pico Corvo››, piensa Doña Rosalba, ‹‹ya tenía que haber percibido sus vibraciones negativas.›› 

    7. ‹‹Aquella horda esquelética de guerreros ecuestres de la que me habló Doña Rosalba no da señales de vida… o tal vez habría que decir de muerte. Y yo que me alegro, porque luchar contra indios espectrales con este calor tiene que ser la repera››, piensa Cocorocó. 

    8. ‹‹Yo nunca vi los esqueletos››, piensa Roquelina, ‹‹nos atacaron pero yo no llegué a verlos, porque tenía los ojos cerrados y además tapados con las manos, como me dijo mi tía, tú cierra los ojos, me ordenó, yo me encargo de acabar con ellos, y entonces hubo disparos, pero yo no oí nada… tenía que haber oído algo pero no oí nada, o no recuerdo haber oído nada y mi tía me dijo luego que acabó con todos ellos.››

    9. ‹‹Lo importante es viajar, no importa el destino… 
    Vayas donde vayas hay un único destino, pues para llegar a él no importa a dónde camina, sino cómo caminas››, piensa Pe Tse Fu. 
    ‹‹Me alegra››, piensa Cocorocó, ‹‹que Pe Tse Fu venga con nosotros, aunque no parece que se le haya perdido nada en Chihuahua… aunque, pensándolo bien, tampoco tengo muy claro qué se me ha perdido a mí en la ciudad de marras.›› 

    10. ‹‹No noto tampoco la presencia de ese malvado hombre coyote››, piensa Doña Rosalba, ‹‹ya tenía que haber percibido sus vibraciones negativas›› 

    11.«Sólo puedo recordar ahora la Cabaña Fronteriza como un sueño, como algo irreal que nunca hubiera existido», piensa Roquelina.

    12. «¿En qué piensa Roquelina?», piensa Cocorocó

    13. Si el día tiene el color de la luz, la oscuridad tiene el color de la noche. De la noche gélida del desierto.
    Por eso ahora nuestros amigos tienen frío. Se abrigan bien con mantas: Doña Rosalba, Roquelina y Cocorocó, y también Pe Tse Fu está envuelto en una gruesa manta, y aún así tiene frío, aunque no se queja no se quejará ni se le nota en su rostro impasible; Cocorocó en cambio dice BRRRR qué frío y pone mala cara; tengo frío, tía; tápate bien, hoy la noche es especialmente fría; estos cambios bruscos de temperatura es lo que peor llevo, tía, bueno, tú tápate bien Roquelina.
    Sí, el desierto LUZ
    se ha teñido de oscuridad 
    en la noche gélida, 
    porque la noche gélida 
    sirve para teñir 
    de oscuridad 
    el desierto LUZ. 
    ¿Conoce usted, lector, 
    alguna noche gélida que, 
    al llegar su negra hora, 
    gélida hora en el desierto, 
    no tiña la luz 
    de oscuridad (aquí o allí) 
    dónde los azules (o el verde cacto) 
    los amarillos, aquel blanco violáceo, 
    los rojos, 
    los ocres…?

    14. Y, tras la grave gélida noche, el agudo sonido cálido del sol.
    Anoche la oscuridad tenía voz de contralto, la luna era una mezzosoprano de amplio espectro.
    Ahora, el sol emite un do re mi fa sol la si tan estridente y ácido como un chillido de oro.
    Todo el resplandeciente espacio indefinido del cielo intensamente amarillo grita, en absoluto silencio punzante.

    15. ‹‹Tú, sol, centro, tengo tanto que aprender de ti…››, piensa Pe Tse Fu.
    ‹‹La Cabaña, la bola mágica, los espectros del pasado… muchos mundos y un solo mundo… aquellos éramos nosotros… y no éramos nosotros… ¿estaré soñando?, pero este sol… en cambio anoche todos congelados ¿y a mí qué se me ha perdido en Chichuahua?; pues mira, Cocorocó››, piensa Cocorocó, ‹‹se me han perdido muchas cosas, muchas cosas… no sabría decirte cuáles, viejo amigo, pero…
    Pero aquí estoy, atravesando el desierto bajo este sol endiablado, mientras converso amigablemente conmigo mismo, ¿verdad Cocorocó? Claro, claro, Cocorocó, lo que tú digas. Aquel sueño…
    El perrito chihuahua corría y corría, en un desierto como este, con los calcetines de lana en la boca…››
    Sí, como este que ahora atraviesas, Cocorocó, como este que atravesáis ahora, con sus grandes cactus, cual verdes postes verticales de afligido y punzante aspecto, estriados por surcos sufrientes; y el sol furiente (¡oh sol furiente y despiadado!); y las rojas montañas de abruptos perfiles…
    ‹‹Nunca debiste internarte en este desierto, me dijo aquel coyote en el sueño, ¿recuerdas Cocorocó?; oh, sí, claro, ¿cómo habría de olvidar aquel maldito coyote?, uno no sueña todos los días con un coyote que habla y amenaza. Porque aquel coyote hablaba y amenazaba, Cocorocó, pero Doña Rosalba te salvó con su rifle ¡PAW! ¡PAW! Como en la realidad te había salvado poco antes, y el coyote huyó como alma que lleva el diablo, y Roquelina estaba allí también, pero con tirabuzones y un elegante vestido, y la otra era un hombre de gran bigote, ¿te acuerdas? Claro, claro que me acuerdo menudo calor hace por favor; si Doña Rosalba no me hubiera dicho que Cucufate se dirigía a la ciudad de Chihuahua, cuando interpretó mi sueño, yo… No, no te engañes, Cocorocó, tú estás aquí porque quieres, porque quieres estar aquí en este Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes, que creías que era una leyenda… y es posible que sea sólo una leyenda, porque mira, este no parece ser sino el desierto de toda la vida, qué canastos.»
    «En tres ocasiones te he atravesado, Desierto Espeluznante, y ahora por cuarta vez te atravieso. Dos veces te atravesé sola, una vez lo hice en compañía de Roquelina, y ahora lo hago con estos dos nuevos amigos, Cocorocó y Pe Tse Fu. Pero esta vez no percibo peligro en ti. Esta vez el atajo a Chihuahua es un camino expedito.
    Lo sé, lo presiento.
    Esta vez el atajo a Chihuahua es un camino expedito.»
    «Ya no tengo miedo. La verdad es que con mi tía nunca tengo miedo, pero esta vez no tengo miedo de una forma especial», piensa Roquelina.

    16. DOÑA ROSALBA POSEE
una sabiduría antigua, que aligera el peso de la vida.

    17. LOS OJOS DE PE TSE FU
se posan sobre el vasto desierto. Sus pies descalzos hoyan impertérritos la ardiente arena.

    18. EN LOS MOMENTOS DUROS,
sobre todo en los momentos duros, es bueno poseer una sabiduría antigua que aligere el peso de la vida.
    Doña Rosalba y Pe Tse Fu poseen una sabiduría antigua.
    Cocorocó posee la despreocupación inconsciente del héroe de historieta. 
    Roquelina es fuerte. En su alma hay anhelos, miedos, esperanzas y dulces sentimientos que al exterior no se traslucen.

    19. Instante a instante, en la tarde que el sol ahoga, sin desmayo avanzan.
    El tiempo gira lento como las ruedas de la carreta, de cansino ritmo chirriante.
    El desierto se extiende monótono bajo un cielo opalino.
    La certeza de la no infinitud de aquel paisaje yermo es su esperanza. A ella se aferran.

