La muerte en el envés del jeroglífico


Pedro Fernández Cuesta
LA MUERTE EN EL ENVÉS DEL JEROGLÍFICO
 Una aventura de Ferdinand Blake

PRIMERA PARTE

    1. Sucedió en el parque. Tom Sagendorf,
joven elegante de veintitantos años, se había sentado en un banco del parque (un banco bastante cómodo, de madera, con respaldo) para, tranquilamente, hojear el Bigstrong Herald (el periódico local de la ciudad, o sea, de Bigstrong City). Lentamente avanzaba la mañana de otoño hacia el mediodía. Era una mañana de otoño, mas el tiempo era primaveral. De buena gana el joven se hubiera quitado la chaqueta, pero había que guardar las formas (corría el año mil novecientos treinta y tantos). Entonces el joven atildado del periódico alzó la vista y vio a la chica, allí frente a él, al otro lado del paseo, leyendo un libro. Allí en un banco una preciosa joven leía un libro elegantemente sentada. Medias de seda muy transparentes se ajustaban a sus esbeltas piernas de finos tobillos. Aunque mantuvo el periódico abierto, este había perdido para él todo interés. Aquella mujer era un digno objeto de contemplación. Por encima del periódico desplegado, con disimulo miraba Tom Sagendorf a la joven lectora. ¿Qué libro leía? Imposible distinguirlo. Entre la joven de las piernas cruzadas y el joven atildado mediaba una distancia de unos diez o doce metros. De vez en cuando pasaban, en una dirección u otra, los paseantes, que para Tom no eran más que pequeñas molestias, pues se interponían entre él y la bella escultura de las medias de seda. No, imposible distinguir el título del libro... pero entonces se fijó Tom en un curioso detalle. De entre las hojas del libro sobresalía la punta de un papel amarillento. Y, cada vez que la joven pasaba una página, más sobresalía la punta del papel amarillento. Aquel papel acabaría fuera del libro, danzando por el parque al acaso. Tendría que advertir a la joven, pensó Tom, ¡bah!, ¿qué importancia puede tener ese papel? ¿qué importancia puede...? ¿qué importancia...? Tom se estaba quedando dormido, y no podía evitarlo. ¿qué importancia...? ¿qué...? Tom se había quedado dormido. Al poco despierta con un respingo, pero la lectora de los finos tobillos ya no está allí. Ahora, frente a Tom, tan sólo un banco vacío. Pero... ¿qué...? ¡el papel! Sí, mira, Tom, no cabe la menor duda... es el papel amarillento, allí torpemente danzando a ras del suelo al pie del banco vacío. Tom se levanta como por resorte, y veloz se lanza a dar caza al papel antes de que... ¡mecachis! Un golpe de viento ha hecho que el papel despegue bruscamente del suelo, y ahora, mira, describe amplias cabriolas en el aire. Sí, ya casi lo tenías, Tom, y el muy maldito... ¡diantre!, exclama Tom, pues otra ráfaga de viento ha hecho volar su sombrero, que se aleja haciendo piruetas. Tom corre tras él, pues su elegante sombrero tiene ahora preferencia frente al papel amarillento... más, al tiempo que corre tras el sombrero, no puede dejar de lado una imagen que en su mente persiste, una especie de dibujo impreciso que ha vislumbrado en el papelito amarillento cuando a un tris ha estado de atraparlo. Adiós al papelito, piensa Tom, y el sombrero... ¿dónde se ha metido?... ¡ah, sí, allí está! Sí, allí estaba el sombrero, reposando boca abajo sobre la hierba, junto a unas hojas caídas. «Adiós al papelito», volvió a repetirse Tom mentalmente mientras echaba mano a su sombrero de fieltro (en gris claro)... Y entonces... «¡Caramba!», exclamó Tom, porque al levantar su elegante sombrero vio allí bajo él, sobre la hierba... ¡el papel amarillento! ¿o era otro papel amarillento? No, no era otro, era el de marras, sin duda. La mano ávida de Tom lo asió con premura. Y reconoció aquel dibujo antes apenas vislumbrado. Apenas lo había antes vislumbrado... captó algo inconcreto... como un dibujo... ¡pero era aquel papel, no cabía duda! ¿Y cómo había ido a parar bajo el sombrero? Una casualidad, sin duda... ¡qué casualidad! ¿casualidad? ¿tal vez el destino? ¿un milagro quizá? bueno, eso no, no exageremos... En realidad, lo que había ocurrido (habla el narrador omnisciente) había sido lo siguiente: cuando el viento arrancó a Tom su sombrero, este, en su azarosa trayectoria, atrapó al vuelo (por puro azar) al papel amarillento que aleatoriamente surcaba el aire. Luego, ya con el papelito en su interior, continuó un rato el sombrero planeando caprichosamente, hasta aterrizar blandamente sobre la hierba. Ahora Tom, ya con el sombrero bien encasquetado, mira el papelito amarillento y ve lo que realmente es: un recorte de prensa de formato cuadrado donde puede verse, perfectamente encuadrado, un jeroglífico (el típico jeroglífico que suele venir en los periódicos en la sección de pasatiempos); esto en el anverso. Luego, en el reverso (o envés) del recorte se ve, también perfectamente encuadrado, uno de esos anuncios por palabras.

    2. Un jeroglífico en el anverso
y, en el envés del jeroglífico, un anuncio por palabras. O viceversa, ya que igualmente se puede decir: un anuncio por palabras en el anverso y, en el envés del anuncio por palabras, un jeroglífico. Pues, ¿cuál es el anverso y cual es el reverso en este recorte? ¿se quiso recortar el jeroglífico y, por azar, quedó perfectamente encuadrado, por el otro lado, el anuncio por palabras o, por el contrario, se quiso recortar el anuncio por palabras y, por azar, quedó perfectamente encuadrado, por el otro lado, el jeroglífico? Interesante enigma, piensa Tom Sagendorf, y se imagina a la joven de las piernas esbeltas de finos tobillos ora recortando el jeroglífico ora recortando el anuncio por palabras. Hum, analicemos el asunto, piensa Tom, que se ha vuelto a sentar (esta vez en un banco de piedra, sin respaldo). Hum, sí, el asunto merece ser analizado, piensa Sagendorf (ya no tiene periódico, pues este quedó abandonado en el otro banco, el de madera con respaldo; deshojado andará ahora el periódico arrastrándose por el suelo; tan buen tiempo como hacía y luego se levanta este viento...) Desde luego aquí hay un dato interesante, piensa Tom. El dato interesante: al pie del jeroglífico hay una anotación hecha con pluma estilográfica (en azul, dicho sea de paso), que dice así: ¡Anda!, un jeroglífico de mi amigo Newman-Garden. Y es que el jeroglífico aquel es, en efecto, del muy afamado Newman-Garden, como con claridad reza el rótulo: JEROGLÍFICO, por Newman-Garden. [Newman-Garden, y Tom lo sabe bien, publica jeroglíficos y otros muchos pasatiempos en el Bigstrong Herald] Pero describamos el jeroglífico*, que ahora Tom trata de descifrar sin éxito (no viene la solución, que se ofrece siempre en el próximo número). [*Una nota para el lector: hay que aclarar algo antes de describir el jeroglífico: este, originalmente, fue concebido en el idioma de Walt Whitman (ya que la acción de la novela se desarrolla en los Estados Unidos) y, por lo tanto, se basaba en un juego de palabras intraducible de forma literal, por lo que se ha recurrido a una libre adaptación al castellano.] Pero vamos ya, ahora sí, con la descripción del jeroglífico. El dibujo de la viñeta, bajo el título (JEROGLÍFICO, por Newman-Garden), representa a una mujeruca rezando el rosario en una iglesia; lleva velo, viste de negro, y parece reconcentrada en sus oraciones. Es un buen dibujo, pues Newman-Garden, aparte de avezado jeroglifista, es un diestro ilustrador. Al pie del dibujo puede leerse: ¿Qué hace la portera? ¿Que qué es lo que hace la portera?, se pregunta Tom, pues... eso, rezar el rosario... no, no, esto de los jeroglíficos no funciona así... tiene que ser un juego de palabras... pero no caigo. Tom no cae. ¡Bah!, se dice, y da la vuelta al papel (el papel mide unos siete por siete centímetros, más o menos) Por el envés... si digo envés es porque Tom ha dado por pensar que el anverso es el lado del jeroglífico, por llevar la anotación manuscrita. Sí, creo que es el jeroglífico lo que la joven recortó, y no lo otro, piensa Tom Sagendorf. Ahora el joven atildado mira el envés del jeroglífico, el anuncio por palabras.

    3. Un anuncio por palabras en el envés del Jeroglífico,
que dice así: Secretaria se precisa Club de Amigos del Buen Deporte. Indispensable sea joven, bonita, educada y soltera. Que sepa escribir a máquina. Las ofertas serán tratadas con la máxima discreción, y la documentación será devuelta. Interesadas mandar foto y currículum a Club de Amigos del Buen Deporte, General Lee, 64 «Hum...», piensa Tom, «este anuncio le va pintiparado a la joven... ya dudo... es posible que lo que ella recortó del periódico fuera esto.» Voltea el papel. «¿Y qué significa esto de ¡Anda!, un jeroglífico de mi amigo Newman-Garden? ¿Significa que la chica es de verdad amiga de Newman-Garden o es sólo una forma de hablar?» Tom da por hecho que ha sido la chica la que ha escrito esta nota; la letra, desde luego, parece de mujer. «La letra de mujer tiene un algo que la diferencia de la letra de hombre», piensa Tom, y luego se pregunta: «¿Por dónde empezaría a investigar Ferdinand Blake en un caso así?»

    4. Tom Sagendorf, el joven atildado,
era era un gran admirador de Ferdinand Blake, por eso se preguntó: «¿Por dónde empezaría a investigar Ferdinand Blake en un caso así?». Tom Sagendorf nunca había visto en persona a Ferdinand Blake, el famoso detective privado, a pesar de que ambos vivían en la misma ciudad; pero esto no era extraño, ya que «Bigstrong City es una ciudad populosa», se dijo el atildado Tom. Tom Sagendorf podía ser un tipo obsesivo cuando algo se le metía entre ceja y ceja. Y ahora el asunto del papelito amarillento se le había metido entre ceja y ceja. Más no obstante, en un momento de lucidez, pensó: «Un momento, Tom, echa el freno, pues ¿qué interés puede tener para ti todo este asunto?»... «Hum...»... «sí, sí, lo reconozco, el interés que para mí tiene todo este asunto radica en la chica». Y entonces, en ese instante, su imaginación revivió nítidamente, glamurosamente, la imagen de la joven. Como una diosa, allí... pero, ¿como una diosa, digo? ¡no!¡como una actriz de Hollywood!, sí, como una actriz de Hollywood allí en su imaginación la preciosa joven leyendo un libro elegantemente sentada. Allí ella, sus medias muy transparentes ajustándose a sus esbeltas piernas de finos tobillos. «Claro, claro...», pensó Tom Sagendorf, «debo resolver el enigma para dar con la chica... los datos que me proporciona este papelito son los únicos datos que poseo de ella, sólo a partir de ellos podré dar con ella... ¿dar con ella? ¿para qué?... pues para... para dar con ella, ¿te parece poco, Tom?». Tom Sagendorf conversaba consigo mismo (mentalmente, claro).

    5. Daré ahora algunos datos sobre Tom Sagendorf, 
sólo unas breves pinceladas: Tom Sagendorf nació en Stephany City (Minesota), una ciudad provinciana donde las haya, pero famosa por su Seminario de Teología Cristiana. Allí estudió Tom, acatando así los deseos (por no decir los designios) de su progenitor, pastor luterano y rector del Seminario, que quería que su hijo siguiera sus pasos, es decir, que el día de mañana llegara a ser pastor luterano y rector del Seminario. Ya en el primer curso, Tom Sagendorf se destacó como un alumno obediente, estudioso y disciplinado. En el segundo curso, Tom empezó a renquear algo en sus estudios y empezó a considerarse a sí mismo como un pagano. En el tercer curso, su padre le amenazó con mandarle interno a una dura escuela militar. En el cuarto curso, Tom destacó como un alumno obediente, estudioso y disciplinado. Fingía, pues para sus adentros seguía considerándose un perfecto pagano. En el quinto curso Tom maduró; empezó a interesarse ya de verdad por la teología y tuvo una súbita revelación (por así decirlo): el cristianismo supera en mucho (y decir mucho es poco) al paganismo. Luego se fue alejando, sin prisa pero sin pausa, del luteranismo (esto gracias a los “buenos ejemplos” de su padre), y, cuanto más se alejaba, más crecía en Tom su fe en Jesucristo, al que llamaba el filósofo de los filósofos. Simultáneamente, en aquel mismo curso, Tom Sagendorf empezó a frecuentar un dancing club, donde bailaba frenéticamente la música sincopada del jazz. Bebía más de la cuenta, y empezó a jugar al póker (apostando). Como siempre ganaba, corrió como la pólvora un rumor: Tom hace trampas, por lo que pronto empezó a hacer enemigos y a perder casi todos sus amigos. Su padre amenazó a Tom con echarle de casa, a lo que Tom respondió: «Vale», y sonrió, pues, aunque en su casa no lo sabían, ya tenía en perspectiva un trabajo bien remunerado lejos de aquel pueblo de mala muerte. Sólo sintió tener que dejar a su madre.

    6. Ahora Tom Sagendorf trabaja en Bigstrong City,
como preceptor (en el sentido de profesor) de los tres vástagos de una buena familia de la ciudad. Imparte sus clases por la mañana, y el fin de semana lo tiene libre. Los tres niños de los Carpenter (dos niños y una niña) son bastante modositos, y el trabajo está espléndidamente remunerado. El matrimonio Carpenter es encantador; desde el primer día le trataron con amabilidad. ¿Qué más se puede pedir a la vida? ¡Y todo gracias a la recomendación del bueno de Narcissus Holden! ¡ah, cuánto debe Tom a su condiscípulo predilecto, a su íntimo amigo! Ya nunca volverá a estar hermanado con Narcissus en su sueño utópico de un paganismo absoluto, pero ese amor que su amigo le transmitió por la cultura de la Antigua Grecia incólume permanecerá siempre en su alma. Desde que heredó la cuantiosa fortuna de sus padres, el joven Narcissus vive holgadamente de las rentas en la aristocrática mansión que le viera nacer. La aristocrática mansión neoclásica está aquí en la ciudad, en Bigstrong City. Tom se aloja en ella, como invitado se su amigo. «Ni hablar de dinero, Tom, si quieres que nuestra amistad no se enturbie; yo no regento un hotel, eres mi invitado y sanseacabó.»

    7. Hoy Tom Sagendorf tiene el día libre, pues es sábado.
«Me inclino a pensar», cavila Tom mientras pasea por el parque, «que lo que la chica recortó fue el jeroglífico, y que ella es, en efecto, amiga de Newman-Garden; y que el anuncio quedó en el envés por pura casualidad. Sí, quizá me equivoque, pero de alguna hipótesis hay que partir». Mientras cavila, Tom Sagendorf deambula por el parque, cabizbajo y meditabundo. «Pues si en verdad esa joven es amiga de Newman-Garden, bastará con contactar con este y, a través de este...» Y ya está Tom pergeñando alguna forma de poder entrar en contacto con Newman-Garden que parezca natural, no forzada. «A ver... a ver... venga, Tom, piensa... piensa... » Y ¡de súbito! ahí la idea: «¡Címbalos y trompetas!», exclama Tom a voz en grito mientras lanza al aire su sombrero «¡ya lo tengo!» (pulcro pelo castaño que el viento despeina) «¡yupi!» Una señora que pasa da un respingo, y con ella su minúsculo perrito; sobresaltados ambos ante las súbitas exclamaciones del joven. Tom, a lo suyo, no repara en la voluminosa señora del ceño fruncido, y mucho menos en el minúsculo perrito que le dirige unos ladridos afónicos.

    8. Tom Sagendorf empleó toda la tarde del sábado en su tarea.
Por fin, cuando aquel viejo reloj de pared daba las nueve de la noche, se dijo: «Bueno, creo que esto está listo». Sobre la mesa, una serie de útiles de dibujo (tintero, reglas, lápiz, plumillas, un pincel fino...) y, en unas pequeñas cartulinas, algunos jeroglíficos torpemente copiados. También se veían, cobre la mesa, unos viejos periódicos londinenses de principio de siglo. Todos ellos estaban abiertos por la página de los pasatiempos. De estas páginas había copiado Tom los jeroglíficos. Por su amplia sonrisa, el joven parecía satisfecho de su labor, aunque no dejaba de ser una chapuza lo que acababa de hacer. Pero él, allí solo en la amplia estancia, contemplaba con agrado su obra (su torpe plagio). La luz de la lámpara producía reflejos dorados en los bien peinados cabellos de Tom. Entonces entró en la habitación Narcissus Holden. «¿Como llevas eso, Tom?», preguntó con cierta displicencia. «Ya he terminado, ¿qué te parece?» «Hum... sigo pensando que estás loco, Tom... ¡tanta martingala para llegar a una chica a la que apenas has visto! Una chica cuyo rostro no has sido capaz de describirme, de la que no recuerdas si era rubia, castaña o morena...» «Es que llevaba sombrero, Nar, pero era más bien rubia... pues creo recordar que el sol producía reflejos dorados en su pelo.» «Y cuando consigas hablar con Newman Garden, Tom, ¿qué le vas a preguntar?, ¿que si conoce a una chica escultural, tal vez rubia, de la que no sabes su nombre?» «Ya veremos, ya veremos...», dijo Tom. «¿Y no sería más fácil volver por el parque de vez en cuando hasta que la chica aparezca de nuevo?» «Y no creas que no lo haré», dijo Tom, «pero, de todas formas, yo voy mucho por el parque y nunca la había visto, te lo aseguro. Mira, Nar, si la hubieras visto como yo comprenderías mi interés... el escultor que modeló esa estatua supera con creces a Fidias» «Nunca entenderás nada», dijo Nar (apócope de Narcissus), «la natura no puede nunca superar a Fidias, porque Fidias es la prístina esencia de lo natural» (a Narcissus le gustaba decir natura en vez de naturaleza). «Oye, Nar, ya son más de las nueve, ¿no te dijeron en el periódico que a partir de las nueve estaría tu amigo en la redacción?»

    9. Narcissus Holden telefoneó a su amigo Alex Twain, 
periodista del Bigstrong Herald. Se puso al teléfono a pesar de estar muy ocupado, y Narcissus le pidió un favor, que si sería posible que le proporcionara el teléfono de Newman-Garden, pues un amigo suyo que aspiraba a jeroglifista tenía mucho interés en hablar con él. Mira, Nar, yo hablaré con Newman-Garden, dijo Alex, pero, veras... Gardy es un tipo taciturno, muy celoso de su intimidad, casi un misántropo... yo puedo hablar con él... pero no te prometo nada... oye, ahora te tengo que dejar... ya te llamaré... sí, sí, yo te llamo... adiós, Nar.

    10. El domingo por la mañana, Tom Sagendorf
acudió otra ver al parque. El tiempo primaveral del día anterior se había esfumado, pero era aquel un delicioso día de otoño en el Parque Lincoln. Tom Sagendorf, el atildado joven de unos veintitantos años, el del sombrero de fieltro, se sentó en el banco del día anterior (un banco bastante cómodo, de madera, con respaldo), y con parsimonia abrió el periódico, el Bigstrong Herald, sin mirarlo. Frente a él estaba el banco vacío, el mismo banco que el día anterior ocupara la joven lectora de medias de seda muy transparentes que se ajustaban a sus esbeltas piernas de finos tobillos. La joven de rostro impreciso en el recuerdo. Ahora sólo ahí un banco vacío. Hojas caídas se arrastraban perezosamente a ras del suelo o suaves planeaban en el aire a impulsos del blando viento. Una fuerte melancolía irradiaba de cada hoja caída, una intensa soledad emanaba de aquel banco tan vacío, una profunda sensación de desazón de cada árbol otoñal... pero el alma atildada del joven licenciado en teología no sufría por esa melancolía, ni por esa sensación de soledad, ni por esa desazón que irradiaba de cada árbol otoñal. No sentía el más mínimo desasosiego. «Bah, ya sabía yo que la chica no aparecería», pensó Tom. Y se fue silbando una alegre tonada.

    11. Newman-Garden trabaja en su pequeño estudio.
El estudio de Newman-Garden no es más que una habitación más bien pequeña, con un viejo balconcito que da a una calle más bien estrecha, donde gente sencilla y honrada abre sus negocios. Al menos él los ve así. Al menos son sencillos y honrados en la imaginación algo ingenua de Newman-Garden. Pero hoy los negocios están cerrados, porque es domingo, y la calle solitaria, en esta tarde otoñal, impregna el alma de Newman-Garden de una sutil melancolía. Mejor deja de asomarte al balcón, Newman-Garden, y vuelve a concentrarte en el trabajo, en tus dibujos, en tus amados jeroglíficos. Newman-Garden no está solo en la habitación, pues con el está Jasper, su michino. Y además están sus jeroglíficos. Y sus humildes cuadritos y objetos aquí y allá, durmiendo en la penumbra. Pero la luz que entra por el balcón ilumina aun su tablero de dibujo, sus lápices, su tintero, sus plumillas y sus pinceles, sus acuarelas y sus dibujos. Ya está Newman-Garden dibujando. Su gato, desde un ángulo de la habitación, sobre el ajado sillón, observa a su dueño con respeto; o al menos eso es lo que quiere creer el ingenuo Newman-Garden, que Jasper, su michino, le observa con respeto. Y entonces Newman-Garden contesta a esa mirada de supuesto respeto felino con una mirada sincera de auténtico cariño. Ahora Newman-Garden está pasando a tinta, con precisión, un jeroglífico. Newman-Garden publica sus pasatiempos en distintos diarios y revistas, pero, actualmente, sólo publica sus jeroglíficos en el Bigstrong Herald, uno cada día de semana. El del domingo va en color. Y fíjate bien, lector, aguza tu imaginación y fíjate en aquella pequeña foto modestamente enmarcada, allí al fondo en la penumbra, ¿le reconoces? ¿no? ¡pues es Novejarque, el gran jeroglifista español! ¿cómo? ¿que no te suena de nada ese nombre dices, lector? Ah, bueno, entonces nada.

    12. Newman-Garden es un hombre enjuto y de mirada intensa,
sus ojos son de un azul muy profundo. Su oscuro cabello, fuerte y espeso, se resiste a ser domado con el peine. Tiene poco más de treinta años, aunque suelen echarle unos cuantos más. No se por qué, pues para mí aparenta los años que tiene, poco más de treinta. Quizá le echen más años por su carácter serio y taciturno. Newman-Garden es alto y delgado.

    13. Ahora ya apenas entra luz en la habitación.
Si quiere seguir trabajando tendrá que encender la lámpara. «Aunque quizá sea mejor dejar el trabajo por hoy, descansar un poco», piensa Newman-Garden. Así es que no enciende la lámpara. Se levanta y sale al balcón. Aspira el aire fresco de la calle, cerrando los ojos. Todavía hay algo de luz en la calle. Y allí están todos los negocios de siempre, ahora cerrados. No hay un alma en la calle. Ningún auto pasa, y pocos hay allí aparcados. Los árboles ya están perdiendo sus hojas. Allí la panadería de los Pellegrini, que sí estuvo abierta esta mañana. Allí la mercería de madame Lefevre, justo frente a su balcón («allí era donde ella...»). Allí la juguetería de los Smith. Allí la pequeña librería de Hieronymus. Allí el atemporal ultramarinos de Norbert (el entrañable vejete, el bueno de Norbert)... Newman-Garden sintió como si una pesada losa sepultara todas sus esperanzas. Ella se había ido para siempre. Resultaba ya tan familiar, tan cotidiana para él... y luego se fue... y luego regresó un día... hace poco... pero había cambiado. Ahora vestía con más elegancia... pero no era sólo eso. Su forma de caminar era más altiva... quizá más artificial. ¡Pero era ella! Era el perfil delicado de su rostro, eran sus ojos... era su bien dibujada boca. Eran sus manos. Era su caminar rápido y ágil, sus movimientos a un tiempo bruscos y suaves. Pero ahora había algo como artificial en ella. Regresó; y a Neman-Garden (allí en el balcón) le invadió una intensa alegría. Era domingo, como hoy (¿fue hace dos semanas? ¿tres?) Ella llegó andando, y se detuvo allí junto al escaparate de la mercería y allí permaneció como una escultura... ¿cuánto tiempo? ¿un minuto? ¿más? ¿menos?... Newman-Garden, medio parapetado tras las cortinas de su balcón, la contempló con ávidos ojos ansiosos, poniendo en juego toda su capacidad de retentiva. Luego ella se fue calle arriba. Y él ya no volvió a verla (¿fue hace dos semanas? ¿tres?) «Sí, fue ahora hace dos semanas», pensó Newman-Garden. La última imagen que le quedó de ella fue la de una esbelta mujer caminando de espaldas, la de una mujer que se alejaba... que se alejaba... Mas, a punto ya ella de doblar la esquina, cuando a punto estabas, Newman-Garden, de perderla de vista, matizó el sol un tenue destello dorado en su cabello castaño. Su media melena lisa sutilmente flotaba en el fresco aire, bajo su elegante sombrero. Quizá por última vez había vuelto a estar tan cerca de ti... sí, Newman-Garden, tan cerca de ti, como siempre tan cerca de ti, ya que tu balcón esta situado en un primer piso; en un primer piso de una vieja casa de tres pisos, en una vieja calle más bien estrecha; vieja, sí, y humilde, pero pulcra como una patena. 

    14. La chica que se fue, tal vez para no volver,
se llamaba Cynthia, Cynthia Oberon. Newman-Garden conocía este nombre y este apellido, pues desde su balcón veía y oía. Durante unos tres años, miss Oberon trabajó de dependiente en la mercería de madame Lefevre. Se puede decir que Newman-Garden nunca habló con ella en todo este tiempo, aunque es cierto que cruzó con ella dos saludos. Dos veces se saludaron en tres años, y nada más. Una vez fue al entrar un día en la librería de Hieronymus. Ella estaba allí, hablando con mister Hieronymus. 
    –Buenos días –dijo el jeroglifista.
    –Buenos días –contestó Hieronymus sin mirar.
    –Buenos días –contestó al unísono ella, fijando en él su mirada.
    Otra vez fue al entrar en la panadería de los Pellegrini.
    –Buenos días –dijo el jeroglifista.
    –Buenos días –contestaron los Pellegrini al unísono.
    Y Cynthia contestó con una leve sonrisa, fijando en él su mirada.
    El azul claro de ella se enfrento al azul oscuro de él, por un instante.

    15. Quizá Cynthia se ha ido para no volver,
Newman-Garden, pero te dejó su sonrisa y su mirada. Algo es algo. 
    
    16. Cuando Newman-Garden salió de la librería,
mister Hieronymus dijo a Cynthia:
    –¿Sabe quién es ese?
    –Ni idea.
    –Es el famoso Newman-Garden.
    –¿El de los jeroglíficos?
    –El mismo.

    17. Newman-Garden apaga el molesto despertador.
«Lunes», piensa. Y se levanta. Cuando sale a la calle, con su traje gris y su maletín negro, todos los negocios, los que ve siempre frente a él desde su balcón, ya están abiertos. Camina calle abajo. El panadero, a la puerta de su negocio, le saluda desde la otra acera. «¡Buenos días, Gardy!» «¡Buenos días, signore Pellegrini!», responde Gardy (así le llaman muchos) y, en cuatro zancadas, ya está junto a su bicicleta, que tiene allí mismo, encadenada a un árbol. Y ya le tenemos pedaleando, con su sombrero bien encasquetado, camino de la sede del Bigstrong Herald. En una canastilla, en la parte delantera de la bicicleta, viaja el maletín, donde Newman-Garden lleva sus charadas, sus crucigramas, sus sopas de letras, sus jeroglíficos... sobre todo sus jeroglíficos.

    18. Martes. Tom habla con Nar (Narcissus), 
en el elegante salón de la mansión dó moran. Son las siete de la tarde.
    –La doctrina de Cristo supera a toda filosofía –dijo Tom.
    –Pero la Antigua Grecia es belleza –dijo Nar.
    –Ya. Pero verdad es belleza –dijo Tom.
    –Eso no te lo crees ni tú –dijo Nar–; ¿otro brandy?
    –Sí, gracias. A ver, argumenta tu aserto –dice Tom, y acerca la copa.
    Narcissus saborea con delectación su brandy. Luego dice:
    –La verdad es la verdad, y la belleza es la belleza.  
    Tom bebe. Luego dice: 
    –¿Me puedes poner un ejemplo?   
    Nar, calmoso, sin apenas pensar su respuesta, así responde:  
    –Tú te has fijado en una mujer por su belleza, no por su verdad.     

