HORROR EN SUPRAMACRÓPOLIS. Novela


HORROR EN SUPRAMACRÓPOLIS
(UNA AVENTURA DE LECHUGUETO)

NOVELA

Por Pedro Fernández Cuesta





1. Lo que estaba pasando en Supramacrópolis
(inquietando al estático prócer de piedra) reflejábase ya en los grandes titulares de la prensa. Lechugueto (macronapias, gafas redondas, coco mondo y lirondo bajo el inestable sombrerete y una sagaz y pícara sonrisa), reportero del Diario de Supramacrópolis (diario de la ciudad y de la nación), se había ocupado (cámara fotográfica en correa y ristre el espigado periodista) del enigmático asunto.
NOTA: El mítico prócer de piedra, el roqueño vejete, se inquietaba y se enojaba y exteriorizaba sus sentimientos en perfecto prístino castellano cervantino, sólo que pocos eran capaces de oírle. Recibía a propios y extraños allí, al final del largo puente (pasaje cubierto: piedra, hierro y cristal  «¡Ah, siempre me han fascinado estos pasajes!», pensó en alto el filosofeta Kruskrús) pero casi nadie miraba al pétreo anfitrión. El enjuto y meditabundo filosofeta (rala la barba y ralo el escaso cabello mal peinado) sí: miraba al roqueño, y aún más: oíale. También Lechugueto estimaba al prócer, pero nunca el periodista oyó hablar al granítico vejete barbado «es una leyenda, claro, pero a mí me gusta hablarle (…) ya, sí, sí, claro, yo tengo un amigo (era el filosofeta Kruskrús en quien pensaba el reportero) que dice mantener largas conversaciones con la eminente estatua.»

2. Al principio
los periódicos serios (como el Diario de Supramacrópolis) no se hacían eco de los acontecimientos. Pero la gente hablaba del asunto, se manifestaba ¡INFORMACIÓN YA! (manifestación poco numerosa pero muy vociferante, que fue disuelta por las fuerzas del orden)… Algunos tenían miedo de salir a la calle, otros salían en busca de emociones. Y no faltaban «¡Ah, sólo era un sueño, menos mal!» quienes sufrían pesadillas. Pero sólo revistas esotéricas (consideradas poco serias) y la prensa underground (no considerada) se ocupaban del tema.
Cuando en el Diario de Supramacrópolis no los aceptaban, Lechugueto publicó algunos artículos (con seudónimo: Patricio Piñuelo) en la revista esotérica Mundo Mágico; y dictó (una noche que había tomado unas copas de más, en el Undercafé Bohemia) una extensa crónica (que también apareció con seudónimo: Agustín Maderuelo) a un colaboreta del mal grapado cuadernete underground Patatán Chispún. «Es la última vez que dicto una crónica, pues entre la poca pericia del copista y mi achispamiento etílico… ¡puf!»
¿ZOMBIS Y VAMPIROS EN SUPRAMACRÓPOLIS? (Patatán Chispún Nº 12, portada y páginas 5 y 6, ilustraciones de Punchoground)
¿QUÉ HAY DE LOS ZOMBIS Y LOS VAMPIROS?, ¿ZOMBIS Y VAMPIROS AQUÍ?, ÚLTIMOS CASOS DE VAMPIROS Y ZOMBIS EN SUPRAMACRÓPOLIS (Mundo Mágico Nº 26, página 31; Nº 28, páginas 18 y 19; Nº 29, portada y páginas 6 y 7; fotografías del autor en los tres números)

3. El primer artículo que, sobre el asunto, publicó Lechugueto en el Diario de Supramacrópolis
se tituló ALGO MÁS QUE BROMAS DE MAL GUSTO. ZOMBIS Y VAMPIROS AQUÍ.

4. Y ahora,
Lechugueto se ocupaba también, simultáneamente, de otro tema, de un caso importante: la desaparición del hijo de Trust König, el acaudalado magnate.


5. Mucho se ha hablado
de las malas relaciones entre Trust König y su díscolo primogénito. Mich König siempre trajo a su padre por la calle de la amargura. Apostando a las carreras de caballos, a la ruleta o al póker; cometiendo infracciones de tráfico con su potente bólido; armando líos, escándalos o fiestas demenciales… Mich König quemaba su juventud malgastando a manos llenas sus talentos en un orgiástico desenfrenado continuum «¡Ah, si Mich hubiera salido como su hermana!», solía lamentar Trust König. Y es que la encantadora Kitty König siempre ha sido, al contrario que su hermano mayor, un dechado de virtudes.
Pero ahora nada de esto importa. Mich ha desaparecido misteriosamente, como si se le hubiera tragado la tierra, y el acaudalado magnate y su virtuosa y atractiva hija están removiendo cielo y tierra para encontrarle.
Firmado: Lechugueto.

6. NOTICIAS FRESCAS (extraídas de diferentes números del Diario de Supramacrópolis) por Lechugueto.
Un profesor del Instituto de Zamora, Sempronio G. S., que había acudido a Supramacrópolis para dar varias conferencias en la Universidad Culturiciense, fue asustado en la tarde de ayer por tres zombis. El profesor, que caminaba solo por una calle poco concurrida, salió corriendo a escape (con un susto de órdago de pensamiento único: pies para qué os quiero) como alma que lleva el diablo, perdiendo un maletín que portaba; que contenía, al parecer, importantes documentos. Don Sempronio no recuerda haber soltado el maletín, aunque tampoco que los zombis se lo arrebataran.
La policía detuvo al mago Trampantojo, como sospechoso de estar implicado en el asunto de los zombis y los vampiros; pero media hora después fue puesto en libertad, sin cargos pero visiblemente malhumorado.
La notable soprano lírica Antonieta Antoniutta, que triunfa en el teatro Alcurnia cantando números de diversas óperas de fama y nombradía, sufrió ayer noche un patatús al contemplar con horror, tras el cristal de la ventana, el espantoso rostro de un vampiro. Lo más extraño del caso es que la habitación del Hotel Noblecourt, donde la distinguida cantante se aloja estos días de estancia en Supramacrópolis, se encuentra ubicada en un sexto piso. Según el doctor Salmonete, el patatús fue de pronóstico leve, por lo que la ilustre diva ya se halla cuasi totalmente recuperada de su lírico desmayo.
Artemiso Sosias fue hipnotizado ayer por un vampiro, que no le causó daño físico alguno. El deleznable hematófago se limitó (que no es poco) a sustraerle un reloj de oro de gran valía sentimental (era regalo del abuelo) y pecuniaria. Esto ocurrió en una tasca cochambrosa, Casa Fritos. ¿Qué se le había perdido a un caballero como Artemiso Sosias en semejante tugurio? Cuando los groseros gritos del tabernero, que quería cerrar, sacaron a Artemiso de su somnoliento estado, éste corrió a los servicios (al fondo a la derecha) visiblemente asustado. Para respirar con alivio cuando, al contemplarse con ansiedad en el churretoso espejo, pudo constatar la ausencia de marcas vampíricas en su cuello.
¿Qué pasará cuando llegue la Gran Fiesta de Máscaras, con tantos seres de ultratumba sueltos?
Un zombi robó una caja de bombones a un niño de corta edad, demostrando ser un cobarde y un abusón (amén de todo otro calificativo que el lector quiera añadir). Según testigos, el desconsolado infante contó, entre sollozos, que los bombones se los llevaba a su abuelita, anciana por la que el chavalín profesa un cariño que raya en la veneración. En exclusiva para este rotativo, un familiar del niño aseveró, para sorpresa de quien esto escribe (que ya creía estar curado de espanto) que el zombi había hecho muy bien. Mas pronto se disipó nuestra sorpresa cuando añadió: «es que la abuelita no puede comer este tipo de dulces.»
Unos zombis asaltaron por sorpresa la Pajarería Regalado y, ante el aterrado propietario, soltaron una gran cantidad de pájaros y aves de gran valor. De los veinte que levantaron el vuelo, sólo dos alados, un canario flauta y otro belga, pudieron ser recuperados (el flauta, y no es por presumir, por el que escribe estas líneas). Perdiéronse en lontananza muchos exóticos multicolores. El dueño de la pajarería, el señor Regalado, sufrió, se ve que por los nervios, un fuerte ataque de tos. Una señorita tuvo la gentileza de traer, de una farmacia próxima que hay allí a dos pasos, un frasco del célebre Jarabe Antitós del doctor Chusco. Un par de cucharadas (adjunta al jarabe viene una cucharita de plástico) y el señor Regalado quedó como nuevo. Cuando ya todos se habían ido, el señor Regalado y el que esto escribe, que nos creíamos solos en el establecimiento, descubrimos, en un rincón penumbroso, la tímida presencia de la joven amable (y atractiva, dicho sea de paso) que tuvo la deferencia de traer el jarabe. Al inquirir cortésmente el señor Regalado por el porqué de su presencia (el pajarero ni se había enterado de que la joven fue quien le trajo el jarabe) la fémina contestó tímidamente: «Sólo quería que me abonara el precio del jarabe, que pagué con mi dinero.»
En una cafetería un vampiro sustrajo a un joven, en un momento de distracción, un catálogo de motocicletas. El joven declaró no estar muy disgustado, ya que dicho catálogo era gratuito.
Vampiros y zombis irrumpieron en una reunión de damas de alcurnia, que, con reposada nobleza y afectada compostura, tomaban el té de las cinco y cuarto. De resultas, allí hubo gritos agudos, tazas y platos rotos, té derramado y algún desmayo y sofoco sin consecuencias graves.
Por ver, tras el cristal de la ventana de su habitación, el pálido y demacrado rostro de un engominado vampiro, la joven estudiante Margarita M. S. sufrió un susto morrocotudo, susto que se le pasó, pero luego le dolía la cabeza. «Tengo ahora un dolor de cabeza que no es normal», declaró la joven. Dicho dolor se le pasó al poco rato. Entonces, más animada, y respondiendo a este reportero, la joven manifestó que el vampiro (del que sólo vio el rostro) era «como los de las películas.»