    20. El sol se ha hecho  más intenso. El sol muestra ahora su rostro más ceñudo y antipático.

    21. NUNCA OLVIDARÁS, COCOROCÓ,
aquella visión onírica: el interior inesperado de aquella que aparentaba cabaña.

    22. El sol se ha hecho más intenso. Cocorocó recuerda : Mientras Roquelina preparaba las cosas para el viaje, él contó, a Doña Rosalba, su extraño sueño de aquella noche. Pero lo hizo omitiendo aquella parte de la onírica fantasía que aludía a Roquelina. «¿Por qué no conté lo de Roquelina?», la verdad es que no lo sé, pero el caso es que, mira tú, preferí no hacerlo, oye»
    (—Entonces, ¿puede usted interpretar mi sueño, Doña Rosalba?
    —Lo intentaré, señor sheriff. Veamos : Lo del presidente Abraham Lincoln parece bastante claro. Expresa un remordimiento que usted tiene por haber hecho algo ilícito: cruzar la frontera sin permiso legal. El presidente Lincoln es, para usted, un símbolo de autoridad.
    —Conforme.
    —En cuanto al perro chihuahua con los calcetines robados... ¡sí!, creo que esta mañana estoy inspirada: el chihuahua con los calcetines de lana es un aviso de que el tal Cucufate... se dirige a la ciudad de Chihuahua.
    —¡Toma ya!
    En cuanto al desierto que aparece en el sueño no es sino El Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes.)

    23. El sol se ha hecho más intenso en el Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes.
    Pero... ¿dónde las alucinaciones, dónde los hechos espeluznantes?
    Sólo el desierto; el duro, árido y pedregoso desierto normal y corriente; el desierto duro, árido y pedregoso de toda la vida.

    24. Doña Rosalba tiene un contrato en Chihuahua, en una especie de teatro de allí, para llevar a cabo unas sesiones de adivinación; un contrato por una semana, una tarea bien pagada, por lo que no se pueden permitir el lujo de llegar tarde.
    El Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes es un atajo.

    25. Matorrales y cactos. La roca y la arena. No han visto la silueta del águila o del buitre. Y siempre el sol sofocante, el aire caliente. Y el frío llegada la noche.
    —Mira que las he visto veces —dice Doña Rosalba—, pero nunca dejarán de sorprenderme estas fantásticas montañas.
  
    26. Matorrales y cactos. La roca y la arena. Sí han visto a la serpiente de cascabel, a la lagartija de cola de látigo y, en la noche, al murciélago pálido han visto o han creído ver.
    —El murciélago pálido es como un chihuahua con alas —dice Roquelina—.

    27. Y al escorpión traidor y letal han visto.
    —¡Cuidado Pe Tse Fu, un escorpión!
    —Gracias, Cocorocó, ya le había visto.

    28. —¡Eh, tú, narrador de noveluchas raras, a mí no tienes por que insultarme!
    —¡Anda, cállate, que los escorpiones no  hablan!

    29. CUANDO ABANDONARON EL BOSQUE,
nuestros amigos ya iban preparados para un encontronazo con el comisario del fronterizo pueblo y los suyos. Incluso temían que el comisario hubiera pedido ayuda al ejército. Pero, sorprendentemente, nada sucedió. Vía libre. ¡Perfecto!, era para alegrarse, claro está, pero... estaban escamados.
    AHORA atraviesan el Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes. Y nada sucede. Vía libre. ¡Perfecto!, es para alegrarse, claro está, pero... están moscas.

    30. EN LAS PAUSAS
que, en la marcha por el Desierto de las Alucinaciones Espeluznantes, han de hacerse, Cocorocó encuentra unas cuantas ocasiones para hablar con Doña Rosalba.Incluso alguna oportunidad se le brinda, también, de hablar con la reservada Roquelina.
    Roquelina no es en absoluto tímida, pero sí reservada. Es una joven poco habladora, poco expresiva, entre melancólica y flemática. La bilis negra y la flema dispútanse la posesión de su alma. Mas estos humores han sido metidos en vereda, para que no se pasen de la raya, por una personalidad fuerte (aguerrida y animosa) cincelada por experiencias vitales de esas que no admiten devaneos. «El murciélago pálido es como un chihuahua con alas» «Una definición muy acertada, Roquelina», repuso Cocorocó.
    Sí, Cocorocó, cuesta hablar con Roquelina, ¿verdad? En cambio, de cuantas e interesantes cosas hablas con Doña Rosalba, en diálogos en que casi te limitas a preguntar («Mi madre siempre lo dice: preguntando se va a Roma»).
    —Sí, señor Cocorocó, cuesta hablar con Roquelina, ¿verdad? Pues antes era mucho más reservada —dice Doña Rosalba—.
    —Mi madre dice que...
    —Ahora si que estoy absolutamente segura de que Pico Corvo, con sus malas artes de hechicería, a abandonado este desierto. Pero perdóneme, señor Cocorocó, que le he interrumpido... Decía usted que su madre...
    —No, nada, nada... los refranes de mi madre.
    —Pero diga, diga...
    —No, pues que mi madre dice que la mujer reservada mejor hará la colada.
    —Ya, si es que mi madre...


    CAPÍTULO CUATRO

    1. «PUES COMO QUIEN NO QUIERE LA COSA»,
escribe Cocorocó en su cuaderno,
«ya estamos en Chihuahua.»
    Ya estamos en Chihuahua. Ya están en Chihuahua. ¡Chihuahua! La envidiable Chihuahua, dicen los mexicanos (algunos). La alegre ciudad de Chihuahua, dicen otros. «¡Parecía que no llegaría nunca este día! El viajecito por el desierto se me ha hecho (bueno, a mí y a todos) ETERNO. Pero, como dice mi madre, no hay mal que cien años dure.»
    Pues sí, ya están en Chihuahua, la ciudad capital del Estado y distrito de su nombre.
    Chihuahua es una ciudad grande y bonita, de calles regulares y templos y otros edificios notables. Y la plaza principal con sus grandes portales y su fuente central, cuya agua es allí conducida por un magnífico acueducto.
    En la plaza de San Felipe hay una pirámide. «Como en Egipto», comenta Cocorocó. «Es el monumento a los héroes de la independencia», explica Doña Rosalba.
    En Chihuahua se ven muchos "gringos", que es como llaman los mexicanos a los estadounidenses. «Se ven muchos americanos», dice Cocorocó. «Americanos somos también los mexicanos». comenta Doña Rosalba con cierto retintín. «Ya, Doña Rosalba, ya», asiente Cocorocó mientras obsequia a Doña Rosalba con la mejor de sus sonrisas.
    En ciertas calles de Chihuahua se masca el vicio y la depravación.
    Roquelina se ha puesto ahora una larga y amplia falda.
    Doña Rosalba, Roquelina, Cocorocó y Pe Tse Fu ya pasean por las calles de Chihuahua. Atrás quedó el desierto.
    Se alojan en el Hotel Moctezuma, que no está mal. Cada uno en su propia habitación individual. No es que sean habitaciones muy espa-
ciosas, pero nadie podría calificar a ninguna de ellas, ni por asomo, de cuchitril. «¡Hombre, un poco destartaladas sí que están, pero por lo menos se ven limpias!», dice Doña Rosalba. «Mira, tía, esta tiene buenas vistas» «Tu elige para ti la quieras, Roquelina», responde con tono amable Doña Rosalba.
    Las vistas son a una calle ancha y concurrida. Hay un bullir de gente variopinta , atareada u ociosa.
    —Hoy me siento feliz— dice entonces Roquelina.
    —Preciosa— dice Doña Rosalba; y besa en la frente a la joven.