    19. «Tú te has fijado en una mujer por su belleza, 
no por su verdad», había dicho Narcissus Holden, y Tom Sagendorf pensó que, como de costumbre, su amigo le había puesto en un brete. A ver cómo iba a salir ahora ahora de aquel atolladero. Mas hubo suerte, pues, de súbito, apareció el mayordomo (con su aspecto severo y sus blancas patillas, claro está) y anunció: «Una llamada para usted, mister Holden, de parte de mister Twain» «Por fin», pensó Tom, «eso es por lo de mi asunto, seguro». Nar salió del salón hacia el gabinete del teléfono, y tras él salió el mayordomo. Cuando Nar regresó dijo a Tom: «Ya tienes lo que querías, la dirección de Newman-Garden; Alex ya la sabía, pero no quería darla sin consentimiento del jeroglifista. Ahora bien, Tom, esta dirección es para que le escribas, no se te ocurra presentarte en su casa sin previo aviso.» «Bien... ¿y no te ha dado tu amigo el teléfono de Newman-Garden?» «No, parece que Newman-Garden no tiene teléfono», contestó Narcissus.

    20. La carta de Tom al jeroglifista comenzaba de esta guisa: 
“A Newman-Garden, rey de los jeroglíficos”, para luego proseguir así: “Estimado amigo: soy un modesto aspirante a jeroglifista profesional que quisiera conocer su opinión de experto sobre mis realizaciones.” Después, Tom proseguía la carta con más elogios hacia el destinatario, y despedíase luego con pompa y circunstancia.

    21. Newman-Garden contestó a Tom. 
La carta, tras una escueta y fría fórmula de cortesía, decía así: “Si me envía por correo sus jeroglíficos, yo le mandaré mi opinión en cuanto pueda, con sus originales. Hago todo esto esto por la amistad que me une a Alex Twain, pero a de saber usted que soy una persona muy ocupada, y este asunto supone para mi un pequeño trastorno. Perdone mi franqueza.” Y, tras esto, un convencional “suyo” y un apresurado garabato, donde con dificultad se reconocía la cuidada caligrafía con que firmaba los jeroglíficos. Aparte de aquel garabato, el resto de la carta iba escrita a máquina. Esto contrastaba con la misiva que antes le mandara Tom, escrita a mano con exquisita caligrafía. Era el contraste entre un joven (Tom) con mucho tiempo libre y un hombre (Newman-Garden) que, por su profesión, carecía de él.

    22. En cuanto recibe la carta de Newman-Garden, 
Tom hecha al correo la suya con “sus” jeroglíficos, que, como el lector sabe bien, son copias, y no muy logradas en lo formal, que pretenden pasar por originales, o sea, no son ni más ni menos que plagios.

    23. Días... una semana... varias semanas... un mes...
«Ya hace un mes y nada», pensó Tom, «¿se habrá extraviado la carta?, porque si no se ha extraviado... no se por qué Newman-Garden... pero el caso es que no da señales de vida... ¿tan atareado estará este hombre que no puede...? ¡bah!» «Quizá lo más sensato sería olvidarme de todo este juego... al fin y al cabo no es más que una chica como otra chica escultural cualquiera... pero no es exactamente por la chica, Tom, no es exactamente por la chica... ¿ah, no?» (Tom Sagendorf conversaba consigo mismo) «no, Tom, no, no es sólo la chica... es... el misterio... es... sentirse uno como un detective... como si uno fuera el mismísimo Ferdinand Blake. No, Tom, no digas que no es más que una chica... esa chica es especial y lo sabes.» (Tom estaba obsesionado) «Amo a esa chica y creo que la amaré siempre, sus esbeltas piernas de finos tobillos, enfundadas en aquellas medias de seda tan transparentes, me han permitido entrever el absoluto, el ápice sin mácula de la belleza prístina, la reconciliación de todos los opuestos... ¡qué se yo!» (A Tom le gustaba barajar los conceptos como si fueran cartas de póker, para él todo era literatura y juego).

    24. Desde que llegó a Bigstrong City, o sea,
desde que vivía con su amigo Nar y ejercía de probo profesor privado, Tom no había vuelto a jugar al póker apostando. Sin apostar sí, con Nar y unos primos de este (unos tipos un poco aburridos, por cierto). No era lo mismo. El apostar era lo que daba emoción al póker. Pero el apostar lleva a las trampas, y las trampas llevan a los problemas, aunque nunca te pillen. El póker apostando le llevó al vicio. Pero ya no más apostar, ya no más trampas. ¡Menudo cristiano estaba hecho el señorito Tom, apostando y haciendo trampas! Pero ya no. Ahora jugar al póker con Nar y sus primos (¡vaya tipos aburridos, los primos!) era como jugar al parchís. En muchas ocasiones, Tom se dejaba ganar por Nar y sus primos, a quienes el póker no entusiasmaba, por temor a que si ganaba siempre no quisieran jugar más con él (para ganar a Nar y a sus primos siempre no sólo no eran necesarias las trampas, sino que no hacía falta ni concentrarse siquiera en el juego). En fin, que Tom pensaba a veces que para esas partidas igual daría jugar a la oca.

    25. Tom había vuelto muchas veces al parque Lincoln,
y había buscado allí, obsesivamente, a la chica. En vano. Si ya había pasado un mes, ¿por qué no jugar la siguiente baza, la del envés del jeroglífico? Sí, quizá sería lo mejor, porque ese bendito jeroglifista, pensó Tom, no va a dignarse nunca a contestar. Pero el caso es que Tom seguía apostando por el anverso, es decir, por el jeroglífico. Por algo llamaba al jeroglífico el anverso y al anuncio por palabras el envés. No, no quería abandonar ahora una apuesta segura, pero si se tomaba las cosas con tanta parsimonia, cuando quisiera encontrar a la chica ya estaría prometida, tal vez casada... Había que actuar. ¿Acaso no conocía la dirección de Newman-Garden?, pensó. Y decidió hacer una excursión al viejo barrio del jeroglifista.

    26. Tom conduce hasta las inmediaciones del viejo barrio
donde vive el jeroglifista. Aparca el coche y continua a pie. Queda un breve paseo hasta el viejo barrio. Estas zonas de la ciudad, el barrio donde vive Newman-Garden y sus aledaños (el coche allí ha quedado aparcado), son sitios seguros. Añejos, pulcros y seguros. Pero la calle donde Tom Sagendorf ha dejado estacionado su flamante automóvil alberga ciudadanos de más desahogada economía. «Sí, este es un buen sitio para dejar el coche», se había dicho. Ahora camina hacia el viejo barrio donde vive Newman-Garden, a un breve paseo. Al viejo barrio lo llaman Barrio Pulcro*. [*en español en el original] ¿Lo llaman así porque está siempre pulcro o está siempre pulcro para hacer honor a su nombre? (hay quienes dicen que lo de pulcro es una deformación de una palabra que nada tiene que ver con limpieza: pulque). Lo cierto es que el Barrio Pulcro fue y es un barrio de gente sencilla y honrada, con muchos emigrantes antes y muchos descendientes de emigrantes ahora. El grave pero siempre correcto mayordomo de Nar le había puesto al corriente de todas estas cosas: «La calle a la que se dirige es demasiado estrecha para un auto como el suyo. En el Barrio Pulcro no se estilan automóviles así; es un barrio de gente sencilla, sencilla pero honrada». Tom Sagendorf ya camina por el viejo barrio, por el Barrio Pulcro, que llaman. Trata de orientarse para dar con la calle que busca; ahora camina más despacio, su caminar es más titubeante; de vez en cuando, mira el mapa que le bosquejó, con trazo firme, el mayordomo de Nar. Camina cuesta abajo, en esta mañana de un otoño que ya declina. Ya está en la calle, pero el número de la casa donde vive el jeroglifista queda más abajo. «El mayordomo es un exagerado; esta calle no es tan estrecha... mi coche no hubiera tenido dificultad...» Pero, a medida que baja la cuesta, más se estrecha la calle. Los coches (pocos) que está viendo aparcados en esta calle no son como el suyo, ni mucho menos. Los transeúntes (pocos) tampoco gastan abrigos de alcurnia como el suyo, ni se cubren con sombreros elegantes como el suyo. Y es que, de hecho, estos transeúntes no suelen llevar sombrero sino gorra. «Son gente sencilla, pero honrada», piensa Tom mientras camina cuesta abajo, con un paso breve pero seguro. «Soy el famoso detective Ferdinand Blake», piensa para darse ánimos.

    27. ¿Qué hacía aquel joven atildado
en aquella calle de aquel barrio vetusto? Miraba el escaparate de una mercería, pero hacíalo con el perfil de su rostro casi paralelo al cristal. De vez en cuando, volvía subrepticiamente el rostro a la derecha, para mirar hacia aquel balcón, en el primer piso del edificio de enfrente. «Ese tiene que ser el balcón de Newman-Garden», pensó el atildado joven. Luego miró hacia la vetusta puerta bajo el balcón. «Muy bien, Tom, pues si has llegado hasta aquí, ¿a qué diantres esperas?», se dijo para sus adentros. Eran ya las siete de la tarde. Allí, en el escaparate de la mercería, un colorido microcosmos de bordados, cintas, ovillos, madejas, carretes de hilo, tijerillas, botones y dedales. Un entrañable microcosmos femenino que hizo que Tom añorase a su madre y odiase un poco más a su padre. Aquella súbita fricción entre el amor y el odio vigorizó el alma de Tom Sagendorf, que, ni corto ni perezoso, cruzó la calle con resolución. Y la dependiente de la droguería vio, asomada a la puerta que acababa de entreabrir, como aquel atractivo joven, que había permanecido varios minutos frente al escaparate, entraba ahora, casi apresuradamente, por la vetusta puerta. La vetusta puerta bajo el no menos vetusto balcón de Newman-Garden.

    28. Al poco, Tom salía a la calle por la puerta vetusta, 
un tanto contrariado. Newman-Garden no estaba en casa. O al menos nadie había respondido a su llamada. Lo que sí escuchó cada una de las tres veces que llamó a la puerta (con moderación) fue el maullido de un gato. Iba a cruzar cuando reparó en ella, frente a él, al otro lado de la calle. Era una joven alta y delgada, con el pelo negro como el azabache, cortado a lo Louis Brooks. No llevaba sombrero, y estaba apoyada en la fachada de la mercería, junto al escaparate, fumando un cigarrillo. Vestía de forma discreta y elegante, y no llevaba abrigo. El padre de Tom hubiera pensado que se trataba de una mujer de la vida, pero él pensó: «es la dependiente de la mercería». Dedujo esto porque, de ser la dueña, hubiera fumado dentro su cigarrillo. Sobre la puerta de la mercería un letrero decía así: Mercería de Madame Lefevre. «A Madame Lefevre no le hace ni pizca de gracia que ella fume», pensó Tom, «pero ahora ella está sola». A medida que se acercaba a la acera de la mercería, Tom Sagendorf iba viendo con más y más claridad que aquel bello rostro (en parte velado por el humo del cigarro) le miraba. Con sus ojos grandes, negros, brillantes y profundos. Ante esta, la otra chica, la que le había traído a esta calle, se había esfumado. Tom se acercó a la joven. «Buenas tardes, ¿tiene usted fuego?», preguntó Tom a la dependiente mientras sacaba del bolsillo su pitillera de oro. «No, lo siento», dijo ella, «encendí este cigarrillo con mi última cerilla». «¡Oh, que lástima!», dijo él, «ahora no me quedará más remedio que usar mi viejo encendedor»; y, al tiempo que decía esto (ya con un pitillo en los labios) sacó, del bolsillo donde acababa de guardar su pitillera, un flamante encendedor de oro. Por un instante, ella frunció el ceño, más al instante una sonrisa iluminó su rostro; entonces tiró su cigarrillo (que distaba de ser colilla) al suelo. Mácula ígnea en el suelo impoluto. «Bueno, caballero», dijo la joven con sutil ironía, «si no tiene más objetos de oro que enseñarme, entraré a la tienda». «Un momento, señorita, lo de antes no fue más que una torpe argucia para romper el hielo», dijo Tom, «en realidad...» «¿Si?», dijo ella con el ceño algo fruncido sin perder la sonrisa. «En realidad, yo lo que quería es preguntarle una cosa: ¿sabe si el señor que vive ahí enfrente, en el balcón del primer piso, tardará mucho en regresar?» «¿Y cómo quiere usted que yo lo sepa?», dijo ella. «Yo pensé que en este barrio todos se conocerían», dijo Tom. «La verdad es que yo llevo poco tiempo en el barrio, en la tienda», dijo ella. «Pero mi amigo es muy conocido, es un famoso autor de pasatiempos...» «¡Ah!, sí, el jeroglifista... me han hablado de él... claro, claro... ese debe de ser su balcón... » «Entonces le conoce... quiero decir de vista», dijo Tom. «Sí, eso, de vista», dijo la dependiente, «porque es de pocas palabras... le veo pasar a veces, pero nunca hemos cruzado un saludo; no se si es hosco o tímido... usted debe saberlo, ya que es su amigo» «Bueno... creo que mi amigo es más tímido que hosco», dijo Tom por decir algo. «Bien», dijo ella «yo tengo que entrar... madame Lefevre... la dueña, puede llegar de un momento a otro y no...» Entonces, de súbito, la chica, que estaba de espaldas al escaparate de la mercería, fijó la mirada, muy abiertos los ojos, entreabiertos los labios, en un punto mas allá de Tom, tras este. Miraba al balcón de Newman-Garden. «¿E... está seguro de que su amigo no está en casa?», dijo la dependiente, que seguía con la mirada fija en el balcón. Él se volvió bruscamente y miró también al balcón, pero no observó nada de particular. «¿Qué pasa?», preguntó. «Pasa», dijo la joven en voz baja, «que me ha parecido ver a su amigo tras las cortinas, observándonos» Antes de que Tom Sagendorf pudiera decir esta boca es mía, aparecieron dos mujeres, dos clientes, y la joven, tras despedirse de Tom con un leve encogimiento de hombros y una pícara e inocente sonrisa, entró con ellas en mercería. Durante unos minutos, Tom Sagendorf, el joven atildado del sombrero de fieltro, permaneció allí sin saber que hacer, ora mirando el escaparate de la mercería, ora mirando el balcón. Con su áureo encendedor encendió otro pitillo. La ígnea colilla del anterior yacía muy cerca del cigarrillo ya apagado de ella. Dos máculas en el suelo impoluto* [*impoluto para lo que suele ser el suelo de una calle]. Y, en el escaparate, todos aquellos objetos: ensimismados, impertérritos; allí los bordados, las cintas, los ovillos, las madejas, los carretes de hilo, las tijerillas, los botones y los dedales como colorido microcosmos femenino. Añoranza de un mundo ido. Más ya no fricción de amor (la dulce madre amada) y odio («el odioso luterano», pensó Tom). Mas, de pronto, aquel luterano (imagen mental de su padre) se volatizó de súbito. Porque allí mismo estaba aparcando un automóvil. Un vetusto pero muy bien cuidado Ford T acababa de aparcar allí mismo. Un hermoso Ford T de color verde esmeralda, del que se apeó la mujer que lo conducía. Una mujer de porte elegante, muy esbelta, alta; ya entrada en años, pero tan bien conservada como su Ford T. Como su Ford T, vestía ella de verde esmeralda. «Madame Lefevre», pensó Tom. Madame Lefevre se dirigió hacia la mercería y, al pasar junto a Tom, mirole con aristocrático y dulce desdén. Tom correspondió quitándose el sombrero. Ella entró en la mercería. Los faroles de la calle se encendieron, pues ya empezaba a oscurecer. Miró una vez más hacia el balcón; también en casa del jeroglifista se había encendido una luz. «Usted gana, señor hosco», pensó Tom. Y se alejó de allí.

    29. Dos días después, Tom recibía una carta
de Newman-Garden, que, tras la escueta y gélida fórmula de cortesía, decía así: «Aquí le devuelvo sus plagios. Me gusta llamar a las cosas por su nombre. Aunque para ser más exactos habría que decir malos plagios, ya que es usted un pésimo dibujante. Soy un hombre muy ocupado y no tengo tiempo para estúpidas bromas de señoritos. “Sus” jeroglíficos están copiados de periódicos londinenses de principios de siglo. Son inconfundibles. Podría incluso decirle la autoría de uno de ellos. El de la raqueta de tenis y el loro es sin duda de Max Patterson, que firmaba Pat.» Y así terminaba la carta. Ni siquiera el garabato de la vez anterior.

    30. «Pues vaya», pensó Tom Sagendorf.
Nada se decía en la carta de la visita que él hiciera dos días atrás a Newman-Garden, pero Tom sabía que aquella visita era la causa de esta carta. «Y me ha devuelto los jeroglíficos para que no vuelva», dedujo Tom. «¿Pero... sabía que era yo cuando no quiso abrirme?, ¿le hablaría luego de mi visita la dependiente?», se preguntó Tom. Y Tom pensó en la dependiente. Aquella joven cuyo rostro velaba en parte el humo del cigarrillo. Aquella joven con el pelo a la moda de la pasada década. Con su peinado a lo Louis Brook. Aquella joven que tenía encanto y misterio, como el cine mudo. Y entonces pensó en la otra, la del parque, la de las piernas magníficas, que no es que tuviera misterio, sino que ella misma era un misterio, un jeroglífico. Recordó sus piernas magníficas, pero no podía recordar su rostro. En cambio, de la otra recordaba perfectamente su rostro, pero no recordaba sus piernas, pues apenas se fijó en ellas. Entre los dos recuerdos trató de reconstruir una sola chica... «No, no resulta», pensó Tom. Y luego reflexionó: «Creo que estoy enamorado de las dos y, al mismo tiempo, no estoy enamorado de ninguna». Y es que, para Tom Sagendorf todo era literatura y juego, quizá porque para su padre, el luterano de pro, la literatura y el juego no tenían la más mínima importancia. Para el eminente rector, lo importante era el contenido, no el continente. Para el eminente rector, lo importante era el fin, no el medio. En cambio él, Tom, se había enamorado de una chica de la que solamente conocía el continente (sobre todo las piernas), y de otra chica de la que atisbaba, por ser el rostro espejo del alma, el contenido; pero era un atisbar tan intuitivo y vago que era igual que no atisbar nada. Y, por otra parte, en realidad Tom no estaba enamorado, aun estándolo en cierto modo, de ninguna de las dos. «Dios dirá», pensó el joven a modo de conclusión.

    31. El mismo día que recibió la carta de Newman-Garden, 
Tom escribió la contestación, que echó al correo esa misma tarde. Tom había decidido ir a las claras. Tras un cortes encabezamiento, la carta decía así: «Estimado señor: comprendo que le disgustase mi carta. Mi comportamiento fue deleznable. Acepte, por favor, mis más sinceras disculpas. Fue tonto, por mi parte, tratar de engañar a un profesional de su talla. Pero no ha de ver en mi acto la artimaña de un señorito desocupado, ni mucho menos la de alguien que busca publicar plagios. La artimaña fue sólo un pretexto para contactar con usted y poderle hablar luego de otra cosa. Pero no me atreví a decirle a las claras cual era mi verdadero motivo para querer hablarle, ya que pensé que dicho motivo le parecería bastante chocante. Aun a riesgo de que usted no me crea, le expongo a continuación ese verdadero motivo. Quería (y quiero) dar con una chica que vi un día en el parque. No sé su nombre ni donde vive. La única pista que tengo de ella es un recorte de prensa. (...)» No es necesario, lector, que sigamos con la carta, pues a partir de aquí Tom contaba lo que ya sabemos: la chica frente a él en el parque, él que se duerme, el papelito que allí queda y lo del jeroglífico por un lado y el anuncio por el otro. 
    Cuando Tom echó la carta al correo principiaba diciembre. 
    Era una tarde fría y gris.

SEGUNDA PARTE

    1. Sucedió en el parque. Ferdinand Blake
paseaba tranquilamente, pensando en sus cosas. Ya declinaba febrero. Principiaba una noche fría y gris. Escasos minutos llevaban luciendo los faroles del Parque Lincoln. «La primavera todavía queda lejana», pensó el detective Blake, un hombre alto, apuesto y bien trajeado. El Parque Lincoln estaba muy solitario. No se veía ni un alma, y además una niebla sutil cubría los árboles con su velo grisáceo. La luz de los faroles horadaba la niebla y la noche. «No se ve un alma», pensó el joven Blake, «y además esta niebla». El Parque Lincoln mostraba un aspecto fantasmagórico. Y entonces de súbito, allí frente a él, Blake vio surgir de entre la niebla y las sombras, como un espectro, a aquel hombre que torpemente avanzaba, tambaleándose como un borracho. El detective Blake se sobresaltó todo lo que un hombre de su temple podía sobresaltarse, y al instante se percató de que el aparecido era un hombre joven que estaba herido, pues un hilillo de sangre manaba de su frente. Llevaba la chaqueta arrugada y el cabello en desorden, y aun así se veía que era un tipo elegante. De pronto el herido perdió pie, pero ya estaba allí Blake para recogerle con sus férreos brazos. La luz de un farol iluminó el rostro de el joven. Blake no le conocía, pero tú y yo sí, lector, pues no era otro que... ¡Tom Sagendorf! Con los ojos casi cerrados y balbuceando, el joven herido dijo: «E... ellos tenían razón... y... y Cynthia también tenía razón... los... los negros son un peligro para la raza blanca». 

    2. EL LADRÓN, UN NEGRO, FUE CAPTURADO
decía el titular, y luego, debajo, a modo de subtítulo, se leía: Últimas noticias sobre el asalto y robo del ciudadano T. S. Quien leía esto era Manfred Strong, bien repantingado en su cómoda silla de oficina y con los pies, o sea, sus zapatones (bien lustrosos, eso sí) sobre su mesa de trabajo. «No sé por qué ponen tanto énfasis en el color de la piel del ladrón; así sólo se consigue alentar el odio racial», comentó el corpulento Manfred. Manfred, el del mostacho gris y el cabello de sienes plateadas. «Estoy muy de acuerdo contigo», contestó Ferdinand Blake a su ayudante. Blake, frente a Manfred al otro lado de la oficina, sentado tras su propia mesa, ordenaba unos papeles. Ferdinand Blake ya había leído antes el Bigstrong Herald, antes de que llegara Manfred a la oficina. Manfred siempre llegaba un poco tarde. Era algo tardón. Pero era también un hombre íntegro y de absoluta confianza. Manfred continuó leyendo: “Hace unos días les dábamos la triste noticia de un robo alevoso y nocturnal, perpetrado en el Parque Lincoln contra el joven profesor T. S. Éste, que fue golpeado por el asaltante, declaró que el ladrón era un hombre de raza negra.” Manfred, que había leído el párrafo en silencio, comentó: «¡Hombre!, también es verdad que como mister Sagendorf había declarado que el ladrón era negro, es justo y necesario que se hable ahora de la raza del detenido, pues el dato corrobora la veracidad de la declaración». Blake levantó la vista de sus papeles, y mirando a Manfred dijo: «Ya». Luego bajó la vista y continuó barajando papeles. Manfred siguió con la lectura del diario: “La detención se llevó a cabo de la siguiente manera: La misma noche del robo, la policía localizó, en el llamado Barrio Negro, la cartera que le fue arrebatada con violencia a T. S. Se encontraba en una papelera; todos los documentos de T. S. estaban allí, pero faltaba el dinero. Lo típico. Pero el precipitado delincuente no había borrado sus huellas dactilares, por eso pudo ser detenido. Se trata de un mendigo borracho con antecedentes por robo.” Manfred dejó de leer, dobló el periódico, bajó los pies de la mesa (sus lustrosos zapatos) y preguntó: «¿Tú qué opinas, Blake?» Blake alzó la mirada y dijo: «Opino, Manfred, que el mendigo borracho no lo hizo».

    3. «Opino, Manfred, que el mendigo borracho no lo hizo»,
dice Ferdinand Blake. Manfred Strong, sorprendido, pregunta: 
    –¿Ah, no, y por qué?
    –Lo primero, Manfred, es que en esa noticia hay una imprecisión. 
    –¿Una imprecisión?
    –Sí, Manfred, y bastante gorda.
    –¿Y cual es? –pregunta intrigado el del mostacho.
    Blake, perfectamente rasurado, es de rasgos viriles, regulares.
    –El borracho no está fichado por robo, sino por hurto, además...
    –¿Además? –pregunta Manfred atusándose el mostacho.
    –Hablé con el comisario. El borracho no tuvo tiempo de hacerlo.
    –¿No tuvo tiempo de qué, Blake?
    –De volver a su barrio tras el robo y deshacerse allí de la cartera.
    –Y el mendigo no tiene coche.
    –En efecto, Manfred, el mendigo no tiene coche.
    –¿Cuándo encontró la policía la cartera? –pregunta Manfred.
    –Media hora después de producirse el robo –contesta Blake.
    –Y el borracho no pudo hacer ese trayecto andando.
    Blake afirmó categóricamente:
    –Ni corriendo pudo ir del parque hasta su barrio en media hora.

    4. Pero demos un paso atrás en el tiempo, para 
saber más sobre el encuentro de Blake con Tom en el Parque Lincoln: «E... ellos tenían razón...», balbuceaba Tom, «y... y Cynthia también tenía razón... los... los negros son un peligro para la raza blanca». Blake sujetaba al desfallecido herido con firmeza. La luz de un farol iluminaba la escena. «Está delirando», pensó Blake, «pero la herida de la cabeza parece superficial». En ese momento Tom volvió a hablar, y casi como un autómata dijo: «Me ha robado un negro... me ha robado un negro...» Y fue entonces cuando un policía que pasaba por allí vio la escena. «¿Que ocurre aquí?... ¡ah!, es usted, detective Blake, ¿qué ha ocurrido?» La policía, pues, pronto fue alertada del robo. Pronto tomó la decisión de registrar todas las papeleras del Parque Lincoln y, simultáneamente (fue un rápido despliegue policial), las papeleras y contenedores del llamado Barrio Negro. Era habitual que un ladrón quisiera deshacerse cuanto antes de la cartera robada, una vez hubiera sacado el dinero. También se intentó localizar a cualquier sospechoso de raza negra que anduviera entre el parque y el Barrio Negro. Fue por ser este barrio bastante conflictivo por lo que la policía pensó que el ladrón podía residir allí. 

    5. Tres días después del lamentable suceso del Parque Lincoln,
una elegante mujer se apeaba del tren. Era la primera vez que veía la estación de Bigstrong City, ya que nunca había estado en esta ciudad. «Ya iba siendo hora», pensó, mientras buscaba un rostro entre la gente. En ese momento el mozo, un joven amable de tez oscura como el ébano, bajo del tren con la maleta de ella. «¿Quiere que le busque un taxi?», preguntó a la mujer. En ese momento el rostro de la mujer se iluminó, pues había reconocido a su hijo, que avanzaba hacia ella sorteando a la gente. «No, gracias, ha venido mi hijo a buscarme», dijo la mujer al mozo mientras le daba una generosa propina. El gran reloj de la estación marcaba las siete y media de la tarde. Era una mujer muy atractiva y distinguida, de joven aspecto, aunque vestía de forma un tanto anticuada. Su misma maleta parecía una pieza de museo; se diría que la había heredado de su madre, si no de su abuela. Pero no es eso, lo que pasa es que en Stephany City (Minesota) las maletas son tal que así. «¡Madre!», exclamo Tom. «¡Tom!», exclamó su madre. Y el amor filial y el maternal se fundieron en aquel abrazo. Pero alguno de los que por allí pululaban no acertaban a discernir si aquellos eran novios o qué. Tras madre e hijo, el vagón de primera en el que ella había viajado desde Minesota. Junto a ellos, aquí y allá, otros encuentros, de parientes o de amigos saludándose o, como Tom y su madre, abrazándose; encuentros más o menos efusivos allí en la tarde fría y gris de febrero. Tom cogió sin esfuerzo aquella pieza de museo en forma de maleta y ambos, Madre e hijo, caminaron hacia el edificio de la estación. Dentro del edificio había otro reloj, aun mayor que el de la fachada. Era una estación ferroviaria bella, donde los valores estéticos y funcionales se aunaban en perfecto equilibrio. La madre de Tom dijo: «Bonita estación», mientras alzaba la vista hacia las bóvedas de vidrio de nervios de hierro. «Sí, madre», contestó Tom casi emocionado. No por las bóvedas, sino por estar allí contemplando las bóvedas con su madre tras haber pasado por una situación difícil. «Los negros son un peligro para la raza blanca», pensó; y rápido trató de quitarse aquel pensamiento obsesivo de la cabeza.