7. «A veces viene bien
hacer una pausa en el trabajo, creo yo, para aclarar las ideas, para despejar (era un buen día para pasear por el campo) la cocorota.» Y allí estaban, caminando y charlando, el periodista y el filosofeta. Como burgueses de pro, paseando Lechugueto y Kruskrús en aquella mañana dominical. Y otoñal (alfombra de oro: las hojas que crujen), para más señas. «Mas para Lechugueto no hay día festivo. Hasta cuando no trabajo, trabajo», confesó enfáticamente Lechugueto. «Un filosofeta, en cambio, sólo piensa: evita el oprobioso trabajo», contestó, con indefinida entonación, el otro; y prosiguió diciendo: «Sólo me decido a buscar algún trabajillo, para sacar algunas perrillas e ir tirando, cuando me veo entre la espada y la pared.» Y «entre la espada y la pared» significaba verse impelido por circunstancias mayores, tales como una cuadrilla de acreedores aporreando su puerta, inmisericordes y malhumorados. Pero aquel día era domingo, y «los domingos no hay peligro, pues los acreedores, más por rutina que por gusto, transmútanse en mansos domingueros pequeñoburgueses», aseguró Kruskrús, y luego añadió «Pero tú y yo, aunque cual burgueses paseamos, distamos mucho de serlo; tú, Lechugueto, tienes alma aventurera y napias de sabueso pesquisidor; y yo, Kruskrús, tengo alma bohemia.»
Pues eso; Lechugueto sólo quería pasear un poco con su amigo para aclararse, para despejarse; y proseguir luego, enseguida, con su frenético trabajo de cronista metomentodo.
Era un apacible día de otoño. Lechugueto deambulaba con las manos en los bolsillos de su viejo gabán, mientras que el filosofeta caminaba con una mano en la espalda, al tiempo que, con la otra, sujetaba su corva pipa humeante. También gustábale a Lechugueto aspirar el dulzón y aromático tabaco de la cachimba, deleitarse en la contemplación del ascendente voluminoso y denso humo, pero aquella mañana no.
El filosofeta dedicábase en el paseo a cavilar en voz alta, mientras Lechugueto, sin mirarle, con la vista al frente (ante él desplegábanse los otoñales árboles alineados) en silencio le escuchaba, con atención suma.
Allí un vallado, tras el cual sobresalían un par de árboles. Allá, a lo lejos, una casa pequeña, de humeante chimenea. En el cielo, las nubes de paso, de vagarosas y vaporosas formas mutables. En el suelo, cual crujiente alfombra de ocre y oro, las hojas caídas.
Un conejo atravesó el sendero a toda prisa, mirando a nuestros andariegos con recelosa prevención. Lechugueto, rápido como un rayo, con unos reflejos que ni John Wayne, disparó y acertó en el móvil blanco. Mas el asustado orejudo siguió su rauda marcha, hasta perderse de vista tras unos matojos, sin haber sufrido más daño que el susto. Porque Lechugueto no era un cazador, no lo había sido nunca, al igual que el concienciado y vegetariano filosofeta. «Creo que he logrado una buena instantánea del conejo», dijo satisfecho el reportero de cámara fotográfica en correa y ristre; y luego: «Pero le he interrumpido… ¿qué estaba usted diciendo?»
─Decía que, quizá, atraídos por las pantomimas de ultratumba de los bromistas, seres de una dimensión quimérica han irrumpido en la nuestra, de sí ya bastante fantástica. O sea, que la parodia de los farsantes ha funcionado como ritual de invocación ultradimensional.
─Si le he entendido bien, estimado filosofeta, algunas actuaciones han sido cosa de gamberros, mientras que otras han sido obra de…
─Auténticos zombis y vampiros ─aseguró, interrumpiendo y concluyendo la frase de Lechugueto, el filosofeta Kruskrús.
Un gusano que pasaba por allí, sintió que algo eclipsaba la luz del sol. Miró hacia arriba y vio cómo una hoja se cernía sobre él, apresurando el animalillo ¡GLUP! su marcha gusanil. «¡Uf, por poco!», respiró el segmentado blandengue.
─Y usted, ¿cómo sabe todas estas cosas? ─preguntó Lechugueto, ahora sí volviendo el rostro hacia su amigo.
─Bueno, en parte (y sobre todo) por las revelaciones confidenciales (y en su derecho está usted de tildarme de loco) del estático prócer de piedra; en parte, las cosas como son, por la letra impresa de los hijos de Gutenberg, pues mi biblioteca es nutrida y de pro (si esto último puede decirse de un conjunto de libros) ─contestó, vanagloriose humildemente (valga la paradójica expresión) el filosofeta Kruskrús. Para añadir luego: ─Recién he leído un par de vetustos e interesantes volúmenes: “La práctica de la hechicería en Haití” y “De los vampiros”.
NOTA (muy importante para el lector): En la época en que se desarrolla esta historia (los años setenta del pretérito siglo XX) no existía internet ni nada parecido. La información se buscaba en los libros.
NOTA de la NOTA: No existía internet ni nada parecido para el común de las gentes, se entiende, mas las raíces de internet han de buscarse en la década de los sesenta (ARPAnet).
NOTA de la NOTA de la NOTA: Muy pocos, en aquellos tiempos, pudieron tocar el ARPA… net (¿pillan el juego de palabras?)