    2. Pues como quien no quiere la cosa ya estaban en Chihuahua.

    3. «Pues como quien no quiere la cosa»,
escribe Cocorocó en su cuaderno,
«ya estamos en Chihuahua. Escribo estas líneas en mi habitación del hotel Moctezuma, que así se llama el hotel donde nos alojamos.
    En algún momento le comenté a Doña Rosalba que, tantas eran las aventuras que había vivido, que muchas veces había estado tentado de lanzarme a la aventura de escribirlas. En más de una ocasión, le dije, me he puesto manos a la obra con el asunto, pero es que no se por donde empezar, cómo ordenar tantos recuerdos, como fechar tantos acontecimientos...
    Entonces Doña Rosalba me contestó que no tenía por que planteármelo así. Que quizá lo mejor que podía hacer es escribir sobre lo primero que me viniera a la cabeza, sin preocuparme de cronologías. Ya habría tiempo para ordenar las aventuras una vez escritas, me sugirió.
    Y como dice mi madre que no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy... ¡al ataque! 
    Quiero escribir sobre lo primero que me venga a la cabeza, y lo primero que me viene a la cabeza es aquel momento del pasado en que, dirigiendo a las vacas, Sidney, Joe y yo avanzábamos, sudorosos, cansados y polvorientos a la grupa de nuestros caballos, hacia aquella cabaña perdida en medio del desierto.
    No se por que el resto de los muchachos se quedaron esperando, aunque creo recordar que la decisión fue mía.
    Nos habíamos convertido, en aquella larga aventura mexicana, en consumados vaqueros. Llevábamos barba de varios días y fatiga de un mes.
    Se palpaba, en el cálido, seco y polvoriento ambiente, el final de la aventura. Lo presentía. Y también presentía que, después de tantos riesgos, aún tendríamos que jugarnos el pellejo, como colofón, antes del anhelado punto y final.
    No se por qué lo presentía, pero lo presentía.
    La chimenea de la cabaña humeaba, luego no estaba deshabitada. Sí, aquella debía de ser la cabaña del comprador (...)»

    4. CUANDO LLEGARON 
los muchachos, partieron con las vacas hacia su destino, sin que les ocurriera ningún percance. Al cabo de dos días...
    —Aquella cabaña debe de ser —dijo Kid Sidney—.
    —Yo, tú y Joe iremos allí con las vacas —ordenó Cocorocó—.
    Los tres llegaron a la cabaña, pero...
    —Tal vez no sea la cabaña del comprador —dijo, torciendo el gesto, el sheriff Cocorocó.
    —Esta cabaña parece deshabitada —dijo el grueso Sidney.
    —No puede estar deshabitada, había humo en la chimenea —arguyó Joe—.
    —¡Claro que no está deshabitada, estúpidos, y tampoco existe ningún comprador! —exclamó, súbitamente, alguien.
    Era el gordinflas.
    —Las vacas que ustedes han transportado —dijo el gordinflas— yo las había robado, y como quería cruzar la frontera con las vacas, pensé este truco para tener transporte gratis.
    Kid Sidney, el grueso "pistolero esbelto", apretó los dientes; con el ceño fruncido y sudando de rabia masculló: —Maldito gordinflas, te voy a...
    No me haréis nada, estúpidos —repuso el gordinflas—, mirad detrás de vosotros.
    Miraron y vieron a los tres malcarados pistoleros, listos para desenfundar sus revólveres. 
    A voz en grito, el gordinflas ordenó:
    —¡DESENFUNDAD, MUCHACHOS!
    —No hay que darles tiempo a desenfundar —dijo Sidney con frial-
dad mientras su implacable revolver, que en una fracción de segundo cual rayo había abandonado su funda ¡BAM!, acababa con el matón de la camisa a cuadros que, en efecto, no tuvo tiempo de desenfundar.
    Cocorocó, por su parte, dio cuenta ¡PWA! del pendenciero de bi-
gote, que si pudo desenfundar no pudo, empero, apretar el gatillo de su arma.
    El facineroso de barba también se desplomó, soltando su humeante revolver. Joe, su contrincante, había tenido mejor puntería. —Ya están todos fuera de combate —dijo—.
    —Y ahora, gordinflas, quédate quieto o te haremos lo que a tus hombres —amenazó el sheriff Cocorocó—.
    Pero Cocorocó no sabía que un tipo había escapado; era Tino.
    —¡GRR!, algún día nos volveremos a ver —rezongó el brutal y ciclópeo Tino—.
    
    5. «La representación »,
escribe Cocorocó en su cuaderno,
«fue un éxito. Aunque no se por qué lo llamo representación, pues Doña Rosalba no estaba haciendo teatro (creo). En cambio, al finalizar el acto, escuché de los asistentes cosas como "es todo truco, pero no se como lo hace", os aseguro que yo no estaba compinchado con ella; no se donde estará el truco, pero esa Doña Rosalba adivinó la carta de la baraja en la que yo estaba pensando", "pocas veces he visto algo así, y eso que he asistido a muchos espectáculos de ilusionismo"...
    Sólo a una viejecita de aspecto insignificante, cuando pasó junto a mí, escuche musitar para sí algo así como "esa mujer tiene poderes... clarividencia, clarividencia... claro, claro que sí".
    Yo creo que aquella viejecita, que con la mirada perdida caminaba junto a los otros hacia la puerta de salida, y que muchos hubieran calificado de "mujeruca", era quien estaba en lo cierto.
    Se ve que ella, la mujeruca (voy a llamarla así, aunque sin ánimo despectivo por mi parte) había acudido sola al acto, y sola, para sí musitando, abandonaba luego el espacioso local; junto a los otros que no la veían. Los otros que, en grupo o en pareja, habían acudido al espectáculo, y en animada cháchara comentaban el curioso evento a la salida, entre escépticos y desconcertados.
    Me está gustando esto de escribir. Cuando me jubile ya se a qué dedicarme, porque no me voy a pasar todo el día pescando.»

    6. «Recuerdo»,
    escribe Cocorocó en su cuaderno,
    «el día en que conocí a El Desahogado, con el que después corrí tantas aventuras.
    Transportábamos, Sidney y yo, en un carro blindado, al bandido Bill Estúpido.
    Nos dirigíamos, Sidney látigo en ristre al pescante del carro prisión y yo a la grupa de mi caballo, a la prisión de Gumer City, cuando (...)»