6. Aquella noche, Tom y Nar cenaban con missis Sagendorf 
(la señora Sagendorf, la madre de Tom). El señor Dickson, el estricto mayordomo, había instado al cocinero (señor Cook) y a las doncellas (Mina y Tina) a que pusieran esa noche sus cinco sentidos, pues tenían una invitada muy distinguida, missis Sagendorf, que, «además de ser la madre del señorito Thomas, es la esposa del rector del Seminario de Teología Cristiana de Stephany City, Minesota». «Pos que bien», dijo la rubicunda Tina. «No se dice “pos”, sino “pues”», corrigió el señor Dickson, «hay que cuidar más el lenguaje». «¡Bah!», dijo la pelirroja Mina, «a mí los luteranos no me caen bien». «A mi tampoco me caen bien los luteranos, ni a ninguno de los aquí presentes», respondió el mayordomo, «y es muy lógico, porque somos católicos, pero...» «Pos Cristo dijo “ama a tus enemigos”», replicó la rubicunda Tina. «Dices muy bien, Tina», contestó el señor Dickson, «eso dijo el Señor, pero una cosa es amar a un luterano y otra que encima te tenga que caer bien». «¡Qué sabio es usted, señor Dickson»!, exclamó con cierta sorna el cordial y pícnico Cook. «En cualquier caso», aseveró el señor Dickson para cerrar la discusión, «nuestro deber en esta casa es servir, y no juzgar; y, sobre todo, hacer bien nuestra tarea». Esto había dicho el mayordomo, y, como él deseaba, todos realizaron su tarea no bien, sino muy bien. «La cena estaba excelente, y el servicio ha estado impecable», dijo missis Sagendorf, «tiene usted que felicitar de mi parte al cocinero, al mayordomo y a las doncellas». «Lo haré con mucho gusto», contestó Narcissus Holden, a quién sus amigos (como su íntimo Tom) llamaban Nar. Ya una vez retirados los platos por la pelirroja Mina, Nar propuso abandonar la mesa del mantel otoñal (ocre y rojo) de las cenefas invernales (sobre el azul azules las flores en hilera, recorriendo los bordes) y, sentados en las butacas cómodas (violáceas) cabe la baja mesa del cristal opalino, proseguir la tertulia. Aceptada la oferta, Narcissus fue el primero en tomar la palabra (más amable que nunca, un anfitrión perfecto): «¿Licor de cerezas, whisky, anisete, zarzaparrilla?»
    –Anisete –dijo ella–, y dio las gracias con su amable sonrisa.
    –Que raro, mi madre nunca prueba el alcohol –pensó Tom.
    –¿Y tú, Tom?
    –Un whisky con hielo, como siempre.
    –Espero que a Tommy no le de por beber mucho –pensó ella.
    –Yo tomaré otro whisky –dijo Nar.
    En la amplia sala había un pequeño bar, al que se dirigió Narcissus.

    7. Cabe la mesa baja del cristal opalino
ya charlaban, mientras saboreaban sus bebidas. A Nar le brillaban los ojos, y no por el whisky, sino por la belleza de ella. El rostro noble de Narcissus hacía pensar en el noble rostro de de Hölderlin, el poeta. Narcissus amaba la poesía de Hölderlin, y Tom también, por influjo de Nar. Missis Sagendorf no conocía al tal Hölderlin, ni recordaba haber visto nunca su retrato. «¿Dices que no has visto nunca el retrato de Hölderlin, madre?, pero si lo tienes ante ti, ¡Nar es el vivo retrato de Hölderlin!» No allí; pero en la sala de música se hallaba enmarcado, en lugar preeminente, un retrato de Hölderlin (una reproducción de su célebre retrato). En la sala de música había un clavicémbalo, que ya nadie tocaba. «¿Un clavicémbalo? ¿lo toca usted, mister Holden?», preguntó ella. «No», contestó Nar, «lo tocaba mi madre». «Mi madre se fue muy pronto de este valle de lágrimas; era hermosa, tan hermosa como usted, missis Sagendorf», pensó Narcissus. «Este whisky es excelente», pensó Tom. «Creo que este anisete se me está subiendo a la cabeza», pensó ella. «Mi madre toca el piano y el órgano», dijo Tom. «¡Oh, Dios mío!», exclamó Nar, «tiene usted que tocar para mí!» «Pero yo nunca he tocado el clave», dijo ella. «Es lo mismo que un piano», dijo Nar. En la sala de música había también un piano; pero el clavicémbalo era la joya de la sala. «Un clavicémbalo es un piano prístino», dijo Nar; y la esposa del pastor luterano sonrió; y Nar pensó que sus labios no eran los de la mujer de un pastor luterano, y que sus ojos tampoco, y que las mujeres casadas tan hermosas deberían estar solteras. Allí en la sala donde ellos conversaban (cabe la mesa baja de cristal opalino) veíanse, en sus dorados marcos, paisajes entristecidos por la pátina del tiempo. «Mi esposo no ha podido venir... por sus muchas obligaciones, pero...» «¡Por favor, madre, no me ha pasado nada!», dijo Tom sonriendo. «Tienes que prometerme que tendrás más cuidado, hijo... eso de caminar en la noche por un parque, como un bohemio...» «Ellos tenían razón, y Cynthia también... los negros son un peligro para la raza blanca», pensó Tom. «Pero, ¿de dónde venías a esas horas?», preguntó a Tom su madre. «Ya te lo he dicho, madre, venía del club... del Club de Amigos del Buen Deporte.» «Pero esos amigos del deporte, ¿quiénes son?», preguntó missis Sagendorf. «Ya te lo he dicho también», contestó Tom, «son tan sólo unos aficionados al deporte que...» «Oye, Tom», interrumpió Nar, «se me olvidó decirte que esta tarde llamó Norbert». Tom frunció el ceño, y un leve gesto de desagrado se dejó ver en su rostro. Mas no tan leve como para pasar inadvertido a missis Sagendorf. «Ah, Norbert», dijo Tom sin entonar, y con idéntico tono inexpresivo preguntó: «¿te pusiste tú al aparato? ¿qué quería?» «Nada en concreto», respondió Nar, «sólo interesarse por ti». «Ya», dijo Tom mirando fijamente su vaso de whisky. Missis Sagendorf preguntó: «¿Quién es Norbert?». El hielo flotaba en el dorado líquido, tras los brillos y los reflejos del cristal. Como Tom parecía ensimismado en su bebida, fue Narcissus quién contestó: «Es el presidente del club del que antes hablábamos... yo no le conozco en  persona». «¿Que quién es Norbert?», dijo súbitamente Tom saliendo de su ensimismamiento, «pues un auténtico caballero del sur... creo que te gustaría, madre». Tom dijo esto sonriendo y con desenfado, y al terminar la frase la sonrisa permaneció en su rostro como petrificada. Su madre iba a decir algo, pero Tom se anticipó diciendo: «No, madre, en serio; a ti, quien seguro que te iba a caer bien es el detective Blake, ese sí que es un auténtico caballero». «¡Oh, sí!, la verdad es que me gustaría conocerle», dijo ella, «y darle personalmente las gracias por lo que hizo por ti...» «Y él te diría seguramente, madre, que no hizo nada de particular; Blake es la modestia personificada, un gran tipo... yo, antes de conocerle en persona, sentía gran admiración por él, y ahora... ¡figúrate, madre!» «Lo que yo no entiendo», dijo ella, «es por qué razón la prensa apenas le ha mencionado, cuando fue él quién te encontró herido y...» «Por lo que te digo, madre», reiteró Tom, «por su modestia y proverbial discreción... por su gran capacidad para pasar desapercibido... yo me le imagino diciendo a sus amigos de la prensa y de la policía (Blake tiene amigos en todas partes): “Por favor, a mí no me mencionéis, pues no hice más que lo que cualquier ciudadano hubiera hecho”».

    8. Al día siguiente, en el Bigstrong Herald un titular rezaba:
El mendigo detenido por robo fue puesto en libertad por ausencia de pruebas. Luego, bajo el titular y entre otras cosas, se podía leer: “El mendigo siempre sostuvo que la cartera (de T. S.) le llovió del cielo”.

    9. Aquel mismo día, en la mañana, Blake paseaba
por el Parque Lincoln. Persistía un tiempo frío y gris. El suelo estaba encharcado, pues la lluvia había sido copiosa durante toda la noche y hasta la amanecida. Blake aspiraba el grato aroma húmedo de la tierra, la hierba, las perennes coníferas, la empapada madera de bancos y de cercos. Blake paseaba para ordenar sus ideas. Llevaba una gabardina cruzada beis con cinturón de hebilla plateada, y un elegante sombrero flexible marrón, de buen fieltro. El nudo de su corbata era impecable, el blanco de su camisa, impoluto. Sus zapatos, de lustrado perfecto. Todo esto era reflejo del gusto de Blake por el orden. Blake, mientras paseaba, trataba de ordenar sus ideas. Se ocupaba del caso T. S. (o sea, Tom Sagendorf), que nadie le había encargado. Nadie le había pedido que investigara el caso, pero ya lo consideraba como suyo. A Blake no le preocupaba el dinero, pues era rico (cómo llegó a serlo se cuenta en la novela Hot Jazz Jack). «¿Qué sé de este caso?», pensó Blake. Blake sabía que a Tom Sagendorf le robaron la cartera y le golpearon en la cabeza. Por lo que él mismo pudo observar, Blake sabía que la herida de Tom era superficial; parecía producida por un bastón o algo así. Esto pensó Blake, y luego supo que lo mismo pensó el doctor Booth, de la policía. Este dato lo supo Blake por su buen amigo el comisario Hannibal Marshall, más conocido como jefe Marshall. Tom Sagendorf se encontraba en un raro estado de confusión mental, parecía incluso delirar. Según el doctor Booth, de la policía, era extraño que un golpe como aquel, de tan poca importancia, pudiera ser causa de tal efecto. Recordaba bien Blake aquellas palabras de Tom: «Ellos tenían razón y Cynthia también tenía razón, los negros son un peligro para la raza blanca» (dicho esto de forma balbuceante), y luego: «Me ha robado un negro... me ha robado un negro...» Mas Ferdinand Blake sabía, por el jefe Marshall, que Tom no fue capaz de recordar el aspecto del negro que le robó, si era alto o bajo, grueso o delgado, joven o viejo... o si estaba ebrio o sobrio. Tampoco fue capaz de recordar si estaba armado y con qué le golpeó. De hecho, Tom confesó al doctor Booth que en su mente había como un vacío. Recordaba haber estado en el Club, pero no era capaz de recordar lo que hizo en el Club. Tampoco recordaba en qué momento abandonó el Club. Y, por más que la evidencia hacía suponer que regresaba a casa andando, atravesando el Parque Lincoln (como era su costumbre), tampoco Tom fue capaz de recordar nada de esto. Mas de una cosa estaba seguro: «Me ha robado un negro... me ha robado un negro»; así, de esta manera reiterativa, repitiendo dos veces la frase, se lo escuchó decir Blake, y así, del mismo modo, se lo dijo Tom al jefe Marshall y al doctor Booth: «Me ha robado un negro... me ha robado un negro...». En cambio, «lo otro no fue repetido por Tom ni ante el jefe Marshall ni ante el doctor Booth», pensó Blake. “Lo otro”, o sea: «Ellos tenían razón y Cynthia también tenía razón, los negros son un peligro para la raza blanca». Blake sólo había contado esto a Manfred Strong. Sólo ellos dos conocían la extraña frase que Tom pronunciara en su... ¿delirio? Blake no sabía hasta qué punto Tom deliraba o no cuando alertó de aquel peligro. ¿No sabía Tom lo que decía?, ¿hablaba “en sueños”?, ¿de verdad creía en aquel peligro? Y ellos, los que tenían razón, ¿quiénes eran? ¿Y la tal Cynthia, la que también tenía razón, quién era? Blake poco sabía de Tom Sagendorf, y nada de sus amistades. ¿Y el Club?, ¿qué sabía Blake de aquel Club del que Tom venía cuando le asaltaron en el parque? Sabía, por su amigo Alex Twain, el sagaz periodista del Bigstrong Herald, que se trataba del Club de Amigos del Buen Deporte, asociación dedicada a la promoción del deporte mediante tertulias, debates y conferencias para socios y simpatizantes, que además disponía de algunas modestas instalaciones deportivas (exclusivamente para los socios) en la propia sede, una vieja casa señorial con un gran patio colindante. La vetusta casona estaba ubicada en una zona céntrica de la ciudad. Este Club no llevaba demasiado tiempo en Bigstrong City, y por eso Blake no había reparado en él. Mas sí conocía la vetusta casa, que durante muchos años estuvo abandonada. El director del Club era un tal Norbert, un tipo del que se decía que era un tanto racista. «Es uno de esos chalaos de la supremacía blanca, pero parece un tipo sano», había dicho Alex Twain. «Y me imagino que todos los socios del Club serán blancos», había inquirido Blake. «¡Oh, eso tenlo por seguro!», contestó Twain. El tiempo era frío, gris. Blake paseaba por el parque sumido en sus pensamientos. Aquel grato aroma húmedo de la tierra, la hierba, los árboles, la madera empapada... fue súbitamente afeado por un acre presentimiento. Pero sólo era un presentimiento vagaroso, impreciso... tenía que seguir ordenando sus ideas. Respecto al estado de confusión mental de Tom Sagendorf, Blake sabía por el jefe Marshall (que a su vez lo sabía por doc Booth) que la cosa nada tuvo que ver con drogas o alcohol. Sabía también por Alex Twain, antes de haberlo leído en el Bigstrong Herald mientras desayunaba, que El mendigo detenido por robo fue puesto en libertad por ausencia de pruebas. Y sabía, ya de antes, que “El mendigo siempre sostuvo que la cartera (de T. S) le llovió del cielo”. Más concretamente, sabía que el mendigo dormía en un portal (envuelto en una gruesa manta, que le habían proporcionado las Damas Caritativas) cuando (eso fue lo que contó) le cayó encima la cartera, despertándole, al tiempo que escuchaba como un trueno. Pensó que aquella cartera con unos cuantos dólares era un regalo del Cielo, y que a saber si aquel trueno no era la voz del Todopoderoso. «El caso es», pensó Blake, «que aquella noche no hubo truenos, y quizá el ruido que escuchó pudo ser otra cosa; por ejemplo el ruido del motor de un coche. Un coche que arrancaba tras lanzar al mendigo la cartera. Por cierto, que si el fiscal decidió dejar al mendigo en libertad no fue sólo por la imposibilidad de que cometiera el robo y regresara luego, en tan poco tiempo, a su barrio; fue también por no hallarse en la cartera más huellas que las del mendigo, cuando lo normal hubiera sido hallar también las huellas de su dueño, o sea, las de Tom. “Y si pensabas que la cartera era un regalo del Todopoderoso”, preguntó al mendigo el jefe Marshall (así me lo contó), ¿por qué la arrojaste a una papelera tras coger el dinero?” “Es lo que se suele hacer siempre en estos casos, según dicen”, parece que contestó el mendigo con sonrisa entre inocente y pícara. En cualquier caso, alguien quiso inculpar al mendigo, pero ¿quién y por qué motivo?» Y entonces, como un flash (o la típica bombillita luminosa de los tebeos), una intuición surgió en la mente de Blake: «¿y si el robo no fue más que una tapadera? ¿y si nos encontramos ante un tejemaneje racista donde los tipos del Club están implicados?» Era sólo un impromptu, una fogonazo más poético que racional... pero Blake apostó por aquel presentimiento súbito, por aquella pista borrosa pero sugestiva.

    10. El presentimiento súbito llegó ayer,
en el Parque Lincoln, y ya hoy sábado Ferdinand Blake y Manfred Strong se dirigen al Club de marras. Van en el coche de Manfred, que es quien conduce. Mañana fría y gris, el cielo cubierto de nubes; pero quizá no llueva hoy, dice la prensa, el parte. Calle General Lee, 64. «Aquí es», y allí aparcan. Ahí está. Ahí el Club, aunque ningún letrero lo anuncie. Ahí el viejo edificio ilustre, el vetusto caserón colonial. Ningún letrero anuncia que aquella es la sede del Club de Amigos del Buen Deporte, pero Blake y Manfred pronto ven, en la puerta sólo entornada, un rótulo que reza: pase sin llamar (a la puerta se accede subiendo breve escalera; la casa no está rodeada por tapia o valla; el gran patio trasero no se advierte desde la fachada principal). Y el viejo portón entona una leve disonancia quejumbrosa cuando ambos a dos, obedientes al rótulo, pasan sin llamar. Y entonces se ven en un amplio recibidor. Un atlético joven, sentado en un sillón al fondo, se levanta como impulsado por un resorte. Ha arrojado alegremente su revista deportiva sobre el sillón, y se dirige sonriente hacia nuestros amigos. Va pulcramente vestido de sport, y tiene un aire alegre y jovial. Lleva el pelo muy corto en las sienes, a estilo militar. Su pelo es claro y su rostro bronceado. No es bajo, pero lo parece al lado de Blake, y más aún al lado de Strong. Les da la mano y la bienvenida al Club antes de preguntarles qué desean, luego dice: 
    –Me llamo Mickey.
    –Encantado; yo soy Ferdinand Blake.
    –Y yo Manfred Strong.
    –Les conozco por la prensa; ustedes son los famosos detectives. 
    Y, antes de que ellos puedan decir esta boca es mía, añade:
    –¿Les trae algún asunto profesional o sólo quieren ver el Club?
    –Lo segundo; sólo queremos ver el Club –responde Blake.
    –Sí –dije Strong–, nos han dicho que tienen buenas instalaciones...
    –Y ya empezábamos a  anquilosarnos –continua Blake.
    –Sí, y no sólo de mente vive el detective – prosigue Strong.
    –¡Claro!, mens sana in corpore sano –dice Mickey–, síganme.

    11. «En primer lugar», dijo Mickey
haciéndoles pasar por una puerta que daba al hall, «les voy a presentar a Cynthia Oberon, nuestra secretaria». «Cynthia, la que también tenía razón», pensó Blake. «Hola», dijo ella. La presentada como Cynthia estaba sentada tras una mesa de despacho, al fondo. También al fondo, pero más grande (a la izquierda) veíase otra mesa de despacho, donde ahora no había nadie. Los lados mayores del tablero de la mesa grande eran paralelos a la pared del fondo. Los lados menores del tablero de la mesa grande eran paralelos a las paredes laterales. La mesa pequeña no era paralela a la grande ni a las paredes, por lo que, al entrar ellos, Mickey y nuestros amigos, en aquel despacho, ella hubo de girar su rostro levemente para situarlo frontal al de ellos. Era un rostro bello, agradable, dulcificado por sombras esfumadas que una luz tamizada producía (ventana con cortinas leves ahí a la izquierda de quienes allí entraron). Luz que, al tiempo que sacaba tenues destellos dorados del cabello ocre de ella, sacábalos del marco dorado de un retrato (allí al fondo): el del actual e invicto campeón mundial de los pesos pesados, el rubicundo Tristam “Hit” Happy.

    12. Mickey continúa mostrando el Club a nuestros amigos.
Lo primero que ven tras dejar el hall es una sala grande, la biblioteca. «Esta es la biblioteca», les dice Mickey. Es una nutrida biblioteca. Lo único que percibe Blake, a simple vista, son libros sobre deporte a lo largo de todas las estanterías. Lo que llama la atención a Manfred son las revistas deportivas, apiladas en algunos estantes junto a los libros. En una mesa baja y amplia se ven también revistas deportivas. Y hay butacas en torno a la mesa. Todo esto es lo que captan Blake y Strong en unos cuantos segundos. A continuación Mickey les muestra otra sala, contigua a la biblioteca. «Esta es la sala de conferencias», dice Mickey. Allí hay unas cuantas filas de sillas y, frente ellas, una mesa larga (tras la cual se sentarán los oradores) sobre una tarima. Hasta ahora, las únicas personas que han visto nuestros amigos, desde que llegaron al Club, han sido Cynthia y Mickey. «Está muy solitario el Club, tal vez porque es temprano», piensa Blake. «Esta puerta da al patio», dice Mickey. Dicha puerta, al contrario de las que se abrían a la biblioteca y la de la sala de conferencias, está a la izquierda de los que avanzan (Mickey y ellos dos) por el ancho pasillo de techo alto. «Luego les mostraré el patio, pero primero quiero enseñarles el resto de las habitaciones», dice el joven alegre y jovial. Y los tres prosiguen su recorrido. «Esta puerta es... el estudio de Norbert», dice Mickey. La puerta, a la derecha, está cerrada, y Mickey no la abre. «Puede que esté Norbert dentro... reunido», dice luego Mickey mientras camina, siempre afable. A lo largo de la pared de la derecha, que Manfred y Blake ya saben que es contigua al patio, no hay ventanas que den a este. Sí hay muchas viejas pinturas oscurecidas, de recargados marcos, cuyas imágenes, difíciles de distinguir, parecen escenas históricas, a veces con fondo paisajístico. Ya se ve el fin del largo y ancho pasillo, que termina en unas escaleras de buen mármol, que no habían visto hasta ahora por no ser el pasillo del todo recto. Pero no subirán hacia el piso superior pisando la noble piedra. Muy poco antes de llegar a las escaleras hay una gran puerta abierta de par en par, que Mickey les señala. Ya habían nuestros amigos reparado en esta puerta al tiempo que veían la escalera, pero esta había llamado mucho más su atención, por ser toda una escalera de postín con su barandilla abalaustrada a más de marmórea. «Ahora vamos ya con uno de los platos fuertes», dice Mickey mientras entran por la gran puerta abierta de par en par. «Bueno, pues este es el gimnasio», dice Mickey con orgullo, «¿qué les parece?»

    13. El gimnasio era espléndido. 
Mickey no se enorgullecía en vano. En aquella amplísima sala había de todo. Amplias ventanas como de iglesia gótica dejaban pasar la luz de la calle. Allí había de todo. Y, esta vez, había alguien en la sala. Un joven, únicamente un joven allí al fondo, de espaldas a ellos, haciendo flexiones en una barra. Su cabeza ora estaba por debajo de la barra ora la sobrepasaba. Los músculos de los brazos estaban tensos. Hacía este ejercicio con ritmo rápido. Llevaba camiseta blanca y pantalón corto negro. La luz de los ventanales producía reflejos dorados en su pulcro pelo castaño. Cuando, al poco, el joven terminó su ejercicio, volvió el rostro hacia ellos y... «Tom Sagendorf», pensó Blake.

    14. Sí, el gimnasio era espléndido.
Todo al servicio del atleta. Todo tipo de aparatos. A la vanguardia de la cultura física. Primera clase. Suelo embaldosado. Pesas. Máquinas de remo. Bicicletas estáticas. Barras fijas. Potros. Caballos eléctricos. Anillas. «Es para mi un placer volver a verle, mister Blake», dijo Tom. Se estrechaban la mano. «Igualmente», dijo Blake, «y me alegra verle restablecido y en plena forma; este es Manfred Strong». «Encantado», dijo Tom, y luego añadió: «¡Diantre, hace usted honor a su apellido!» «Pues le aseguro», dijo Manfred, «que siempre intento dar la mano con suavidad». Los otros tres rieron, pero Manfred era sincero, lo que ocurre es que no sabía medir sus fuerzas.

    15. Nuestros amigos, guiados por Mickey,
continuaron su recorrido. A Tom le habían dejado con sus ejercicios. Por las escaleras marmóreas no subieron, pues, según les dijo Mickey, arriba todo eran dependencias privadas. Entraron, en cambio, por una pequeña puerta, a la izquierda de la escalinata, por la que se accedía al inmenso patio. El inmenso patio, que no carecía de buenos árboles, estaba dividido en dos zonas bien diferenciadas. En una de ellas había un campo de béisbol (de treinta por treinta metros, como es de rigor), y en la otra desplegábase un circuito de entrenamiento, como sacado de uno de esos campos de entrenamiento militar. «Dios quiera que la humanidad no tenga que pasar de nuevo por algo tan espantoso como aquello», pensó Manfred. Y es que a Manfred Strong le había asaltado el atroz recuerdo de la Gran Guerra, en la que combatió siendo joven. Aquel recorrido de obstáculos había disparado aquel recuerdo. Aquel circuito de cuerdas, rampas, barreras, barros, charcos y hoyos. Faltaba solamente la clásica alambrada de púas. «Menos mal», pensó Strong. Menos mal. Nuestros amigos observaron que tres de las paredes que rodeaban el gran patio eran las del propio edificio, y luego había un alto muro, con una gran verja de hierro, que daba a la calle. «Ahora vamos a ver el ala izquierda del edificio», dijo Mickey. Y Mickey les mostró el ala izquierda del edificio (del piso bajo del edificio, pues el piso alto, donde sólo había habitaciones privadas, no se mostraba). Lo primero que vieron en el ala izquierda fue una sala dedicada al boxeo; una gran sala con todo lo necesario para ejercitarse en ese noble arte (así lo llaman, créanlo) cuyas reglas escribiera el noveno marqués de Queensberry. Allí se entrenaban algunos hombres jóvenes. Y como Strong preguntara: «¿El Club es solamente para hombres, ¿no?» (pues lo había deducido por las características del mismo), Mickey contestó con un lacónico y frío «Sí» no exento de afabilidad. Luego, y ya para terminar, les mostró los vestuarios con sus duchas y un dispensario de andar por casa.

    16. Mientras tanto, missis Sagendorf y mister Holden
salen de una céntrica tienda de postín, muy cercana al Parque Lincoln. O sea, sales de la tienda, cruzas una callecita y ya estás en el Parque Lincoln. Mira, ¿has visto, lector?, ya están missis Sagendorf y mister Holden en el parque de marras. ¿Y has visto que llevan unos cuantos paquetes? Es lo que han comprado en la tienda de regalos (la tienda de postín, que dicen los cursis) ¿Regalos, para quién? Regalos para Tom. ¿Para Tom? Sí, sí, para Tom, por su cumpleaños, que ya está al caer. Quieren darle una sorpresa (ambos, su madre y su mejor amigo). Que contento está, que contento estoy, piensa Narcissus (mister Holden), de pasear con la madre de Tom, la mujer del rector, ¡ay!, si ella fuera soltera y yo tuviera unos cuántos años más... Narcissus piensa esto sin malicia; sí, vale, siente por ella una especie de amor platónico, lo sintió siempre, desde que era estudiante de primer curso (aún un crío); amor platónico sin malicia, piensa Nar, y es sincero ¿eh?, pues él, Nar, es pagano pero decente, yo no soy uno de esos sinvergüenzas que se andan fijando en las casadas como quien desea la mujer de su prójimo, aparte de que no me haría ni puñetero caso, tú lo sabes, Nar, piensa Nar. ¡Oh, como me gustaría que fuera mi madre!, sin dejar de lado a mi madre verdadera, la que está en los eternos campos del Señor; no me tomes en cuenta estas tonterías, madre, que sé que me ves desde el Cielo ¡ah!, menudo pagano estoy yo hecho, piensa Narcissus. ¿De qué se ríe?, pregunta ella. ¡Oh, de nada, disculpe!, contesta él, yo es que me río por nada.

    17. Habían comprado los regalos en Colson,
una céntrica tienda de regalos muy próxima al Parque Lincoln. Ahora caminaban por el parque; ambos llevaban paquetes en sus manos. La mansión de Narcissus Holden quedaba cerca; bastaba con atravesar el parque. Pero Narcissus preguntó: «¿Quiere que pida un taxi?» «¡Oh, no es necesario!», contestó ella, «estos paquetes pesan muy poco, pero si usted quiere...» «De ningún modo, missis Sagendorf», dijo él, «yo también prefiero caminar, a mi estos días grises me inspiran». Era un día frío y gris, con el cielo cubierto de nubes, pero la radio no había dado lluvia para aquella mañana. «¿De qué se ríe?», preguntó missis Sagendorf. «¡Oh, de nada, disculpe!», contestó él, «yo es que me río por nada».

    18. Caminan ellos por el parque
hacia la mansión de él; ella es la madre del mejor amigo de él; es la mujer del rector; él es joven y rico; rico por herencia, por eso en vez de casa gasta mansión. Día gris y frío, día nuboso, pero la radio no dio lluvia para la mañana. A veces aciertan, a veces no; esta vez, mira por donde, han acertado, piensa Nar. Se llama Narcissus Holden, pero sus amigos (como Tom, que es su mejor amigo) le llaman Nar. Caminando en una u otra dirección, hay mucha gente en el Parque Lincoln. Casi todos caminan, pues hace frío ahora para estar sentado. ¡Ay!, pensar que fue en este parque donde asaltaron a mi hijo, piensa ella, y encima el delincuente sigue suelto, porque el negro no era o al menos piensan que no era, por algo lo habrán soltado; seguro que Tom ni se acuerda de que va a ser ya su cumpleaños, piensa ella. «Seguro que Tom ni se acuerda de que va a ser ya su cumpleaños», dice missis Sagendorf. No me extraña, tiene la cabeza a pájaros, piensa Narcissus. «¡Oh!, no me extrañaría nada, Tom es sumamente despistado», dice mister Holden. Ella lleva dos paquetes, él otros dos, de mayor tamaño; cuatro regalos para Tom. ¿Que cuántos años cumple? ¡Ah, pues mira, yo, el narrador omnisciente, lo ignoro! Ellos, su madre y su amigo, lo saben; pero yo, aun detentando el rango de narrador omnisciente, lo ignoro; ¡menudo narrador omnisciente estoy yo hecho! Lo único que sé, en calidad de omnisciente, es que Tom, ya se dijo al comienzo de la novela, tiene veintitantos años. ¿Recuerdas, lector, que la novela comenzaba en este mismo parque? “Tom Sagendorf, joven elegante de veintitantos años, se había sentado en un banco del parque y bla, bla, bla...” Nar echó un rápido vistazo a su reloj pulsera. ¡Vaya!, es más tarde de lo que creía, pensó. Narcissus Holden había quedado, en el mismo Parque Lincoln, con Tom Sagendorf; habían quedado junto a la fuente, que ya había quedado atrás. Había que llegar hasta la mansión, dejar allí los regalos y regresar donde la fuente. Sí, me da tiempo, pensó Narcissus. Sí, me da tiempo, piensa Nar, y dice:
    –Luego he quedado con Tom donde la fuente.
    –¿A qué hora?
    –Dentro de un cuarto de hora; ¿nos querrá usted acompañar?
    –No, gracias, ya he caminado bastante esta mañana.
    –Como usted quiera, missis Sagendorf.
    –Además, quisiera escribir unas cartas.

