JARDÍN VIDRIOSO

Novela
Por Pedro Fernández Cuesta



Pedro Fernández Cuesta
JARDÍN VIDRIOSO
(Novela)

    
    I. Apertura y Presentación

    Protagonista de la novela:
    “él”, Carlos Alberto, joven más bien decadente.
    Antagonista de la novela:
    el “no él” de Carlos Alberto.

    1. Aquella mañana desayuné, 
como todos los días, café con tostadas en mi jardín vidrioso. ¡Oh, irradiación furiosa de una rotación tranquila! Qué efectiva resultaba aquella reflexión partidaria, pero me fastidiaba el placer curioso del destino.

    2. «Aquella mañana», 
había escrito Carlos Alberto, «desayuné, como todos los días, café con tostadas en mi jardín vidrioso.» Luego a continuación venían un par de frases que, por lo que fuera, Carlos Alberto (casi con saña pero no) había tachado con una rápida y nerviosa línea de lápiz. Carlos Alberto escribía con pluma estilográfica. Lo tachado decía: «Luego, a través de las verjas del patio, observé el paisaje con mis fabulosos anteojos prismáticos. ¡Oh, naturaleza de fábricas, técnica y axiomas!» Aquella palabra, "anteojos", estaba tachada además con tinta, con una sola y breve línea. [Es bien cierto que, aquella mañana, Carlos Alberto había estado contemplando el paisaje desde el mirador, con los prismáticos. Pero la fábrica no puede ser vista ni aun en la imagen ampliada. En cuanto al patio, es un espacio rodeado por altas fachadas de piedra.] Después de las frases tachadas Carlos Alberto había escrito lo que transcribo: «Oh, irradiación furiosa de una rotación tranquila! Qué efectiva resultaba aquella reflexión partidaria, pero me fastidiaba el placer curioso del destino.»

    3. Aquella mañana desayuné, 
como todos los días, café con tostadas en mi jardín vidrioso. ¡Oh, irradiación furiosa de una rotación tranquila! Qué efectiva resultaba aquella reflexión partidaria, pero me fastidiaba el placer curioso del destino.
    Tenía setenta millones de precoces inquietudes
    y una extraordinaria posesión de gravitante reposo. 
    Sí, era un placer desayunar en mi jardín vidrioso, 
    en mi patio espiritualizado de jóvenes árboles;
    acaso porque me recordaba un específico sueño agradable,
    o acaso porque mi cabeza estaba estupefacta 
    ante la proximidad del indígena.

    4. Bien sabía Carlos Alberto
que no era él sino ella, que no era el indígena, sino la indígena. Carlos Alberto siempre había llamado así, indígena, al primitivo habitante de un país prístino. No al nativo manufacturado, ya que el propio Carlos Alberto, o sus padres («¡ay, Dios santo!, y pensar que mis padres...») eran también nativos. Carlos Alberto llamaba indígena al primigenio prístino habitante de un país, a ese que ya estaba ahí antes de irrumpir la civilización y todo los demás. Al aborigen de antes de la llegada de los desarrollados: de esos que van pegando bramidos en primera línea cual automóvil enaltecido. El abuelo de Carlos Alberto («¡ay!, cuándo el abuelo sepa lo de mis padres...») era, claro, otro indígena (¡pues lo acabará sabiendo!) de aquí, España, aunque no de aquí, Fermosa, pues él era natural de Salamanca, áurea ciudad dó moraba el digno anciano de pro. Respecto a Wadelmás («mi fiel y excepcional mayordomo») su origen era incierto, pero tenía pinta de irlandés, incluso de sueco, pero él decía haber nacido aquí, en España, y no había por qué dudar de su palabra; luego había que considerarle, sí, ¿por qué no?, un indígena. Pero no en el sentido de salvaje, de prístino. Mas, ¿en qué se fundaba el salvajismo del indígena, o sea, de la indígena?: «en su pura mirada gauguiniana, prístina», pensó Carlos Alberto.

    5. «Yo», escribió Carlos Alberto, 
    «siempre he llamado indígenas a los primitivos habitantes de un país prístino. Pero él fue, ya desde el primer día, el indígena por excelencia.» Luego supo Carlos Alberto que el joven aquel era, en realidad, aquella joven, pasando de ser el indígena a ser la indígena. Pero como se había prometido no rebelar aquel secreto, incluso en sus íntimos escritos Carlos Alberto continuó escribiendo el indígena.