8. Disertación apresurada y caótica (valga la paradoja) sobre los llamados zombis.
Cadáveres resucitados: zombis. Mas, ¿qué hechicero (y éste, ¿con qué aviesos y aciagos hechizos?) les ha hecho tornar al mundo de los vivos? Cual androides aminan, y de esta forma, no se distinguen demasiado del común de los mortales. ¿Por qué, cómo y cuándo abandonasteis la confortable tumba (aquí me he pasado) antes de dar el, por así llamarlo, salto dimensional desde la realidad quimérica a la usualmente prosaica (a veces desde luego no tanto) realidad esta?
¡Cuánto luchó el ínclito clero contra la pertinaz magia haitiana! (aquí sí que me he pasado tres pueblos) ¿Y fue todo en vano?
La sola palabra vudú hace que a uno le tiemblen las canillas. ¡Vudú! Viene a ser como decir ¡Buuu!
Si los miras bien algunos sí parecen haitianos, por los rasgos.
Por favor: no confundir haitianos (naturales de Haití) con tahitianos (naturales de Tahití).
Digamos de paso que Lechugueto, para realizar sendos reportajes (para el Dominical del Diario de Supramacrópolis) había visitado sendos países: la caribeña y atlántica Haití (en la isla La Española) y la pacífica Tahití (Otaheite, en la Polinesia Francesa).
Los zombis son empleados, dicen, en trabajos de baja estimación. Mira, ¿son zombis? No, esos son trabajadores normales y corrientes. Sí, pero su trabajo (aun siendo de alta utilidad) es poco estimado, y además mal pagado.
NOTA: Resulta curiosa, lectores, la dialéctica guisa en que se enzarza el autor (y volverá a hacerlo) consigo mismo.
─Sí, mal pagado ─intervino uno de los susodichos trabajadores─, pero muchos compañeros dicen «tabú» si son interpelados por un tipógrafo clandestino y barbado. O por un periodista pertinaz como usted, señor Lechugueto. Pero el explotador ignora que algunos (pocos), tras la dura jornada, leemos a la luz de una humilde bombilla, en una mísera buhardilla en un arrabal aún más mísero. Pero, ¿sabe una cosa, señor Lechugueto?, pienso dejar el trabajo de la fábrica y hacerme trapero. Para empezar.
─Ya ─contestó Lechugueto─; y, en relación a lo que ha dicho antes, le diré que muchos eminentes intelectuales (así llamados), con su engolada voz y su afectado bigotillo recortado, también exclaman o susurran: «Tabú». Y un hechicero obrero tahitiano (que parecía marciano) me dijo: «no hay derecho»
Así habló Lechugueto.
Y mirad: Papá Sábado vela en el cementerio, con su elegante aunque algo polvoriento frac negro. Alto y grave, en armonía con los erguidos y circunspectos cipreses.
NOTA: A Papá Sábado se le conoce también como Barón Samedi o Barón Sábado.
Y mirad: Barón Samedi vela en la necrópolis. Su negro sombrero de copa (algo polvoriento) contrastando con su blanco rostro cadavérico.
Otras veces le hemos visto rondando los burdeles (misma facha, mas no tan grave) por las míseras callejas sombrías del arrabal mísero.
Pero (Papá Sábado o zombis) ¿cómo distinguir entre la verdad y la farsa?
(¿Has visto?, esos zombis despeinados y desastrados tienen pinta de norteamericanos de los sesenta.)
Mas, si estamos hablando de saltos dimensionales en el espacio-tiempo, al más alto nivel, ¿cómo puede haber sido el responsable un brujo vudú?, ¿no estará implicado en el asunto, más bien, algún sabio loco, o sea, el típico científico loco de siempre?
La hipótesis del científico loco no parece carecer ni de lógica ni de fantasía, por lo que vamos a tomarla en consideración; y, mientras no tengamos un nombre para el alienado hombre de ciencia, le vamos a llamar Doctor Krazy; y, mientras no tengamos un rostro para el mismo, pongámosle provisionalmente unas luengas barbas, unas gafas de pasta, un cabello desgreñado y una mirada aviesa (ojos inyectados en sangre de tanta noche en vela).
Sabido es que muchas veces los científicos (cuerdos o locos) han desencadenado diabólicas fuerzas (con independencia de sus intenciones) de incalculable poder destructivo. ¡Todo por la ciencia! (A saber si nuestro Doctor Krazy no estará también, cual brujo vudú, aliado con Papá Sábado; porque también a base de formulitas físico-matemáticas y otras zarandajas de alta prosapia puede uno establecer una alianza con el señor de los muertos: el susodicho u otro de similar linaje; desestimando abracadabras, hocus pocus y repulsivas pócimas burbujeantes: BUR BUR BUR BUR…).
Pero lo peor del macabro asunto de los zombis es que el hechicero vudú primero mata, para luego dar vida al vencido inerte. Y esclavizarlo. «¿Te refieres a aquel?» No, aquel nada tiene que ver con esto, es sólo un hombre desarraigado. Refléjanse en su rostro, a modo de marcadas arrugas, los surcos de antaño, los que imprimía con su arado en la modesta tierra que, orgulloso, llamaba suya. Ahora está en venta la tierra pobre que nadie compra; ruinosa la casa de sus ancestros; el arado y la hoz criando herrumbre. Él trabaja ahora en la deshumanizada fábrica. ¡Quién dirá, por su aspecto, que aún es joven! («Pero, ¿sabe una cosa, señor Lechugueto?, pienso dejar el trabajo de la fábrica y hacerme trapero. Para empezar.») «¿Nada que ver? Pues mira lo que hacer ese seboso y respetable (acaudalado) industrial, ahí a solas (la puerta cerrada, para que no le sorprendan los criados): fragmentos de ropa, que el desarraigado cuando era campesino usó, mezcla con algunos cabellos (del mal retribuido obrero) y algunos otros ingredientes (que sus pulcros y bien encuadernados libros le dictan) en un tosco recipiente de barro. Luego sólo resta el chorro de ron, y esperar el sábado próximo para prenderlo todo. Entonces, ¡mira!: Otro campesino, con congoja y pesar, ha decidido abandonar el campo, tras inhalar, cual engañoso anuncio edulcorado, el ponzoñoso preparado ¡LA GRAN CIUDAD DE SUPRAMACRÓPOLIS TE BRINDA GRANDES OPORTUNIDADES!» Ya, pero es que ese acaudalado industrial del que hablas es Trumbuleño Ferucio, un loco. No le puedes poner como ejemplo. «Yo no le he puesto de ejemplo de nada, sólo he dicho que miraras lo que hacía (la puerta cerrada por miedo a los criados) ahí a solas.»

9. Disertación apresurada y caótica (valga la paradoja) sobre los llamados vampiros.
Aquel que por Satán dejó su tumba,
En un sueño nocturno te ha besado.
Al tiempo que susurraba en tu oído, quedo a quedo, palabras de dolorosa dulzura, en un idioma para ti extraño.
(«De todas, tú, mujer, la más hermosa»,
no pudiste entender qué te decía).
Luego, en aquella mañana triste de otoño, ahí, impresas en tu cuello dos veces lívido
(una noticia aciaga en el espejo)
contemplaste (el pavor en tus ojos azules reflejado) las fatídicas marcas.
NOTA: “dos veces lívido”: por ser pálido y por estar amoratado (se juega con la doble acepción de la palabra).
─¿Y este libro? ─preguntó Lechugueto.
─De los libros sobre vampiros ─contestó el filosofeta Kruskrús─ éste es todo un clásico; fue escrito por Johann Heinrich Zopfius y Francis von Dalen, y publicado en Alemania en 1733. Su título es “Dissertatio de Vampyris”, o sea, “Disertación sobre el Vampiro”. Es una auténtica joya, una primera edición. Hace usted bien en tratarlo con cuidado.
─No se preocupe, probo filosofeta, que sé muy bien cómo tratar un libro vetusto de alta alcurnia ─repuso perspicaz, con un leve y amable retintín, el agudo y sagaz reportero.
NOTA: El concepto “filosofeta” fusiona dos palabras: filósofo y esteta.
Y se cuenta: Como humanos, cánidos o quirópteros, los vampiros atacan: varones o mujeres (adultos o infantes) o animales de varios géneros, pues su satánica sed de sangre (¡Ah, las rojas proteínas!) no conoce el límite, no entiende de éticos reparos.
«La mujer era hermosa», dijo Kruskrús; «pero ha de saber usted, amigo Lechugueto, que humanos, cánidos o quirópteros, los vampiros atacan: hombre o mujeres (en adulta o infantil edad) o animales (grandes o chicos) de varios géneros, pues su satánica sed de sangre no conoce el límite, no entiende de éticos reparos, ya que su antinatural vida se mantiene con las rojas hemoglobinas que toma de sus víctimas.»
Y se dice (libros polvorientos y achacosos): La más recomendada madera, para la vampírica estaca, es la de espino blanco (oscuros tiempos supersticiosos). Mas también (negras supersticiones primitivas) otras opciones: sección de la testa o fuego para aniquilar al vampiro, al sanguinario siervo del mal (cuentos terribles).
Un guloso hemoglobínico te ha mordido, mujer, y pronto formarás parte de su clandestino club nocturno.
─¿Hemoglobínico?─piensa, frunciendo el ceño, el barbado académico; el defensor del preclaro y vetusto («¡Mas no anticuado!») sistema («Mire, mire, pollo, yo llevo razón, la palabra “hemoglobínico” no está contemplada en el diccionario»).
Y tú, chaval, por si acaso no duermas nunca sobre una tumba, cuando el sol ya se ha ido.
No te reprocho que ames la luna, mas no desprecies al astro rey, de esplendentes haces de luz aureolado.
Goza, chaval, del soleado día. No te ha sido vedado.
Ellos (los vampiros), en cambio, no pueden solazarse con el soleado día, las espigas doradas, las delicadas amapolas que la brisa mece. Las juveniles risas: la coqueta, en libre juego perseguida (y los trinos de los pájaros) por el enamorado pertinaz (dos corazones palpitando al unísono). O un buen día (magnífico, luminoso) para pescar truchas en el río.
Ellos, en cambio, émulos del nocturno murciélago, murciélagos a ratos ellos mismos, de nada de esto gozan.
Ellos se van a dormir al tiempo que los serenos (los veladores nocturnos), mas no a la cama. En el frío ataúd se acomodan, sobre un colchón de tierra. Y allí pasan el día, regocijándose en atroces pesadillas que ellos llaman dulces sueños.
Y si detestan el día, el sol radiante, los modernos apartamentos (amplias ventanas con vistas al mar), aman, en cambio, la traicionera niebla, los días tormentosos, los tenebrosos castillos de gótico aspecto (con sus amplias estancias polvorientas y sombrías, donde las doctas ingenieras peludas tejen inmensas telas portentosas).
El impoluto restaurante funcional aborrecen, mas adoran (como si fueran poetas malditos) la mugrienta tasca, la ruinosa taberna que los ásperos trabajadores frecuentan. Allí se sientan (el incómodo taburete, la tosca mesa de madera carcomida) a saborear (si un cadáver hacer esto puede) su amarga absenta (que no sólo de sangre vive el vampiro), mientras los otros, los groseros parroquianos, profieren sus exabruptos blasfemos.
Les gusta a los vampiros verse rodeados de semejante chusma, pero nunca verás que se dignen a dirigirles la palabra. Allí siempre les verás solitarios (si acompañados, quizá de alguna dama del arroyo de mirada triste y ojos brillantes, nunca en compañía de otros de su aristocrática calaña), fija la atención en ninguna parte, estáticos como estatuas pétreas.
No obstante, en ocasiones, a uno de estos solitarios verás escribir, en un pequeño cuadernillo de gastadas tapas de hule (que luego guardará en el bolsillo de su chaleco), versos endecasílabos que sólo él puede comprender.
Acaso te crearon (también se ha dicho), ¡oh, lujurioso vampiro!, al transmutarse en oníricas aflicciones (fálica sádica estaca, por ejemplo; o el succionar obsceno y repulsivo), afectos sexuales reprimidos. Porque, tras estudiar el fenómeno (¿por qué los vivos creen en la naturaleza maligna de los muertos?) «Reproche obsesivo», sentenció el psiquiatra (Sigmund Freud, el austríaco insigne). Y es así: en su ignorancia (sobrestimó el poder de su deseo) responsable se cree el óbito del otro; y, de esta forma, con congoja y terror el regreso espera: del vengador difunto. Y, de entrada, ha conseguido: los vivos ya no quieren visitarle, por la ristra de ajos, que es hedionda.
¿Oníricas fantasías? Mas, por si acaso, tú procúrate un buen crucifijo a mano, o, en su defecto, cruza dos tablas cualesquiera que siempre encontrarás por ahí caídas. Y, sobre todo, recela de aquel que no obtiene respuesta en el espejo.
¿Y qué decir de los fans de los vampiros? De ése, por ejemplo, la habitación siempre verás empapelada de pósters y recortes de revistas: NOSFERATU a simphony of horror Carlos Villarías “DRÁCULA” con Lupita Tovar TOTALMENTE HABLADA EN ESPAÑOL. Bela Lugosi (the original uncut version!) SCREAMY! RKO CAPITOL theatre BELA LUGOSI IN PERSON (en la tele y el cine le había fascinado todo aquello) tanto papel clavado con chinchetas, y así la pared se estropea. «¿Te das cuenta?» Es su madre. La verás enfadarse «Esto es cosa del diablo», exagerará, y, en todo caso, la poseída por las fuerzas del mal te parecerá ella. El padre callará (no emite parecer quien no lo tiene), encenderá un cigarro, cogerá el periódico, se encaminará al salón (modesta estancia, la principal de la vivienda) «¿Y tú no dices nada?» Él se hará el sordo; huyendo de la pueril polémica. Revistas y novelitas sobre la mesa verás también amontonarse, y en las estanterías; allí donde tendrían que estar («¿pero es que acaso no apruebo todas?») los libros de texto («¡sí, pero podrías sacar mejores notas!» «pero qué loca estás», pensará el chico) El padre, ya en el salón, mientras lee las noticias (en el cenicero el humeante pitillo) carraspeará; «cómo está el mundo», musitará para el canario (el fumador pasivo, un capricho de ella que ya ni canta. De buena gana él lo soltaría) «yo tengo mis derechos», dirá el chico «¡cuando vivas en tu casa!» le contestará la madre (¡oh, cuándo será eso!) gritando demasiado (una voz tal vez algo desagradable, chillona en demasía. Y la bronca ya estará montada. El padre asomará entonces la cabeza «yo voy a por tabaco», dirá quedo. Y, no por siempre, sólo hasta que amaine la tormenta, abandonará «¡uf!» la casa.