    7. —¡Para, Sidney! Hay un hombre en medio del camino y parece que pide ayuda.
    Era un hombre alto y delgado. Muy alto, pues con holgura podía llegar a los dos metros. Llevaba un buen bigote (bajo sus buenas napias y sobre su amplia sonrisa) el desconocido que resuelto avanzaba, levantando el polvo del desierto paraje con sus grandes botas deslustradas, en las que se ajustaban dos buenas espuelas que destellaban en la luminosa y árida tarde. Una de las enguantadas manos del alargado y atlético tipo asía una silla de montar, la otra un winchester que al sol inmisericorde también destellaba. A la cintura llevaba su cartuchera abrochada, con sus dos revólveres enfundados con cordones bien sujetos a las piernas al más puro estilo gunman. Gastaba camisa de manga larga bien abotonada. No llevaba chaleco. Y, claro, sí un buen sombrero de ala ancha, bien encasquetado hasta las cejas.
    —Al fin para un carro —dijo para sí—, ya estaba cansado de esperar.
    Y acto seguido, mientras estrechaba la mano de Cocorocó con energía, se presentó. Y así supo Cocorocó que aquel hombre respondía al pintoresco sobrenombre de "el desahogado". Su nombre de pila era Donogan.
    —Yo soy el sheriff Cocorocó, ¿hace buen tiempo ahí arriba, amigo?
    Y es que para mirar a los ojos a Donogan "el desahogado", tan alto era, había que mirar hacia arriba.
    —Yo soy Kid Sidney, pistolero esbelto —dijo el grueso alguacil que, como Cocorocó, ornaba su chaleco con el estrellado distintivo.
    —¿A que se dedica amigo? —preguntó Cocorocó a Donogan "el desahogado" (que acababa de contar lo que desde el primer momento se evidenciaba: la pérdida de su caballo era la causa de que se encontrara en medio del desierto de tal guisa).
    —Soy cazarrecompensas —contestó Donogan "el desahogado" mientras mostraba un pasquín de recompensa, en el que, acompañando la fotografía de un tipo, un texto rezaba así: «WANTED Jul "el peludo" $ 20.000 de recompensa VIVO O MUERTO»
    (Jul "el peludo", aunque esto no se apreciaba en la foto por llevar sombrero el perseguido, era tan calvo como un guijarro repulido.)
    Y añadió "el desahogado": —Tengo ganas de encontrarle pronto.
    Cocorocó y Sidney ya conocían al del pasquín:
    —Caramba, pero si es el tío feo.
    —Pues yo —dijo Sidney— espero no tener que encontrarme con él ni pronto ni tarde.
 
    8. «(...) pues Sidney y yo», 
continúa Cocorocó escribiendo,
«sabíamos que Jul "el peludo" era amigo de Bill Estúpido, el bandido que transportábamos en el carro blindado(...)»

    9. AHORA
Doña Rosalba y Roquelina pasean por las afueras de Chihuahua.
    (Antes han estado viendo, con Cocorocó y Pe Tse Fu, los monumentos: la magnífica, increíble catedral («¿quién pudo construir algo tan alto, tía?»), el templo de San Francisco («para rezar, siempre he preferido estas iglesias menos grandes», pensó Roquelina), el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe («oh, qué hermosa eres, Virgen de Guadalupe», pensó Roquelina frente al altar mayor) y por fin el acueducto («tiene una extensión de más de seis mil varas», comentó Doña Rosalba).

    10. AHORA
Doña Rosalba y Roquelina pasean por las afueras de Chihuahua.
    –Estamos  aprovechando bien la mañana –dice Roquelina–, aunque los monumentos los hemos visto muy deprisa.
    –Bueno –contesta Doña Rosalba–, ya los veremos con más calma otro día.
    Al fondo, el acueducto.

    11. AHORA
Doña Rosalba y Roquelina pasean por el campo. Muy al fondo, el acueducto de las 6. 553 varas.
    (VARA: Medida de longitud, equivalente a 83, 5 centímetros, aproximadamente.)

    12. AHORA EL CAMPO,
en los alrededores de Chihuahua.
    Doña Rosalba y Roquelina, con sus sombreros mexicanos de ala ancha y sus amplias y largas faldas movidas por un viento suave y fresco.
    Albo y purpúreo ramillete de jazmín y amaranto, con primor por ella compuesto, sueña Roquelina. Caminando entre matorrales, árboles y arbustos SÍ ALLÍ, ella sueña.
    No el ruiseñor, cuyo vuelo sueña. Sí, ¡allí, allí!, el pinzón.
    Sí ALLÍ, para soñar despierta, un pastor que con sus ovejas pasa, al pasar saluda, y luego con su rebaño se aleja. «Bueno, ya va siendo hora de comer, Roquelina, ¿no tienes hambre?»
    –Sí, un poco... ¡mira, una ardilla!
    –Pues venga, ándale, regresemos a la ciudad.

    13. AHORA (serán como las siete de la tarde)
Pe Tse Fu y un DESCONOCIDO Cocorocó CON BARBA Y ¡SIN BIGOTE! (¿por qué?) caminan sin rumbo fijo por la ciudad de Chihuahua.
    Transitan una calle ancha y concurrida.
    Una parejita ecuestre, jinete y amazona petulantes acomodados él y ella.
    Una carreta.
    Dos bigotudos a la sombra de un árbol, platicando animadamente entrambos.
    Un hombre con un haz de leña a la espalda, seguido por su mujer, que a su espalda transporta a su infante.
    Chavos correteando descalzos, riendo y tropezando con la gente «¡Quítese de en medio, chamaco, ándele, que llevo prisa!», riñe a uno de los chiquillos, al pasar, el hombre que porta, a sus espaldas, una gran jaula de madera con codornices. 
    El buhonero con sus baratijas en las alforjas de su pollino, prego- nando su mercancía: «¡Las mejores piezas de alfarería para uso do- méstico o adorno! ¡Un par de lindos calcetines de lana para las frías noches del desierto!»
    –¿Eh?, ¿calcetines de lana?, vamos a acercarnos un momento a ese buhonero, Pe Tse Fu.
    Cocorocó se acerca al buhonero, a buen paso, seguido de Pe Tse Fu.
    Y cuando el buhonero muestra a Cocorocó el par de calcetines... ¡La sorpresa es mayúscula!