    6. Del diario de Carlos Alberto
    «(...) Sí, era un placer desayunar
en mi jardín vidrioso, en mi patio espiritualizado de jóvenes árboles; acaso porque me recordaba un específico sueño agradable, o acaso porque mi cabeza estaba estupefacta ante la proximidad del Indígena. Mi jardín estaba verde en aquella época del año, inabordable de tantas condiciones agradables y tristes. Lo agradable se entiende, pero, ¿por qué lo triste? ¡ah!, ¿qué será entonces cuando llegue el otoño?
    Tengo que decirle al mayordomo, pensé,
    que no me ponga tanto azúcar en el café, 
    que no experimente con mi juicioso paladar.»

    7. Wadelmás, el mayordomo,
es un hombre alto, atlético. Siempre le verás con la cabeza erguida. Siempre con ese gesto entre afable y adusto. Su cabello ondulado, ya encanecido, otrora fue pelirrojo, y aun se nota; pero no en sus largas patillas, ya tan blancas.

    8. Del diario de Carlos Alberto
    «¿Qué hacer hoy?
¿Ir con mi bólido a ese simulacro de realidad que es la ciudad suave y fatal o quedarme aquí, suspirando sinceridad e hipocresía? Aquí, entre estas densas brumas de polvo secular que, por mucho que Wadelmás pase el plumero, no desaparecerán nunca. O eso espero.» Esto escribió Carlos Alberto a las cinco y veinte de la tarde. Luego, a eso de las seis y media, volvió a coger el diario: «Me inclino por lo primero. Iré con mi bólido a ese simulacro, a la pretendida realidad de la ciudad suave (quien dice suave dice pútrida), veré los transeúntes y el barullo y sentiré sobre mi materia el calor de la electricidad.»

    9. Carlos Alberto
es un joven atildado, un auténtico dandi.
Es cierto que en ocasiones (la materia es débil) puede caer en faltas contra el refinamiento y la elegancia. Pero se arrepiente con toda su alma y trata de enmendarse.
    Carlos Alberto es rico 
    Él posee una gran mansión 
    con espléndidos jardines románticos. 
    Como extensos fragmentos de un paraíso: 
    líricas florestas no por domésticas menos selváticas 
    pero dentro de un orden; 
    no incultas o vulgares 
    (ineducadas no, por Dios, eso nunca) 
    más sí un fingimiento selvático 
    (en el buen sentido de la palabra selva) 
    que fe, esperanza y caridad podrían infundir al ánima 
    si es que existe pues claro que existe 
    pero yo pensaba que se decía alma 
    no, pero también se dice ánima 
    ¡ah! ¿sí?, pues bueno, no lo sabía.
    Carlos Alberto no es rico 
    No posee una gran mansión 
    (¡Ah!)  
    con espléndidos jardines románticos.
    Pero bueno, ¿en que quedamos? 
    Me explico: para el caso es como si todo le perteneciera
    desde que sus padres tomaron las de Villadiego. 
    Como si huyeran de selváticos peligros 
    buscaron refugio 
    (la parejita aristocrática ¡qué escándalo!) 
    en aquella vil comuna 
    ¿cómo no toma la policía cartas en el asunto? 
    ¡maldito gurú estafador!
El padre y la madre de Carlos Alberto (la aristocrática pareja ¡qué escándalo!) tienen ya sus añitos (tampoco tantos, si quieres te digo la edad del padre; decirte la de la madre sería una descortesía no, no, si no hace falta) pero se conservan muy bien («¡el tiempo no pasa por vosotros, caramba, cada día estáis más jóvenes!» «¡hombre, tampoco exageres José Emilio!» «¡que sí, que sí!») y siempre tan elegantes (ya no) y distinguidos (ya tampoco). «Mis padres ya no son distinguidos.»
O sea que se lo dejaron todo a Carlos Alberto, pero legalmente todo sigue siendo de sus padres. Y nada obliga a Carlos Alberto a ocuparse de todo, pero lo hace. Es decir, no es que los padres hayan dejado la mansión y todo lo demás a Carlos Alberto en usufructo, pues lo que sus padres le dijeron a Carlos Alberto es que podía disfrutar de la mansión y todo lo demás o hacer lo que le diera la gana, pero sin ninguna condición, sin ninguna obligación. Y así han demostrado los padres de Carlos Alberto ser unos auténticos irresponsables. «Pues sí.»
Otra cosa: Los padres de Carlos Alberto (o si se quiere Carlos Alberto) son ricos en el sentido de que poseen bienes de gran valor, pero en cuanto al dinero... «¿Aceptar la propuesta de esos buitres chismosos?»
Una forma de sacar dinero sería aceptar alguna de esas exclusivas, que más de una revista del corazón le proponen. Pero Carlos Alberto se resiste, pues sabe bien qué es lo que atrae a los buitres: el escándalo del asunto de los padres. Mas las aves rapaces de la prensa no cejan en su empeño y siguen erre que erre con sus ofertas; por lo que Carlos Alberto teme que, o encuentra pronto un medio de sacar dinero, o acabará cediendo a los rapaces profesionales del chismorreo, por más que tema la adusta mirada censora de Wadelmás (que, como ya sabemos de sobra, se pronuncia Guadelmás). Y ni que decir tiene, por supuesto, que Wadelmás está terriblemente disgustado por el asunto de la insensata fuga de sus señores, y, por más que se esfuerza en no exteriorizar sus sentimientos, reprimiendo gestos y palabras, por aquello de que la cara es el reflejo del alma o por algunas veladas insinuaciones (exentas de malicia) que a veces se le escapaban, se le nota. De hecho, Carlos Alberto nunca había visto tan disgustado a Wadelmás. «Mi rígido y afectado Wadelmás está muy disgustado y, por más que quiere, no puede ocultarlo.»