1. Sí, lo que tenía que ocurrir ocurrió: NOTICIAS NO POR GÉLIDAS MENOS FRESCAS (extraídas de diferentes números del Diario de Supramacrópolis) por Lechugueto.
Ayer tarde, un difunto resucitado se le apareció, de sopetón, a un agente de policía. Y como el guardián del orden público solicitase (amablemente) la documentación al susodicho, éste (desastrado, pálido y ojeroso sujeto) trató, furioso, de agredirle. Zafose el probo agente del demoníaco ser a duras penas, y, desenfundando su pistola reglamentaria, efectuó tres certeros disparos contra el más que presunto zombi ¡para nada! pues el plomo (mortal reprensión) no hizo mella en él. Claro, ¿cómo matar a un muerto por muy buena puntería que tengas? Total, que al final el policía pudo salvarse, pero el zombi no pudo ser capturado. Y ahora, ¿por qué no descartamos, de una vez para siempre, la teoría de los gamberros en el asunto de los zombis? Y, respecto a los vampiros, espero que no tengamos que decir pronto lo mismo.
Juvenal Sanfeliú Balaguer, estudiante diligente, con dilección aplicado a las letras, predilecto de profesores próceres: Había acudido al cementerio (declinaba el día) en busca de inspiración literaria (pretensión estudiantil de componer, ¡arte por el arte!, alguna oda macabra, lira a lira: ejercicio de métrica y estilo) para su clase de retórica pura. Otoñal soledad en el camposanto que cubríase ya de mórbidas penumbras. Mas en este momento, estimados lectores, me dice el director, echando sapos y culebras, que no me enrolle tanto con florituras, que luego vosotros, los prosaicos lectores, protestáis. Pero no puedo evitarlo: retórica estudié, en mis años mozos, con don Epifanio Sansón, el mismo para quien el susodicho Juvenal iba a componer su oda (el mundo es un pañuelo, y, además, a don Epifanio ya le hacía jubilado). El caso es que, de sorpresivo improviso, el lírico estudiante vio que, ante él, allí sentados (sobre una tumba: declinaba el día: sepulcral silencio) estaban dos jóvenes enamorados (gótico, crepuscular romanticismo evocando), de ella tomando él las manos entre las suyas, silentes contemplándose con arrobo, bellos. Los rostros de ambos observó, a él de perfil, Sanfeliú. Noble y fascinador perfil el de ellos. Los dos muy pálidos de tez, ojerosos en exceso tal vez. Entonces él, el estudiante de retórica pura, pensó que allí estaba la inspiración para su poema, el feliz estímulo. Mas súbitamente… ¡horror y espanto!, con brusquedad mecánica, cual autómatas, volvieron los enamorados sus rostros hacia él, mirándole fijamente: con una manera de mirar que no casaba con este mundo (como sus decimonónicos atavíos no casaban con esta época). Y, ¡terror de terrores!, ante sus espantados desorbitados incrédulos ojos, Juvenal Sanfeliú Balaguer vio como el pálido enamorado transfigurábase (como en una película de buenos efectos especiales) en un espeluznante quiróptero con sus manos alas abiertas desplegadas. Y, antes de que el estudiante pudiera salir de su paralizante pasmo, abalanzose sobre él la negra bestia, mientras la pálida fémina estruendosamente reía a carcajadas, mostrando unos largos y agudos colmillos vampíricos; al tiempo que su semblante, antes sereno y de nobles facciones, mostrábase ahora descompuesto y de groseras trazas. Luchó Juvenal con la bestia, pugnó por desembarazarse del pertinaz quiróptero; y en la lucha sintió una punzante y gélida sensación en el cuello ¡el repulsivo hematófago le había mordido!
Ahora Juvenal está en cama, paciente y amorosamente atendido por su madre y su hermana. El joven está consciente, lúcido, por lo que no podemos achacar sus palabras a delirios febriles; por más que la fiebre no remite. Este reportero habló con él, y, a partir de sus palabras, conformó (conformé) el anterior relato. Juvenal sigue reafirmándose en su narración, en la certeza de ésta, que sus dos marcas del cuello atestiguan. Los oídos incrédulos existen, y en la incredulidad persistirán, pero yo sí le creo.
Un dato extraño es que, en un momento dado, el encamado joven confesó, ante los atónitos circunstantes, que la pálida joven (así la llamó), antes de volverse grosera y vampírica, se parecía muchísimo a su hermana. Hizo esta confidencia con una sonrisa inquieta, mientras gotas de sudor (que presumo frías) perlaban su noble frente. Ni qué decir tiene que, de entre los presentes, quien más se pasmó por tales palabras fue la mentada hermana, que por poco no derramó un zumo que para su hermano traía. Los circunstantes, los allí en torno al enfermo, éramos: la madre, la hermana, el médico de cabecera, un amigo de Juvenal y este seguro servidor.
Preguntándole yo por el joven (y mucho más que presunto vampiro) del cementerio, dijo Juvenal: «Ese no me recordaba a nadie… quizá un poco a Rodolfo Valentino».
Los lectores de este diario recordarán, seguramente, a aquella joven y hermosa mujer de ojos azules que, besada en sueños por un vampiro, amaneció con las fatídicas marcas. Pues el asunto que hoy les trae este heraldo, continuación es de aquel infausto y verídico drama. La joven de azulenca mirada ha desaparecido, sin dejar rastro. Sus progenitores, su apuesto prometido y un larguísimo etcétera de allegados (amén de un sinnúmero anónimo de lejanos admiradores) están consternados (¿tanta gente?, sí, claro, dado que la joven, a más de hermosa, tiene los ojos azules). La policía, últimamente desbordada por tamaña ingente acumulación de casos sobre casos, hace lo más que puede… hasta el momento sin éxito.
Este periodista se siente preso del abatimiento (todo lo preso del abatimiento que puede sentirse un animoso profesional de la prensa) por tener que dar hoy, una vez más, noticia de una desaparición. Si tres días atrás dejábamos constancia de la misteriosa ausencia de aquella llorada joven de ojos azules, hoy hemos de constatar otra desaparición, la de un mozo, Tomás N. V., que falta del paterno domicilio donde mora. Y, en relación con este asunto, otra constatación que, quizá, puede ser relevante: de buena fuente hemos sabido que el joven Tomás es un fan incondicional del subgénero (ya sea en cine o ya sea en novela) de vampiros (que, como bien sabe el lector, es particular división del género de terror). No es seguro, en cambio, que guste el joven del susodicho subgénero en historieta o cómic.