    19. Entonces, Nar se fija en un hombre que pasa.
Aquel hombre viene en dirección contraria. Llama la atención por su alta estatura y su apostura. Debe de rondar los dos metros de altura. Su pelo es rubio platino, y su rostro anguloso parece cincelado en piedra. Aparenta unos cuarenta y pocos años. Su aspecto es atlético, vigoroso. Y, en ese momento, otro hombre que pasa, saluda al gigante de cabello platino.
    –¡Adios, Norbert!
    –¡Adios! –contesta el del cabello platino–, mañana te espero.
    –Allí me tendrás, ¡adiós, Norbert!

    20. ¿Norbert?, piensa Nar.
Y al punto cae en la cuenta ¡claro, Norbert!, es él, Norbert, esa voz es inconfundible (missis Sagendorf se ha fijado en que él se ha fijado en el del pelo platino con el que se acababan de cruzar, y ahora ve a Tom pensativo y como cayendo en la cuenta de algo), ¡claro, claro que sí!, ese tipo era Norbert, el del Club donde va Tom, piensa Nar. Y es que Narcissus no había visto nunca a Norbert, pero sí había oído su voz a través del auricular del teléfono, las dos o tres veces que llamó para interesarse por Tom; sí, por lo menos tres veces, pensó Nar.
    –¿Se fijó en ese gigante del pelo platino, missis Sagendorf?
    –Sí, me he fijado.
    –Pues es Norbert, el del Club, ese sitio donde va Tom.
    –¡Ah, sí!, el que telefoneó el otro día.
    Ella se había fijado, sobre todo, en sus ojos azules y acerados.
    En los ojos de frío acero del tal Norbert.

    21. ¿Sabe si Norbert está en su despacho?
Es lo que acaba de preguntar Mickey a Cynthia. No lo sé, creo que no; yo creo que no ha venido en toda la mañana, contesta ella. Cynthia, la secretaria del Club, que ahora no está tras su mesa sino ante su mesa, de pié y apoyada en ella. Medias de seda muy transparentes se ajustan a sus esbeltas piernas de finos tobillos. Ya, ya... dice Mickey. Aquella mujer es un digno objeto de contemplación, pero no te creas tú que el tal Mikey la contempla mucho., ¿eh? Bueno, pues nada, dice Mickey, y entonces un recio saludo de voz viril y bien timbrada le sobresalta.
    –¡Hola! –dice el gigante de pelo platino y ojos fríos como el acero.
    –¡Hola! –contesta el afable Mickey.
    –¡Hola! –contesta ella.
    –Pensaba que estaba usted en su despacho –dice Mickey. 
    –Pues pensabas mal, chico, acabo de llegar ahora –contesta Norbert.
    –Je, je... ya veo, señor –dice Mickey.
    A Norbert, en el Club, todos le llaman “señor”, menos Cynthia.
    Cynthia le llama mister Hinton, y él a ella miss Oberon.
    –¿Alguna novedad, Mickey? –pregunta Norbert.
    –Pues... bueno, sí, a vuelto Tom.
    –Muy bien, ¿algo más?
    –Pues... ¡ah, sí!, lo de los detectives...
    –¿Qué detectives? –pregunta Norbert. 
    Su acerada mirada parece traspasar cual frío cuchillo. 
    –Blake y su ayudante Strong en persona, ¿qué le parece señor?
    –Pero, ¿qué querían?
    –Sólo ver el club, por si les interesaba hacerse socios, señor.
    –Muy bien. ¿Y qué?
    –Se llevaron muy buena impresión del Club, señor, y...
    –¿Y?
    –Dijeron que quizá les interesase ser socios, que se lo pensarían.
    –Perfecto, ¿les dijiste lo de la conferencia de mañana?
     –Sí, se lo dije.
    –Muy bien, Mickey, perfecto.

    22. Narcissus Holden esperaba a su amigo
junto a la fuente, en el Parque Lincoln. Tanta prisa que me he dado y al final tengo que esperar yo; si es que lo sabía, este Tom no es nada puntual, ¡ah!, sí, mira, ahí está. Sí, mira, ahí estaba Tom, ¡hola, Nar!, y parecía muy animado; bueno, por regla general Tom Sagendorf era un tipo optimista ¿qué tal Nar? sí, Tom es un tipo optimista, pensó Nar; muy bien, Tom, dijo Nar, ¿qué tal en el Club?, muy bien, Nar, dijo Tom, ejercitándome un poco. Tras ellos, los grotescos animales de la fuente, fieles a su rutina, vertían agua en el estanque a través de sus monstruosas fauces.

    23. El Café Minos
era la transmutación se una vetusta casa señorial en un bello homenaje al cretense palacio de Knossos. Situado a dos pasos (como quien dice) del Parque Lincoln, gozaba de una clientela selecta. La puerta del café Minos estaba flanqueada por dos rojas columnas de madera de sobrios capiteles redondeados. Gemelas columnas que descansaban en sendas basas pétreas, de las llamadas invertidas, es decir, aquellas cuyo fuste se estrecha en su parte inferior. O, dicho de forma más escueta, aquel par de columnas eran fiel imitación de aquellas del palacio cretense de Knossos. Ellos, Nar y Tom, ya estaban allí, sentados frente a frente; y, entrambos, humeantes cafés ahí sobre la mesa marmórea. Tras Nar, un fondo de delfines podía ver Tom. Tras Tom, unas sofisticadas damas cretenses podía ver Nar. Delfines y damas eran fieles copias de frescos minoicos. Nar dijo: «El arte prehelénico es la protohistoria helénica, la cuna del arte occidental. Gracias a tipos como Schliemann, Halbherr y Evans nadie volvería a denostar el mito, la leyenda». «Ya», dijo Tom. «El palacio de Knossos era el palacio de Minos», dijo Nar. ¿Cuántas veces había contado Nar estas cosas a Tom? ¡bah!, ¿acaso es posible contar los granos de arena de una playa?, pensó Tom. Nar dijo: «Fue Evans quien desenterró el palacio de Knossos, o sea, el palacio del mítico Minos». «Ajá», asintió Tom sin entonación (de eso de Evans ya no se acordaba). Pues si me lo preguntan a mí, hubiera dicho sin dudar que fue Schliemann, pensó Tom. «Oye, pues si me lo preguntan a mí hubiera dicho sin dudar que fue Schliemann», dijo Tom. «No, Evans», aseveró Nar. Tom Sagendorf nació en Stephany City (Minesota). Ya nunca volverá a estar hermanado con Nar en su sueño utópico (vano) de un paganismo absoluto, pero ese amor que su amigo le transmitió por la cultura de la Antigua Grecia (orígenes prehelénicos incluidos, claro está) incólume permanecerá en su alma. «Teseo, ateniense, se rebeló contra Creta, pero el origen del arte griego está en Creta», dijo Nar. Nar dijo: «Los escritos de la Antigua Creta hoy permanece sin descifrar; ni la escritura pictográfica ni las otras, las lineales, han sido descifradas» [La lineal B fue descifrada en 1952, y la acción de esta novela transcurre años antes, en los treinta; de la lineal A hoy sólo se ha descifrado una mínima parte; en cuanto a la pictográfica, aún no ha sido descifrada]. Tom dijo: «Mañana domingo hay una conferencia en el Club; podías venir conmigo...» «¡Oye, Tom!», interrumpió Nar, «¿sabes que antes vi a Norbert por el Parque Lincoln?, nunca le había visto antes, pero alguien le llamó por su nombre, y además reconocí su voz, aunque el teléfono siempre distorsiona un poco; aparte que tú algunas veces me le has descrito». Nar preguntó: «¿Y de que trata la conferencia?» «La conferencia se titula “Boxeo: el peligro negro”», dijo Tom. «El peligro negro, ¿eh?», dijo Nar moviendo la cabeza a derecha e izquierda, «pero, ¿con qué tipos te estás juntando?» «Tú sabes, Nar, que yo no comparto las teorías de Norbert; a mí Norbert... me atrae y me repele a un tiempo, pero su punto de vista...» «¡Punto de vista!», exclamó Nar cortando a Tom, pero sin alterarse, y continuó diciendo: «parece que ese Norbert quiere echar por tierra la labor de Abraham Lincoln, ¿no?». «Tampoco es eso, Nar, no exageres; Norbert no es racista, o al menos eso es lo que él dice... Norbert afirma que no tiene nada contra los negros, pero que negros y blancos no deberían boxear juntos, pues son razas con distinta constitución física; es decir, que Norbert reconoce la superioridad física del negro... ¿es eso ser racista?». Mas como Nar no respondió nada, limitándose a sonreír con escepticismo, Tom continuó diciendo: «Norbert piensa que los negros acabarán expulsando a los blancos de un deporte de blancos y para blancos». «De blancos y para blancos», repitió Narcissus con retintín. «¡Claro Nar! ¿o es que acaso el marqués de Queensberry era negro?» A esto Nar tampoco dijo ni mu, pero su sonrisa escéptica permanecía incólume. Tom, el joven atildado, dedicó a su mejor amigo la mejor de sus sonrisas, luego dijo: «Yo no comparto estas ideas, sólo te digo lo que Norbert dice; y tú sabes bien, porque a ti te lo cuento todo, que al principio Norbert y los otros del Club me repelían más que bastante, y lo que me retuvo... y me retiene en el Club es la señorita Oberon, o sea Cynthia». «¿Pero todavía sigues colado por esa chica?», preguntó Nar. «¿Qué?, ¡por todos los santos del Cielo, Nar, no has entendido nada de nada!; ¡claro!, como cuando te cuento esta historia te quedas siempre medio dormido...» «Es que tus confidencias, que empiezan siempre a las tantas, terminan a las tantísimas y pico», repuso Nar. «Bueno, Nar, pues como ahora no son las tantas, permíteme, si eres tan amable, que te cuente la historia, que, también es verdad, es un poco enrevesada...» «Adelante», dijo Narcissus. 

    24. Y Tom comenzó a narrar su historia de este modo: 
«Todo empezó, ya lo sabes, con aquella chica del parque, vista y no vista, pero que dejó como recuerdo aquel recorte de prensa: por un lado, un jeroglífico, por el otro, un anuncio: se necesita secretaria para el Club que sea así y asá, ya sabes. Y yo entonces me obsesiono con querer encontrar a la chica a partir de aquella pista. Sí, no te rías, Nar. Sigo: como había en el jeroglífico aquella anotación manuscrita, que supuestamente era de la chica y que hacía pensar que ella era amiga de Newman-Garden, el jeroglifista, yo me propuse conocer a éste para, a través de él, dar con la chica. Y entonces tuve mi brillante idea... sí, no te rías, Nar, no te rías. No se me ocurrió otra cosa que hacerme pasar por aspirante a jeroglifista. Pero Newman-Garden me caló bien, se dio cuenta de que yo no era más que un plagiador, y sin paños calientes, en una carta, me mandó a hacer gárgaras. No, no literalmente, pero me mandó a hacer gárgaras. Fue entonces cuando yo decidí sincerarme, y así, en una carta, le conté toda la verdad.

    25. “Cuando Tom echó la carta al correo principiaba diciembre.
Era una tarde fría y gris.” Así terminaba el apartado 31 de la primera parte de esta novela. Luego, bruscamente, comienza la segunda parte de la novela, donde se lee: “Ya declinaba febrero”. Un buen salto en la novela: de principios de diciembre a finales de febrero. ¿Qué pasó n este intervalo de tiempo? Ahora el lector está a punto de saberlo en palabras del propio Tom.

    26. En el Café Minos, Tom narraba su historia a Nar.
«La verdad, Nar, es que yo tenía pocas esperanzas de que Newman-Garden contestara a ni carta, pero, para mi sorpresa, en poco tiempo me llegó la respuesta. En aquella carta, Newman-Garden decía que estaba dispuesto a creer en mi buena fe. Aquí he de decir que, en mi última carta, yo le había contado todos los detalles, incluido el hecho de que, al pie del jeroglífico, había una nota manuscrita de la chica que hacía pensar en que él y la chica podían conocerse; pues bien, yo juraría que fue aquel dato, unido a lo otro, a lo del anuncio pidiendo secretaria, lo que hizo que Newman-Garden quisiera hablar conmigo... ¿que qué decía la nota manuscrita exactamente?, pues decía... a ver si me acuerdo... sí, decía: “¡Anda!, un jeroglífico de mi amigo Newman-Garden!” El caso es que Newman-Garden me proponía en la carta que podíamos quedar en un café cercano a donde él vivía; me dijo que si me interesaba que fuera directamente a tal hora tal día, un domingo, sin necesidad de confirmárselo antes por carta... ¿teléfono?, no, Newman-Garden no tenía (no tiene) teléfono. Yo ya sabía donde vivía Newman-Garden, pues un día estuve por allí husmeando, ¿recuerdas que te lo conté?, aquel día que estaba en casa pero no abrió, aquel día que conocí a la chica de la mercería.»

    27. Era una joven alta y delgada, con el pelo a lo Louis Brooks.
No llevaba sombrero, y estaba apoyada en la fachada de la mercería, junto al escaparate, fumando un cigarrillo. Vestía de forma discreta y elegante, y no llevaba abrigo. El padre de Tom hubiera pensado que se se trataba de una mujer de la vida, pero él pensó: «es la dependiente de la mercería».

    28. En el Café Minos, Tom narraba. Narcissus escuchaba.
«Pues es precisamente de esa chica de la mercería y no de la del parque de la que estoy colado. Antes no lo tenía claro, pero ahora... sí, sí, ¡eso es!, la del parque es Cynthia, miss Oberon, la secretaria del Club. La de la mercería es miss Baxter, Mirna Baxter. La primera vez que hable con ella, la primera vez que estuve en el barrio de Newman-Garden, me volví sin saber su nombre, su bello nombre: Mirna Baxter. Sí, claro que te había contado todo esto, pero ya te digo que cuando te hablo de estas cosas te quedas dormido. Bueno, sigo. El caso es que quedé con Newman-Garden en el Joe's Coffee Bar, en su barrio. Fui puntual, pero Newman-Garden ya estaba allí esperándome. Educado y correcto, pensaba bien las cosas antes de decirlas, y se expresaba con claridad y precisión. Parecía desconfiar de mí, de mi interés por una desconocida, y me llegó a confesar que aún no entendía bien por qué había accedido a hablar conmigo. Parecía tener una teoría o algo así, lo dejaba entrever oscuramente, pero no se decidía a abrirse. Entonces le dije algo que derribó el muro de sus recelos y suspicacias. Le dije: “Mi interés no está tanto en la chica como en el enigma, creo que actúo por un amor al enigma por el enigma mismo, al enigma puro”. Aquello sí lo comprendió; al fin y al cabo, él era un profesional de los enigmas. Y aún más, pues después comprendería que los jeroglíficos no eran para él una mera profesión, sino una vocación. El jeroglifista me expuso su teoría: él conocía a una chica que respondía bien a la descripción que yo le había hecho de la chica del parque; esa chica no es que fuera amiga suya, pues sólo la conocía de vista. Se trataba de una chica llamada Cynthia Oberon, que había trabajado en la mercería que hay enfrente de su casa, en la que ahora trabaja Mirna Baxter. El jeroglífico de marras, el que tenía por el reverso el anuncio pidiendo secretaria para el Club, fue publicado, me dijo Newman-Garden, poco antes de que Cynthia abandonara su trabajo. ¿Qué recortó Cynthia, el jeroglífico o el anuncio?, es imposible saberlo, dijo Newman-Garden, pero, en cualquier caso, Cynthia pudo interesarse por aquel anuncio y obtener el puesto de secretaria; por eso dejó la mercería. Ahora sé que la teoría del jeroglifista era acertada, pues miss Oberon, en efecto, es ahora secretaria en el Club. ¿Que por qué miss Oberon pudo escribir “amigo” refiriéndose al jeroglifista, si sólo se conocían de vista? Miss Oberon tenía que saber de sobra quién era yo, dijo el jeroglifista, pues creo que todos en el barrio lo saben, y eso de “amigo”, añadió, pudo ser solamente una forma de hablar. Una forma de hablar, dijo; y lo dijo como sin dar importancia a esas palabras. Pero yo capté emoción en la forma en que el jeroglifista entonó aquellas palabras. Fue una emoción leve, imprecisa... Sí, Nar, sí, digo “entonó” y no “dijo” o “pronunció”, ya que Newman-Garden, cuando se refería a Cynthia, más que hablar, entonaba; y es por eso que pronto me di cuenta, ese mismo día en el Joe's Coffee Bar, de que Newman-Garden amaba a Cynthia. Y no sólo eso; también supe que yo no amaba a Cynthia lo más mínimo. Todavía no sabía que me había enamorado de Mirna; no, eso no; pero al menos ya sabía que no estaba enamorado de Cynthia. Ese mismo día urdí un plan; iría al Club para descubrir si allí trabajaba miss Oberon y si miss Oberon era la chica del parque. Prometí a Newman-Garden tenerle al tanto de mis pesquisas, mas, antes de despedirme, le pregunté por la solución del jeroglífico de marras, ya que, por más vueltas que le había dado, no había sido capaz de descifrarlo. ¡Ah, es muy fácil!, dijo Newman-Garden.

     29. Descripción del jeroglífico:
El dibujo de la viñeta, bajo el título (JEROGLÍFICO, por Newman-Garden), representa a una mujeruca rezando el rosario en una iglesia; lleva velo, viste de negro, y parece reconcentrada en sus oraciones. Es un buen dibujo, pues Newman-Garden, aparte de avezado jeroglifista, es un diestro ilustrador. Al pie del dibujo puede leerse: ¿Qué hace la portera?

    30. En el Café Minos, Tom seguía narrando. Nar escuchaba.
¡Ah, es muy fácil!, dijo Newman-Garden, es pía, o sea, espía. ¿Qué?, le dije, no entiendo. Sí, hombre, me dijo; Es pía, o sea, es piadosa, es decir, espía; ¿qué hace la portera?, solución: espía. ¡Muy bueno!, dije riendo con ganas, nunca lo hubiera sacado; contagiado por mi risa, él también rió. Bueno, pues el caso es que fui al Club a indagar, con el pretexto de querer informarme sobre actividades, cuota de los socios, etc. Y fue cuando la vi a ella, la chica del parque. Lo que más me sorprendió es que la reconocí de inmediato. Claro, claro, ese era su rostro, ese rostro que no era capaz de recordar. La secretaria del Club era la chica del parque, y además vi como se dirigían a ella como miss Oberon. Sí, era Cynthia Oberon. ¿Y qué más?, pues que volví a ver a Newman-Garden para darle la buena nueva. Hablamos de ellas: yo de Mirna, él de Cynthia; había sintonía entre nosotros, y, como quien no quiere la cosa, llegamos a una especie de acuerdo: yo le ayudaría a él a conseguir a Cynthia, y él, dejándome ir a verle de vez en cuando, me permitiría tener un pretexto para acercarme a miss Baxter. No es que dijéramos: yo te ayudo a conseguir a Cynthia y tú a cambio me ayudas a conseguir a Mirna. No, ni remotamente se dijo tal cosa. De hecho él nunca me dijo: estoy colado por Cynthia, y yo nunca le dije: estoy colado por Mirna. Pero ambos lo sabíamos, y ambos sabíamos de la existencia del acuerdo. Él sabe que soy socio del Club por él, aunque nunca se lo he dicho claramente. Yo trato de intimar con Cynthia no para atraerla hacia mí, sino hacia él... ¿que cómo lo hago?, pues hablándole a ella de él. ¿Que cómo me ayuda él a mí?, ya te lo he dicho: permitiéndome ir a verle a su casa, en frente de la cual trabaja ella.

    31. Ahí los dos, Tom y Nar, en el Café Minos.
Nar preguntó: «Oye, pero para asistir a la conferencia de mañana, ¿no hace falta ser socio?». «No, no, que va», contestó Tom. Nar preguntó: «Oye, Tom, ¿tú crees que las ideas racistas de ese tal Norbert no te han afectado lo más mínimo?» «Pues... no sé qué decirte», contestó Tom, pero luego, acto seguido, dijo: «Yo nunca he sido racista, y tú lo sabes. Todos, blancos, negros o chinos, somos hijos de Dios. Además soy un admirador del presidente Abraham Lincoln. Pero, últimamente, desde que me robaron en el parque... no logro apartar una idea de mi cabeza: “los negros son un peligro para la raza blanca”».

    32. ¿Recuerdas lector?: Con los ojos
casi cerrados y balbuceando, el joven herido dijo: «E... ellos tenían razón... y... y Cynthia también tenía razón... los... los negros son un peligro para la raza blanca».
    
    33. En el Café Minos ahí los dos, Tom y Nar.
«Sí, es una idea que no puedo apartar de mi cabeza, Nar, por más que quiera: los negros son un peligro para la raza blanca. Sé muy bien que la idea procede de Norbert. De Norbert y de ellos, los otros del Club, los del “¡sí, señor!, ¡de acuerdo señor!”. Pero prefiero decir que la idea procede de Norbert, ya que ellos sólo repiten las palabras de Norbert. Incluso Cynthia, una de las pocas veces que he podido hablar con ella, de algún modo parecía compartir la obsesiva idea de Norbert. “Yo no creo que exista ese peligro negro”, me dijo Cynthia, “pero cuando Norbert me habla de ello todas las piezas parecen encajar, y entonces pienso que sí, que, de algún modo, los negros representan un peligro para los blancos”. Norbert está loco, Nar, y lo peor es que su locura es contagiosa. He llegado a pensar, aunque ignoro la razón, que Cynthia corre peligro con esa gente del Club. ¿Sabes Nar?, si sigo en el Club es sólo por Cynthia. ¿Y sabes otra cosa, Nar? A pesar de lo que te dije antes, hay momentos, como ahora mismo, en que dudo... ¿No será de Cynthia y no de Mirna de quién estoy enamorado?»

    34. Ocurriósele entonces a Nar una idea. 
Ahí, en el Café Minos, ocurriósele a Nar una idea. Dijo así: «Óyeme, eres tan despistado, que de seguro no recuerdas que tu cumpleaños ya está, como suele decirse, a la vuelta de la esquina. ¿No te acordabas, verdad? Ya lo sabía yo. Pues verás, Tom, te voy a revelar un secretillo. Tu madre y yo habíamos pensado en darte un cumpleaños sorpresa, o sea, para celebrarlo únicamente nosotros tres; pero se me ha ocurrido algo mejor. ¿Por qué no invitas a tu cumpleaños a Cynthia y a Mirna? ¿qué te parece? ¿cómo? ¡ah, sí claro! por supuesto que puedes invitar también a Newman-Garden; y, ¿sabes?, pienso que también se podía invitar al detective Blake, y ya de paso, a su ayudante; bueno, y ellos que se traigan, si lo desean, a la pareja que quieran. ¿Que a lo mejor no quiere venir nadie, dices? ¡hombre, malo será, Tom!
    Quedaba una semana para el cumpleaños, que caía en domingo.
    Hasta entonces, la madre de Tom iba a quedarse con ellos.

    35. En el Café Minos,
Tom Sagendorf dijo a Narcissus Holden:
    –¿Sabes que esta mañana vi a Blake con su ayudante en el Club?
    –¿Sí? ¿y a qué habían ido? –preguntó Nar.
    –Parece ser que están interesados en hacerse socios del Club.
    –¿Eso te lo dijeron ellos mismos, Tom?
    –No, me lo dijo Mickey, uno del Club, pero... no sé...
    –¿Qué es lo que no sabes, Tom?
    –No me extrañaría que Blake esté tras algo...
    –¿Tras algo?
    –Sí, porque... no sé qué, pero hay algo turbio en ese Norbert.
    –Oye, Tom, ¿llegaste a comentar a Cynthia lo del recorte de prensa?
    –Pues no, la verdad es que aún no he visto la oportunidad.

    36. Y llegó el día siguiente, domingo, el de la conferencia
en el Club de Amigos del Buen Deporte. La sala estaba abarrotada de gente. No es que la sala fuera muy grande, pero tampoco era pequeña. Se ve que los del Club habían hecho una buena labor de propaganda. El publico era, en general, de gente elegante. O sea, que la propaganda había sido selectiva, o eso parecía. «A lo que parece, se ha hecho una propaganda selectiva», pensó Ferdinand Blake, uno de los asistentes. «¿Nos sentamos aquí?», preguntó Manfred. «Sí, donde quieras», dijo Blake. Mickey, a la entrada, recogía abrigos y sombreros: «Tenga este numerito, con él podrá recoger, a la salida, su abrigo y su sombrero». «No gracias», decían algunos al afable Mickey, y se adentraban en la sala sombrero en mano y con el abrigo bajo el brazo. «Oye, Nar, pues sí que hay gente... ¡hola, Mickey!», dijo Tom mientras entregaba su abrigo y su sombrero. Nar imitó a su amigo en lo que a sus prendas se refiere, tras dar cortésmente las buenas tardes al sonriente Mickey. Los asistentes al acto eran, era de esperar, de raza blanca. Se acomodaban en los asientos, se saludaban... Ahí casi no había mujeres; éstas podían contarse con los dedos de una mano. Allí, al fondo, donde la tribuna, se veía a Norbert estrechando manos con resplandeciente sonrisa; en aquel momento, por ejemplo, estrechaba la mano a un calvo (de calva no menos resplandeciente que la sonrisa del gigante de pelo platino). Muchos, aún en pie junto a sus asientos, hablaban o se saludaban... u oteaban entre aquella pequeña multitud. Alex Twain, el reportero del Bigstrong Herald, estaba ahí cámara en ristre, en la primera fila, desde donde distinguió a Blake y a Manfred: «¡eh, Blake!», y Blake «¡hola, Alex!» correspondió a su saludo. 
    –¿A quién saludas? –preguntó Manfred. 
    –A Alex. 
    –¿Qué Alex?
    –Alex Twain, del Herald, ¿no le ves allí?
    –¡Ah, sí! –dijo Manfred.
    Y pensó:
    «Hasta la prensa les ha hecho caso; estos tipos son de cuidado».
    Y Blake pensó: 
    «¿Alex aquí?; ese Norbert tiene que ser un tipo persuasivo».

    37. LA CONFERENCIA
Norbert dijo: «El boxeo, noble arte y deporte nacido en la esplendente Grecia, está dando sus más granados frutos en los Estados Unidos de America, pero, ¿por cuánto tiempo?» «La esplendente Grecia», repitió mentalmente Narcissus. Norbert dijo: «El boxeo, deporte de blancos, está amenazado; sí ¡amenazado!» «Este hombre es un fanático», pensó Ferdinand Blake. Norbert exclamó: «¡¡Que los negros boxeen con los negros y los blancos boxeen con los blancos!!» «¿Y Harriet Beecher Stowe, y nuestro presidente Lincoln?», pensó Tom. Norbert dijo: «¡Un hombre, un campeón, un blanco, Tristan “Hit” Happy, presionado por una prensa malvada, se ha visto obligado a aceptar un combate que no deseaba!» «¿Prensa malvada? ¡que exagerado!», pensó, exclamo para sus adentros Alex, al tiempo que fotografiaba al fotogénico fanático. Norbert dijo: «Ahora Tristan “Hit” Happy tendrá que jugarse el título de campeón mundial de los pesos pesados con alguien que no es de su condición, ¡con ese vil descendiente de esclavos!» «Se refiere a Sam “Uppercut” Bussy», susurró Manfred a Blake. La sala estaba poco iluminada, pero un foco de luz iluminaba a aquel hombre de voz viril y bien timbrada, a aquel gigante fanático y fotogénico (¡flash!) de pelo platino y ojos azules fríos y acerados. Tom se fijo en Mickey, allí de pie en una esquina penumbrosa; su sonrisa incólume brillaba como una luz. Fijose también, en otra esquina sombría de la sala, en Malone, otro del Club, allí como montando guardia; en su rostro en sombras se adivinaba su sonrisa perenne. Ambos ahí en pie, casi en posición de “¡firmes!”, uno a la derecha (Mickey) y otro a la izquierda (Malone) de la tribuna donde aquel fanático fotogénico (¡flash!) explayábase sin trabas. Norbert dijo: «Esos gacetilleros se atrevieron a llamar cobarde a “Hit” Happy, ¡a “Hit” Happy!; a un campeón invicto que no le teme a nadie, y menos a ese tal Sam, a ese negro libidinoso que se atreve a seducir a mujeres blancas». «Más bien fue él el seducido, y que yo sepa sólo ha habido una mujer blanca en su vida», pensó Alex Twain, el de la cámara en ristre. Alex pensaba en Dora During, que sedujo al boxeador para, al poco, abandonarle por un creso empresario (blanco y anciano, para más señas). «Bussy había hecho ya mucho dinero con el boxeo, y por eso Dora During fue tras él», pensó Alex, «pero el del casino movía mucha más pasta que Bussy. Ahora la exuberante miss During anda con un corredor de apuestas, un tal “Dedos” Browning». En ese momento, Norbert decía: «Porque los negros cada vez quieren más; cuanto más des demos, más pedirán, ¡bajad la guardia y este país acabará con un presidente negro!» «¿Qué pensaría Abraham Lincoln de todo esto?», pensó Tom. Norbert dijo: «Cuándo vuestra hija diga: “papá, mamá, voy a casarme con un negro”, entonces os acordaréis de mí; diréis: “Sí, Norbert tenía razón”, pero entonces ya será demasiado tarde, ¡demasiado tarde!» «Ellos tenían razón, y Cynthia también tenía razón, los negros son un peligro para la raza blanca», pensó Tom. Y, de súbito, sintió como si algo, un pensamiento o una imagen, pugnara por emerger desde un oscuro y negro pozo, ahí en su mente. Sin éxito. Aquella imagen, o aquel pensamiento, regresó a lo más profundo del pozo, de la gruta insondable, a los abismos negros de lo no consciente. Como a Narcissus la conferencia le aburría por insustancial, se dedicó a localizar a las pocas mujeres que habían acudido. Contó cinco. «Dos no están mal, pero no creo que Cynthia sea una de ellas», pensó Nar. «Oye, Tom», susurró Nar, «¿a venido Cynthia?» «No», respondió Nar. «¿Sabes, Nar?, aquel que hace fotos allí adelante es Alex, el periodista del Herald.» «¡Vaya!», dijo Tom.