    14. AHORA
serán como las siete y media de la tarde (algo menos).
    Cocorocó y Pe Tse Fu continúan su caminar sin rumbo.
    Y transitan, ahora, por una calle estrecha y poco concurrida.
    –Es que es increíble, ¡haber recuperado mis calcetines!, ¿cómo pue- den existir tan extrañas coincidencias?, ¡ah, el destino, sí, el destino! ¡Y el sueño se cumple, Pe Tse Fu, o sea que era un sueño profético! ¡Un sueño profético simbólico que Doña Rosalba acertó bien a descifrar! Fíjate que el buhonero me dijo que los calcetines los compró a un gringo, y que él los vendía casi al precio que los compró y todo eso...
    –Y tú le pagaste más del doble de lo que pedía, ¡qué contento se quedó!
    –¿Eh?, sí, sí, Pe Tse Fu... claro, cierto, ¿cómo había de pagarle un precio tan mísero por algo que para mí... Pero que lo que te estoy diciendo es que este gringo, el gringo al que se ha referido el buhonero, está claro, vamos, creo yo, que no es otro que "Cucufate el pendenciero".
    –¿Pero estás seguro de que esos calcetines son los tuyos, los que te robaron?
    –¡Sin duda, Pe Tse Fu, sin duda!, reconocería la labor de mi madre a dos leguas de distancia, ¡a dos leguas de distancia!
    –A dos precisamente...
    –Hombre, Pe Tse Fu, digo a dos como podía decir a tres, o a una, es una forma de hablar...
    –Ya, ya...
    Entonces nuestros amigos se topan, en la estrecha y poco transitada calle, con una taberna. Es un tosco edificio de adobe encalado. Sobre la entrada de puertas batientes, un cartel de madera reza: TABERNA PULQUERÍA, y en letras rotuladas sobre el muro, entre la puerta y una pequeña ventana, puede leerse: HAY SACRAMENTAL Y AGUARDIENTE. Y, algo más abajo: PULQUE FINO. TACOS DE CHICHARRÓN.
    –¿Sacramental?
    –Sí –contesta Cocorocó–, es vino dulce.
    –Ah.
    –Por mis bigotes que...
    –¿Por tus bigotes? –interroga con ironía Pe Tse Fu.
    –¡Es verdad, mis pobres bigotes! –exclama un desbigotado y barba- do Cocorocó.
    Mas, ¿por qué este cambio?, por qué los sempiternos bigotes retor- cidos de Cocorocó brillan por su ausencia? ¿Y a santo de qué se ha dejado la barba?
    La explicación es bien sencilla. Tiempo ha, Cocorocó estuvo en Chihuahua y acabó muy a mal con las autoridades. Es cierto que el tiempo ha pasado, y el gobierno ha cambiado, pero mejor pasar desapercibido; de ahí el cambio de aspecto.
    –¿Qué ibas a decir, Cocorocó?
    –Iba a decir que... ¡Por mis ausentes bigotes que me gustaría echar un trago!
    –Yo me apunto a un buen trago de agua.
    –Muy bien, Pe Tse Fu, cada uno que eche el trago de lo que quiera, ¡vamos!
    Van.
    Entran.
   La TABERNA PULQUERÍA es poco más que un tugurio. Tras el mostrador, el tabernero seca un vaso con desgana, usando un trapo más bien cochambroso. Cuatro tipos con mala catadura juegan a las cartas, fuman y beben en torno a una tosca mesa de madera, de tabla cuadrada y pringosa. El que se sienta dando la espalda a la puerta se gira con cierta brusquedad al sentir el tableteo del batir de las puertas. Otros dos vuelven la cabeza lentamente. El cuarto alza la vista y, al igual que sus cuates, clava su torva mirada en nuestros amigos. Los cuatro llevan puestos los sombreros, y van armados con revólveres en sus fundas y, un par de ellos, además, con machetes al cinto. Los cuatro tipejos (porque esta es la palabra que mejor les define) tienen un aspecto tan cochambroso como el trapo que usa el tabernero, tan cochambroso como el propio tabernero, como toda aquella taberna, como todo aquel antro de mala muerte.
    En otro rincón del sombrío lugar, un solitario mestizo o indio, con su sombrero calado hasta los ojos y envuelto en su manta, trasiega aguardiente directamente de una botella.
    –Alguien tendría que decir a ese mestizo que deje ya la botella –susurra Cocorocó a Pe Tse Fu.
    –Yo diría indio – contesta susurrando Pe Tse Fu–, y aunque quizá sea meternos donde no nos importa, es cierto que...
    –¿QUÉ VAN A TOMAR? –pregunta entonces, con voz aguardento- sa, casi estruendosa, el cochambroso tabernero.
    –Pues pensaba tomar algo –contesta Cocorocó– pero se me han qui- tado las ganas.
    –Yo, por mi parte, creo que tampoco tomaré nada, se me ha quitado la sed de repente –dice Pe Tse Fu–.
    –¡JA, JA, JA, JA! –estalla de súbito uno de los cuatro malcarados–, ¿habéis visto qué gracioso el chinito limón?, ¡pues no más dice que se le quitó la sed de repente!
    –Y a usted –dice Pe Tse Fu ignorando al matón y dirigiéndose al in- dio (o mestizo) solitario–, a usted más le valdría dejar la bebida por hoy. 
    –¡Chino sarnoso de Satán! –dice, levantándose, de la silla y afeando aún más su repulsivo gesto desencajado, el mismo pendenciero.
    –Este tipejo no sabe con quién se está metiendo –piensa Cocorocó–.
    Pe Tse Fu se vuelve calmoso, y con una sonrisa beatífica, mirando a los ojos al malcarado pendenciero, dice con tranquilidad, desgranando una a una las palabras: 
    –Tú sí parece que tienes dentro al mismo Satanás.
    –¡Muy bien dicho! –exclama Cocorocó, divertido por la salida de su amigo Pe Tse Fu, mientras le da a éste un codazo de complicidad.
    El feo rostro del malcarado pendenciero se va desencajando más y más en acelerado crescendo mientras avanza hacia Pe Tse Fu, furioso. Luego, deteniéndose junto a nuestro tranquilo amigo con los puños ce- rrados y el gesto crispado, insulta: «¡Maldito chino repugnante y as- queroso, te vas a comer tus palabras con salsa de guacamole!» «¿Salsa de guacamole?», pregunta Pe Tse Fu, «¿y cómo se prepara esa salsa?» «Ah, pues mira», contesta el malcarado pendenciero suavizando el gesto con una ridícula sonrisa, «primero machacas el aguacate, luego agregas cebolla, tomate, chile...» Pero en ese momento el pendenciero reacciona: «¿Eh?, pero... ¡TÚ ME ESTÁS TOMANDO EL PELO, CHINITO DE LA CHINGADA!», grita, y tan cerca está de Pe Tse Fu que éste tiene que soportar, amén de insultos y sandeces, el pestilente aliento a pulque y aguardiente del tipejo. «Esto acabara mal», piensa Cocorocó, mientras Pe Tse Fu, pese a todo, continúa impertérrito. El mestizo o tal vez indio, mientras tanto, contempla la escena con su rara sonrisa de alcoholizado. Y entonces, de súbito, el tipejo de las im- precaciones y el fétido aliento echa mano al machete, pues ya no se siente seguro con las solas palabras ante el chino, y ante éste blande la afilada hoja del cuchillo. «La calma y la quietud son la norma del universo», dice Pe Tse Fu, imperturbable. Se hace un silencio total en el vil tugurio. El machete permanece amenazante, ahora estático. Y es entonces cuando Pe Tse Fu añade: «pero...» «¿pero...?», piensa Coco- rocó «¿PERO...?», pregunta el malcarado del machete. Y entonces, en una fracción de segundo, ¡ZASS! UN GOLPE PRECISO mano abierta dedos juntos ARMA TERRIBLE y el machete piruetea en el aire den- so y viciado del cuchitril, para ir a clavarse ¡TRASS! en una viga de madera. Las artes marciales se han puesto en acción. «¡Bien!», excla- ma Cocorocó mientras Pe Tse Fu, con rápido y preciso movimiento, propina una magistral patada FÉRREO PIE DESNUDO al cansino ti- pejo que ¡ZIUMMM! sale disparado para estrellarse contra una mesa, cuyo tablero cuadrado y pringoso, muy ajado y carcomido, se quiebra ¡CRANCH! en dos y ¡CATAPUM- BRAM- BARRABUM! todo salta, rueda o ¡CLINK, CLANK! (los vasos y las botellas) se rompe, o salpi- ca ¡ME LO ESTÁN DESTROSAAAANDO TOOOODO!, grita mien- tras se mesa los cabellos el tabernero. Pero ya los cuates del derribado, acrecentado su patibulario aspecto por la enajenación violenta que hacia el chino les impulsa con estrépito (caen más cosas, aún planean naipes) como centellas se abalanzan ¡ZASS! pero mira, uno ya, con el mismo ímpetu que hace un instante avanzara, ahora, por virtud de la patada (otro preciso golpe de kung fu) que Pe Tse Fu le ha propinado, retrocede hasta ¡TRASS! ¡BROOUM! ¡CATACRÁS! la pared del fon- do: ¡ME LO ESTÁN DESTROSAAAANDO TOOOODO! (aún pla- nean naipes en el aire denso del tugurio). Aire denso viciado del tugu- rio BATALLA NO CAMPAL: CUATRO PAREDES espacio tan an- gosto ¡CRASS!: puñetazo que propina Cocorocó ¡AURG! a otro de ta- les cuates y ¡CUIDADO! ya ataca de nuevo (mucha prisa se ha dado), ya vuelve a la carga el primero (no ha tenido bastante) y otro más (uno de los mirones) y FÍJATE EN PE TSE FU ¡MENUDO SALTO! ahí al ataque MAGNÍFICA POSE ¡TRASS! ¡ZASS! y ya están dando vuel- tas por el suelo ambos tipejos derribados cuando ¡CRASS! otro puñe- tazo UPPERCUT Cocorocó ha asentado al suyo (que se le resiste, que no cae) ¡MALDITO GRINGO!, insulta el que se tambalea y ¡PLIF! ¡PLAF! que siga la fiesta, pues los pendencieros no se arredran (ahora ya son siete contra Cocorocó y Pe Tse Fu): SI CAÍDOS SE LEVAN- TAN, si aún en pie se resisten (SÓLO UNO ASÍ) a besar el suelo mas ¡PRACH! ahora sí BUEN DIRECTO (boxeador avezado) se tambalea el tipejo CAE ¡STRUMP! lo has logrado Cocorocó pero ya te digo se unen (los tipejos) al combate o RENACEN DE SUS CENIZAS, dicho sea ¡PLAFF! metafóricamente ¡TUMB! y así ¡PUNCH! ¡Maldito seas, te voy a...! ¡SKATCH! ¡AURG! ¡Cuidado! ¡ZASS! ¡TUM! dos contra siete, pero nuestros amigos son muy buenos en la pugna, en la lucha BOXEO Y KUNG FU: dos formas distintas de ¡TRASS! ¡STRUMP! ejercicio DEPORTE más que eso DETERMINADAS NORMAS pu- ños cerrados PIE mano abierta SIEMPRE REGLAS ESPECÍFICAS, no a lo loco: EL RING es la mezquina taberna sórdida ¡ME LO ES- TAN DESTROSAAAANDO TOOOODO! no hay jueces... o sí, mira: el mestizo (¡sí, se nota que está borracho!, mirad su mirada...) ahí tan quieto, ahí sentado tan tranquilo, observando el combate KUNG FU Y BOXEO buenos contendientes ellos EL CHINO y el otro EL GRIN- GO DE LA BARBA (es Cocorocó: se quitó los bigotes) pero los ma- los luchan a lo loco, sin normas, SIN REGLAS furiosos Y ASÍ LES VA porque Cocorocó y Pe Tse Fu aún no han sido tocados y ellos, en cambio, han recibido lo suyo; ¡TRAS! y mira FÍJATE BIEN SÍ: pier- den fuelle, MERMADAS SUS FUERZAS decae su ímpetu, ya más cansados que furiosos, hasta parecen aburridos... Y claro, al poco, ahí les tienes, en el suelo pringoso BOTELLAS Y VASOS ROTOS, todo lleno de cristales, olor fuerte EL AGUARDIENTE Y EL PULQUE (fino, dice el tabernero, pero no) IMPREGNANDO EL SUELO ¿Y esto ahorita quién lo liiiimpia?; se queja el tabernero, mas LOS SIETE CUATES NO LE ESCUCHAN, pues duermen CAMPANAS Y PAJA- RITOS PÍO PÍO EN DERREDOR a pierna suelta: mira, uno hasta ronca: ¡JJJJRRRRZZZZZ... ZZZRRRGGGZZZ...!
    –Sentaos conmigo, rostros pálidos –les dice el indio (porque es un indio, un indio puro), que, aunque alcoholizado hasta la médula de los huesos, como quién dice, parece aún así bastante lúcido.
    –Vaya, ahora quiere que nos sentemos con él.
    –Bien, Cocorocó, pues sentémonos con él, a ver que nos cuenta.
    –OK, Pe Tse Fu –asintió Cocorocó.
    –Sentaos, rostros pálidos, con este indio que ya no es lo que era.
    Cocorocó y Pe Tse Fu tomaron asiento.
    –Compartid con este indio su escaso aguardiente.
    «Este quiere que le paguemos un trago», piensa Cocorocó.
    –Porque poco aguardiente me queda ¡HIP! y no tengo ni un peso.
    Y, al decir esto, mira el indio su botella, casi vacía.
    Mientras los tipejos noqueados duermen como troncos (campanas y pajaritos pío pío en derredor) y el tabernero, rezongando y dándose a todos los diablos, trata de poner en orden todo aquel desaguisado, Co- corocó y Pe Tse Fu, sentados a la mesa del indio, conversan con él. Envuelto en su manta andrajosa, el borrachuzo ofrece un lamentable aspecto.
    El andrajoso borrachuzo
tiene una gran nariz aguileña bajo unos grandes ojos de mirada inquie- tante. Su pringosa cabellera es negra y brillante como el plumaje de un cuervo. Él mismo tiene algo de cuervo. Su ajado sombrero, que antes llevaba calado hasta los ojos, reposa ahora en la mesa cochambrosa. 