11. Al igual que la policía,
También Lechugueto veíase desbordado por tamaña ingente acumulación de casos sobre casos, que él tenía que investigar, como reportero pesquisidor que era, para luego transmutar, a vuelapluma, en verídicas y literarias crónicas.
Y, entre tanto asunto, Lechugueto tenía que dar preferencia, por expresa orden del director, al caso de la desaparición de Mich König, el díscolo primogénito del acaudalado magnate Trust König. «¿Estará también relacionado este suceso con el multiforme y horripilante affaire (miedo y escándalo) que (zombis o vampiros) infesta la ciudad?», caviló Lechugueto.

12. También hubieron de cavilar mucho
las autoridades competentes (importantes personalidades, venidas de fuera de la ciudad, habían mantenido larga y concienzuda reunión con el alcalde de Supramacrópolis). El asunto peliagudo (así le llamó el alcalde) versaba sobre una resolución que ya no podía ser aplazada. La Gran Fiesta de Máscaras, de castiza raigambre entre la densa población ciudadana, por su proximidad inquietaba y acuciaba a la determinación: sí o no, sin más vacilaciones; por más que nadie poseyera argumentos evidentes para decantarse por una u otra posición. Permitir el masivo regocijo público, la caótica y multicolor fiesta, sería temerario, qué duda cabe, con tantos zombis y vampiros acechando por ahí, que con facilidad podrían confundirse entre las enmascaradas hordas. Mas no menos temerario sería prohibir la tumultuosa y jocosa algarabía, pues es seguro que la indignación popular devendría en violentos desórdenes de imprevisibles consecuencias. Vociferante revuelta tomaría las calles: parapetados tras máscaras terribles, ex profeso diseñadas con rabia entre blasfemias y carcajadas en algún infecto tugurio, poseídos por una ira vehemente los violentos vocingleros recorrerían las calles, pulularían por las plazas, danzarían en las grandes avenidas con el ánimo visiblemente perturbado, presos de un frenesí salvaje. Los disturbios callejeros harían época. Automóviles llameantes iluminarían, llegada la noche, la diabólica farsa. Las fuerzas del orden veríanse impelidas a actuar. Y la farsa se teñiría de sangre. Amén de que zombis y vampiros subrepticiamente sumaríanse a la fiesta. «Pensándolo bien», opinó Don Práxedes (alcalde presidente del excelentísimo ayuntamiento de Supramacróplis), «creo que es mucho mejor no prohibir la Gran Fiesta de Máscaras.»

13. Multiforme y variopinta
era la Gran Fiesta de Máscaras. Múltiples formas, diversas facetas. No era una sino muchas fiestas. Abigarradas multicolores o de coherente policromía eran. Cada grupo tenía su particular regocijo. Chabacanas populares hordas blasfemas o suntuosas y distinguidas veladas aristocráticas; y, en medio, todos los más varios matices que imaginarse puedan. Como podían o como querían la celebraban: la Gran Fiesta de Máscaras. Bufones groseros en mugrientas tascas, o melancólicos arlequines en salones magníficos o jardines de ensueño. Y, en medio, todos los más varios matices que imaginarse puedan.

14. NO SE PROHIBIRÁ LA GRAN FIESTA
DE MÁSCARAS, proclamaron las letras de imprenta. Y el fervoroso aplauso al magnánimo permisivo alcalde fue casi unánime.

15. Y ahora, lector benévolo,
vamos a ponernos líricos.

16. FIESTA DE MÁSCARAS (poemas)
I. El sueño
La linda colombina tuvo un sueño:
su atavío otoñal no era fingido;
ya no falaz disfraz, sólo un vestido;
y al amo de su amor (su dócil dueño,
su gentil y galante enamorado
que, disfrazado,
era comparsa
en la gran farsa)
Hipnos farsante
(dios delirante)
mutó también su ser, y, cual espejo,
su ropa de pierrot fue su reflejo.

II. Rememoración
Y el otoño pasado
fue tan feliz, que al recordarlo ahora,
el otoño estrenado
(hora amenazadora)
mueve a oración, y el arlequín implora.

III. El intruso
Vendrá subrepticiamente
a la Gran Fiesta danzando;
una máscara ocultando
su faz, muy probablemente.
Será su danza demente,
mas el ínclito impostor
será, quizás, el mejor;
tal vez, quizá, el más altivo
a pesar de no estar vivo;
de ocultar tan mal color.

IV. Animándose
Prepara el disfraz
para su solaz,
para la ocasión;
Se siente capaz
de sentirse en paz,
de olvidar el ton
y también el son
que en televisión
no cesan de dar,
y, sin ton ni son,
llegada la acción,
cual loco… ¡danzar!

V. Presentimiento
Algo se presiente en la lenta espera;
algo desespera o la llama aviva
del ansia más viva del más inconsciente
arlequín demente.

VI. En vísperas
Y aquel ocioso estudiante
de jocosa condición
crea para la ocasión
(«sí, la mejor solución…»)
un disfraz extravagante
para un fin que le divierte:
del trasmundo
ser un zombi que, jocundo,
desconcierte.

VII. Juventud
Por impulso arrollador
desmorónase lo estático;
vence con magma fanático
lo temerario al temor.

(continuará)

17. «A veces viene bien
hacer una pausa en el trabajo, como decíamos el otro día, para aclarar las ideas, para despejar
(aquel día hacía un viento algo desagradable)
La cocorota.» Y allí estaban otra vez, caminando y charlando, el periodista y el filosofeta. Como burgueses de pro, paseando Lechugueto y Kruskrús en aquella ventosa mañana dominical (milagro parecía que no saliera a escape el inestable sombrero que, sobre el coco mondo y lirondo del reportero, caprichosamente pirueteaba, a merced de los antojadizos dictados del viento). Mañana ventosa y (hojas de oro en caótica danza) otoñal, para más señas.
─Me gustó mucho ─dijo el filosofeta─ su crónica sobre Juvenal, ese estilo tan literario; ¿no ha pensado, amigo mío, en la narrativa de ficción?
─Pues verá ─contestó Lechugueto─, lo mío es la narrativa periodística; eso sí, una narrativa periodística abierta, en lo formal, a lo literario, e incluso a lo poético; y veraz en el fondo, en el contenido.
─Esto daría lugar ─repuso el filosofeta─ a algo parecido a lo que se ha llamado novela realista. Sólo parecido, claro; porque su narrativa periodística descarta la ficción. ¿Pero qué pasa ─continuó explayándose Kruskrús─ cuando uno quiere ser realista, veraz, pero la realidad, la verdad, se presenta fantástica? Usted, Lechugueto, en su crónica sobre Juvenal, sólo pretendía ser verídico, y fue fantástico, romántico, gótico. Es cierto que no lo fue solamente por lo que contó sino por cómo lo contó, por su estilo, por su forma. Mas no creo equivocarme si digo que el fondo (de real fantasía, que usted no había elegido) condicionó la forma. Porque yo he leído crónicas de usted de fondo realista (o quizá habría que decir de fondo no fantástico, verosímil), perfectamente conformes con la lógica cotidiana; y, en estas narraciones, la forma que usted ha empleado ha sido de tal carácter, de tal sobriedad, de tal parquedad y ausencia de adornos y filigranas, que ningún purista del realismo podría censurarle.
El filosofeta Kruskrús hizo una pausa. El viento continuaba arreciando. Entonces, sacando de un bolsillo interior de su abrigo los recortes de prensa doblados, dijo:
─Me he permitido traer aquí, para comentarlas en el paseo, dos reseñas, dos breves noticias por usted escritas. Cada reseña trata de una manifestación vociferante en la vía pública; cada reseña de una concentración de ciudadanos no autorizada. La más antigua reseña, ésta de aquí, brevemente relata la manifestación de los obreros de la fábrica textil, que reivindicaban condiciones laborales dignas. La otra reseña, ésta, trata de la huelga de ciudadanos que, indignados, pedían más información sobre el asunto de los zombis y los vampiros. ¿Le parece bien que las leamos?