    38. El lunes por la tarde,
Tom decide ir de visita al barrio de Newman-Garden; no sólo por ver a la chica de la droguería, Mirna, sino por ver al jeroglifista. Tom ha llegado a amar, ama («amo») este viejo barrio añejo y pulcro. «Amo este viejo barrio añejo y pulcro», piensa Tom mientras estaciona su automóvil. Recuerda, y sonríe, que la primera vez que vino aparcó en las inmediaciones. El señor Dickson, el mayordomo, le había dicho que aquella calle era demasiado estrecha para un auto como el suyo. Dickson exageró. Tom sonríe, mientras aparca. Y al tiempo que aparca y sonríe la ve a ella, a Mirna (¡Mirna!), la joven alta y delgada, la del pelo negro cual azabache, la del pelo cortado a lo Louis Brooks. Allí como el primer día, como otros días (¡ella!). Ella no lleva sombrero. Ella está apoyada en la fachada de la mercería (Mercería de Madame Lefevre). Ella «¡ella!» junto al escaparate. Ella fumando un cigarrillo. Ella con su vestido discreto y elegante. Ella (¡ella! ¡Mirna!) sin abrigo. ¡PLAM! (Tom acaba de cerrar la puerta del auto) Y ahora él camina hacia ella, hacia la chica de la droguería, hacia Mirna, «¿cómo pude dudarlo?, mi amor pertenece a Mirna, y no a Cynthia», piensa el joven atildado.
    –Hola, Cynthia.
    –¿Cynthia? –pregunta Mirna con sonrisa irónica.
    –¡Oh, perdón!, quise decir Mir... miss Dexter.
    –Puede llamarme Mirna, pero no Cynthia.
    –A sido un lapsus, pues la chica que trabajó aquí antes de usted...
    –Se llamaba Cynthia, lo sé; ¿la conoció usted, mister Sagendorf?
    – Antes no; ahora sí, pues es secretaria en un club donde voy.
    –¡Aja! –dice ella, y exhala una bocanada de humo su boca sensual.
    –Le diré un secreto: Newman-Garden está muy interesado en ella.
    –¿Sí?, no me diga, mister Sagendorf.
    –Sí, y voy a invitarles a ambos, a Cynthia y a él, a mi cumpleaños.
    –Pues bueno –dice Mirna, encogiéndose de hombros.
    –Para que se conozcan, ¿sabe? –dice Tom.
    –¿Pero qué es usted, un casamentero? –ironiza Mirna.
    –No sé... por cierto...
    –¿Sí, mister Sagendorf?
    –¿Me haría usted el honor de acudir a mi cumpleaños?
    –¿Cuándo es? –pregunta ella con una encantadora sonrisa.
    –Este sábado por la tarde –dice Tom.
    –El sábado por la tarde –repite ella mirando a ninguna parte.
    –Será una bonita fiesta, pues la organiza mi amigo Nar, que...
    –Sí, es posible que pueda ir –dice ella.
    Grandes ojos negros, brillantes y profundos, iluminan el alma de él.

    39. Newman-Garden está enfrascado en su trabajo,
en uno de sus jeroglíficos. Su pequeña habitación. La luz, que entra por el balcón, que ilumina el tablero de dibujo, los lápices, el tintero, las plumillas y los pinceles, las acuarelas y los dibujos. En un ángulo, el felino ocioso. Es Jaspers, el michino. Humildes objetos aquí y allá, tenues por la penumbra que vela; marcos modestos enmarcando cosas mínimas: cromos baratos, recortes de revistas, vetustas fotos ajadas; y, en las estanterías, los libracos tan amados, tan gastados; y las figurillas sin valor, las adquiridas en un local caduco a un vejete de ojos glaucos y barba rala y puntiaguda; ahí una coquetuela y curvilínea japonesita translúcida que finge ser de porcelana, por ejemplo. Ella es de gres, y él, que lo sabe, nunca se lo dirá. «Tú, mi linda japonesa de porcelana.» Sí, esto puede decir Newman-Garden estando a solas con sus cosas y su gato. Sólo sus cosas y Jaspers saben que él es así, romántico, tierno, ingenuo, soñador si quieres. ¿Y aquella pequeña foto allí al fondo? Ya nos fijamos en ella, lector, la otra vez que, como voyeurs, entramos en esta habitación por la rara magia de la literatura. Entonces se dijo: una pequeña foto modestamente enmarcada, allí al fondo en la penumbra: Novejarque, el gran jeroglifista español. Newman-Garden aprendió el castellano sólo para poder entender los jeroglíficos de Novejarque. En un libro adquirido en una librería de viejo encontró la foto: un rostro de perfil, un tipo con bigote. No sólo el rostro. Era un retrato de medio cuerpo. Al pie de aquel retrato fotográfico (un recorte de prensa) podía leerse: Novejarque haciendo sus pasatiempos para “Nuevo Mundo”* [*en español en el original] Él no sabía entonces castellano, pero su conocimiento del latín le permitió entender aquel pie de foto. ¡Ah, qué curioso! Él, ya entonces un profesional de los pasatiempos, compra un libro de segunda mano, y en el libro (en inglés y que nada tiene que ver con pasatiempos) aparece esa foto. La foto aportaba un dato muy relevante: Nuevo Mundo. Le llevó tiempo, pero acabó por adquirir un grueso volumen de revistas Nuevo Mundo. Un considerable número de revistas encuadernadas en cartoné (Newman-Garden, enfrascado en su trabajo, piensa en aquello). En el lomo del volumen, en letras doradas, podía leerse (y se lee, allí en el estante): NUEVO MUNDO 1909. El rojo de las ajadas cubiertas del tomo dejaba al descubierto, aquí y allá, el crudo color del cartón. Y en el interior la sorpresa: allí la fotografía en una de aquellas revistas encuadernadas. La misma foto y el mismo pie: Novejarque haciendo sus pasatiempos para “Nuevo Mundo”. «De aquí procedía aquel recorte», pensó entonces. Pero allí ya no sólo la fotografía, allí se hablaba de Novejarque. Y, ya antes de saber español, entendió que Novejarque era jeroglifista, como él. Y que, como él, tenía un gato. Después, cuando además de griego y latín llegó a saber castellano, descubrió que, como él, Novejarque tenía un viejo balcón. Y que, como él, Novejarque era un solitario. Enfrascado en su trabajo (está pasando unos jeroglíficos a tinta) Mewman-Garden piensa ahora en aquello, en esto que te cuento, lector voyeur.

    40. Entonces llaman a la puerta.
    –Por la forma de llamar es Tom –piensa Newman-Garden.
    En efecto, era Tom.
    –¡Hola! –espero no molestar –dice Tom.
    –No, pero seguiré trabajando mientras hablamos, si te parece.
    –Me parece muy bien –contesta Tom.
    Con un maullido, Jaspers parece saludar a Tom.
    –¡Jaspers!, ¿cómo te va?
    Tom dice esto al tiempo que acaricia al gato.
    –Siempre se alegra de verte –dice Newman-Garden.
    Y yo de verle a él, y Jaspers lo sabe, ¿verdad, Jaspers?

    41. Entre tanto, Blake y Manfred 
hablan en la oficina: «O sea, Blake, que tú quieres que yo esté allí para nada», dice Strong. «Tanto como para nada... tú tienes que estar alerta, observar», contesta Ferdinand Blake. «Pues muy bien, me haré socio y aprovecharé para vigorizarme un poco, ¿y tú, Blake?» «Yo seguiré investigando y meditando» «Y por ahora, ¿qué tenemos?, porque en este caso (si se le puede llamar caso) estoy en la inopia», dijo aquella especie de Sansón con bigote y corbata. Blake contestó así: «Esta mañana visité, como te dije, a Alex Twain, del Bigstrong Herald. Y me he enterado de un dato interesante; este viernes no, sino el siguiente, el aspirante a campeón de los pesos pesados, Sam “Uppercut” Bussy, va a estar aquí, en Bigstrong City, y participará en una charla coloquio en la Asociación de Boxeo, que, como tú sabes muy bien, es una longeva institución de nuestra ciudad... sí, efectivamente, Manfred, fue creada a principios de este siglo... ¿cómo? ¡ah, no, no!, no se trata de ninguna respuesta del aspirante al triste espectáculo que Norbert nos dio el otro día; esta charla de la Asociación de Boxeo se venía ya anunciando en la prensa mucho antes de que Norbert anunciara la suya. Parece más bien que Norbert está preparando el terreno; parece querer poner a los ciudadanos de Bigstrong City contra el aspirante. Esto, como mínimo. Pero tengo un extraño presentimiento de que puede haber algo más, aunque no sé qué. En cuanto a Norbert, lo único que se sabe de él es que es un hombre adinerado, un hombre rico y sin pasado. Él dice que su dinero procede de una herencia familiar... y ya sabes, Manfred, que en esta ciudad nadie investiga a un tipo rico mientras no infrinja la ley. Yo, por si acaso estoy investigando en mis archivos de delincuentes y especies afines». «Pero es posible que Norbert sea un tipo honrado... racista pero honrado; o sea, con ideas equivocadas pero honrado», dijo Manfred. «Es posible», dijo Blake, «pero yo, por si acaso, investigo».

    42. Tom y Newman-Garden, en casa de éste, conversan;
el jeroglifista, simultáneamente, pasa a tinta sus dibujos, haciendo uso de sus plumillas y sus pinceles con habilidad virtuosa. Con rapidez va el fino pincel del tintero al dibujo, y lo mismo la afilada plumilla.
    –¿Qué?, entonces, ¿te vienes? –le anima Tom.
    –Hum... no sé... no sé... –duda Newman-Garden.
    –¡Pero si te acabo de decir que irá Cynthia! –exclama Tom.
    –Pero si no nos conocemos de nada... –dice el jeroglifista.
    –Pero ella sabe quién eres tú, Newman, y te aprecia.
    –¿Que me aprecia? ¿de dónde sacas eso?
    –Recuerda que ella escribió: “Un jeroglífico de mi amigo”.
    –¿Hablaste de eso con ella, Tom?
    –No; pero ella lo escribió; dijo “amigo”.
    –Eso no significa nada, Tom.
    –Pues te diré algo: saber que tú irías es lo que decidió a Cynthia.
    Tom acaba de mentir descaradamente.
    –¿A sí? –preguntó el jeroglifista– ¿no me mientes?
    –Te juro por mi padre que no te miento –asevera Tom.
    Tom acababa de jurar en falso por el rector del Seminario.
    –¿Cuándo hablaste con Cynthia, Tom?
    –Ya te lo he dicho, esta misma mañana.
    Ahora Tom dice la verdad.
    –Hum... vale, de acuerdo... iré... –musita Newman-Garden.
    –¡Así se habla! –exclama Tom–. ¿Te puedo hacer una pregunta?
    –Dime.
    –¿Quién es éste de la foto?, un jeroglifista español, ¿no?
    –Sí; tú has hecho la pregunta y tú la has contestado, Tom.
    –Su nombre, en sonoridad y significado... –comienza a decir Tom.
    –Sí, ya sé –le corta el jeroglifista–, recuerda al mío. Casualidades.
    –Yo no sé español, pero... –comienza a decir Tom.
    –Pero lo entiendes –le corta el jeroglifista– porque sabes latín.
    Tom domina el latín, que aprendió en el Seminario.
    El jeroglifista ha terminado su tarea.
    Ahora limpia pinceles y plumillas.
    En un tarro de agua moja pinceles y plumillas.
    Con un trapo seca pinceles y plumillas.

    43. El jeroglifista había terminado su tarea,
y limpiaba pinceles y plumillas. En un tarro de agua mojaba pinceles y plumillas, que secaba luego con un trapo. «Te voy a enseñar una cosa, Tom», dijo, «vas a ser la primera persona a la que se lo enseño». «¿Y qué es ello?», preguntó Tom. «Ahora lo verás», dijo Newman-Garden a la vez que se ponía en pie, abandonando por fin su mesa de trabajo. A través del balcón ya apenas entraba luz, por lo que Newman-Garden encendió una lámpara, que llenó la estancia de una luminosidad leve, tenue... pero que disipó o amortiguó muchas sombras y penumbras. El gato, Jaspers, pareció salir de su modorra, se despabiló con la tenue y leve luz. «Sígueme», dijo el jeroglifista. Recorrieron ambos un largo y angosto pasillo; la luz seguía siendo escasa. Al final del pasillo había una habitación grande, atestada de libros. Viejos libros se apiñaban en recios estantes de madera. «Quiero enseñarte un libro que tengo allí al fondo», dijo Newman-Garden. Según pasaba, Tom miraba los lomos de aquellos libros; llamaron su atención títulos como: “El Ajedrez Lógico”, “Historia de Egipto”, “Los Jeroglíficos del Antiguo Egipto”, “Hipnotismo y Sugestión” o “El Tarot de Marsella”. Sí, el jeroglifista había terminado su tarea, y ahora conducía a Tom hacia... «Sí, aquí está, Tom», dijo al tiempo que cogía de un estante un vetusto y grueso libro. En el centro de la biblioteca había una mesa de aire finisecular y un par de sillas a juego. Newman-Garden llevó el libro a aquella mesa. «Siéntate, Tom», dijo mientras él mismo tomaba asiento. 

    44. «Hypnerotomachia Poliphili», dijo Newman-Garden
leyendo el título del libro. «¿Cómo lo traducirías, Tom?» «Veamos...», dijo Tom, «podía ser algo así como... Sueño de amor en guerra (o en lucha) de Poliphili» «Sí... eso creo», dijo el jeroglifista, «y Poliphili sería el amigo de Polia. Polia es la protagonista de esta extraña novela del año 1499». «Y ese nombre, Polia, podría traducirse por Múltiple», dijo Tom. «¡Ajá!», asintió Newman-Garden. «Pero esta edición... ¿es una auténtica edición renacentista?», preguntó Tom. «Sí», afirmó el otro, «una edición veneciana de 1499, aunque esta cubierta en piel con estas letras doradas» explicó, «presumo que es posterior». Todavía no habían abierto el libro. «El libro es muy difícil de traducir», prosiguió diciendo Newman-Garden, «pues mezcla algún dialecto italiano de la época con latín y griego... y hasta con hebreo y alguna otra lengua rara. Pero mira las ilustraciones», dijo abriendo el libro. Y Tom miró. Y quedó encantado con aquellas xilografías. «¿Has visto, Tom?», dijo el jeroglifista, «un jeroglífico; en el libro hay muchos». «¿Y se da la solución?», preguntó Tom. «Sí, pero ya te digo que es un libro difícil de traducir, sobre todo para alguien que, como yo, no sabe italiano», dijo Newman Garden, «pero lo que no entiendo me lo invento». «Los dibujos son realmente buenos», dijo Tom, «¿y cómo conseguiste esta joya de libro?» «En una librería de viejo», contestó el otro, «se llevó todos mis ahorros». «¿En una librería de viejo de este barrio?». «Pues sí, Tom». «Tal vez lo trajo aquí algún emigrante... quizá un aristócrata arruinado», conjeturó Tom. «A mí sí me arruinó este libro; por él no tengo coche, ni teléfono... ni nada», dijo Newman-Garden, y, aunque sonreía, había un deje de amargura en su voz; y entonces Tom creyó haber comprendido; su amigo, mediante un rodeo, le había dicho que no tenía dinero, a él, que le estaba invitando a una fiesta de señoritos ricos. Tom no dijo nada, claro está, y siguieron mirando y comentando el libro. Pero, cuando, más tarde, ya se despedía de su amigo, Tom le dijo: «Estoy contento de que al final te hayas decidido a venir, pero recuerda que va a ser una fiesta sencilla y... ¡y, por favor, no se te ocurra regalarme nada!» «Algo te tendré que regalar», dijo el otro con las manos en los bolsillos. «Pues... ¡ya sé!, regálame un dibujo... pero algo rápido... un dibujo que no te lleve tiempo... algo improvisado... pero, eso sí, dedicado» «No sé... no sé...», contestó titubeante el otro.

    45. Poco quedaba para cerrar la oficina, aquel lunes.
«¿No sé como no te cansas de leer siempre el mismo poema, a veces pienso que me quieres tomar el pelo», pensó Manfred. «Muy bonito», dijo Manfred, «¿qué, nos vamos ya?» «Pobre Manfred, no sé cómo me aguantas», pensó Ferdinand Blake cerrando aquel libro (“El Cuervo y otros poemas”) cuando, de súbito (por no mudar en su costumbre) el teléfono soltó su eléctrica voz estridente. «Oficina del detective Blake, Manfred Strong al aparato... sí, un momento, ahora se pone». Se puso Blake, y habló con Narcissus Holden, que había llamado por el asunto del cumpleaños de Tom Sagendorf.

    46. Al día siguiente, martes, Blake le dijo a Manfred:
«No sé si tengo algo, Manfred» (a ambos les encontramos de nuevo en la oficina). «¿Sobre el caso del Club?», preguntó Manfred Strong. «Sí, sobre el caso del Club», respondió Blake, «aunque ya te digo que no sé si tengo algo, pero... bueno, te cuento: encontré en mis archivos un caso no resuelto» (era martes por la tarde). «Ocurrió hace tres años, en el estado de Montana», continuó Blake, «y, concretamente, en Helena; allí, tres individuos asaltaron un banco a mano armada, a plena luz del día. Dos entraron en el banco, mientras el tercero esperaba fuera en el automóvil. Uno de los que entraron, el que parecía el jefe, destacaba por su elevada estatura y por su complexión atlética. Llevaba el rostro cubierto por un pañuelo, pero varios testigos se fijaron en sus ojos, de un azul brillante. “Sus ojos tenían un brillo acerado”, dijo un cliente, y el cajero declaró: “Sus ojos eran fríos como el acero”. Y, a pesar de llevar sombrero, también el pelo de este individuo llamó la atención, un pelo rubio platino... sí... efectivamente, Manfred, parece una exacta descripción de Norbert, pero hay más: su voz fue descrita como “viril y bien timbrada”. Sí, todo concuerda con Norbert. Pero, ¿y el otro tipo que también entra en el banco? Este es descrito como más joven que el otro, por su voz y su manera de moverse. Igual que el otro, llevaba sombrero y el rostro cubierto con un pañuelo; pero un par de testigos se fijaron en el color de su pelo, entre rubio y castaño. El joven era de estatura media... ¿Mickey?... sí, por poder, podía ser Mickey, pero esto sería ya mucho suponer. Aunque, eso sí, hay otro dato. El vigilante del banco desenfundó, y apuntó con su revolver hacia el tipo alto, con intención de disparar; pero cuando lo hizo el tiro salió desviado, pues acababa de recibir un disparo en el brazo. El disparo lo había hecho el alto, y entonces el otro tipo, el joven, apuntó con su pistola al vigilante herido, y si no llegó a disparar fue porque el otro le gritó: «¡No tires!» «¡De acuerdo, señor!», contestó el otro. Sí, en efecto, Manfred... así es como los monitores del Club se dirigen a Norbert... tú mismo pudiste observarlo esta mañana. El banco que estos bandidos desvalijaron no era muy grande, pero fueron allí en el momento justo, llevándose una fortuna. Se cree que huyeron a Canadá. La policía nunca pudo dar con ellos. Y esto es todo». 
    
    47. Manfred Strong le dijo a Blake:
«Muy interesante... ¡oye!, me acabo de acordar de un detalle curioso... algo que observé esta mañana pero que no te conté; ya te dije, Blake, que esta mañana, con el pretexto de buscar información, entré en el despacho que da al hall, donde el día que fuimos los dos al Club nos presentó Mickey a miss Oberon; ella estaba allí, sentada tras su mesa de despacho. Pero esta vez ella no estaba sola, sino con Norbert. Ella escribía a máquina lo que le dictaba Norbert, sentado tras la mesa que el otro día estaba desocupada. Yo había llamado a la puerta, claro está, diciendo “¡hola!, ¿se puede pasar?” al tiempo que entraba, y ella había correspondido con una mirada y una sonrisa, pero Norbert siguió con el dictado como si yo no existiera. Dictaba lentamente, al tiempo que miraba fijamente, sin pestañear, una estilográfica de oro que mantenía inmóvil y vertical frente a sí, a la altura de sus ojos, sujetándola con ambas manos, los codos apoyados sobre la mesa. Sólo después de un buen rato, cuando ya le hacía yo a Cynthia un gesto de que me iba, él se olvidó de la pluma y del dictado y me dijo: “¿qué desea usted?”».

    48. Manfred Strong continuó diciendo:
«Bueno, y ahora me acabo de acordar de otra cosa... en la biblioteca del Club vi un libro que no pegaba con los otros (de deportes y cosas así), pues era de filosofía, de un alemán, Así habló nosequién; el libro llevaba exlibris del propio Norbert y parecía muy usado. Por lo poco que leí me pareció escrito por un chalado». «Conozco el libro, el autor es Friedrich Nietzsche y el libro se titula Así habló Zaratustra», dijo Blake. «Nietzsche», prosiguió Blake, «que era anticristiano, negaba la existencia del bien y del mal; su pensamiento desequilibrado ha hecho estragos en individuos excéntricos o poco formados, sobre todo por ir sus ideas revestidas de una prosa brillante».

    49. Al día siguiente, miércoles, Blake 
acudió a la Biblioteca Pública. Tomó dos pesados libros, que dormían uno junto al otro en su estantería, y se enfrascó en su lectura. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba. Esto ocurrió por la mañana.

    50. El miércoles por la tarde, missis Sagendorf
(la madre de Tom) fue a una reunión de la Liga contra el Boxeo, una organización de distinguidas damas de pro. Por ser la esposa del rector del Seminario de Teología Cristiana de Stephany City (Minesota), fue recibida missis Sagendorf con todos los honores. La reunión estuvo bien, pues, además de hablar contra el boxeo, se sirvió te con pastas al estilo británico.

    51. El miércoles por la tarde, Tom Sagendorf,
en el Club, habló con Cynthia Oberon. Se asomó subrepticiamente a la puerta del despacho, que estaba entreabierta, y al ver que ella estaba sola, entró. «¡Hola, miss Oberon!» «¡Hola, mister Sagendorf!» Ella pareció alegrarse de verle. Ella (¡ahí!) era aquella chica misteriosa del parque, la de las medias de seda muy transparentes que se ajustaban a sus esbeltas piernas de finos tobillos, ocultas ahora por la mesa. Ahora sus labios se movían mientras hablaba y sus ojos le miraban. Pero él hubiera preferido que ella, cerrando esos ojos, en silencio le hubiera ofrecido esos labios pero ¿qué digo?, pensó Tom, si yo de quien estoy enamorado es de Mirna. «Antes de que nos conociéramos aquí en el Club, estuve un día sentado frente a usted, el el Parque Lincoln», dijo Tom. «No recuerdo», dijo ella. «Usted leía un libro», dijo Tom, «y yo enfrente, en otro banco, hojeaba el periódico; y entonces observé que, de entre las hojas de su libro, sobresalía la punta de un papel, cada vez un poco más. Entonces me quedé dormido...» «¡Oh!, ¿se quedó usted dormido mientras leía el periódico?, ¡qué gracioso!», dijo ella. «Sí, así fue», dijo él, «y cuando desperté usted ya no estaba; pero observé que aquel papelito amarillento, el que sobresalía del libro, había quedado allí». «¿Pero qué papel era ese?», preguntó Cynthia. «Era un recorte de periódico, en el que, por un lado, había un jeroglífico, y, por el otro, un anuncio del Club de Amigos del Buen Deporte, o sea, del presente club, donde se pedía secretaria». «¡Oh, sí, recuerdo perfectamente ese papelito!», exclamó ella, «y también recuerdo que el jeroglífico era de Newman-Garden, y que yo escribí algo al pie de ese jeroglífico, algo así como...» Mas Cynthia no pudo acabar la frase, pues una sonriente cabeza, asomando por la puerta, dijo: «Ven un momentito aquí afuera, Tom». Era Mickey. Tom salió del despacho, tras despedirse de ella con un gesto, pero aquello que Mickey tenía que decirle no se lo dijo a la puerta, sino que le hizo avanzar unos cuentos pasos. Luego, sin perder su sonrisa, Mickey le espetó (pues se puede espetar sonriendo): «Miss Oberon está aquí de secretaria, no para entretener a los clientes». No había reparado Tom, hasta entonces, hasta que punto la eterna sonrisa de Mickey, su perenne mueca, era repulsiva. «¡A sus órdenes, señor!», exclamó Tom con retintín llevándose la mano extendida a la frente (en marcial saludo) a la vez que se cuadraba (¡TRAS!: taconazo) como un soldado. «Te veo muy rígido», dijo Mickey intensificando su repulsiva mueca (también llamada sonrisa), «creo que un poquito de boxeo no te vendría nada mal». «¡Maldito alfeñique, te voy a borrar esa sonrisita aunque sea lo último que haga en esta vida!», pensó exclamativamente el hijo del rector. Cynthia se asomó por la puerta al oír la exclamación marcial de Tom unida a su sonoro taconazo. «¡Usted a lo suyo!», gritó Mickey con malos y sonrientes modos a la secretaria, que no dijo ni mu.

    52. Tom y Mickey ya estaban en el cuadrilátero.
Los combatientes ya estaban listos. Y ahora él odiaba, (no, no le odio) aún más (pero le desprecio, pensó Tom) a (ese niñato de) Mickey, pues había hablado mal a (no, ella no es mi novia) Cynthia (pero como si lo fuera, pensó Tom). «Pero, ¿sabes boxear?», dijo el sonriente. «Mejor que tú, niñato estúpido», pensó Tom. «Ahora lo verás, maleducado», pensó Tom. «Boxee en mis años de estudiante», dijo Tom. «¿No te vas a pones el casco protector?», preguntó Mickey. «¿Y tú?», preguntó a su vez el hijo del rector. «Yo no», contestó el maleducado. «Tampoco yo», dijo Tom ¡maleducado niñato!, pensó Tom. Maleducado sí, Tom, pero... no te fíes mucho de las apariencias, pensó Tom, porque Billy el Niño... Estaban solos en la sala, en el cuadrilátero, ¿qué diablos hago yo aquí?, pensó Tom. Has vuelto a las andadas, hijo, eres incorregible ¡cállese usted ahora, padre!, pensó Tom. Si al menos dejara de sonreír ese tunante, porque cualquiera ve que ese Mickey es un tunante que se ha criado en el arroyo, hijo, nunca menosprecies a tu hermano por su extracción humilde, lo sé madre, perdona, pensó el hijo de la mujer del rector. No dudo que sea mi hermano, pero éste desciende de Caín, pensó Tom.