    10. Ahora,
Julio Alberto contempla el muro de piedra, que dista de él unos diez metros escasos, con sus fabulosos prismáticos «mis fabulosos anteojos prismáticos» y, aunque enfoca al muro, él ve verjas; no una, dos o tres verjas, sino más: hay miríadas de verjas en su melancólica ánima (que es otra forma de decir alma ya lo sé).

    11. En aquel momento
Carlos Alberto contemplaba el muro de piedra, que distaba de él unos diez metros escasos, con sus fabulosos prismáticos («mis fabulosos anteojos prismáticos») y, aunque enfocaba al muro, él veía verjas; no una, dos o tres verjas contemplaba, sino más: ¡miríadas de verjas!, y toda una naturaleza de fábricas, técnica y axiomas. 
    ¡Oh, naturaleza de fábricas, técnica y axiomas! 
    ¡Oh, irradiación furiosa de una rotación tranquila!

    12. ¿Pero es que no veis
a Carlos Alberto contemplando el muro de piedra? ¡Oh, sí, claro que lo veis, vaya que sí lo veis! ¿Y es que no veis cómo él lo hace con sus fabulosos anteojos prismáticos que le regalara su tía Eusebia? Sí, lo veis; a través de mis ficciones lo imagináis: allí, con los prismáticos que le regalara su tía Eusebia, a unos diez metros del muro (escasos), contemplando miríadas de verjas lánguidamente abstraído, firmes sus pies en el pavimento de mármol. «Hay que pisar firme, siempre pisar firme», como suele decir la tía Eusebia «y a Wadelmás también se lo he oído decir»; ¡y toda una naturaleza de fábricas, técnica y axiomas! «pero me fastidia el placer curioso del destino».

    13. Le fastidiaba el placer curioso 
del destino: Aquel charquito violáceo y último, apenas aromatizado por las albricias de la aurora: por un palpitar de sueños crepusculares, mórbidos; de esos que inflaman temblores no por mustios menos graves.

    14. del destino último
que se reflejaba en el charquito en la tarde triste, que de una felicidad intensa llenaba el ánima; aquella tarde sobre todo, aunque hubo otras parecidas. Pero aquella tarde el ánima que es otra forma de decir el alma de Carlos Alberto como nunca se había inflamado, llama ya nunca exangüe y brumosa o tal vez sí ¡ay!, pero no en aquel preciso momento. Araña expulsada, esa que transmuta vergel en páramo. Y no había un charquito sino muchos. Era aquella la tarde de los charquitos.
La conoció la tarde de los charquitos, la tarde que la lluvia recién ida había purificado; «¡malditos charcos!», dijo uno que pasaba hecho ya sopa, y ellos rieron, porque para ellos, que se acababan de conocer, no eran charcos, sino los charquitos, y no importaba estar mojados por la lluvia de antes, y no pasaba nada si uno se pillaba un catarrito, o un catarrazo, o aún algo peor; no pasaba nada porque no se pensaba en ello, lo primero porque eran jóvenes, y luego porque habían conectado tanto, tanto...
    Ella se llamaba Emasinca.
    Pero eso fue hace mucho tiempo... hace lo menos cinco años. 
    ¡Cinco años! Para los jóvenes cinco años son una eternidad.