    15. MIENTRAS TANTO
en otro lugar de la ciudad de Chihuahua (serán ahora como las ocho de la tarde, o algo más) la joven Roquelina aguarda la llegada de Doña Rosalba. Ésta está hablando de negocios, no muy lejos de allí, con el dueño del teatro donde, en estos días, están teniendo lugar sus exitosas actuaciones. Roquelina aguarda la llegada de Doña Rosalba en una pe- queña y poco concurrida placita. «Ya no creo que se demore mucho», piensa Roquelina. Es una recoleta placita a la que se accede por tres estrechas calles. Cuatro edificios vetustos limitan esta plaza donde Ro- quelina espera. Cuatro edificios vetustos, perpendiculares entre sí, li- mitan el espacio, una recoleta placita donde la joven Roquelina espe- ra. «Mi tía se demora, mi tía se demora...», canturrea la joven solita- ria. De vez en cuando, muy de vez en cuando, alguien (una mujer en- vuelta en su rebozo, por ejemplo) cruza la plaza. 
    Y aquí en la plaza, Roquelina.
    Con su sombrero de ala ancha.
    Con su fino talle.
    Con su falda amplia y larga.
    Roquelina con su amplia y larga
falda, con su fino talle, con su sombrero de ala ancha aquí en la plaza. En una placa de piedra, empotrada en uno de los muros que limitan la plaza, unas letras grabadas rezan así: 
LOS QUE DAN CONSEJOS CIERTOS
A LOS VIVOS
SON LOS MUERTOS
Roquelina,
que acaba de reparar en la placa,
está ahora leyendo la
pétrea reflexión. 
NOTA: En la bella y nunca suficientemente alabada
ciudad de Salamanca,
en la llamada Plaza de los Sexmeros,
en una placa de piedra 
empotrada en uno de los muros
que el lugar limitan,
unas letras grabadas también
rezan así:
LOS QUE DAN CONSEJOS CIERTOS
A LOS VIVOS
SON LOS MUERTOS
Roquelina, que acaba de apartar
la vista del letrero, repite mentalmente para sí: «Los que dan consejos ciertos a los vivos son los muertos.» Entonces un hombre joven, de unos treinta años, que a buen paso cruzaba la poco transitada placita, al reparar en Roquelina («¡Hum!, preciosa chulita») se detiene en se- co. Lleva un elegante sombrero de ala ancha con adornos bordados, y chaqueta corta también con bordados. Tiene pinta del típico chulito que se las da de donjuán. Y este donjuán de opereta, sin apartar su mi- rada descarada de Roquelina, hacia ella avanza. Hacia ella avanza con chulería, y los tacones de sus botines lustrosos resuenan en el enlo- sado. «¿Y ese qué quiere?», piensa Roquelina al ver al joven que se acerca y que pronto está ahí, junto a ella. A bocajarro, el petimetre de mirar descarado, con desvergonzada desenvoltura, pregunta: «¿Qué hace una chamaquita tan linda y tan sola en esta placita solitaria?» Y como Roquelina no responde, el desvergonzado, con gesto lascivo, mirando a la incómoda joven de arriba abajo con ojos de lujuria, vuel- ve a la carga con sus impertinencias: «Yo creo que el chavo te ha plan- tado, chulita, y no lo acabo de entender, ¡Ay, chihuahua!, porque eres requetelinda. Pero no te apures, chulita, porque lo que uno deja otro recoge, y yo estoy dispuesto a perder un par de horitas contigo si... «Por favor, señor, deje de molestarme», dice entonces con firmeza Ro- quelina, interrumpiendo las banales impertinencias del frívolo señori- to. Sólo tardará tres segundos el donjuán de pacotilla (¿qué donjuán es de valía?) en contestar en contestar a Roquelina, y en esos tres segun- dos súbitas imágenes, pensamientos súbitos se agolparán en la mente de la joven. «Tiene mirada de coyote. Es el coyote del sueño. Es el ga- lán que se volvió coyote. No se parece al galán del sueño, pero tiene su mirada, y sobre todo tiene la mirada del coyote.» Entonces, de im- proviso, el donjuán de pacotilla agarra por la muñeca a Roquelina, al tiempo que espeta a la joven necias palabras: «Mira, chulita, no te ha- gas la brava conmigo, que las tengo a puñados mejores que tú, y si...»
    No puede concluir el joven
su necedad, pues la mano libre de Roquelina, la derecha, que se ha ce- rrado en un puño casi por acto reflejo, golpea el rostro del donjuán con tal contundencia que éste, desasiendo la muñeca izquierda de la joven, tras caminar hacia atrás, de espaldas, unos tambaleantes pasos, se des- ploma ¡PATAPLAF! sobre el enlosado de la plaza.
    –¿Pero qué está pasando aquí? –se pregunta mentalmente Doña Ro- salba que, en este preciso momento, acaba de llegar a la placita y ca- mina, acelerando el paso, hacia donde se encuentra la victoriosa Ro- quelina en compañía de su noqueado pretendiente.