    53. EL COMBATE
Pero se habían olvidado de un par de detalles: el árbitro y la campana. Muy importante: mirar al adversario fijamente a los ojos, pensó Tom y lanzó un derechazo en corto contra en rostro de Mickey, para borrarle la sonrisa más que nada: ¡sin éxito!, pues el sonriente (buen juego de cintura) eludió el golpe (piernas flexionadas) conectando su derecha al costado del desguarnecido púgil. El golpe dolió, y la sonrisa incólume del cainita seguía allí. ¡Que brazos y piernas no permanezcan nunca inactivos!, pensó Tom, que el rival ignore tus intenciones, distraerle con un finteo continuo. Allí ambos sobre la lona con su equipo de combate. No se podrá boxear llevando barba (ambos rivales lucían un apurado afeitado). Cuerpos (los de ellos) fuertes y jóvenes (sin aceites ni ungüentos). Tengo que borrarle esa sonrisa. Ambos con su calzón de tela tupida, ajustado a la cintura, calcetines, botas ligeras sin clavos ni refuerzos, guantes de 227 gramos (8 onzas) pero, ¿y el árbitro?, ¿y la campana? (¿quién tocará la campana?) Ambos solos allí: sobre la lona, entre la cuerdas, en el cuadrilátero, en la sala. La mejor defensa es el ataque, pensó Tom, y erró otro golpe, y Mickey, con flexión de cintura, lanzó un certero y contundente directo de derecha contra su mentón. Fue como un mazazo, nunca le habían golpeado así, todas las estrellas del firmamento estaban allí y sintió que perdía pie. Lo último que vio antes de caer fue aquella repulsiva sonrisa como flotando en la niebla. Luego cayó de rodillas sobre la lona.
    Para tan breve combate, ¿qué necesidad había de campana?
    Otro cantar es lo del árbitro, aunque ninguna norma fue infringida.

    54. Súbitamente irrumpieron dos hombres en la sala:
Norbert y uno de los instructores del Club (uno con una leve cicatriz en el rostro). Este último se quedó a la puerta, mientras que Norbert avanzó hacia el cuadrilátero. La sonrisa de Mickey desapareció de su rostro durante una fracción de segundo. Sólo durante una fracción de segundo. Luego volvió a su ser. 
    –¡Baja del cuadrilátero! –dijo Norbert. 
    Mickey cumplió la orden.
    Y Norbert, de un tortazo, le tiró al suelo.
    Desde el suelo, sonriente, Mickey dijo:
    –He captado la idea, Norbert, me he pasado de rosca, ¿no es eso?
    Sin contestar a Mickey, Norbert se acercó aún mas al cuadrilátero.
    –Disculpe a Mickey, mister Sagendorf.
    Tom, medio mareado, respondió:
    –No tiene importancia.
    Norbert dijo:
    –Estoy dispuesto a indemnizarle, fije usted la cantidad.
    Tom contestó:
    –No, no... olvídelo... 
    –Piénselo –dijo Norbert.
    Luego, dirigiéndose al de la leve cicatriz, dijo:
    –Ocúpate de mister Sagendorf.
    –¿Yo puedo hacer algo? –dijo Mickey.
    –Ya has hecho bastante, ¿no crees? –dijo Norbert.
    Y, apartando a Mickey con brusquedad, se dirigió hacia la puerta.
    –Con Brenda Brenda no hubieras sido tan brusco –pensó Mickey.
    ¿Brenda Brenda?, ¿quién es Brenda Brenda?

    55. Mientras, en la oficina,  Blake le decía a Manfred...
«Creo haber encontrado algo en relación con lo que me contaste ayer de cómo Norbert miraba fijamente su estilográfica. Te voy a leer algo que tengo aquí copiado en la agenda, lo copié esta  mañana de un libro sobre hipnotismo; dice así: «Y puesto que es esencial que los ojos del hipnotizador, a la hora de actuar, se mantengan fijos y sin parpadear en todo momento, es necesario educar la mirada en este sentido con un metódico entrenamiento. Un ejercicio provechoso consiste en mirar fijamente un punto estático (el centro de una diana, la punta del propio dedo, etc) el mayor tiempo posible y sin parpadear. Es imprescindible repetir el ejercicio dos o tres veces cada día.»

    56. Manfred también tenía que contar algo a Blake...
«Pues yo también tengo algo, no sé si importante; mas antes te contaré que, siguiendo tu consejo, para que no se extrañen de que pase tanto tiempo en el Club, les dije eso de que tú, mi jefe, me habías ordenado que fuera todas la mañanas, ya que últimamente estaba un poco bajo de forma. Y ahora te voy a hablar de mis hallazgos. En la biblioteca me llamó la atención otro libro, en el que no reparé el otro día. Este libro, como el otro que te comenté el otro día, destacaba por no ser de gimnasia, deporte y esas cosas. El título era... a ver... aquí lo tengo apuntado... Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, por el conde de Gobineau. También este libraco llevaba exlibris de Norbert, como el del alemán loco, cosa que no he visto en ningún otro libro de la biblioteca». «He oído hablar de esa obra», dijo Blake, «otro libro anticristiano que hace juego con el libro de Nietzsche y con el propio Norbert». «No es que este libro nos diga algo sobre Norbert que ya no supiéramos, Blake». «Pero todo es importante, Manfred».

    57. «Pues ya te digo, Nar», dijo Tom,
«me dejé provocar por ese... Billy el Niño y acabé haciendo el ridículo en el ring». Quedaba media hora para la cena; la madre de Tom aún no había bajado. «Creo, Tom, que deberías también entender el punto de vista de Mickey, pues es cierto que una secretaria no está para...» «Lo sé, Nar, ¡lo sé!, pero es que ese Mickey me... subleva... esa sonrisa es como una pesadilla... pero lo que más me molesta de todo esto es que si ese... Mickey no nos hubiera interrumpido...» «¿Qué?» «Pues que a lo mejor, en este momento, ya sabría el secreto de lo del jeroglífico». «¿Cómo?» «Quiero decir que ya sabría, pues pensaba preguntárselo a Cynthia, si el jeroglífico era el anverso o el envés, o sea, si ella recortó el jeroglífico y quedó por detrás el anuncio o viceversa; yo pienso que ella recortó el anuncio, y luego descubrió que...» «Me imagino que ese papelito lo conservarás cual preciada reliquia», dijo Narcissus con una irónica sonrisa. «¡Oh, claro! por supuesto, ¡y no pienso decirte donde lo tengo, Nar!» «¿Pues?» «Pues serías capaz de quemármelo» «¿Por?» «¡Por, según tú, el bien de mi salud mental!» «¡Por Zeus olímpico!, ¿cuándo he dicho yo tal cosa?» «En ningún momento, Nar, pero te leo el pensamiento». Cabe la mesa baja (del cristal opalino) charlaban los dos, mientras (allí con sus bebidas en el elegante salón) hacían tiempo para la cena. Paisajes entristecidos (la pátina del tiempo) ornaban las paredes. «¿Se me nota mucho el moretón de la barbilla?» «Sí, Tom». «Ya verás mi madre... con lo poco que le gusta eso del boxeo...»

    58. El jueves por la tarde, Manfred dijo a Blake:
«Parece que ayer tarde en el Club, según he sabido esta mañana, hubo un altercado ente Tom y Mickey, que resolvieron sus diferencias en el ring. El colofón consistió en un bofetón de aúpa que Norbert propinó a Mickey. Con Mickey no hablé, ni con Tom, que no va por la mañana. Casi todo me lo contó Cynthia, y algo le saqué a uno de los monitores, uno con una cicatriz en la mejilla».

    59. «¡Una cicatriz en la mejilla!», exclamó Ferdinand Blake,
«interesante dato; no sabía que entre los adláteres de Norbert hubiera alguien con esa característica». «Es que el día que fuimos los dos al Club había poca gente», dijo Manfred, «y el día de la conferencia no nos fijamos en ese detalle (aunque recuerdo que el tipo este sí andaba por allí) porque entre tanto barullo y la escasa luz... además, es una cicatriz poco marcada; bueno, pero ya me dirás por que el dato es de interés». «Pues verás», dijo Blake, «¿recuerdas lo que te conté de los atracadores del banco de Helena?, pues ahora tenemos nuevos datos (de una noticia de un mes después del robo): alguien vio en Canadá a tres tipos que le parecieron sospechosos, dos de los cuales se avenían bien con las descripciones de los que entraron en el banco; el tercero tenía una ligera cicatriz en la mejilla derecha... ¿en qué lado tiene la cicatriz el del Club?» «En la mejilla derecha, precisamente», contestó Manfred, «¡no, si al final vas a tener razón!» «Pues la noticia aún da un dato más», dijo Blake con una amplia sonrisa, «resulta que uno de los tres, el más joven... ¡lucía una inalterable sonrisa!»

    60. BLAKE EXPLICA SU TEORÍA
«Y ahora, Manfred, si me lo permites, voy a contarte mi teoría sobre el caso que nos ocupa. Tom aparece en el Parque Lincoln, diciendo que un negro le ha robado y que los negros son un peligro, etcétera; pero no puede precisar nada más, pues en su mente hay un vacío, no tiene recuerdos de cuando estuvo en el Club, ni de cuando salió del Club hacia su casa (la mansión de Nar), ni del robo en el Parque Lincoln... sus recuerdos son frases, no imágenes (todo esto lo declaró Tom a la policía). El médico dijo que Tom no estaba drogado, ni borracho (esto último se ve a simple vista), pero que estaba bajo el efecto de una especie de shock, por haber sido robado y golpeado (levemente). Mi teoría: Tom estaba bajo efectos hipnóticos: sus fallos de memoria y las frases que repetía (que parecían haber sido grabadas en su mente) eran secuelas de haber sido sometido a hipnosis, aquella misma tarde, por Norbert. Éste hipnotiza a Tom, en el Club, y, tras la sesión de hipnosis, estando aún Tom inconsciente bajo los efectos hipnóticos, es golpeado (por Norbert o uno de los suyos). Después, tras sustraerle su cartera, le abandonan en el Parque Lincoln, para luego conducir hasta el Barrio Negro y lanzar dicha cartera a un mendigo negro. Mas, todo este lío... ¿para qué? ¿para echar la culpa a un negro? ¿para dejar en mal lugar a los negros? No, no puede ser, tiene que haber algo más... Pienso que Tom pudo ver o escuchar algo, y Norbert recurrió a la hipnosis para borrar de su mente ese algo que vio y no tenía que haber visto, o ese algo que escuchó y no tenía que haber escuchado. Y lo del atraco era necesario para justificar la parcial pérdida de memoria; y, ya puestos, ¿por qué no echar la culpa un negro, por qué no, de paso, dejar mal a los negros? Pero, ¿qué es eso que descubrió Tom?» «¡Como no me lo digas tú!», dijo Manfred. «Que Dios me perdone si me equivoco», dijo Blake, «pero hay una idea me obsesiona: Norbert planea algo contra el aspirante a campeón, contra Sam “Uppercut” Bussy. Bien, Manfred... ¿qué opinas de mi teoría?» 
    –¿Sinceramente, Blake?
    –Sinceramente, Manfred –dijo Blake, y sonrió.
    –Pero... ¿sinceramente del todo?
    –Sinceramente del todo, Manfred.
    –Tú lo has querido, Blake; ¿disparo?
    –Dispara.
    –Descabellada... pero imaginativa –dijo Manfred.
    –Creo que necesito una copa –dijo Blake, sonriendo.
    –Pero aún así, Blake... 
    –¿Qué?
    –Que no apostaría contra tu teoría.
    –¿Por qué razón?
    –Porque siempre resuelves todos tus casos. Para mí también whisky.
    –¡Ah!, a esto, Manfred, hay que añadir lo del robo del banco.
    –Ya, ya... para más inri.

    61. Blake había comenzado ya su soneto.
          Tras el robo está Tom conmocionado.
          El tal Norbert, racista compulsivo,
          ¿practica un hipnotismo repulsivo? 
          ¿De cierto por un negro fue robado
          o hablaba Tom, más bien, sugestionado?
          Que el jefe de aquel acto delictivo
          (en Helena) lidera el deportivo
          Club ahora, aún no está probado.

    62. Viernes por la tarde; oficina del detective Ferdinand Blake.
Están presentes: mister Blake, mister Strong y mister Sagendorf; éste último ha acudido por haber solicitado su presencia el detective Blake. Éste, que acaba de dar las gracias a Tom por haber venido, le explica por qué le ha rogado que viniera. Blake le está hablando de algunas de sus conjeturas sobre el caso. No tiene intención de relatar a Tom toda su teoría sobre el caso (que Blake llama, para sí, el caso Norbert), sino parte de su teoría sobre el caso. Blake habla a Tom de la posibilidad de que haya sido hipnotizado por Norbert. «Le ruego, mister Sagendorf», le dice el detective Blake, «que no comente esto con nadie». Y luego le pide que les cuente cualquier cosa que pueda ser útil para el caso. Cualquier detalle puede ser importante. «Desde luego la mirada de Norbert no es normal», dice Tom, «cuando mira fijamente es como si se adueñara de tu mente; no es sólo una percepción mía, pues Cynthia me dijo un día que a ella le pasaba lo mismo». Entonces Tom habla de Cynthia, y acaba contando cómo conoció a la chica, y cómo por ella llegó al Club. «Recuerdo haber visto ese anuncio pidiendo secretaria en el Bigstrong Herald, buscando en sus archivos», dice Blake. «Una vez ella me dijo», cuenta Tom, «que a veces pensaba que Norbert tenía razón, que los negros podían ser un peligro; ¿de verdad piensa eso?, le pregunté; no... en verdad no lo pienso, contestó miss Oberon». «Estoy convencido», prosigue Tom, «de que Norbert ejerce en ella un influjo negativo... y también en mí, puesto que, cuando estaba conmocionado repetí, como un autómata, las palabras de Norbert, que más de una vez le había oído decir en el Club. Esas frases racistas... no son mías, pero no puedo librarme de ellas... y, en cuanto al robo... que un negro me robó es tan sólo una frase en mi mente, pero no tengo el más mínimo recuerdo real del hecho. De aquel día recuerdo que fui al Club... me recuerdo yendo hacia hacia el Club, pero no recuerdo nada de lo que hice en el Club. Mas me veo, así de sopetón, despertando en el Parque Lincoln, ya de noche, tumbado en el pavimento. Me levanté aturdido... caminé unos cuantos pasos dando tumbos y... y entonces tuve la suerte de que usted, mister Blake, acertara a pasar por allí». Tom está a punto de añadir: «precisamente usted, el detective Blake, a quien siempre he admirado tanto», pero no llega a decirlo, «por no pecar de sensiblero o cobista o yo qué sé», piensa Tom. «Muchas gracias por haber venido Tom», dice Blake.
    –De nada, a ustedes.
    –¿Le apetece una copa? –pregunta Manfred Strong.
    –¡Ah!, pues sí, ¿qué tienen? –dice Tom.
    –De casi todo –dice Manfred–, mírelo usted mismo.
    Y muestra a Tom el surtido mueble bar.

    63. Calle General Lee, 64. Viernes noche.
El Club de Amigos del Buen Deporte tiene aquí su sede, en este viejo edificio ilustre, en este vetusto caserón colonial de dos pisos. Ahora en la noche, en el viejo portón cerrado, no veréis el cartel que, durante el día, así reza: pase sin llamar. Al viejo portón se accede subiendo una breve escalera; la casa no está rodeada por tapia o valla; el gran patio trasero no se advierte desde la fachada principal. Dos pisos. En el piso de abajo: el gimnasio, la biblioteca, el campo de béisbol (en el extenso patio), el circuito (ídem), la sala de boxeo (allí donde pelearon Tom y Mickey), la sala de conferencias, etc. En el piso de arriba se ubican las dependencias privadas, a las que se accede por la escalera marmórea (aquella escalera de postín de barandillas abalaustradas).

    64. DE LOS QUE VIVEN EN LAS DEPENDENCIAS ALTAS
    En el piso de arriba, en las dependencias privadas, viven:
    Norbert
    Mickey
    y el de la leve cicatriz.
    La habitación de Norbert es principesca.
    Las habitaciones de los otros son más normales.
    Norbert también tiene, en el piso alto, su biblioteca personal.
    Todos los libros de Norbert llevan su exlibris.
    Los libros de Norbert que vio Manfred abajo, están también arriba.
    Están en otras ediciones mejores, de lujo.
    Norbert es un intelectual, los dos monitores del piso alto no.
    Los otros monitores del Club (tres) viven en sus respectivas casas.
    Está prohibidas las mujeres en el piso alto, sin excepción.
    Está prohibidas las mujeres en el piso bajo, con una excepción. 
    La excepción de Cynthia.
    Pero ello es porque Cynthia es indispensable para el plan.
    (¿El plan? ¿qué plan?)
    Mickey y el de la leve cicatriz hacen todo lo que dice Norbert.
    Lo que Norbert decide, prohibe, ¡ordena! es ley.
    Mickey y el de la leve cicatriz acatan sin rechistar la ley de Norbert.
    Porque Norbert es más fuerte y más inteligente.
    Porque Norbert es un superhombre.
    O eso piensa él.
    O eso piensan ellos.
    Ellos confían, por experiencia, en los planes de Norbert.
    Norbert: el gigante de pelo platino.
    Norbert: el de los ojos azules y acerados.
    Norbert: el de los ojos de frío acero.
    El de la acerada mirada que parece traspasar cual frío cuchillo.
    Ahora, viernes noche (en sus respectivas estancias), ellos duermen.

    65. El sábado, Sheila Sullivan (con su perrito) y Mae Stewart
paseaban por el Parque Lincoln. Simultáneamente, en otro lugar de la ciudad, el reloj de los Almacenes Stevenson & Stevenson marcaba las doce en punto (del mediodía), y de ellos salía Missis Sagendorf con algunas cosas que había comprado para la fiesta «por favor, no compre usted nada más», le había dicho mister Holden. La calle rebosaba de gente, como hace un momento el interior de los Almacenes Stevenson & Stevenson. Missis Sagendorf tomó un taxi. Mae, la mejor amiga de Sheila, y viceversa. Chuck (¡guau!), el perrito de Sheila. «Hoy está el Parque Lincoln muy concurrido», dijo Mae. En ese momento pasaban junto a la estatua del presidente. «¡Lincoln!», dijo Sheila señalando la estatua. «¡No me digas!», ironizó Mae. «¡Guau!», exclamó el perrito. «Nunca paso junto a la estatua de Lincoln sin detenerme», dijo Sheila. «Es una buena escultura», dijo Mae. «Pero yo si me paro es porque es Lincoln», repuso Sheila. «Ya, te entiendo», dijo la otra. Poco después se habían sentado en un banco de madera, cerca de la estatua.
    –No sé... me siento como una intrusa –dijo Mae.
    –Mister Holden invitó a Blake, éste a mí y yo a ti –dijo Sheilla.
    –Pero eso... no sé... –titubeó Mae.
    –El invitado podía ir con una pareja, si quería –dijo Sheilla.
    –Con una, no con dos –precisó Mae.
    –Blake preguntó a mister Holden y no había ningún problema.
    –Ya Sheila, pero...
    –Cuando supe que iba Jack me dije: tiene que ir mi amiga Mae.
    –No sé...
    –¿Pero qué es lo que no entiendes, Mae?

    66. ¿Pero qué es lo que no entiendes, Mae?
Mira, te voy a contar toda la historia desde el principio, a ver si de una vez te enteras. Mister Holden invitó a Blake y a Manfred a la fiesta de cumpleaños de ese tal... mister Sagendorf. Y entonces Blake le dijo a mister Holden que lo sentía mucho, pero que Manfred y él ya tenían un compromiso el domingo, pues habían quedado para comer con un par de amigos. Y va mister Holden y le dice que se vengan los cuatro a la fiesta. Y Blake le contesta que por él y Manfred que bien, pero que tiene que preguntar a los otros, ¿sabes? Y Blake pregunta a los otros, o sea a Jack y al viejo Dick, y estos dicen que vale, que todos a la fiesta. Y entonces Blake me invita a mi y yo le digo: sí, me gustará ir, y para mis adentros exclamo: ¡Yupi!, pero como esta vez no se declare... ¡le mato! A Blake le interesaba ir a la fiesta porque, al fin y al cabo, a mister Sagendorf le encontró él aquella noche, ya sabes, todo aquello del robo. Además, mister Holden dijo a Blake que en la fiesta estaría la madre de mister Sagendorf, que estaba muy interesada en conocer al salvador de su hijo, ¡ya ves!, Blake no se considera salvador ni nada que se le parezca, pero es que es tan modesto... ¡cállate, Chuck, no me interrumpas! Pues dicen que mister Holden está forrado, y que tiene una mansión de película, y encima es soltero y sin compromiso... ya me podía tirar a mí los tejos... No, Mae, si lo digo porque a lo mejor así Blake se pondría celoso y... ¡bah!, a veces pienso que Blake me ve como si fuera su hermanita... ¿que no, dices?, ¡Dios te oiga! ¡cállate, Chuck! ¿qué dices Mae? ¡Ah, sí, claro!, el viejo Dick vive en Nueva York, pero ha venido para ver a Jack... ¡claro, claro!, y entonces ellos invitaron a Blake y a Manfred a comer. ¿Que a ti hace mucho que no te llama? No te desanimes, tú sabes que el te quiere, pero... Sí, sí, es verdad, es introvertido... ¿cómo? ¡Calla, Chuck! ¡Ah, que se considera sin oficio ni beneficio!, pues... no sé... mira, Blake tiene dinero, y sin embargo... lo mismo es que a mí me ve pobre... ¿cómo? ¡Chuck, por favor!, sí, Mae, ya sé que estoy diciendo tonterías.
    [Es recomendable la lectura de ZochHot Jazz Jack*]
    (*mas no imprescindible para la trama de la presente novela)
    El reloj de Stevenson & Stevenson marcaba más de las doce.
    Hace poco había pasado la hora del Ángelus.
    La fiesta de cumpleaños de Tom se celebraría aquella tarde.

    67. EL CUMPLEAÑOS
    Hay música en esta especie de merienda cena de modesto boato.
    La orquesta toca jazz, pero la orquesta no está aquí; es un disco. 
    Ya os he dicho que es una fiesta (merienda cena) de modesto boato.
    El señor Dickson había instado al señor Cook a que se esmerase.
    –¿Y no me esmero siempre? –había contestado el cocinero.
    –No hay que dormirse en los laureles –replicó el mayordomo.
    –¡Bah! –exclamó el señor Cook por toda respuesta.
    –El señor Dickson había instado a las doncellas a que se esmerasen.
    –Sí, señor Dickson –contestó Mina.
    –Sí, señor Dickson –contestó Tina.
    Aquí (ahora) todos en torno a la mesa.
    Todos en torno a la mesa en la amplia sala.
    En torno a la mesa del mantel otoñal (ocre y rojo).
    En torno a la mesa de las cenefas invernales.
    Cenefas invernales: sobre el azul, azules las flores, en hilera.
    Azules en hilera, recorriendo los bordes.
    Los regalos allí en su envoltorio; se abrirán cuando llegue la tarta.
    El viejo Dick habla animadamente con el joven Jack.
    [Jack es el de Hot Jazz Jack, ya saben]
    [El viejo Dick es el de Hot Jazz Jack, ya saben.]
    [Hot Jazz Jack es la segunda aventura de Ferdinand Blake.]
    [Ahora, aquí: La muerte en el envés del jeroglífico]
    (*tercera aventura de Ferdinand Blake.)
    [La primera aventura de Blake se tituló Zoch, ¿recuerdan?]
    –¡Ja, ja, ja, ja! –ríe Sheilla por algo que ha dicho Tom.
    –¡Ja, ja, ja, ja! –ríe Tom por algo que ha dicho Sheilla.
    Sheilla mira de reojo a Blake, que habla con Newman-Garden.
    En derredor, la pátina entristece paisajes viejos. 
    Manfred Strong habla con la madre de Sheilla.
    Mucho trabajo le costó a Manfred convencer a la madre de Sheila.
    Mucho le costó a Manfred, pero al final ella accedió.
    Al final ella accedió, y aquí está ahora en el cumpleaños de Tom.
    Ella, la madre de Sheilla, se llama Mary.
    Mary es viuda; su marido, policía, murió en acto de servicio.
    Chuck, el perrito de Sheilla, se ha quedado con el pequeño Tim.
    El pequeño Tim es el hermano menor de Sheilla.
    [Sheilla y familia hicieron su aparición en Zoch, ¿recuerdan?:
    –¿Sabes, mamá?, he tenido una pesadilla.
    A Chuck le tenían encerrado en un lugar oscuro... 
    tenía mucho miedo.
    A su alrededor había perros grandes y feroces...*]
    (*ver Zoch)
    Ahora, aquí, la fiesta de cumpleaños.
    –Dick me salvó la vida –dice Jack.
    –¡Oh! –exclama missis Sagendorf.
    –¡Bah! –exclama el viejo Dick.
    –Lo de la ley seca fue una equivocación –dice Mirna Baxter.
    Mirna Baxter: la dependiente de la mercería.
    Mirna Baxter: la joven del pelo negro como el azabache.
    Mirna Baxter: la del pelo cortado a lo Louis Brooks.
    Mirna Baxter: la de los ojos grandes, negros, brillantes y profundos.
    –¡Y tanto que lo fue! –contesta Tom alzando su copa.
    –Narcissus habla con una joven (una amiga): Karoline.
    Karoline, poeta, tiene un marcado acento alemán, pues es alemana.
    –Están muy buenas estas gambas –dice la poetisa.
    –El señor Cook es un excelente cocinero –dice Nar.
    Brillan los ojos de Nar por la belleza de ella: Karoline.
    Karoline piensa que el rostro de Nar se asemeja al de Hölderlin.
    (Nar ama la poesía de Hölderlin, amor que ha transmitido a Tom.)
    –Sus jeroglíficos son muy difíciles, nunca los saco –dice Cynthia.
    –Bueno... los jeroglíficos... –comienza a decir Newman-Garden.
    –Oye, Cynthia –interrumpe Tom– una pregunta...
    –Dime, Tom.
    –¿Recortaste el jeroglífico y viste luego el anuncio en el envés o...?
    –Sí, eso –contesta Cynthia.
    –¡Ah!, o sea que...
    –Sí, recorté el jeroglífico y luego vi el anuncio en el envés.
    [La muerte en el envés del jeroglífico, titúlase esta novela.]
    –Tengo que leer su novela, mister Caine –dice Karoline.
    –Y yo sus poemas –contesta Jack.
    (Por fin, tras muchos avatares, iba a publicarse Hot Jazz.*)
    [*Ver Hot Jazz Jack.]
    Aquí ahora merienda cena de modesto boato.
    Aquí ahora la orquesta toca jazz pero no está aquí; es un disco.
    –Una de mis poetas preferidas se llama como yo, Karoline.
    –¡No me diga! –dice Jack.
    –Sí, una poeta del romanticismo, Karoline von Günderrode.
    –Nunca había oído hablar de ella –dice Jack.
    –Creo que no es muy recordada hoy en día –contesta Karoline.
    Mira de reojo Tom a Blake y ve en él la viva estampa del héroe.
    Mira luego Tom a Strong, y se le antoja mitológico forzudo.
    Jack está muy contento de de este reencuentro con el viejo Dick. 
    El viejo Dick tiene una barba como la del presidente Ulises Grant.
    [El viejo me protege, du bi du, du bi du*]
    (*ver Hot Jazz Jack)
    «Mary es una mujer extraordinaria», pensó Manfred.
    Los regalos allí en su envoltorio; se abrirán cuando llegue la tarta.
    Jack y Mae están hablando ahora.
    Jack y Mae, los de Hot Jazz Jack.
    Mae Stewart tiene ojos negros y profundos.
    Jack Caine tiene grandes ojos negros y profundos.
    Ojos negros (Mae) en rostro que negro negro cabello orla.
    Algo pálido y demacrado (Jack), cabello negro y rebelde.
    Cabellera ondulada (Mae) que cubre hombros (en parte).
    Ligeramente ojeroso: Jack (siempre ha sido así).
    Rasgos a un tiempo angulosos y delicados: Mae.
    Al fin los de Flynn & Crawford se habían decidido.
    –¡Qué alegría me das! –dice la pintora (porque Mae es pintora).
    –Y yo me alegro mucho de que te alegres –dice Jack.
    Al fin los de Flynn & Crawford reeditarían, en breve, Hot Jazz.
    Sobre el título Hot Jazz el nombre del autor legítimo: Jack Caine*
    (*ver [leer] Hot Jazz Jack).
    –¡Ja, ja, ja, ja! –ríe Sheila por algo que ha dicho Blake.
    –¡Ja, ja, ja, ja! –ríe Blake por algo que ha dicho Sheila.
    –Tienes que felicitar de mi parte a Dickson, Cook y a las doncellas.
    –Lo haré con mucho gusto, missis Sagendorf –dice Nar.
    Etcétera, etcétera...