    15. Entonces un pensamiento terrible asaltó a Carlos Alberto:
    «¡Emasinca!». Súbitamente reparó en ello, y ello le escalofrió: 
    «Me había olvidado de Emasinca.»
    Sí, de pronto el se dio cuenta de que se había olvidado de su novia. 
    «Porque Emasinca era mi novia... ¿o no? 
    ¡Sí!, claro que era mi novia! pero... ¿por qué hablo en pasado? 
    ¡Ella es mi novia! pero... ¿hace cuánto que no la veo? 
    ¿Hace cuánto que no la llamo?»
    ¡Mucho tiempo! No era capaz de recordar cuánto, pero desde luego hacía mucho. Pero el caso es que ella tampoco había intentado ponerse en contacto con él. «Por lo menos tiene que hacer ya un año que no la veo», pensó alarmado, «¿cómo puede haberme ocurrido esto?; a ver si es que lo habíamos dejado... ¡no, no lo habíamos dejado!, lo que pasa es que tengo tantas cosas en la cabeza...»
    Sí, aquel joven tenía muchas cosas en la cabeza, ¡Oh, cuántas cosas habían acontecido últimamente, cuántas novedades! Para empezar, lo del asunto de sus padres, aquella fuga tan inesperada de aquellos dos irresponsables; y después, y quizás era esto lo que a él más le había trastornado, había estado lo del descubrimiento sorprendente: él era ella, y en el momento que lo supo se enamoró de ella «pero ella no sabe nada de mi amor, y, sin embargo, me he permitido el lujo de olvidarme de Emasinca, de mi novia. Incluso cuando ayer fui a la ciudad no se me ocurrió ir a verla... pero, ¿cómo se me iba a ocurrir ir a verla si hasta me había olvidado de que tenía novia? ¡ay, Dios mío!» Se encontraba en uno de los pisos altos de la mansión, en el gabinete de lectura, donde sus padres organizaban las tertulias. Por la claraboya del techo entraba una tenue luz mortecina. Carlos Alberto procuraba no usar la luz eléctrica por ahorrar, pero no sólo por eso. Las penumbras se le antojaban protectoras. «Estas penumbras se me antojan protectoras.» Se levantó bruscamente. Antes de que le asaltara aquel pensamiento «¡Emasinca!» encontrábase leyendo plácidamente, apoyado el libro vetusto sobre el tablero del noble y no menos vetusto escritorio. 
    Carlos Alberto se levantó bruscamente
    y avanzó con rapidez hacia el teléfono, 
    situado al otro extremo de la estancia.
    Mas a medio camino de se detuvo en seco. 
    «No recuerdo el número de Emasinca, 
    y lo que es peor: 
    no recuerdo donde lo tengo anotado.»

    16. Ahora, ya en su habitación
(su querida habitación, su templo, el sagrado relicario de su memoria personal), Carlos Alberto busca, con anhelante impaciencia y un poco (o algo más) de desesperación, su agenda de teléfonos, porque ahora sí recuerda perfectamente ¡perfectamente! que él tiene, sí, una agenda de teléfonos, donde tiene que estar anotado el número de ella. Y, mientras busca, los recuerdos van aflorando a su mente... «¡sí, claro que sí!»

    17. Y de lo que ya no cabía la menor duda
era de una cosa: Emasinca era su novia, «sí», pues ciertos recuerdos, que se mostraban ya nítidos, ciertos recuerdos que, por lo vívidos que eran y por el carácter que detentaban le hacían sonrojar por momentos, no dejaban espacio a la especulación. Emasinca era su novia «¡sí!» como dos y dos son cuatro o el todo es mayor que la parte. Pero también estaba empezando a recordar que discutía mucho con ella «claro, al fin y al cabo somos novios, aunque es verdad que la última discusión fue un poco subidita... No subida de tono, eso no, pero sí de un rojo pasional y perturbador, pues cuando la pasión irrumpe el rojo lo inunda todo. Roja pasión que no viene sola, pues le acompañan sus fieles secuaces: la ira, el odio, el egoísmo, los celos y todos los demás (son muchos), montando entre todos (¡menuda caterva!) una alegoría de tres pares de narices. Claro que, pensándolo bien, ¿cómo es posible amar sin pasión? ¡Ay!, acaso la roja pasión no sea tan mala si se sabe dosificar bien como el ajenjo, dejando caer el agua, gota a gota, sobre el dulce terrón.