    16. «Pero nuestra sorpresa»,
continuó escribiendo Cocorocó,
«fue de campeonato cuando aquel indio alcohólico nos dio a conocer su nombre: ¡Pico Corvo! Sí, resulta que aquel indio al que habíamos defendido era nada más y nada menos que Pico Corvo, el hombre me- dicina de quién me hablara Doña Rosalba, ¡el tan traído y tan levado Pico Corvo de marras, vamos!»

    17. «Aquí donde me veis yo fui
el gran hechicero Pico Corvo, ¡el temido y odiado Pico Corvo! Mis poderes caminaban por el sendero que nunca termina, y a cada paso mi magia era más poderosa. Por el sendero que nunca ¡HIP! termina creía caminar yo, Pico Corvo. Pero el sendero se truncó. Manitú me castigó. Manitú castigó ¡HIP! a Pico Corvo. Un día, Pico Corvo des- pertó sin magia. Su negra medicina había levantado el vuelo, había huido veloz. Como raudo cuervo de negras alas voló, hacia blancos desiertos de nieve, la medicina sombría y poderosa de Pico Corvo, para no regresar. ¡Pero yo lo intenté! Intenté ¡HIP! atrapar por sus alas al viejo cuervo, poniendo en la disputa todas mis fuerzas. Mas el espíritu del desierto blanco era fuerte, mucho más fuerte que Pico Corvo. Él se llevó a sus planicies gélidas y desoladas al negro cuervo, del que yo, Pico Corvo, sólo pude atrapar, sólo pude recuperar una pluma, una pluma más negra que la noche sin luna, MAS NEGRA QUE LA MUERTE DE LOS QUE NO RESUCITAN!»
    «Qué bien habla», pensó Cocorocó, «se ve que tiene estudios.»
    «Y con esa pluma», continuó Pico Corvo, 
«el grito último de la negra medicina de esta sombra que os habla se desencadenó como una tormenta terrible; ¡COMO UNA TERRIBLE TORMENTA DE ARENA QUE SE EXTENDIÓ CON FURIA POR MIS DESÉRTICOS DOMINIOS!»
    Bajó el indio la mirada. Tres segundos
permaneció en silencio. Luego levantó la vista, pero sus grandes ojos inquietantes no miraban hacia afuera. Entonces, con palabras que re- flejaban un profundo sentimiento de amargura, Pico Corvo, con voz de ultratumba, dijo: «Aquella tormenta fue el último estertor de Pico Corvo. Ahora os habla un muerto. O quizá ¡HIP! sólo la sombra de un muerto.»
    «El extraño caso del muerto borracho», pensó Cocorocó.
    «Ahora hasta da pena», pensó Pe Tse Fu.
    «¡Gringos del diablo!, ahí están
alentando el soliloquio del indio mientras yo reparo el desaguisado... ¡maldita sea mi suerte cochina!», pensó el tabernero, entregado si re- signación a su tarea. Los otros, los pendencieros, tirados por el suelo de cualquier manera, seguían soñando con lo que la gentuza de su ca- laña sueñe.

    18. «La verdad», dice Roquelina,
«es que ahora me arrepiento de haberle pegado tan duro.» «No le des más vueltas al asunto, Roquelina», contesta Doña Rosalba, «el tipo se lo buscó y, al fin y al cabo, no le pasó nada.» «Ya», dice Roquelina, «pero cuando el aquel hombre abandonaba la plaza, cabizbajo y aver- gonzado por haber sido vencido por una mujer, se volvió un momento y me lanzó una mirada de odio de esas que fulminan... ¡menos mal que aquel tipo no iba armado, que si no...!

    19. «Doña Rosalba»,
escribió Cocorocó en su cuaderno,
«es una mujer de armas tomar, y por lo visto Roquelina no le va a la zaga, ¡cómo me hubiera gustado verla en acción!»

    20. «Según parece»,
escribió Doña Rosalba,
«Pico Corvo a perdido sus malignos poderes de hechicería y se ha da- do a la bebida. Cuando Cocorocó y Pe Tse Fu me contaron su aventura no podía salir de mi asombro.» 