18. La primera reseña dice así:
Los obreros de la fábrica textil (hombres y mujeres) tomaron la calle. La desautorización de la concentración no les amilanó. Atardecía. Nubes de tormenta cubrían el cielo de Supramacrópolis. Las enhiestas farolas de la Avenida Ancha iluminaban las grandes pancartas, sus reivindicativas y combativas consignas: Si no nos dais MEDICINA, no nos pidáis DISCIPLINA (la medicina que piden es un sueldo digno) Si no hay REMUNERACIÓN vendrá la REVOLUCIÓN; o, también: Si queréis buenos TEJIDOS dadnos nuestros COMPRIMIDOS. O esta otra: MUCHO RUIDO y POCAS NUECES (o sea: soportan durante una larga jornada el estresante ruido de la maquinaria, a cambio de un escaso salario) O aquella que exclamaba: ¡Digo sí a la OO, pero a la SPAH digo no!! (La OO es la Organización Obrera, la SPAH es el Sindicato Patronal Anti Huelgas). La marcha avanzaba pacífica. Casi silenciosa. Las nubes presagiaban inminente tormenta. Las fuerzas policiales habían tomado posiciones, expectantes. Su presencia, lejos de amedrentar a los manifestantes, excitó el ánimo de algunos. NO SOMOS ZOMBIS NI ESCLAVOS, MIRADNOS: SOMOS HUMANOS, leemos en otra pancarta. Entonces, aquí, allá y acullá, potenciados por megáfonos (allí, en el cielo, la ráfaga luminosa de un rayo) atronaron gritos de protesta en la tarde que declinaba, al tiempo que retumbaba un trueno, como un cañonazo. La crispación se extendió, se generalizó. Insultos procaces profirieron las desvergonzadas masas vociferantes (empezó a llover) contra los patronos. La mayor parte de los insultos iban dirigidos contra el megapatrón de la fábrica textil, Trumbuleño Ferucio. Entonces, aunque aislados y minoritarios, se desencadenaron actos vandálicos: varios contenedores de basura volcados, los cristales de un par de escaparates que saltaron en pedazos (allí, en el cielo, la ráfaga luminosa de un rayo: la lluvia arreció)… Las fuerzas policiales cargaron (retumbó el trueno) Gritos, caídas… Era el caos, la batalla campal; las carreras bajo la lluvia torrencial, sobre los charcos y la basura esparcida de los contenedores derribados. Piedras, huevos y otros objetos hendieron el aire, se estrellaron contra los blindados escudos transparentes de los antidisturbios: parapetados tras sus escudos blindados y con sus porras de goma en ristre la policía hizo su labor.
Tras arduas pesquisas, quien esto escribe lo supo luego: Quienes iniciaron los actos vandálicos (varios contenedores de basura volcados, los cristales de un par de escaparate que saltaron en pedazos…) eran infiltrados de la SPAH.
Firmado: Lechugueto.

19. La segunda reseña dice así:
Una manifestación, poco numerosa pero puntualmente muy vociferante, tomó la calle. Los manifestantes reclamaban información sobre el extraño asunto que, cada vez más, desconcierta y desasosiega a los ciudadanos: ¡INFORMACIÓN SOBRE ZOMBIS Y VAMPIROS, YA!, gritaban con desgarro las pancartas: cruda tipografía expresionista y tétrica, que parecía sacada de vetustos carteles cinematográficos: “El gabinete del doctor Caligari”, tal vez; o quizá “Fiend without face”, con algo de “House o Dracula” (según colijo tras consultar mis archivos), pero añadiéndose a estas venerables influencias una buena dosis de cutrez underground (en alguna de las pancartas me pareció reconocer el estilo de Punchoground). El día era gélido. Los rostros de los manifestantes parecían hoscos, sombríos… Casi todos gente joven (chicos y chicas) de contestatario aspecto, más o menos desgreñados según el look (pronuncie el lector “luk”) que en los adscritos a esta rebeldía de nuevo cuño domina. La tónica era el silencio, a veces casi sepulcral en la tarde helada. Mas, en momentos puntuales, aquí, allá y acullá, rompían inesperadamente el silencio desgarrados gritos inarticulados; tan bien ejecutados que hacían que a uno le temblaran las canillas. Parecía como si entre los manifestantes hubiéranse infiltrado los seres de ultratumba, mas no era este el caso, sino que todo se ajustaba a un bien orquestado happening. Pero era curioso cómo aquellos jóvenes se habían mimetizado con aquellos seres (¡INFORMACIÓN SOBRE ZOMBIS Y VAMPIROS, YA!) por cuya nebulosa presencia sentíanse amenazados.
Entonces, súbitamente, algunos jóvenes trataron de voltear un automóvil… Se oyó un grito como un trallazo, una orden de mando cortante y gélida en la tarde helada. Los ciudadanos trasmutáronse en enemigos, y fue la carga y el caos. ¡Zas!, ¡Cuidado! ¡Corred, corred! ¡TRASH! Carreras raudas, aparatosas caídas, gritos, exclamaciones, imprecaciones… El happening tornose pánico, el bulevar campo de batalla. ¡Oh, cuántas piedras, huevos y otros objetos hendieron el aire gélido! ¡Y cómo se estrellaron ¡CATAPÙM! Contra los blindados escudos transparentes de los antidisturbios! ¡Y cómo, en la tarde aciaga, blandieron los policías sus porras de goma, inmisericordes!
Allí reconocí al dibujante Punchoground, que, perseguido de cerca por tres o cuatro del orden público, pudo zafarse de ellos, pies en polvorosa, escabulléndose por una estrecha calleja sombría. ¡Mas aquí deja este reportero (avispado y sagaz, aparte la modestia) su veraz testimonio!: Punchoground no cometió acto incívico o delictivo alguno. Y lo afirmo por lo que vi y por lo que posteriormente pesquisé.

20. ─Pues eso ─dijo el filosofeta
tras concluir la lectura.
─Pues sí ─contestó Lechugueto.

21. Para leer con mayor tranquilidad
las reseñas, el filosofeta Kruskrús y el periodista Lechugueto habíanse sentado en un banco (de esos de madera con respaldo), y allí seguían, tras la lectura, charlando.
─Este obrero ─dijo Lechugueto─ era uno de los organizadores de la manifestación, si no el principal cabecilla.
Señalaba el reportero a un manifestante que, en una fotografía (tomada por el propio Lechugueto) que acompañaba la primera reseña, aparecía forcejeando con uno de las fuerzas del orden.
─A este obrero ─continuó Lechugueto─ le conocí personalmente. Me dijo que quería dejar la fábrica y hacerse trapero… para empezar. No recuerdo su apellido, pero sí su nombre: Juan. Yo, puesto que estaba allí (la foto la hice yo) sé lo que pasó: Juan sólo forcejeaba con el policía para defender a un compañero inocente; sí, el policía se había equivocado de persona.
─Y, volviendo a lo de antes ─comentó Lechugueto─, tiene usted razón; mi segunda reseña resulta más… retórica.
─Pero no tan retórica como la lírica noticia de Juvenal ─añadió Kruskrús.
─Por cierto, amigo Kruskrús, ¿ha vuelto usted a hablar con el prócer?
(RECORDATORIO: El mítico prócer de piedra, el roqueño vejete, se inquietaba y se enojaba y exteriorizaba sus sentimientos en perfecto prístino castellano cervantino, sólo que pocos eran capaces de oírle. Recibía a propios y extraños allí, al final del largo puente (pasaje cubierto: piedra, hierro y cristal) pero casi nadie miraba al pétreo anfitrión. El enjuto y meditabundo filosofeta (rala la barba y ralo el escaso cabello mal peinado) sí: miraba al roqueño, y aún más: oíale. También Lechugueto estimaba al prócer, pero nunca el periodista oyó hablar al granítico vejete barbado.)
─Sí ─contestó el filosofeta Kruskrús─, el otro día, y me alegra que me pregunte por él, ya que tenía intención de hablarle hoy del sabio vejete de piedra. Pues a propósito de él he de decirle algo que a usted, Lechugueto, le concierne.
─¿Ah, sí?
─Sí: he de decirle que el prócer me dio, el otro día, un mensaje para usted.
─¡Caracoles!
─Me dijo el prócer que fuera usted a hablar con él; solo y sin escepticismo apriorístico. Cuanto antes.

22. Al día siguiente,
pues le caía más o menos de paso, Lechugueto decidió acercarse a la estatua del prócer. «¿Qué me cuesta?» Llevaba consigo su escepticismo, pues eso se tiene o no se tiene; no se lo quita uno a su antojo. Más que frío hacía fresco. Hojas doradas alfombraban la acera, el empedrado de las viejas calles.
¡No salía de su asombro! ¡No podría creerlo! A su pregunta «Bueno, prócer, ¿qué tienes que decirme?», éste (sin mover los labios, cual ventrílocuo) le había contestado: «Algo importante», con una voz grave, de insondable profundidad.
En derredor, en la tarde más fresca que fría, todo estaba solitario. Sólo, muy en la lejanía, algún que otro transeúnte. Varias vueltas dio Lechugueto en torno a la pétrea estatua del prócer, por ver si alguien le estaba queriendo gastar una broma.
─¡¿Pero es posible que el prócer de piedra hable?! ─exclamó Lechugueto estupefacto.
Entonces el roqueño vejete habló de nuevo, diciendo:
─El niño malcriado jugaba en la vieja casa, con su hermana y una amiga de ambos, a pasar miedo.
Luego, tras pronunciar (sin mover los labios, cual ventrílocuo) tan enigmáticas palabras, la estatua enmudeció como una ídem. En vano esperó Lechugueto (a pesar de todas las cosas que tenía que hacer): el prócer de piedra no dijo ni mú.