    18. «No encontré la agenda de los teléfonos, 
y soy incapaz de recordar su número. Pero sé donde vive, sí, creo que no me resultaría difícil dar con el portal de su casa, pero no recuerdo bien es si ella vivía en el segundo o... Será cuestión de preguntar a la portera (recuerdo que había una portera, y que me caía mal, aunque no sé por qué; bueno, supongo que no hay que tener un motivo para que a uno le caiga mal una portera).»

    19. Hablando con Wadelmás (al otro día):
preparando la partida a la pretendida realidad de la ciudad suave.
    –No te preocupes si no vengo a comer, Wadelmás.
    El mayordomo no pudo disimular un gesto de contrariedad.
    –Si a las dos y media no he llegado, os coméis vosotros lo que sea.
    –¿Lo que sea, señor?
    –Sí, lo que hayáis preparado para mí lo coméis vosotros.
    –De uno de nosotros quería hablarle, señor.
    Ese nosotros se refería a los sirvientes.
    –Del In... de Anselmo quería hablarle –continuó Wadelmás.
    –Dime, Wadelmás.
    –Parece que pretende dormir generosamente durante el resto...
    (empezó a decir el mayordomo)
    –... de esta absoluta y sensible mañana estival.
    (dijo Carlos Alberto, terminando a su manera la frase del otro.)
    Para luego exclamar con vehemencia:
    –¡Pues que disfrute setenta grados de fastidio en su lecho!
    Al oír aquella estrambótica contestación,
el mayordomo no sintió ninguna extrañeza, ni apenas vergüenza ajena, porque ya estaba acostumbrado a la pintoresca forma de expresarse de Carlos Alberto. Además, tampoco podía decirse que Wadelmás fuera la naturalidad personificada hablando.
    –Perdona mi intemperancia, Wadelmás, quizá la madrugada... 
    [el mayordomo escuchaba impertérrito las palabras de su señor.]
    –... (el alba amaneció hoy exquisita)
    [el mayordomo escuchaba imperturbable las palabras de su señor.]
    –...embrujó mi alma espontánea y pura.
    Resulta inexplicable, lector; milagroso si quieres:
    Wabelmás seguía incólume, sin apenas sentir vergüenza ajena.
    –Sí, es una teoría –contestó el fiel Wadelmás.
    –Puede ser, elegante Wadelmás
    (dijo Carlos Alberto, regalando al mayordomo una franca sonrisa)
    [sonrisa no por melíflua menos varonil]
    –...por lo pronto –siguió Carlos Alberto–, prepararé mi bólido,
    [su bólido era su automóvil]
    –...ese grisáceo capricho de mi alma,
    [el mayordomo escuchaba impertérrito]
    –...y marcharé discreto y afeitado a la suave ciudad
    [el mayordomo escuchaba imperturbable]
    –...de realidad pretendida. ¡Ah, te preguntarás
que mundana idea me traigo hoy entre manos! Pues sí, creo que lo has adivinado... [Wadelmás ni decía nada ni pensaba en nada ni adivinaba nada] «y si no lo has adivinado», prosiguió Carlos Alberto, «yo te lo digo: ¡Emasinca!» Al oír aquel nombre, Wadelmás no pudo evitar un gesto de perplejidad y disgusto. «¿Emasinca?», pensó el mayordomo. «¡Anda, Wadelmás!», dijo con cierta impaciencia imperativa Carlos Alberto, «no te hagas de rogar y pon ya a punto mi bólido con tu sabiduría mecánica.»

    20. Se retiró Wadelmás y yo quedé allí, pensatuvo
y anhelante. En mi ánima, un lobo no tan dócil aullaba una melodía no tan jovial, y, aunque trataba de engañarme, todo era, pues me lo decía una angustia nada baladí, como un gran crepúsculo enmarañado cual insidiosas telas mal tejidas, en lo técnico, por silentes, lunáticas arañas cafeinómanas.