TERCERA PARTE

    1. Y llega el viernes,
el día en que Sam “Uppercut” Bussy, el aspirante a campeón de los pesos pesados (que acaba de llegar a la ciudad) va a participar en la charla coloquio aquí (ved a los asistentes) en la Asociación de Boxeo. Ved a los asistentes aquí que ya ven entrando por la vetusta puerta del vetusto (pero bien conservado) edificio. Vedlos, sobre todo caballeros, aquí (en el día lluvioso): ellos, ellas (menos): paraguas (ellos cobijan a ellas), monotonía en los sombreros de ellos, variedad en los sombreros de ellas; ved gabardinas o abrigos y ved que ellos, según entran por la vetusta puerta ahí van cerrando sacudiendo el agua de sus paraguas. ¡Mirad!, ¿no habéis reconocido a esos dos? ¡pues claro que sí!, ¿cómo no ibais a reconocer a Ferdinand Blake y a Manfred Strong? Vedlos ahí cómo (según entran por la vetusta puerta) van sacudiendo el agua de sus paraguas. Sí, pues se ve que está teniendo éxito la convocatoria, pues no para (persiste la lluvia) de llegar gente. Casi todos llegan en auto, aparcan, salpica el agua de los charcos, abren los paraguas (la lluvia arrecia), caminan hacia la puerta vetusta y, después de cerrarlos, sacuden el agua de sus paraguas. La lluvia arrecia. Mucha gente. Algunos ya no pueden aparcar cerca. Demasiados coches, sí. Algunos, pues, han de caminar más bajo la lluvia persistente. Cuando son él y ella, él cobija a ella bajo el chorreante paraguas protector. Algunos que no pudieron aparcar cerca llegan algo sopa, pero a sus gabardinas les resbala la lluvia. Mira a esos, ¿les ves lector?, sí, esos que van hechos una sopa (resiéntense sus sombreros de fieltro, que no sus gabardinas impermeables): son Tom Sagendorf y Narcissus Holden (Tom y Nar, para los amigos). Sam “Uppercut” Bussy debe de estar ya dentro. La lluvia repiquetea con furia sobre el metal de las carrocerías, sobre la impermeable tela de los paraguas. Charcos pisan zapatos lustrosos. No sé si vamos bien de tiempo, Tom. Sí, vamos bien de tiempo, Nar. Y mira, lector, la lluvia ha apagado el puro de ese señor gordo. ¡Ah, sí!, que gracia, pero ¿quién es?, pregunta el lector de la presente novela al autor no tan omnisciente. No sé, un señor cualquiera, contesta el autor (que soy yo, por cierto) de esta novela en curso: La muerte en el envés del jeroglífico.
    
    2. Aquí adentro (sala de actos de la Asociación de  Boxeo)
hay gente a porrillo. Sobre la tarima, ahí al fondo, han dispuesto, en torno a una mesa más bien baja (papeles y pluma estilográfica sobre el tablero) una serie de butacas donde se sientan siete hombres fornidos. A todas luces se ve que estos individuos son o han sido boxeadores. Y ved que el que está en el centro de los siete es Sam “Uppercut” Bussy. A su derecha está el que va a ser presentador del evento, un mandamás de la Asociación (a él pertenecen papeles y pluma estilográfica). Ahí ya los siete dispuestos: seis mandamases y el aspirante a campeón. Y ved que uno de esos mandamases, ahí en la butaca del extremo (a la izquierda, según se mira) es de la misma raza que “Uppercut” Bussy (porque, al contrario que los del Club, los de la Asociación nunca han sido racistas). Ahí, en fin, ya los siete dispuestos, aunque el evento aún no ha comenzado. Aún hemos llegado cinco minutos antes, dice Tom mirando su reloj de pulsera, ya él y su amigo en sus butacas, entre el público. También entre el publico (más al fondo) están Strong y Blake en sendas butacas. Pues sí que son cómodas las butacas, dice Manfred Strong arrellanándose. Qué fastidio que Norbert me halla hecho venir; porque el trabajo está bien retribuido lo aguanto, piensa Cynthia. Ahí está sentada, las piernas cruzadas, las medias de seda y en las manos cuaderno y estilográfica. A su derecha se sienta Norbert Hinton, el del pelo platino, y a la derecha de Norbert, con su eterna sonrisa, Mickey. Están bien situados, centrados y en primera fila. ¿Has visto como mira ese negro a miss Oberon?, dice Norbert a Mickey. No lo dice tan alto como para que pueda oírlo el aludido, pero sí lo suficientemente claro como para que pueda escucharlo Cynthia. El aludido, allí en su butaca sobre la tarima frente a Cynthia, es, claro está, Sam “Uppercut” Bussy. Pues si Norbert no quiere que se fijen en mí, no se a qué tanto empeño en que me arreglara mucho; ni que esto fuera la ópera, piensa Cynthia. Parece que el mánager de Bussy no ha venido... mejor, piensa Norbert. Además de los dos que presiden el evento, hay varios negros entre el público; esto es indignante, piensa Mickey que, mirando hacia atrás, escudriña entre los asistentes sin perder su sonrisa perenne. También, ¡mira, lector!, entre el público se encuentra Alex Twain, del Bigstrong Herald. Pero... ¡calla!, que ya está empezando a hablar el presentador.

    3. La charla coloquio ya ha comenzado,
ya está en marcha. El presentador ha empezado por repasar la brillante trayectoria pugilística de Bussy; luego ha abierto el debate, pues es lo que se pretendía, que esto fuera una charla coloquio; y ya lo es, ya la gente, el público, participa con sus preguntas; pero hasta ahora no ha intervenido, lector, ninguno de los que conocemos. La gente pregunta, opina; Sam “Uppercut” Bussy opina, contesta. Se habla de ángulos, de un adversario desconcertado, de un juego de cuerdas, del Reglamento, de potentes puñetazos, de victorias por nocaut, de limpias victorias, de desplazamiento de piernas, de juego de puños, de tácticas defensivas y ofensivas, de fintas engañosas, de esquivas laterales, de cinchas y de ganchos, de hidratos, de vitaminas y proteínas, de contragolpes o de golpes directos... No entiendo ni jota de todo esto que estoy copiando, piensa la taquígrafa.

    4. La taquígrafa
(Cynthia Oberon) no entendía ni jota de toda aquella jerga pugilística.

    5. La charla coloquio ya estaba en marcha.
La taquígrafa, Cynthia Oberon, tomaba sus veloces notas sentada allí abajo, con sus piernas cruzadas y sus medias de seda. Bussy, desde la tarima, la contemplaba allí abajo frente a él. Él, Uppercut” Bussy, al mismo tiempo que contestaba, charlaba con el público, no podía dejar de fijarse en ella, en aquella chica que escribía apresuradamente, en sus piernas, sus medias de seda muy transparentes, sus finos tobillos. Llevaba ella un bonito, elegante, discreto, distinguido sombrero, pero a él le llamaban más la atención sus bien torneadas piernas. Llevaba ella un bonito, elegante, discreto vestido, pero a él, Bussy, le llamaban más la atención sus bien torneadas piernas. Pero también le llamaba la atención la fría mirada de aquel hombre de pelo platino sentado junto a la chica, y también la sonrisa como petrificada de aquel otro. Tom había reconocido allí delante a Cynthia y a Norbert a su lado; desde su perspectiva, creyó vislumbrar también a Mikey. «Quisiera pensar que Cynthia está aquí por trabajo», pensó Tom; y luego pensó en Mirna, la dependiente de la mercería, la joven del pelo negro como el azabache cortado a lo Louis Brooks, la de los grandes ojos negros brillantes y profundos. Y en ese momento Norbert hizo una pregunta a “Uppercut” Bussy: «¿No piensa que sería mejor que los blancos boxearan con los blancos y los negros con los negros?» «De ninguna manera, creo que no tiene ninguna justificación», comenzó a responder Bussy, «que por el mero color de la piel...» Mas Norbert le interrumpió bruscamente, diciendo: «Oiga, soy yo quien le ha hecho la pregunta, y no las piernas de mi secretaria; ¿por qué no me contesta mirándome a los ojos y se olvida por un momento de las piernas de mi secretaria?» Cynthia giró el rostro y, con expresión de pasmo, miró a Norbert. Bussy, que se había quedado atónito por aquella salida de tono, trató de balbucir unas palabras, pero antes de que pudiera decir esta boca es mía, con energía se dirigió a Norbert el presentador, diciendo: «Escuche bien, mister Hinton, si ha venido usted a reventar el acto, le puedo asegurar que...» «Tranquilo, hombre, tranquilo», dijo Norbert Hinton, «no nos pongamos nerviosos por tan poca cosa». El del pelo platino sonreía; Mickey, a su lado, acentuó su sonrisa mueca. Cynthia estaba pasmada y avergonzada. «A ese Norbert le falta un tornillo», susurró Manfred Strong a Ferdinand Blake. «Ese Norbert está como una cabra», dijo Tom Sagendorf a Narsissus Holden. «¿Cuáles son las intenciones de Norbert?», pensó Blake. «Este mister Hinton está como una auténtica regadera», pensó Alex Twain, el periodista del Bigstrong Herald. «No ha sido mi intención molestar a nadie con mis palabras», dijo Norbert al presentador, «pero hay que tener muy en cuenta que miss Oberon, mi secretaria, difícilmente puede concentrarse en su taquigrafía si un... si alguien no para de mirar sus piernas; porque ella está aquí para tomar notas taquigráficas de todo lo que se diga; incluso ahora, si se fija, ella está tomando nota de mis palabras. Es un duro trabajo, se lo aseguro, y además esta noche ella tendrá que seguir trabajando en la oficina, pasando a lenguaje normal sus notas taquigráficas. Es mucho trabajo, sí, pero no piense que soy un explotador, pues el sábado, que normalmente trabaja, lo tendrá libre». Todo esto, ni más ni menos, dijo el del pelo platino, el tipo de los ojos fríos como el acero, y siempre dirigiéndose al presentador. «Bueno, vale, bien...», dijo el presentador, «pero ahora, si le parece a usted bien, mister Hinton, vamos a dejar en paz a su secretaria y a seguir hablando de boxeo, que para eso estamos aquí». «Me parece correcto», dijo Norbert. «¡Qué bochorno!», pensó exclamativamente Cynthia Oberon. «¿Pero qué diablos ha pasado?», preguntó uno (uno cualquiera del público) a otro (otro cualquiera del público). «Pues que parece ser», contestó el otro, «que “Uppercut” ha faltado al respeto a la secretaria de Norbert Hinton con sus miradas libidinosas... está visto que con esos negros no se puede, ¿eh? »

     6. Norbert Hinton, el del pelo platino,
está satisfecho de su intervención; lo que tenía pensado decir, lo había dicho. Mickey le ha susurrado: «Ha estado usted brillante, señor». «Y aún tengo que hacer otra intervención», piensa Norbert, «pero ahora no; después, cuando esté ya a punto de terminar el acto». Y luego: «He estado brillante», piensa Norbert, «sí, he estado brillante, como muy bien ha dicho Mickey». Mickey está atento al pugilístico debate. Por el contrario, mister Hinton está ajeno a «todo este bla, bla, bla...», está ajeno a «toda esta insulsa cháchara», piensa Norbert Hinton, piensa el del pelo platino... y se abstrae en un pensamiento, en un recuerdo...

    7. Pero... ¿qué recordaba Norbert Hinton?
Era una ciudad pequeña, mugrienta, dejada de la mano de Dios, como suele decirse. Era una ciudad viciosa, émula de Sodoma y Gomorra. Él, el del pelo platino, caminaba por una de esas mugrientas calles, en la noche populosa y febril alumbrada por farolas de luz enfermiza. Era la noche de las prostitutas y los maleantes, de las risas quebradas y los gritos de júbilo como alaridos afilados. Era la noche plomiza de la pistola en el bolsillo, de la navaja en el bolsillo, por si acaso; la noche del cuchillo en la liga, por si acaso. Han pasado ya unos cuantos años desde entonces, Norbert Hinton. Tú deambulabas en la noche, entre la gente, destacándote por tu viril apostura, por tu estatura, por tus ojos fríos como el acero, por tu pelo platino cuando te quitabas el sombrero un momento para enjugarte el sudor con el pañuelo, por tu corrección en el vestir en aquel ambiente suburbial. Acero en tus ojos, Norbert, y plomo en tu espíritu. No buscabas nada, sólo deambular solo con tu amargura. En aquella ciudad que era toda ella arrabal. ¿Qué plomiza carga irredimible se aferraba en tu espíritu? Una pérdida, Norbert, una pérdida... La pérdida de el único amigo, ¿no es verdad, Norbert? «Sí», pensó Norbert, «había perdido a mi amigo, a mi único amigo». Y al perder a tu único amigo habías perdido también a tu maestro, ¿verdad Norbert? «Sí, era mi único amigo y era también mi maestro, mi único maestro. Tenías ya muchos años, Doc, mi viejo Doc, pero perderte me había afectado mucho, tanto que...», pensó Norbert. Doc fue su único amigo; porque entre tanta gente («vulgar, gris, mediocre, burguesa, bondadosa...») él («Doc, mi Doc») destacábase «como un ser de luz». «Él era un elegido de Lucifer; él era una luz en la oscura vulgaridad del mundo», pensó Norbert. Doc te enseñó que el puro vicio era el no límite, ¿verdad Norbert?; él («Doc, mi Doc») te inició en las armas de fuego, en las armas blancas, en la supremacía blanca; él te hizo ver que el peligro estaba allí, «aquí, ahora», y que el peligro aquel era cual una oscuridad, cual un no color, una no luz: lo negro, los negros, «el peligro negro», pensó el de los ojos azules como de frío acero. «¡Oh, Doc, Doc, mi Doc!», pensó Norbert, «tú tenías la fuerza y la energía de un blanco caballo indómito la crin a todos los vientos; y tú me lo diste todo; y yo ya por siempre tú y tú ya por siempre en mí, Doc». Sí, ya por siempre el poder de Doc en ti, Norbert Hinton. «Tú me dejaste el amor al vicio, a las armas, a la raza blanca; tú dejaste en mí el poder del hipnotismo, Doc», pensó Norbert.

    8. Es una una ciudad pequeña, mugrienta,
dejada de la mano de Dios, etc, etc... Él, Norbert Hinton, deambulante en la noche, ve ante sí el anuncio, el cartel, junto a la puerta del antro: “HOY Sensacional Fogosa Incombustible BRENDA BRENDA y, con las letras, una imagen: la fotografía de una joven en flexible pose de danza, con un atuendo muy, muy camp, como de principio de siglo. «¿Brenda Brenda?», piensa Norbert, «curioso nombre»; y luego: «Por la fotografía parece sumamente joven», piensa; y entonces: él entra; en el antro él entra y al fondo la ve a ella: allí al fondo sobre el tosco escenario ella: la sensacional, fogosa e incombustible Brenda Brenda cantando y danzando alegremente, sonrisa luminosa la suya, la de ella. Selecto público de maleantes y prostitutas el antro atestan; y el humo allí envolviéndolo todo. Apenas puede distinguirse la voz de Brenda Brenda con tanto barullo allí, y Norbert Hinton no encuentra ninguna mesa libre pero sí, mira, allí hay un sitio; se sienta sobre un taburete que cojea, sobre la mesa pringosa hay una botella tumbada y un naipe junto a ella, un as de corazones: “A” y un pequeño corazón arriba a la izquierda, “A” y un pequeño corazón invertido abajo a la derecha y, en el centro, un corazón rojo como los otros, pero grande. Brenda Brenda canta y se cimbrea sin perder nunca su sonrisa, sin dejar de mostrar sus blancos dientes que se adivinan perfectos. Y Norbert piensa que aquel naipe es como un jeroglífico, y que tal vez el corazón grande y rojo, en el centro de un espacio blanco mancillado (naipe mugriento) es ella, Brenda Brenda (¡Brenda Brenda!); pero, ¿y los dos corazones pequeños que dos aes mayúsculas coronan? ¿Doc y él? «Puede ser», piensa Norbert. «No creo que tenga ni veinte años», piensa Norbert; y tiene razón, ya que Brenda Brenda tiene sólo dieciocho años. 

    9. Brenda Brenda
    ¡Oh, no dejes de bailar, Brenda Brenda!
    cimbréate entre el humo; tú, corazón rojo en el centro del naipe.
    Canta y baila para curar la herida del hombre de pelo platino,
    para curar la herida de aquel que con su maldad abriera tantas;
    para curar el espíritu de Norbert Hinton,
    para transmutar en leve pluma el plomo de su espíritu.
    ¡No, no dejes de bailar, Brenda, Brenda!
    no ceses de cimbrar con frenesí tus dieciocho años sonrientes;
    purifica, Brenda Brenda, el antro hediondo de la pistola oculta,
    de la navaja oculta,
    del cuchillo en la liga, por si acaso.
    Sigue bailando sobre las tablas mugrientas del escenario sórdido,
    ¡oh, sensacional, fogosa e incombustible Brenda Brenda!
    ¡oh, corazón en el centro del naipe!
    ¡oh, corazón en el centro del corazón
    sin corazón
    de Norbert Hinton
    el del pelo platino,
    el de la mirada azul
    tan fría,
    tan fría
    (¡ay, tan fría!)
    y acerada.

   10. Entonces, Brenda Brenda dio por finalizada su actuación,
hizo (cual paripé) una rauda reverencia a un público que la ignoraba e hizo mutis por el foro. Norbert, que con suma atención había seguido la actuación de la joven, se levantó. Sujetaba en la mano derecha el as de corazones, que había cogido antes de la mesa. Lo miró, sonrió y lo arrojó sobre la mesa. Y allí quedó otra vez el naipe, junto a la botella tumbada; sólo que ahora (y Norbert se dio cuenta de ello) aquel as de corazones había quedado situado a la inversa, de tal suerte que ahora el corazón grande, en el centro, era un corazón invertido. 

    11. Norbert pregunto a dos tipejos,
primero a uno y luego a otro, por el camerino de Brenda Brenda, y los dos, primero uno y luego otro, se lo indicaron; pero lo que no le gustó a Norbert fue el tono burlesco de los tipejos al decir «por ahí, por ahí» o «sí, sí, siga recto... la puerta del fondo». Llamó Norbert a la puerta del camerino, y una voz contestó: «Adelante». A Norbert aquella voz le pareció más de chico que de mujer, pero entró. Y vio que allí no estaba Brenda Brenda, sino un sonriente joven. «Perdón», se disculpó Norbert, «quería saludar a la artista, pero veo que...» «¡Ah!», dijo el sonriente joven, «es mi hermana, Brenda Brenda es mi hermana», para luego inmediatamente, antes de que Norbert pudiera reaccionar, soltar una estentórea carcajada. «¿Puede saberse a que viene...?», comenzó a preguntar Norbert, frunciendo el ceño. Pero el joven le interrumpió poniéndose a cantar al tiempo que cimbreaba su cuerpo. «¡Diablos del infierno! ¡Usted es Brenda Brenda!», exclamó Norbert estupefacto. El joven se desternillaba de risa; luego, aún con lágrimas en los ojos de tanto reír, dijo: «Oh, no, yo no soy Brenda Brenda, ella es sólo mi otro yo, mi personaje», y luego, con una amplia sonrisa y mientras ofrecía a Norbert la mano, añadió: «mi nombre es Mickey».

    12. MICKEY
    Fue antes del robo al banco de Helena
                                                      en Montana,
    mucho antes del robo al banco de Helena,
    ¿cuánto tiempo ha pasado? ¿siete años?
    Siete años si no ocho, Mickey,
                                        cuando eras 
                                        tan sólo 
                                        un muchacho 
                                        solo
    solo en la vida, que sobrevivías, 
    artista travestido
    BRENDA BRENDA
    en un tugurio sórdido y mugriento.
    Eras sólo un pícaro, Mickey; aún el mal 
                                                          en estado puro
    (que es el más impuro estado del alma)
    no se había adueñado de ti
    BRENDA BRENDA
                     (MICKEY)
                     Aún Norbert no te había 
                     adoctrinado
                     sugestionado
                     hipnotizado
    Pero cuando hace tres años en Helena (Montana)
    tres individuos asaltaron un banco 
    a mano armada
    tú estabas allí
    tú allí: eras uno de ellos MICKEY
                                           (BRENDA BRENDA)
    y no es que estuvieras hipnotizado 
                                        en aquel momento
                                        BRENDA BRENDA
                                                         (MICKEY)
    cuando apuntaste con tu pistola 
                                        al vigilante herido 
    pero te habías dejado someter 
                                        como un juego
                                        como un juego
    a tantas sesiones de hipnotismo
    por el malévolo Norbert
    (digno discípulo del malévolo Doc)
    que estabas ya, por así decirlo, 
    en un estado de hipnosis
    (aún sin estar hipnotizado)
    permanente.
    Ocurrió hace tres años, en el estado de Montana,
    y concretamente en Helena.
    Tres individuos asaltaron un banco 
                                                   a mano armada,
    a plena luz del día.
    Dos entraron en el banco, mientras el tercero
    (el de la leve cicatriz)
    esperaba en el automóvil.
    De los dos que entraron en el banco, 
    el de estatura media (pelo entre rubio y castaño 
                                     bajo el sombrero)
    MICKEY (BRENDA BRENDA)
    apuntó al vigilante herido, pero el otro,
    el gigante de ojos fríos (insensibles)
                                 acerados (agresivos, duros)
    el gigante del pelo platino que el sombrero
                                                         casi cubría
    NORBERT NORBERT NORBERT
    gritó: «¡No tires!»
    «¡De acuerdo, señor!»
    BRENDA BRENDA
    contestaste
    MICKEY

    13. La charla coloquio prosigue,
pero Tom Sagendorf ya no escucha. «Al menos Mirna y yo ya somos amigos», piensa; y luego un precioso dibujo acuarelado se representa en su mente: el regalo que le hiciera Gardy por su cumpleaños. Una magnífica ilustración de la solución del famoso jeroglífico, o sea, una típica y tópica portera mirando por la cerradura de una puerta. Y, de pronto, un algo reprimido en lo recóndito de su mente que pugna por salir, un recuerdo ausente que lucha por hacerse presente. Algo de una puerta, sí, algo de mirar por la cerradura de una puerta... pero, ¿quién espiaba, quién miraba por aquella cerradura? «Era yo... yo miraba por la cerradura de la puerta... y luego escuchaba... pero, ¿qué es lo que escuchaba?», piensa Tom con la cabeza entre las manos. «¿Te ocurre algo, Tom?», susurra Narcissus. «¿Qué?, no, no me pasa nada», dice Tom, «yo... es que me estaba quedando dormido». Y, en ese preciso momento, Norbert toma la palabra. Dirigiéndose a los de la tarima, dice: «Yo, en esta charla coloquio he preferido escuchar a hablar. He escuchado muy atentamente, y mi secretaria ha tomado buena nota de todo, taquigráficamente. Esta noche, en la oficina del Club, ella va a transcribir sus notas taquigráficas a escritura usual». «Pues se podía haber traído una grabadora, para no tener a la pobre Cynthia copiando todo el rato y luego transcribiendo», piensa Manfred. Norbert continua diciendo: «Yo, con el material ya preparado por Cynthia y mis propios recuerdos, voy a escribir un minucioso y razonado artículo, que saldrá publicado al día siguiente en el Bigstrong Herald». «Sí, junto con otro que escribiré yo», piensa Alex Twain, el periodista ahí de la cámara en ristre, «mas el mío va a estar mejor redactado, modestia aparte, a pesar de que voy a escribirlo de memoria, sin apoyo de notitas; y además el mío no va a ser racista y encima va a llevar fotos».

    14. Ha acabado el acto;
ya casi todo el público ha abandonado la sala, y los que aún no lo han hecho lo están haciendo ahora, sin prisa ni pausa. Sobre la tarima, los mandamases que presidieron el acto y alguna persona más siguen allí, de pie, hablando y riendo. Y con ellos sigue allí la estrella de la noche, Sam “Uppercut” Bussy. Ferdinand Blake y Manfred Strong (nuestros héroes), que no han abandonado el lugar, se dirigen hacia la tarima, pues quieren hablar con Bussy.

    15. Discretamente
se ha dirigido Ferdinand Blake a “Uppercut” Bussy; discretamente le ha dicho quienes eran, y que desearían hablar con él unos minutos, en confidencia. [Antes de acercarse a la tarima para abordar a Bussy, los detectives esperaron a que Norbert hubiera abandonado la sala.] Ellos se presentan a Bussy, y Bussy les dice que sabe quiénes son, por la prensa, y que les admira. Sin llamar la atención, Bussy y ellos se han apartado unos cuantos pasos de los otros, sin descender de la tarima. Y ahora Blake, en voz baja, habla a Bussy. Manfred escucha. Un poco más allá, el presentador y los otros, a lo suyo, hablan y ríen entre sí. Y cuando, minutos después, Blake termina de hablar, Sam “Uppercut” Bussy, que ha estado escuchando con suma atención, contesta: «De acuerdo». Ferdinand Blake entrega a Bussy su tarjeta.

    15. Aquella noche, en un céntrico hotel
de Bigstrong City, Sam “Uppercut” Bussy, solo en su elegante suite y sentado sobre la cama, se estaba quitando los zapatos, pues disponíase a acostarse. Por norma general, “Uppercut” Bussy solía, como ahora, acostarse pronto. Eran las diez y media de la noche. Y fue entonces cuando sonó el teléfono. «“Uppercut” Bussy al teléfono, dígame», dijo el boxeador. Le contestó una voz de mujer: «Buenas noches, perdone mi atrevimiento por telefonearle al hotel; soy miss Oberon, Cynthia Oberon, la secretaria de Norbert Hinton, el tipo ese pelo platino que en el coloquio estuvo tan... inoportuno, por no decir tan desagradable... ¿me recuerda?, yo soy la chica que tomaba las notas taquigráficas» Sí, la recordaba, Bussy la recordaba perfectamente. «Sí, la recuerdo, ¿qué desea?», dijo. Sí, recordaba perfectamente a Cynthia, aunque no sabía que se llamara Cynthia y fuera la primera vez que escuchaba su voz. Y si he de serte sincero, lector... a mí esa voz no me ha parecido la de Cynthia. Pero Bussy, que no sabía como sonaba la voz de Cynthia, en ningún momento dudó de que fuera ella. Ella: aquella linda secretaria de las bien torneadas piernas. «Sí, la recuerdo, ¿qué desea?», había dicho Bussy. «Pues verá...», contestó la femenil voz, «resulta que mi jefe me ha dejado aquí sola, en la oficina, y tengo que poner todas estas notas taquigráficas en cristiano para mañana, ¿sabe?, y eso, en sí, no es que sea difícil,  el problema es que todos esos nombres técnico del boxeo no sé si los he copiado bien... verá, estaba con esto y de pronto recordé que mi jefe, el tipo ese del pelo platino, esta noche, antes de marcharse, me dijo que anotara en la agenda de la oficina un número, el de usted, el del hotel, el de su suite... me dijo mi jefe: he conseguido el número de teléfono de Bussy, de su suite, apuntalo en la agenda, pues puede que mañana le llame para hacerle algunas preguntas para mi artículo del Herald. Eso me dijo. El caso es que yo, para lo que le he llamado a usted, es para pedirle un gran favor: que haga el favor de acercarse aquí a la oficina y que me eche una mano con los términos de boxeo que no entiendo». «Mire señorita», contestó Bussy, «¿no pretenderá que me presente a estas horas de la noche el su oficina, estando usted sola?» «¿Y por qué no?», respondió la femenil voz, «como estoy sola nadie se va a enterar de que usted ha estado aquí... la oficina está en el Club de Amigos del Buen Deporte, ¿sabe donde se encuentra?» «No», respondió Bussy, «pero eso es lo de menos... usted podría indicarme la calle y... ¡bah! pero no se trata de eso». «¿Entonces?», preguntó la supuesta Cynthia [y digo supuesta (yo, el narrador) es porque a mí, como te he dicho, lector, no me parece la voz de ella] «Pues lo que ocurre», dijo Bussy, «es que yo se de sobra quien es ese Norbert Hinton, pues sus artículos racistas se han publicado en muchos periódicos; así que, como comprenderá, no me voy a presentar en su Club, esté él presente o no».

    16. Y ahora aquí, en la noche: 
el Club de Amigos del Buen Deporte. Entre luz (farolas nocturnales) y tinieblas, el viejo edificio ilustre, el vetusto (entenebrecido ahora aquí) caserón. «Yo odio a los racistas», había dicho Cynthia (llamémosla así, puesto que así se presentó ella), «odio a los racistas y a mi jefe, ese odioso Norbert Hinton; pero, ¿qué quiere?, una chica sola en el mundo ha de aceptar trabajos despreciables. Y yo ahora sólo le estoy pidiendo que me ayude con el trabajo, usted que tanto sabe de boxeo. Le repito que estoy sola en el Club, pues los únicos que viven en el edificio, Norbert y otros dos, han salido de la ciudad a no se qué asunto. Me dijeron que no dormirían en la ciudad, y que regresarían temprano en la mañana. “Cuando termine su trabajo puede irse a su casa, pero no se olvide de cerrar bien la puerta del Club”, me dijo Norbert antes de irse con los otros. Por favor, mister Bussy, le suplico que me ayude». Esto dijo Cynthia, allí al otro lado del teléfono. Y ahora, aquí en la noche: el viejo edificio, el Club. Y tanto suplicó la joven que ablandó a Bussy. Accedió el boxeador. Dijo Cynthia: «La puerta no tiene mirilla; al llegar toque usted el timbre tres veces. Yo, desde dentro, preguntaré quién es; usted dice su nombre y yo le abro». Y ahora, aquí, las once y cinco de la noche. Aún los charcos, pero ya no llueve. El vetusto caserón colonial parece dormido. En su puerta no está el rótulo que, durante el día, reza pase sin llamar. Es la puerta que aguarda la visita del boxeador noctámbulo. Del boxeador noctámbulo que, por ayudar a una joven bonita y apurada, ya tendría que estar subiendo por la breve escalera por la que se accede a la puerta, al viejo portón que, muy pronto, habrá de abrirse para él entonando su leve disonancia quejumbrosa. Sí, Bussy ya tendría que estar aquí, pero aún no ha llegado. 