23. Muchas vueltas dio Lechugueto
en su cocorota a aquellas endiabladamente enigmáticas palabras («Me voy a volver majareta, si no lo estoy ya»), cuando, súbitamente, encendiose sobre su coco la luminosa bombilla: «¡Eureka!»
Lechugueto creía haber dado con la clave del enigma: «¿Niño malcriado?, ¡Claro! ¡Mich König!», pensó Lechugueto, «Mich König jugaba en la vieja casa, con Kitty y una amiga de ambos, a pasar miedo.»
No sabía Lechugueto por qué razón el prócer de piedra le había comunicado aquello. ¿Pero de verdad creía que le hubiera hablado la estatua? Más lógico era pensar «sí, claro, indudablemente…» que se tratase de un fenómeno telepático o algo así; o incluso algo más sencillo todavía: un micrófono oculto muy bien disimulado «por más que busqué no pude encontrar nada». Y la sospecha: «¿Está Kruskrús detrás de todo esto, era esa voz grave y profunda la suya?; no lo parecía, pero…» En cualquier caso, Lechugueto pensó que si aquella ¿pista?, viniera de quien viniera, podía servirle para el esclarecimiento del asunto de la desaparición de Mich König, bienvenida era.
Tras estas y otras muchas cavilaciones, Lechugueto tomó una decisión: hablar con la hija del acaudalado magnate Trust König, con la encantadora hermana de Mich König («¡Ah, si Mich hubiera salido como su hermana!», solía lamentar Trust König) Sí: hablaría con ese dechado de virtudes que decían que era Kitty König.
Ahora bien: «Mejor es que me ponga en contacto con Kitty sin decir nada a su padre», reflexionó Lechugueto, «pues el magnate me tomaría a buen seguro por un excéntrico, aunque también Kitty me va a tomar por un majara perdido, pero en fin…»
Y tras elucubrar otro rato, concluyó: «Sí, me pondré en contacto con Kitty sin decir nada a su padre, pero a Kitty tampoco le diré la verdad sobre mi fuente de información. Le diré, simplemente, que recibí una información de cierto confidente que quiere permanecer en el anonimato. Sí, le diré que mi informador me hizo prometer que no desvelaría su identidad.»

24. Era una noche fría.
El cielo estaba nublado. Con las manos en los bolsillos de su gabardina (llevaba puesto el sombrero de los días especiales: el sombrero que ajusta bien), Lechugueto se encaminaba a buen paso hacia el Swim de Luxe, el elegante club de jazz. Allí se había citado con Kitty König «Me ha costado lo suyo, pero al fin lo conseguí ¡Albricias!» No llevaba (a la vista) su cámara fotográfica «Una cosa, señor Lechugueto: no venga con cámara de fotos» «Como usted quiera, señorita Kitty» pero la llevaba «por si acaso, nunca se sabe». Noche fría. Cielo nublado. «¡Albricias!» La calle estaba muy concurrida y animada. Viernes noche. De aquí para allá, de allá para acá, los transeúntes gastando suela, pisando acera, cruzando asfalto «No esperaba que Kitty me citara en un club de jazz» en pareja, solos o en grupo «pero, bueno, eso demuestra que la virtud no está reñida con el jazz» Y el tráfico ¡Piii, Piii! Intenso. «He visto tantas fotos de Kitty König!» (Piii,Piii!) «… y ahora voy a conocerla personalmente…» Era una noche fría. El cielo estaba nublado. Con las manos en los bolsillos «¡BRRRR, qué frío!» de su gabardina «Albricias!» (llevaba puesto «voy elegante, como tiene que ser» el sombrero de los días especiales: el que ajusta bien) de aquí para allá, de allá para acá, los transeúntes… Lechugueto se encaminaba a buen paso «¡BRRRR, qué frío!»: ¡Albricias!» hacia el Swim de Luxe, el elegante club de jazz: «¡Albricias!».

25. Impaciente miró su reloj
de pulsera. «Es capaz de no venir», pensó Lechugueto, que ya empezaba a estar algo mosqueado por la larga espera.
Anisete, Curasaos y Licores superfinos COGNACS y RONS Marie Brizard y Roger BURDEOS.
La gente, las risas, la música de jazz.
Almuerzos, comidas y colaciones.
Cocina esmerada. VINOS CONFORTABLES.
Un Club de Primer Orden.
Magníficamente decorado.
La gente, las risas, mujeres sofisticadas, hombres atildados, la música. EL MEJOR SWIM de jazz.
Vidrieras artísticas GRANDES VINOS DE CAHMPAGNE.
ESPECIALIDAD DE COGNACS.
SERVICIO A LA CARTA Y A PRECIO FIJO.
Todos los sábados: ORQUESTA DE JAZZ (BIG BAND)
Sincopada animación en la pista de baile.
Jazz refinado, europeo… DU BA DU BA DU BA DU…
«Una excelente cantante», pensó Lechugueto, «y muy atractiva»
Presentamos hoy a una de las mejores cantantes españolas de jazz TAL VEZ EL MEJOR TROMPETISTA ESPAÑOL DE JAZZ, TAL VEZ UNO DE LOS MEJORES DEL MUNDO Música y arreglos de DU BA DU BA DU BA DU tal vez uno de los mejores compositores españoles de jazz AL FRENTE DE SU FORMIDABLE ORQUESTA «Es capaz de no venir»
¿El jazz puro instinto? ¡NO, POR FAVOR!

26. LLEGÓ POR FIN
hierática. Con un elegante pero sencillo vestido de calle. Discreta e inexpresiva buscó con la mirada al periodista («creo que le reconoceré, señor Lechugueto, he visto su foto en el periódico»), pero ya el sagaz Lechugueto, con su reporteril mirada de lince había detectado, ¡ipso facto! su discreta pero llamativa presencia («aún es más atractiva que en las fotos») y raudo avanzaba hacia ella, luciendo la mejor de sus sonrisas.
«¡Eureka!», había exclamado en voz alta, cuando ¡por fin! la vio entrar en el local, el reportero impaciente (la sincopada música envolvía el local). Y cuando (raudo avanzaba hacia ella) los ojos de Kitty König fijaron en los de él su mirada, el entusiasmado Lechugueto pensó que aquella joven mujer era «aún más atractiva que en las fotos, sí».
─Perdone la tardanza, señor Lechugueto ─comenzó a disculparse Kitty König─ pero es que…
─Ni una sola palabra, señorita Kitty, y muchas gracias, reitero, por haberse dignado usted a venir.
Sombrero y guantes y un gran lazo negro contrastaban con el claro vestido, de otoñal tono e inspiración monacal (inspiración entonces en boga) «Está realmente preciosa, sí». Y el rubio cabello, en parte oculto por el sombrero.

27. ─Iré al grano,
Señorita Kitty. Como ya sabe usted, me ocupo de investigar la desaparición de su hermano. Hasta el otro día no había dado con ninguna pista, ni siquiera remotamente; le soy sincero. Pero el otro día recibí una confidencia de alguien que, como ya le dije a usted, quiere permanecer en el anonimato. En este punto, el confidente tiene mi palabra, y yo soy hombre de palabra: su identidad no puede ser revelada. Mas todavía ignoro el alcance de la confidencia, su credibilidad. Para mí, la confidencia es como un acertijo, como un jeroglífico. Mi esperanza, que es también la de usted y la de su padre, estriba en que usted, señorita Kitty, posea la clave para descifrar el enigma. Que es el siguiente: «El niño malcriado jugaba en la vieja casa, con su hermana y una amiga de ambos, a pasar miedo».

28. Cuando Lechugueto finalizó
su discurso, Kitty König, que había escuchado sin pestañear (muy abiertos sus grandes ojos claros), entreabrió la boca como para tomar aire; luego, visiblemente turbada, se humedeció con la punta de la lengua sus sensuales labios.
DU BA DU BA DU BA DU BA DU…
La sincopada música de jazz envolvía el ambiente. El aire estaba ahora excesivamente cargado. Demasiados fumadores entre los asistentes.La propia Kitty también había estado fumando hasta hace poco. La colilla mal apagada de su cigarro levemente humeaba aún en el cenicero.
«Humedecerse los labios con la punta de la lengua, aun cuando estos sean tan sensuales, no tiene por qué estar reñido con la virtud… y me imagino que fumar tampoco», pensó Lechugueto.
─¡Claro que tiene sentido para mí lo que acaba usted de decirme! ─exclamó entonces Kitty König.

29. ─El niño malcriado
es mi hermano, evidentemente. La hermana soy yo, claro,. Y la amiga es, sin ninguna duda, Marga, una amiga nuestra. Marga y mi hermano tendrían por entonces trece años, y yo uno menos. Nos gustaba jugar en la vieja casa. A pasar miedo, sí… ¡éramos unos críos! Pero… ¿quién le ha contado esto? ¡era nuestro secreto! ¿Marga? Sí, ya sé que no puede decírmelo. Otra cosa: ¿cómo puede ayudarnos a encontrar a mi hermano este viejo recuerdo desempolvado?
─Todavía no lo sé, señorita Kitty. Pero cuénteme más cosas sobre la vieja casa. Haga un esfuerzo, retroceda mentalmente al pasado, a los días en que usted, su hermano y la amiga de ambos, Marga, jugaban a pasar miedo.
─Me recuerda usted a mi sicoanalista.
«Tener sicoanalista», pensó Lechugueto, «no tiene por qué estar reñido con la virtud.»
─Veamos, veamos… ─dijo Kitty─ y cerró los ojos para mejor concentrarse, permaneciendo así lo que a Lechugueto le pareció  «un buen rato».
«Lleva así un buen rato», pensó Lechugueto, «¿se habrá quedado dormida?».
Pero no. Al poco (un buen rato, para el impaciente reportero) Kitty König abrió sus grandes ojos claros.
NOTA: En verdad, Kitty no tenía ningún sicoanalista. Nunca había ido a ninguno. Pero tenía envidia (sana, por supuesto, pues era una joven virtuosa) de esas chicas que conocía que tanto presumían de sicoanalista de pro. OTRA NOTA: También se escribe (y más) psicoanalista. El problema es que si uno pronuncia «psicoanalista» tratando de que suene la «p», parece que a la palabra se le añade un matiz de escéptica indiferencia: ¡PSSS! Si eres afecto al sicoanálisis más te valdría llamarlo MMMsicoanálisis (por ejemplo). ¡Ajá!