    21. Y ya el bólido avanzaba veloz por la carretera,
dejando tras de sí una estela de exhibicionismo embravecido. Recta o curva, la vía se precipitaba sobre mí. 
Yo bebía sediento los kilómetros.
***

    II. Realidad pretendida (ciudad suave)

    1. «¡Oh, inexpresiva carretera, que te prolongas
impávida y gris, conturbando el paisaje que atraviesas! ¡Oh, pavorosa vía cicatriz que atraviesas un paisaje delicioso en esta mañana estival que ya declina! ¡Oh, aire que despeinas mi cabello! ¡Oh, yo, conductor al volante de este automóvil descapotado y bravío que hace bramar al viento con pujanza!»
    El paisaje semoviente embellecía, 
con su mística estética impresionista, el ánima conturbada de Carlos Alberto. «¡Oh, cuánta melancolía sin cuento! Pero dime, ¡oh, ánima!, ¿en verdad te lamentas por Emasinca? ¿No será por ventura la otra, la encubierta aborigen, quién más te estremece? ¿No será acaso por ella por quien tú y yo, ánima, temblamos al unísono? ¿No es por ella por quién yo, compendio de cuerpo y alma, tiemblo?»
    De esta forma, poesía y filosofía fundíanse 
en las elucubraciones de Carlos Alberto, mientras su descapotado auto avanzaba veloz, veloz, veloz...
    (Respetando, eso sí, las normas de circulación.)
    Veloz, veloz, veloz...
por la carretera inexpresiva, impávida: alma (o ánima) que vuelve su rostro ¿cuándo? en la corriente del tiempo fluir en mudanza ahora entonces ya nunca siempre en la vereda semoviente que se quiebra o se ondula tropel de palabras lumbre o hielo y todas las penas lágrimas suspiros ¿para qué? sólo un sendero tal vez hacia un abismo buitres, salamandras, murciélagos o ¿por qué no? el místico ensueño azul por supuesto y tal vez la humilde ofrenda pero este camino eterno es tan breve... no, no caves tan pronto, aún es temprano, aún es ahora, hoy, ¡hoy! mañana ya veremos.

    2. Antes de llegar a la ciudad 
de realidad pretendida, a la ciudad suave, ves correr hacia el auto muy raudas, semovientes, las fábricas obscuras, no tan místicas, sus altas chimeneas hola, qué tal y al punto ya hasta luego: en el retrovisor las ves, y ves que ya se alejan. 

    3. Luego verás los prados, los campos
con vacas que tanto te alegraban ¡y que te siguen alegrando, diantres! ¡venga, anima esa cara!

    4. «Volverá a descansar mi anatomía
en aquel confortable sillón en el domicilio de Emasinca. Ella estará junto a mí, de pie. De sus estimulantes labios tal vez, lo más probable, fluirán apresuradas e irreflexivas palabras, y mi mente, quizá distante, de seguro no captará su significado. ¡Ay, femenil y alocada Emasinca! ¡Ay, alegre, cariñosa y tal vez inconstante Emasinca! Tus bellos ojos despiden chispas que, cual gotitas de rocío, refrescan mi ánima por los siglos de los siglos amén aunque sólo sea por un ratito me conformo. ¿Y no es tu cuerpo gentil un paraíso que invita a un vivir jubiloso, a una vida a cuerpo gentil precisamente ya por siempre el buen tiempo como ahora? Pero ¡ay! en ocasiones me resultas un poquito pagana e irritante, y es entonces cuando provocas el más antieufórico tedio en mi ánima. Pero... ¡ah!, ¡eres tan gallarda y hermosa!»

    5. No hay desventura en la geometría 
y en los números, y cuando aún humean las fábricas allí al pasar en el retrovisor y en el recuerdo último ya el apresuramiento, esos ciclistas podían tener más cuidado, leche CONSTRUCCIONES MECÁNICAS bueno, ya estoy en la ciudad PERFUMERÍA DARÍO he aquí la vida a borbotones LIBRERÍA TOMÁS un ómnibus que pasa CAFÉ SUIZO un aviso sonoro: una bocina impaciente, ah, cómo les gusta darle al claxon BANCO pues bueno, ya estoy aquí, ya en este delirio abstracto que ensordece y lustra, que borra COPRO ORO todo pesar TALLER la vida ahí a borbotones, las multitudes a todas horas agolpándose, los turistas, congestiones, atascos, bocinas, los conductores impacientes... Demasiados vehículos, y el otro día leí que la contaminación estaba aumentando de forma alarmante, si el alcalde no hace nada... Un aviso sonoro: una bocina ¡ya va, ya va, tranquilo, qué prisa tienen todos! ya estás aquí, ya en el delirio abstracto que ensordece. La plaza de Reja y Frutos (el excelso prócer) bien, ahora hay que coger la calle Bajada Vieja, pronto veré a Emasinca, si es que está en casa, si es que existe, ya no sé lo que me digo, bueno, bueno... pase, pase, hay que respetar siempre los pasos de cebra, bueno, ¡adelante!... estas son calles más tranquilas Calle del Arco Nuevo ahora tengo demasiado calor, hasta en camisa Calle del Arco Nuevo ¿Calle del Arco Nuevo? (el corazón palpita con fuerza: emoción intensa) ¡Calle del Arco Nuevo!, la calle de Emasinca, ¡ya estás aquí!, tranquilo... (pasa el semoviente portal en dirección opuesta al avance del bólido: velocidad moderada) ¡Ah, el portal de Emasinca! y allí está la portera... a ver ahora donde aparco...