    17. Y, dentro del edificio sombrío,
al otro lado de la puerta y junto a ésta, hay tres hombres que aguardan en el recibidor, en la penumbra. La escasa luz procede de una puerta entornada que da al hall; es la puerta del despacho donde usualmente trabaja Cynthia. Los tres hombres esperan en silencio y en pie en el penumbroso hall (o recibidor) para recibir a Sam “Uppercut” Bussy, el aspirante a campeón mundial de los pesos pesados. Estos tres hombres son Norbert, Mickey (BRENDA BRENDA) y el de la leve cicatriz. Y si no dicen ni mu es porque «el negro tiene que estar al llegar», piensa Norbert. Norbert está ahí, de pie, con los brazos cruzados. Y allí en pie está Malone, el de la leve cicatriz en la mejilla derecha, que empuña, en la mano derecha, un arma, una pistola con silenciador que, ahora, apunta (brazo diestro de Malone relajado y tenso) hacia el suelo. Mas él sabe que, «cuando llegue “Uppercut”», su pistola silente «silenciará al negro», piensa Malone. «Cuando llegue “Uppercut”», piensa el de la leve cicatriz, «mi pistola silente silenciará al negro». Y allí también (BRENDA BRENDA) está Mickey; él también, como el de la cicatriz leve, con el arma en ristre en su mano diestra y siniestra (perversa en verdad no la mano, sino la mente que habrá de mover la mano). Mente que moverá la mano «cuando Malone haya mandado al negro al otro barrio», piensa Mickey. Balas BANG BANG sonoras las de Mickey que fingirán fallidas balas que Bussy contra Norbert (el salvador de Cynthia) dirigiera. Balas BANG BANG sonoras, las de Mickey, que sacarán de su hipnótico sueño a la durmiente Cynthia. Y no olvidarse: «dejar la ganzúa de Bussy, ahí junto a la puerta. «Ese maldito negro libidinoso», piensa Norbert, «entró el mi casa, sabiendo que Cynthia estaba sola. Él tenía que saber que Mickey, Malone y yo éramos los únicos que dormíamos el el Club, y también está claro que nos había visto abandonar el Club, y que, al saber que mi secretaria estaba sola, y preso de una irrefrenable lujuria, abrió la puerta con una ganzúa, entró el Club y se abalanzó como una bestia sobre Cynthia. ¿Cómo?, ¿que a donde habíamos ido nosotros tres? ¿y que por qué regresamos? Habíamos ido a tomar unas copas, a cualquier lugar cercano, andando, las necesitábamos después de haber escuchado tantas necedades en la charla coloquio; pero, antes de haber llegado a ningún sitio, un sexto sentido debió de advertirme del peligro, porque pensé: no, es mejor no dejar sola a Cynthia. Id vosotros a tomar algo, yo regreso, dije. Pero ellos prefirieron regresar conmigo. ¡A tiempo!: nada más entrar en el Club escuchamos un grito desgarrador: ¡Cynthia! Los tres corremos hacia el despacho. Y allí Cynthia que se acaba de desmayar, Bussy que corre, nosotros que tratamos de detenerle, él que se zafa, yo que saco mi pistola y le doy el alto, él que se vuelve y dispara dos veces contra mí, fallando, al tiempo que yo, en defensa propia, disparo contra él, abatiéndole». De esta guisa, con tales elucubraciones tan mendaces, se anticipaba Norbert a futuras mendaces declaraciones.

    18. Entonces, súbitamente,
en el hall (pronúnciese jol) penumbroso, ahí donde los tres malvados aguardan, con criminales intenciones, la llegada de Sam “Uppercut” Bussy, se escucha la clara, cortés (aunque con cierto deje de ironía) y bien timbrada voz de un hombre: «Buenas noches, caballeros, hagan el favor de soltar la quincalla». Los tres, que miran hacia la puerta de entrada, se vuelven raudos, y allí mismo, saliendo de la negrura a la penumbra, distinguen a Ferdinand Blake y a Manfred Strong, que les encañonan con sendas pistolas. Ellos tres quedan como paralizados, tensos. Los dos que empuñan pistolas, Malone y Mickey, no las tiran. «Bussy no va a venir», dice Blake, «por lo que sus pistolas carecen de toda utilidad, y es por eso las he tildado de quincalla; a ver si ahora me entienden: ¡tiren las armas!» Como respuesta a las palabras de Blake, Norbert dice: «Mickey y Malone no tirarán las armas hasta que yo no se lo ordene; ¿por dónde han entrado ustedes?» «Por la puerta trasera, la del patio, trepando por la verja», dice Ferdinand Blake. «Yo, a mis añitos, no debería estar ya para estos trotes», añade Manfred, «pero, como ustedes saben, últimamente me he puesto muy en forma en su magnífico Club...» «¡Matadles!», grita entonces Norbert Hinton con atronadora voz. Y al instante, tras la orden tonante de Norbert Hinton: ¡PRACH! (del puño ferruginoso de Manfred), ¡BANG! (de la pistola de Mickey) [disparo desviado por la acción del tan diestro izquierdazo férreo], ¡BANG! (de la pistola de Ferdinand), ¡(...)! silencioso (de la pistola silente de Malone) que no es, pues ya piruetea en el aire (por la acción certera del ¡BANG! de Blake) el arma letal (en potencia) del de la cicatriz leve. Y Norbert allí que escapa, que corre (pues él no lleva pistola ¡criminal poco previsor! ¿cómo se le ocurre?). Sobrevalorando a tus vasallos, Norbert, has acudido si pistola a la “fiesta”, y ahora de la “fiesta” escapas, pasillo adelante raudo corres como alma que lleva el diablo. Mientras Blake, cambiando hábilmente de mano su pistola que humea, propina un demoledor directo con su derecha al de la leve cicatriz y, antes de que reaccione, otro puñetazo, y otro más luego, de propina, y luego ya nada, pues ya Malone cae inconsciente sobre otro también allí recién noqueado: Mickey, nocaut no en el primer round, sino al primer golpe (el dicho ¡PRACH!) del hercúleo Strong. Y grita Blake: «¡Ocúpate de ellos y mira a ver qué es de Cynthia, Manfred!», mientras se lanza ya cual rayo en persecución de Norbert.

    19. Infravaloraste a Sam “Uppercut” Bussy,
Norbert Hinton, pues no mordió el anzuelo. Antes bien, hizo lo que le recomendara Ferdinand Blake. «Ante cualquier situación extraña», le había dicho Blake, «a la más mínima señal de alarma, ante cualquier cosa sospechosa que esté relacionada con mister Hinton, telefoneéme, por favor, a cualquier hora; mi número está en esta tarjeta». Sí, Sam “Uppercut” Bussy hizo lo que le recomendara Blake: Tras la extraña llamada de la supuesta Cynthia, y a pesar de haber dicho a ésta que sí, que iría, Bussy telefoneó a Blake. Y ahora Norbert corre por el largo pasillo del Club, perseguido por Ferdinand Blake. «¡Alto, deténgase, mister Hinton!», escucha Norbert a su espalda. Norbert, sin detenerse, echa un rápido vistazo tras él, pero aún no se ve a Blake, pues el largo pasillo no es recto, sino curvado. Y ya ve Norbert, ante él, la escalera que conduce a las estancias privadas; allí donde está su habitación, donde él tiene sus armas. Sabe Norbert que, al no haber venido Bussy, su plan se ha ido al garete, y aun así se da cuenta, de pronto, que su reacción ante esa aparición repentina de Blake y Manfred a sido, por tan inesperada, equivocada: pues, ¿qué pueden alegar contra él? ¿no puede él denunciar a Blake y Manfred por allanamiento de morada? Todas estas preguntas se agolpan de forma casi subliminal en la mente del gigante de pelo platino, Norbert Hinton, que ya empieza a subir los escalones marmóreos de la postinera escalera de los nobles balaustres. Al tiempo que Strong trata de tranquilizar a Cynthia, que se despertó, con el ruido de los disparos, en el despacho, y que, muy alterada, dice haber sido atacada por Bussy pero que, gracias a Dios, Norbert y los otros llegaron a justo a tiempo. Fuera del despacho, en el hall, Mickey y Malone, que ya van recuperando el sentido, se encuentran esposados a una columna. Y ved que, en la escalinata marmórea, Norbert záfase de Blake (que le acababa echar el guante) de un buen puñetazo. Rueda Blake por los peldaños fríos y nobles, y Norbert baja esos peldaños a por él. Blake no se ha hecho mucho daño al rodar por las escaleras, pues, como los dobles de las películas de Hollywood, sabe bien cómo protegerse en este tipo de caídas. El intrépido detective, que se guardó la pistola, prefiere no volver a sacarla y confiar en sus fuerzas. Y se enzarzan los dos en una pelea titánica: ¡TUMPF! ¡SPANGT! ¡TRAS! ¡AUGH! ¡SPLAF! «¡Has allanado mi morada y eso me da derecho a matarte a golpes!», dice Norbert. Blake elude la derecha de Norbert, flexionando su cuerpo. Blake propina un gancho (“uppercut”) con la derecha al gigante de pelo platino. Norbert esquiva un brioso directo de izquierda de Blake. Norbert conecta un gancho al mentón de Blake. Blake propina un derechazo en corto (“swing”) al mentón de Norbert. ¡SPLAF! ¡SPANGT! ¡TUMPFT! ¡AUGH! ¡TRAS! «¡Te voy a hacer fosfatina, detective de pacotilla!», exclama el febril Norbert: acero frío inyectado de odio su mirada. Odio febril que obnubila a Norbert: y su fuerza y su técnica (las suyas) que se resienten de esta pasión malsana. Flema la de Blake, que científicamente lucha: ni pizca de acritud en él anida.

    20. Odio febril o flema, los dos luchan
          Ni pizca de acritud en Blake anida.
          Es el bien contra el mal, en cualquier caso.
          Blake allanó la casa del malvado.
          ¿Qué dirá un tribunal de todo esto?
          Ahora Blake sólo piensa en la pelea:
          En aplicar la técnica a la lucha.
          Muy duro de pelar es Norbert Hinton,
          mas Strong corre ya por el pasillo.
          No es polígamo Strong, y sin embargo,
          esta noche se trajo tres esposas;
          o, si se quiere, seis, por ser tres pares.

    21. Sí, tres juegos de esposas se trajo Manfred:
uno para Mickey, que, esposado a la columna, ya no sonríe. Otro para el de la cicatriz leve, que, en el ya iluminado hall, también esposado a la columna, lanza (asesino él, al menos en potencia) miradas asesinas a Blake y a Manfred. Y el tercer juego (aros de plata aprisionando sus muñecas) para Norbert, también allí inmovilizado en la columna.
    Blake ha telefoneado. La policia en tardará en venir.
    Norbert no se cansa de amenazar a los detectives, que ya le ignoran.
    Cynthia, que no sabe que pensar, mira recelosa a los detectives.
    –Si no es por tu ayuda, Manfred... –dice Blake.
    –¡Bah!, para eso estamos los amigos –dice Manfred.
    –Dos contra uno ya podréis, cobardes –dice Norbert.
    –Yo cuento tres contra dos –dice Manfred.

    22. Y es justo entonces cuando Tom
despierta sobresaltado, allí en su dormitorio (de la mansión de Nar, en donde viven). Narcissus Holden también debe de dormir ya, o tal vez esté aún leyendo en el salón. La madre de Tom, missis Sagendorf, no está aquí, pues regresó ya a Stephany City (Minesota). Los sirvientes de seguro ya duermen. Y Tom Sagendorf, que dormía, con sobresalto ha despertado. A tenido un sueño tan real, «tan real, que... no, ¡no!: no ha sido un sueño... », piensa Tom, «ha sido... ¡un recuerdo!» «Sí, sí... ¡sí!: aquello que yo no podía recordar durante el día, ha acudido a mí en sueños, durante la noche», piensa Sagendorf. Aquel lapso abolido (la noche del robo, en el parque) a él ha regresado en sueños, claro y, más aún que claro, ¡vívido! Sí: vívido recuerdo ya ahora aquello que ¿algo? o ¡alguien! transmutó en olvido. Pero ahora Tom teme: que, tal como ha llegado, el recuerdo (presencia ahora) se desvanezca, vuelva otra vez a ser no ser: ausencia. Por eso se levanta presto de la cama, y al poco ya está aquí, en su escritorio (aquí en la estancia contigua al dormitorio*) [*una estancia y la otra son sus habitaciones], y ¡con premura! escribe.

    23. Lo que escribió Tom con premura:
Lo que voy a contar no es un sueño, sino un recuerdo que a venido a mí mientras dormía. Aquella tarde, haciendo ejercicio en el Club, me di cuenta de que me había quedado solo en el gimnasio, de que debían de estar a punto de cerrar. Miré el reloj; en efecto, era tarde. Me duche deprisa, me vestí, y caminé hacia la puerta. No había ni un alma el el Club. Espero que no se hayan ido todos y me hayan dejado encerrado, pensé. Pero pronto comprobé que mis esperanzas eran vanas. Cynthia ya no estaba en su despacho y el gran portón estaba cerrado con llave. Habían cerrado pensando que en el Club ya no quedaba nadie, estaba claro. Otro día casi me había pasado lo mismo: llegué justo a tiempo de ver como Mickey echaba la llave. ¡Qué manía de cerrar la puerta por dentro! Mickey me dijo que era por los ladrones, que había mucho negro ladrón. El caso es que no me quedaba más remedio que subir a las dependencias privadas del piso alto. Yo sabía que Norbert, Mickey y Malone vivían allí. Espero que no hayan salido los tres, pensé. Era la primera vez que subía allí. Los pasillos estaban solitario y silencios, y las puertas estaban cerradas. No me atrevía a llamar a ninguna puerta. Por las ventanas no entraba mucha luz y la luz eléctrica de los pasillos estaba apagada. Entonces, a través de una puerta, oí voces; parecía la voz de Norbert que hablaba con una mujer. ¿Una mujer aquí?, ¡qué curioso!, pensé, pues Norbert no se cansaba de decir que la presencia de mujeres estaba terminantemente prohibida en el Club. Pero el caso es que aquella mujer no sólo hablaba, sino que también cantaba, y con bonita voz. Yo escuchaba muy cerca de la puerta, pero no me atrevía a llamar. Entonces, al otro lado de la puerta, Norbert gritó: ¡Basta ya, tú no eres Brenda Brenda! Sí, estoy casi seguro de que ese es el nombre que dijo Norbert: Brenda Brenda. Y luego, también gritando, añadió: ¡Tu eres Mickey, un joven viril! Yo, al escuchar aquello, casi como en un acto reflejo, miré por el ojo de la cerradura. Y allí les pude ver a los dos, hablando. Norbert estaba sentado en un sillón y Mickey sobre una mesa, bastante cerca el uno del otro. Y Mickey, como de costumbre, sonreía. Yo, dejando la cerradura, pegué entonces la oreja a la puerta. Sólo ensayaba mi voz de mujer, dijo Mickey, porque me imagino que querrá que haga bien mi papel papel, ¿no es eso? Sí, contestó Norbert, pero recuerda bien que tú no vas a hacer de Brenda Brenda, sino de Cynthia. ¿Hacer él de Cynthia?, pensé yo. Ya, pero, dijo Mickey, ¿está seguro de que ese negro morderá el anzuelo? Sí, estoy seguro, dijo Norbert. ¿Pero no creé usted que es un poco exagerado lo de matar al negro?, preguntó Mickey. ¡¿Exagerado matar a un negro?!, replicó Norbert con acritud, ¿y lo dices tú que estuviste a punto de cargarte a un blanco en Helena? Y además, continuó diciendo Norbert, el que va a dar el pasaporte al negro no vas a ser tú, sino Malone. Para Malone, dijo Mickey, será sólo otra muesca en la culata de su pistola. Malone, contestó Norbert, es todo un profesional. Yo, con la oreja en la puerta, escuchaba atónito (se ve que la puerta era poco sólida, pues las voces se escuchaban a la perfección). Y no se si es que hice algún ruido que me descubrió o qué, pero el caso es que, de súbito, la puerta se abrió. Norbert, furioso, cogiéndome por las solapas, me levantó en volandas. Acto seguido estaba sentado en un sillón, y Norbert en otro, frente a mí. Mickey, de pie, me amenazaba con una pistola. Mírame fijamente a los ojos, me dijo Norbert, y contéstame: ¿qué es lo que has oído? Yo le contesté: Nada, no he oído absolutamente nada. Norbert dijo: ¿qué hacías aquí en el Club? Yo respondí: Los monitores creyeron que ya no quedaba nadie en el Club y me dejaron encerrado. ¡No mientas!, dijo Norbert, tú te escondiste para que no te vieran los monitores y poder espiarnos. Y luego añadió: pues habrá que empezar de nuevo, mírame fijamente a los ojos y contesta: ¿qué es lo que has oído? Nada de nada, dije de nuevo. Y él de nuevo me volvió a preguntar lo mismo, y yo de nuevo reiteré mi respuesta. Y así una y otra vez. Aquellos ojos azules de Norbert, que perecían lanzar destellos metálicos, se clavaban dolorosamete en los míos, penetrando en mi cerebro. Y, cuando quise darme cuenta, me vi flotando en un espacio negro, infinito. Y la voz de Norbert seguía resonando en aquel espacio. Cuando despiertes, decía, no recordarás nada de lo que hiciste, viste y oíste esta tarde en el Club. Y también: los negros son un peligro para la raza blanca. Y luego: Un negro te robó... un negro te robó.... Después desperté en el parque.

    24. Finalizada su remembranza
Tom encendió, con su áureo encendedor, un pitillo.

    25. Narcissus Holden, 
en tanto [y apenas Tom Sagendorf ha finalizado su presurosa (más no descuidada) remembranza], ha caído en los brazos del onírico Morfeo, ahí en el sillón tapizado de terciopelo azul, aquí en el suntuoso salón de su vieja mansión, dó él y su amigo Tom (y la servidumbre) moran. El libro que sujetaba entre las manos reposa ahora sobre el regazo de su bata de seda. En la portada del libro se lee: 
HÖLDERLIN
POEMAS
DE LA DEMENCIA LUMINOSA

    26. Y he aquí el último poema 
de Hölderlin que leyó Narcissus Holden, antes de quedarse dormido:
    EL HOMBRE
    Aquel que el Bien respeta a sí mismo no daña. 
    Se mantiene en la cumbre, su existencia no es vana.
    Sabe ver la valía de un vivir provechoso.
    Se fía de lo excelso, anda en la sacra vía.
[Traducción del coronel Buch]

    27. Aquel que el Bien respeta a sí mismo no daña.
    El Bien no respetaste, Norbert, para tu daño.
    El envés elegiste (anuncio por palabras):
    Satán mujer precisa, bonita y educada,
    joven (claro) y soltera
    [se ajustarán de seda medias muy transparentes
    a sus esbeltas piernas de muy finos tobillos].
    ¡Oh, anhelo de esos hombres que superar anhelan
    la enseñanza de Cristo!
    A veces en sus redes les enreda el Maligno,
    la vil serpiente antigua,
    el reptil sibilino,
    el vil reptil astuto 
    padre de la mentira,
    el reptil mentiroso, 
    el reptil homicida.

    28. Se mantiene en la cumbre, su existencia no es vana
    ¡Qué baja tu existencia, Norbert, qué triste y vana!
    Con tu pelo platino, con tu elevada talla
    (tus dos metros de altura), tu viril apostura,
    tu escultórico rostro en piedra cincelado.
    Te creías muy noble, muy superior, muy griego,
    pero temías la sombra del negro, su amenaza,
    sus raras esculturas: fetiches de madera
    que acribillaban clavos en aquellos grabados
    que con asco mirabas. ¿Era aquello escultura?
    Entonces, ¿qué era Fidias?
    «No hay parangón posible. Diametralmente opuesto
    lo griego y lo africano: dos civilizaciones
    que nunca han de mezclarse», 
    pensabas, Norbert Hinton.
    La vellosa tarántula salió de los abismos
    más hondos de tu mente, para habitar tu alma.
    La noctámbula araña que no asesina al hombre,
    pero inyecta un veneno
    (que guarda en sus colmillos)
    que el alma fanatiza,
    que el espíritu mata.

    29. Sabe ver la valía de un vivir provechoso.
    ¿Sabes ver la valía de un vivir provechoso?
    Deambulando en la noche, ves ante ti el anuncio
    a la puerta del antro: Sensacional, fogosa,
    mujer incombustible,
    joven flexible en danza.
    Su nombre: Brenda Brenda.
    La botella tumbada y un naipe junto a ella:
    un as de corazones.
    Mas ¡ay!, la que se cimbra
    es un naipe invertido
    (el naipe que soñaste
    era un as travestido).

    30. Se fia de lo excelso, anda en la sacra vía.
    En el Mal confiaste, fue tu perversa vía,
    donde flores enfermas bebían la ponzoña
    en copas esplendentes de plata, repujadas
    con gimnásticos temas, loas al cuerpo sano;
    una máscara blanca para eclipsar lo pútrido,
    una máscara helénica para eclipsar fetiches.
    Es la máscara endeble de la soberbia blanca,
    alfombra suntuosa que cubre la basura.
    Espléndido gimnasio: pesas, potros, anillas, 
    todo un campo de béisbol...
    ¡Por fin el hombre nuevo!
    ¡Por fin el superhombre! 

    31. Ahí esa luz. Amanece.
Sábado. Ya por la ventana del estudio de Newman- Garden, esa luz del amanecer va iluminando su tablero de dibujo, sus lápices, su tintero, sus plumillas y sus pinceles, sus acuarelas y sus dibujos. Él, Newman- Garden lleva toda la noche dibujando. Su gato (Jasper, su michino), en un ángulo de la habitación, aun duerme. Prácticamente toda la noche dibujando; pues se despertó poco después de haberse acostado, poco después de haber conciliado el sueño. Y como, al poco, se dio cuenta de que ya no volvería a conciliarlo, se levantó y se puso a trabajar en sus jeroglíficos. Y así toda la noche... hasta ahora, hasta esta luz del amanecer, ya aquí. Se pone en pie, se estira. En su ángulo, sobre su cojín, también Jasper se despereza. Newman-Garden sale al balcón. El el aire frío de la mañana le tonifica. «Este aire frío de la mañana me tonifica», piensa. Newman-Garden es alto y delgado, de rostro enjuto y mirada intensa, de ojos azules de un azul muy profundo. Su oscuro cabello es fuerte y espeso. «Toda la noche sin dormir», piensa, «pero... ¿podía haber hecho otra cosa?» No, el sabía que no, que ya no hubiera podido conciliar el sueño. Fue un despertar súbito, sobresaltado. No recordaba pesadilla alguna que hubiera podido interrumpir su sueño, pero súbitamente despertó con una intensa sensación de alarma, con una viva sensación de amenaza inminente. Pero no contra él, no, sino contra Cynthia. Desde el balcón, Newman-Garden observa como miss Baxter (Mirna), la esbelta joven (cabello azabache a lo Brooks bajo su parvo sombrero) llega al trabajo, a la mercería ahí enfrente de madame Lefevre. Desde la calle ella le ve a él, allí en su balcón, y le saluda con la mano. Newman-Garden corresponde al saludo con igual gesto. Ella entra en la tienda. «Recuerdo cuando Cynthia trabajaba aquí», piensa Newman-Garden, «y ahora... ahora hasta me siento capaz de albergar esperanzas... pero... no sé, no sé... creo que es mejor que no me haga demasiadas ilusiones».

    32. Blake había finalizado su soneto:
          Tras el robo está Tom conmocionado.
          El tal Norbert, racista compulsivo,
          ¿practica un hipnotismo repulsivo?
          ¿De cierto por un negro fue robado
          o hablaba Tom, más bien, sugestionado?
          Que el jefe de aquel acto delictivo
          (en Helena) lidera el deportivo
          Club ahora, aún no está probado.
          Pero mirad: pasados unos días,
          y tras un episodio trepidante,
          probadas son las deducciones mías.
          Y más: matar tú, Norbert, pretendías.
          Mas se frenó el delito espeluznante
          cimentado en ideas tan vacías.

    33. El juicio tuvo lugar.
    No fue un proceso corto, pero tampoco largo.
    Fue un juicio en que quedaron demostradas muchas cosas.
    Norbert se pagó un abogado caro, pero no le valió de nada.
    Se demostró que Norbert fue el del robo al banco de Helena.
    Él y sus secuaces fueron condenados por ello.
    Sus secuaces: Malone y Mickey.
    Se demostró que Norbert hipnotizó a Tom y fingió lo del robo.
    Fue condenado como autor del robo que quiso endilgar a un negro.
    (Él y sus secuaces: Malone y Mickey.)
    Y fue condenado por hipnotizar y golpear a Tom.
    Se demostró que hipnotizó a Cynthia, y fue condenado por ello.
    Y también de demostró que planeó el asesinato de Bussy.
    Norbert fue condenado por ello.
    Ciertos atenuantes rebajaron la condena de Mickey.
    A Mickey había sido sugestionado, poco a poco, por Norbert.
    Y lo hizo mediante prácticas continuadas de hipnosis.
    Mickey se prestó a estas prácticas, como si fueran un juego.
    Mickey no sabía que Norbert estaba manipulando su mente.
    Norbert introdujo ideas criminales en la mente del joven.
    Mediante hipnosis, Norbert transformó un pícaro en un criminal.
    Por suerte, ni Norbert ni sus secuaces llegaron a asesinar a nadie.
    En el juicio participó un eminente doctor experto en hipnosis.
    Las denuncias de Norbert contra Blake y Strong no prosperaron.

    34. En el juicio, Cynthia declaró:
«Cuando terminó la charla coloquio de la Asociación de Boxeo fuimos al Club, mister Hinton, Mickey y yo, en el coche de mister Hinton. En el Club estaba Malone. Yo fui a la oficina para hacer mi trabajo, o sea, transcribir mis notas taquigráficas en escritura usual. Mister Hinton y los otros no se dónde estaban, pero seguían en el Club. Pero, apenas había iniciado mi tarea, cuando entró mister Hinton en la oficina y me dijo: “Te vas a quedar sola en el Club, pues tenemos que salir los tres, pero no tardaremos en volver. Mírame a los ojos y escucha con mucha atención lo que voy a decirte” Hice lo que me pedía; le miré a los ojos y escuche con atención. Entonces él empezó a decirme lo que yo tenía que hacer mientras ellos estaban fuera, o sea, esencialmente, no abrir a nadie. Pero el caso es que, al poco, ya no entendía sus palabras y sólo veía sus ojos azules que se agrandaban, se agrandaban... Después, sólo recuerdo que desperté sobresaltada al oír unos disparos. Aquel brusco despertar me trajo un espantoso recuerdo: Bussy abalanzándose sobre mí violentamente, con ojos desorbitados y lujuriosos, y mister Hinton irrumpiendo en la oficina en mi ayuda.»

    35. Otro día, en su casa,
y en un trozo de papel, Cynthia escribió: «La mirada de mister Hinton era como el mar; aun calmado, su superficie esconde todos los terrores abisales. 

    36. Sucede en el parque.
El célebre jeroglifista, sentado en un banco (un banco de madera, con respaldo), lee el periódico. Entonces llega Cynthia, caminando a buen paso, pues llega con retraso a la cita (medias de seda transparentes se ajustan a sus esbeltas piernas de finos tobillos). Él alza la vista y ve a la joven. Se pone en pie y besa a la chica en los labios. Un beso puro, casi casto. Acto seguido, los dos jóvenes se alejan caminando, cogidos del brazo. Sobre el banco de madera, el Bigstrong Herald queda allí olvidado.

    37. Hablan Tom y Mirna.
    Él: joven elegante (ya saben).
    Ella: pelo a lo Louis Brooks (¿recuerdan?)
    –Pertenecemos a mundos distintos –dice ella.
    –El amor rompe todas las barreras –dice él.
    –Ya, ya... eso dicen, pero... –dice ella.
    –Pero nada –dice él.
    –Lo nuestro lo veo sin futuro –dice ella.
    –Lo nuestro es el futuro mismo, el futuro prístino –dice él.
    Están sentados sobre la yerba. Primavera, ya saben.
    –No sé, no sé... –dice ella.
    Los árboles les ofrecen su sombra magnífica.
    Más allá del ameno paisaje, a lo lejos, la ciudad.
    –No sé, no sé... –reitera ella.
    –Sí sabes, sí sabes –dice Tom.
    –Vale, me has convencido –dice Mirna.
    De entre las hojas, la luz da matices azulados a su cabello azabache.

FIN

  • 15 de Agosto de 2025




    
    





    




(Continuará)