    21. «Hace ya mucho tiempo»,
continuó escribiendo Cocorocó,
«que no tengo noticias de Gudelia, otra fémina para añadir a la lista de mujeres de armas tomar. De todos los sobrenombres de Gudelia, a mí el que más me gusta es el de Deli la veloz. Para los amigos es simple- mente Gudy. ¿Qué habrá sido de la amiga Gudy? ¡Parece que la estoy viendo, tan nítida se me presenta su imagen en la memoria! Con su sempiterna pipa humeante en la boca, con su pelo recogido en moño o en coleta, con sus dos metros de altura y su figura desgarbada (otro sobrenombre de Gudelia es Gudy la larguirucha)... Y siempre su re- volver al cinto, claro está. Porque Gudy es uno de los revólveres más rápidos del salvaje oeste. Con esto no quiero decir que Gudy sea un revolver. Gudy es una chica, claro; es una forma de hablar. Bueno, creo que esta explicación sobraba.
    Gudy es quizá la mujer más rápida del oeste.
    Ya de muy jovencita, se dedicó a cazar cuatreros y malhechores pa- ra ganarse algún dinerito. Pronto adquirió una gran habilidad con el revolver. Ya de más mayorcita llegó a medir sus buenos dos metros (como dije antes). Fue nombrada shériffa de Aylaleche City, permane- ciendo un año en el puesto. A los veintinueve años ingresó en el ejér- cito, y a los treinta y cinco alcanzó el grado de tenienta por sus méri- tos en la lucha contra los indios. Y casi se me olvidaba decir que fue mi amigo Kid Sidney, antes de ser famoso, quién enseñó a Gudy (que era hija de un amigo suyo) a utilizar el revolver.»

    22. ¡BANG! ¡PINGGG! La lata vieja que servía de blanco pirueteó en el aire por el certero disparo del esbelto (entonces de verdad) Kid Sidney.
    –¡Bravo Sidney! –exclamó la pequeña Gudy.

    23. UN INSTANTE
o una leyenda atónito susurro «parece que la estoy viendo» algo cre- puscular como otoño «Gudy es una chica» senderos salvajes AMÉN una vida dura «una gran habilidad con el revolver» como un reflejo efímero sí un recuerdo algo se precipita o golpea se esparce SACUDE EL ALMA lo que surge herrumbroso y hay algo de horror y algo dulce en cada palabra DESFALLECE SE COLMA y sin embargo «creo que esta explicación sobraba».

    24. «EL AHORA
ranchero Sam Shecundin, el gigante Sam Shecundin»,
continuó escribiendo Cocorocó,
«alcanzó gran fama luchando contra los indios, y su fama de pistolero también se extendió por el oeste. Luego se casó, y desde entonces se fue olvidando de sus revólveres. Su hijo Kid Sidney (ahora mi ayu- dante) llegó a alcanzar la habilidad de su padre con las pistolas. A los veinticinco años liquida en un duelo a un reputado y torvo pistolero, Mississippi Smith. Esto hace que la fama de Kid Sidney se extienda, y que ya no pueda vivir tranquilo en ninguna parte.»

    25. «NO NOS GUSTAN LOS PISTOLEROS
en este pueblo. Vete de aquí o te escogorcio.» «No se enfade sheriff, ya me iba.»

    26. «Sidney no podía permanecer
mucho tiempo en un pueblo», 
continuó escribiendo Cocorocó, 
«y así, entre duelo y duelo, fue pasando la vida. Luego, a los treinta años, fue nombrado sheriff de Santa Fe. Ostentaba este cargo Kid Sid- ney (el pistolero esbelto, entonces de verdad) cuando se dio la noticia de que la banda de Oklahoma Malone asaltaría el pueblo. Toda la gen- te de la ciudad estaba de acuerdo en ayudar a Sidney.»

    27. «Todos estaremos a tu lado, Sid», dijo el alcalde exhibiendo una amplia sonrisa.

    28. «Pero cuando llegó la hora de la verdad»,
continuó escribiendo Cocorocó,
«el sheriff Sidney tuvo que enfrentarse solo contra todos los foraji- dos.»

    29. ¡BANG!
    ¡AUUG!
    ¡BANG! ¡BANG!
    ¡ARRGH!
    ¡PWA! ¡PWA!
    ¡BANG!
    ¡AAH!
    ¡BAM! ¡BAM!
    ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!
    ¡AAAGH!

    30. «SIDNEY LIQUIDÓ A TODA LA BANDA,
pero cuando el alcalde salió de debajo de la cama para felicitarle»,
continuó escribiendo Cocorocó,
«el sheriff Sidney arrojó su estrellada placa lejos de sí, furioso. 
    Luego viene una triste etapa de la vida de Sid,
pues de sheriff pasó, de la noche a la mañana como quién dice, a ser asaltante de trenes y diligencias, cuando no atracador de bancos. Pero un día, Sidney se enteró de que su padre, Sam Shecundin, había sido nombrado sheriff  y andaba tras él. Kid Sidney se entregó y fue a parar a prisión, pero sólo permaneció un par de meses pues, no habiendo cometido delitos de sangre, pudo beneficiarse de una amnistía. Sidney se dedicó entonces a cazarrecompensas, liquidando a la mitad de su antigua banda y a otros veinte bandoleros, siempre en defensa propia. Luego Sidney abandonó su vida azarosa y violenta y se transformó en sedentario y pacífico granjero. Llevaba la granja junto a su socio, el negro Mencus. Un mal día, unos ladrones asaltaron la pequeña granja, quemándole la casa, robándole y asesinando a su burra Casimira. Los ladrones eran cuatro tipos, que huyeron sin que Kid Sidney pudiera desmenuzar a ninguno. El jefe era un fresco que respondía al nombre de Frescott. Caracterizábase Frescott (amén de que era gordo y calvo) por una exagerada y fingida mueca que quería ser sonrisa, por su puro, siempre entre los dientes, y por llevar siempre consigo un repelente gato cuya sonrisa (mostrando todos los dientes) era idéntica y tan falsa como la se su amo. Buscando a los asesinos de su burra Casimira, Kid Sidney llegó a Poop  City, y en un tiroteo eliminó a dos de los tipos. Sólo el jefe de la banda (con su gato) y otro habían logrado huir.»

    31. «Lástima que el dinero lo lleve el jefe»,
dijo Sidney. Y luego añadió lacónico: «Ya quedan pocos». «Quedan dos», puntualizó Mencus. 

   32. «¡RAYOS! ¡Kid Sidney!»
exclamó Frescott al tiempo que el pistolero esbelto (que de esbelto no tenía nada) descerrajaba tropecientos tiros («¡HOLA!», saludó Sid con maliciosa sonrisa al tiempo que vaciaba el cargador de uno de sus revólveres) sobre el último de los esbirros. De tal suerte que la cabeza del esbirro, cual pelota, botó ¡TOC, TOC, TOC...! por el suelo (Poco antes de que el pistolero decapitador «¡HOLA!» entrara en escena, Frescott le decía precisamente a su último esbirro: «¿Otra vez has vuelto a perder tu rifle? ¡un día de estos vas a perder la cabeza!» Y, a pesar de que Sidney le dio la oportunidad de desenfundar el revolver poniéndole sobre aviso «¡HOLA!» de su entrada en escena –era de noche–, por falta de destreza con el arma la testa perdió sin tiempo pa- ra testar: tan rápido sucedió todo. NOTA DENTRO DEL PARÉNTE- SIS: La rocambolesca y macabra muerte ¡TOC, TOC, TOC...! del es- birro fue así narrada y miniada con boli BIC azul Cristal, el que escri- be normal, y pinturas Alpino 12 LÁPICES COLOR EXTRA madera de cedro 10 Km.) Y punto.

    33. «Ya sin su último esbirro»,
continuó escribiendo Cocorocó,
«al galope de su caballo huyó Frescott,


    

    
    
    
    
    
    
    
    

    
    




  




        


continuará