    6. No hay desventura en la geometría
y en los números, más cuando un portal semoviente (ah, tranquilo, tranquilo...) en dirección opuesta (velocidad moderada) esplende y de qué modo (mas no la luna de plata, ni el sol, este que pasa: di la luna de oro) aligeras, buscas aparcamiento, la vil penumbra regada por las lágrimas grises de los barrenderos, despreciando otras joyas, amores imposibles, indígenas grandezas, folclores de bohemia o anhelos que se abren tal vez al infinito ¿te acuerdas? ¡Ahora sólo Emasinca! Ahora sólo la tierra mestizada de oro, del fulgor de la luna aún siempre tan temprano. ¡No! ¡Despierta! hay que aparcar, ¡aparca!, que el fulgor de un portal resucitado no ose coquetear con las hermosuras y bullicios primaverales al menos hasta que hayas aparcado ¡eh mira, allí hay un hueco! ¡ah, pues sí! y el calor te recuerda que es verano.

    7. Ahora, endiamantada el alma, 
endiamantado el corazón romántico y, junto con el alma (o ánima) y el corazón romántico, también endiamantado el cuerpo no materia todo, Carlos Alberto, allí frente al portal de Emasinca, ser ahí él, aguarda. Aguarda (frente al portal de Emasinca) en el Parque Nuevo. Y, entre el joven y el portal: escasos transeúntes caminando en uno u otro sentido por esta acera de árboles tan frondosos; pavimentada y umbría vereda contigua a la frondosidad donde él espera y desde donde puede ver, tras la acera umbría, la carretera con su tráfico escaso; y luego la acera de enfrente, gemela a su opuesta: los transeúntes escasos, los árboles frondosos... Acera, cual su opuesta, muy bien pavimentada.
    
    8. Pero, ¿por qué espera Carlos Alberto?
¿a qué espera Carlos Alberto? ¿por qué el momento del encuentro dilata? Quizá recuerdos olvidados, bloqueados, pugnan por restablecer la comunicación cortada, y, aunque por ahora sólo se manifiestan cual sordos sonidos ininteligibles, cual borrosas imágenes incomprensibles, son potencias que aterran, que espantan. No, no es eso, lo que ocurre es que no recuerdo cual era el piso de Emasinca, mi novia querida, aunque quizá fuera el segundo, el segundo, creo; pero no estoy seguro. Mira, vuelve a salir la portera y, con una cesta vacía, del portal se aleja poco a poco, lentamente con su paso cansino... ¡Corre, aprovecha la ocasión, Carlos Alberto! Sí, pero... ¿qué ocasión? Carlos Alberto no recuerda el piso donde ella vive; no, no está seguro. Prefiero esperar a que regrese la portera de la compra y preguntar, que así se llega a Roma. Pero... ¿qué cara pondrá la portera cuando le pregunte por el piso de mi novia, yo, que tantas veces he entrado y he salido de ese piso, solo o en compañía de Emasinca? Pensará que quiero tomarle el pelo, pues nadie en su sano juicio olvida el piso de su novia, mas... ¿a mí qué me importa lo que piense la portera? Sí, lo mejor será esperar a que regrese con la compra; y quién sabe?, quizá entretanto aparezca Emasinca; desde luego, no sería extraño, pues ya se va acercando la hora de comer. Aunque también es posible que Emasinca esté en casa, y que, en cualquier momento, aparezca en el portal; puede que ella tenga también que comprar algo; pan para la comida, por ejemplo, seguramente un colón, o tal vez una libreta, aunque creo recordar que ella prefería el colón; en cambio no le gustaba la barra, de eso sí que estoy seguro. En cualquier caso, Carlos Alberto ha decidido quedarse esperando. En cualquier caso, a Emasinca o a la otra, Carlos Alberto está esperando ahora, en un rústico banco de madera del parque a la sombra de un frondoso árbol.
    Los minutos pasan lentamente, lentamente...
    Tres cuartos de hora esperando y ni portera, ni Emasinca ni nada.

    9. El joven Carlos Alberto, hasta en camisa
(como ahora, ahí sentado en el banco del parque) resulta un hombre de gran elegancia (clásica elegancia: nunca gustó de extravagancias). Por el calor ha prescindido de la chaqueta de verano (que ha quedado en el automóvil) pero no de la corbata. Hace calor, sí, pero Carlos Alberto no suda (Carlos Alberto no suele sudar). Carlos Alberto es un hombre bien parecido, alto, delgado, atlético, atractivo. Suele llevar sombrero, aunque ya no se estile (el sombrero también quedó en el automóvil). Carlos Alberto lleva peinado hacia atrás y con ligero tupé su cabello lustroso, cual antiguo galán hollywoodiense. Lleva Carlos Alberto un bigotillo fino muy cuidado, a lo Errol Flynn. Una chica muy culta que conoció, Coralia (¿o era Copelia, como la muñeca mecánica?), le dijo que se parecía a Errol Flynn (era una joven cinéfila que conoció en un cineclub; entonces Carlos Alberto aún no salía con Emasinca; estaba libre y Coralia y él, que se entendían bien, salieron unos cuantos días como amigos, con otra gente de su edad, y luego, por lo que fuera, dejaron de verse, se perdieron la pista). ¿Errol Flynn?, en realidad yo creo que no, que los rasgos de Carlos Alberto poco tienen que ver con los de tal galán. Más me recuerdan a los de Rodolfo Valentino (que no llevaba bigote, pero no hay que dejarse engañar por lo del bigote) y más todavía recuerdan sus rasgos, en realidad, a los de John Gilbert; pero la nariz, eso sí, es mucho más como la de Valentino; ahora bien, la mirada de Carlos Alberto nada tiene que ver con la de Valentino y sí mucho (¿no os habéis fijado?) con la de John Gilbert; y un poco también, ahora que lo pienso, recuerda la mirada de Carlos Alberto a la de William Powell. En este momento mucho, por ejemplo.
    Sí, de tanto esperar, ¿no lo veis?,
    a Carlos Alberto se le está poniendo cara
    de William Powell.
    O, mejor dicho, se le están poniendo ojos 
    de William Powell.

    10. En el parque aquel había un kiosco,
es decir, un puesto de revistas; bueno, de revistas y golosinas y otras zarandajas. Desde donde estaba, allí en el banco de madera, observó Carlos Alberto cómo el kiosquero preparaba las cosas con intención de cerrar; claro, porque ya era la hora de comer. A grandes zancadas se acercó Carlos Alberto al kiosco, comprando un ejemplar de Hermes de América y cinco caramelos tofe bombón para matar el hambre (desde que dejó de fumar, Carlos Alberto se había aficionado a los tofe; los de nata o los de sabor café no estaban nada mal, pero prefería los tofe bombón).
    Hojeó el periódico sin poder concentrarse en nada, mirando a cada momento hacia el portal de Emasinca. 
    Y, por su parte, tras aquellas consideraciones, y teniendo en cuenta que el consumo total (bienes y servicios) constituye dólares la deuda el ingreso nacional pero sin llegar aún a ningún tipo de compromiso pero Emasinca y yo sí estamos comprometidos pues somos novios, la portera es testigo por más que Nestor Rockefeller se sentó a conversar con Kissinger (reunión de índole internacional) PAGAMOS POR SU TELEVISOR VIEJO ¿dónde estará Emasinca, y por qué no regresa la portera? PARA NIÑAS Y NIÑOS: VUELTA AL COLEGIO ¿ya?, pero si todavía estamos en agosto... pobres niños y parece que continúan las huelgas y los problemas; sí, las cosas parecen estar realmente mal, y los agitadores se aprovechan, claro está EXIGIMOS: Residencia en la capital y vehículo propio; edad máxima, treinta y cinco años; estudios nivel bachiller, dedicación total. OFRECEMOS: Elevadas comisiones, incentivos y dádivas sólo les falta decir carantoñas, ¿qué cara pondría mi excelso Wadelmás si le digo que he decidido trabajar de vendedor a comisión?, pero lo cierto es que tendría que buscar algún trabajo, a ver, a ver... SECRETARIA BILINGÜE para agencia de publicaciones