30. DU BA DU BA DU BA DU.
La sincopada música de jazz envolvía el ambiente. El aire estaba cargado de humo, demasiado cargado de humo. «¡Claro!... Fumo Malboro: porque sé lo que quiero. Con Malboro tengo asegurados veinte momentos de placer  al día», rezaba el texto de aquel anuncio de prensa. «Ahora es el momento de fumar un Camel: el mejor tabaco hace… la mejor fumada», aseveraba otro eslogan. Y uno más informaba: «Winston es más suave. Winston es el cigarrillo con filtro que sabe bien.»
Lechugueto también era fumador. Le gustaba aspirar el dulzón y aromático tabaco de la cachimba, deleitarse en la contemplación del ascendente voluminoso y denso humo, pero aquella noche no.

31. ─Aquella vieja mansión
─comenzó a narrar Kitty König─ se encontraba, ya entonces, en un estado lamentable, ruinoso. Lo que habían sido alegres y luminosas estancias ya no eran sino tenebrosas y tétricas salas, llenas de telarañas y crujidos. La clausurada mansión pertenecía, y aún pertenece (¡en qué estado se encontrará ahora!), a mi padre.
─Sí, señor Lechugueto ─continuó Kitty König─, la mansión había sido habitada por los König. Pero yo entonces era muy pequeña; apenas contaba tres años de edad, y mi hermano uno más, cuando mi padre decidió abandonar la casa para siempre. Fue a raíz de la muerte de mi madre, ¿sabe? Mi padre no podía continuar viviendo allí, pero tampoco quiso nunca vender la mansión. Así que allí quedó la casa solitaria; abandonada y desperdiciada para siempre.
«Recuerdo», pensó Lechugueto, «que la madre de Kitty y Mich perdió la vida en un accidente de tráfico, pilotando un veloz bólido. Era una mujer muy moderna para su época, según parece.»
─Nos gustaba ─prosiguió Kitty─ entrar a hurtadillas en la vieja mansión abandonada. ¡Si nuestro padre se llega a enterar! Ya le dije que yo entonces tenía doce años, y mi hermano uno más, trece, como nuestra amiga Marga. Pues bien; hay un día que no se me olvidará. Fue el día en que Mich encontró, a la luz de nuestras linternas de scouts, en un viejo y polvoriento baúl cubierto de telarañas ¡el trabajo que nos costó abrir aquel armatoste de bisagras oxidadas! un misterioso libro, maravillosamente encuadernado e ilustrado con magníficas e inquietantes láminas. Se titulaba “Los de ultratumba”. Mich estaba muy excitado con el hallazgo, estaba realmente eufórico, e insistía en querer llevarse el libro a casa. Nosotras le decíamos que era una temeridad hacerlo, que era un libro demasiado grande, que no sabría dónde esconderlo, que papá lo encontraría, que descubriría que habíamos estado entrando en la casa vieja y nos meteríamos en un buen lío. Pero Mich siempre fue un cabezota y, claro, acabó llevándose aquel librote a casa.

32. Kitty hizo una pausa.
Encendió un cigarrillo. Luego, con ansiedad, aspiró una bocanada de humo. DU BA DU BA DU BA DU. La sincopada música de jazz envolvía el ambiente. El aire estaba cargado de humo, demasiado cargado de humo. Entonces, en la cada vez más animada pista de baile, alguien, un tipo que había bebido más de la cuenta, dio un traspiés, cayendo aparatosamente al suelo; sin más consecuencias que las estruendosas risotadas, casi groseras, que los atildados danzarines soltaron. DU BA DU BA DU BA DU. ¡Ajá! SERVICIO A LA CARTA Y A PRECIO FIJO. VINOS CONFORTABLES. ¡JA, JA, JA, JA, JA! Un Club de Primer Orden. ESPECIALIDAD DE CONGNACS ¿El jazz puro instinto? ¡NO, POR FAVOR! porque sé lo que quiero: veinte momentos de placer ¡AHORA ES EL MOMENTO!: la mejor fumada EL CIGARRILLO CON FILTRO du ba du ba du ba du QUE SABE BIEN.

33. Kitty König retomó el relato.
─Pues eso; sucedió lo que tenía que suceder. Mi padre encontró el libro. ¡Cómo se enfadó mi padre! La verdad es que nunca le habíamos visto así. Nos asustamos mucho «¿No habréis estado en la casa vieja?», nos decía. «Pero si este libro lo compré en la librería de viejo», mentía sin convicción mi hermano Mich. «¡Mentiroso, eres un mentiroso!», contestaba mi padre, casi fuera de sí. ¡Buf, qué horror, todavía no sé por qué mi padre se puso así. El caso es que Mich perdió su adorado tesoro, pues mi padre se quedó con el libro; sí, mi padre le quitó el libro a Mich. Y esto Mich nunca se lo perdonó. Sé que, aún hoy, esto Mich no se lo ha perdonado a papá. ¿Qué qué hizo mi padre con el libro? Destruirlo. Nos dijo que lo había quemado, aunque no sé, no sé…
Lo que sí sé es que papá traumatizó a Mich al quitarle aquel libro. A partir de aquel suceso fue cuando mi hermano empezó a cambiar… para mal.
¡Cuántas veces hemos buscado el libro por toda la casa, cuando papá y el pelota del mayordomo estaban ausentes! Sólo hay un lugar donde nunca hemos podido mirar, porque ahí es imposible. Me refiero a la caja fuerte de mi padre.
─¿Piensa usted que el libro puede encontrarse allí?
─Muchas veces lo he pensado. Sí, es posible. Tengo esa esperanza. Quiero tener la esperanza de que ese libro no fue destruido, porque sé que ese libro, la recuperación de ese libro, es lo único que puede salvar a mi hermano.
─Le sonará extraño lo que voy a decirle, señorita Kitty, pero algo me dice, una intuición reporteril o mi olfato de sabueso pesquisidor o qué sé yo qué, que la recuperación de ese libro es vital no sólo para salvar a su hermano Mich, sino a toda la ciudad de Supramacrópolis.
DU BA DU BA DU BA DU. La sincopada música de jazz envolvía el ambiente. El aire estaba cargado de humo, demasiado cargado de humo.
─Dígame, señorita Kitty, ¿cuál es el primer día en que su padre y ese tal mayordomo pelota estarán ausentes?
─Pues… esta noche precisamente ─dijo Kitty, mirando fijamente a Lechugueto con sus grandes ojos claros─, pues mi padre está de viaje y el mayordomo tiene la noche libre, pero ya le he dicho que…
─Déjeme hacer a mí. Esta misma noche sabremos… sí, sí, esta misma noche, el tiempo apremia, esta misma noche, señorita Kitty, sabremos si el libro de marras está o no en la caja fuerte de su padre.
─¿Pero cómo?, ni usted ni yo conocemos la combinación de la caja fuerte de mi padre; ¿qué piensa hacer, volarla con dinamita?
─Je, je ─rió entre dientes Lechugueto─; no, señorita Kitty, no será necesario llegar a tales extremos. Conozco a un tipo, Guantes, así le llaman, que en tiempos fue ladrón de guante blanco, especializado en abrir cajas fuertes sin romper las cerraduras. Me debe un favorcillo y no dudará en ayudarme, siempre y cuando esté disponible, claro, y espero que lo esté. Este tipo, Guantes, así le llaman, ahora ya no delinque; está totalmente regenerado. Le regeneró un cura, el padre Truquillos, aragonés, pero esto no viene al caso. Ahora Guantes trabaja por libre para detectives privados y, de vez en cuando, para la policía y para algún reportero pesquisa como el menda.
─¿Pero no es muy precipitado ir esta misma noche? ─preguntó con cierta inquietud, la voz levemente temblorosa, Kitty König.
─¿Y a cuándo esperamos, señorita Kitty? ¿A mañana que ese mayordomo pelota no libra? ¿O sí libra?, porque mañana es la Gran Fiesta de Máscaras.
─No, no libra. Él con su eterno disfraz de mayordomo tiene bastante. De hecho, él odia la Gran Fiesta de Máscaras.
─¿Quién o quiénes estarán esta noche en la casa?
─Un par de criados; pero estos son de confianza, no son nada chivatos, nunca lo han sido.
─¡Perfecto!

34. Sí, querido lector,
ya has oído a Lechugueto: «mañana es la Gran Fiesta de Máscaras» Y recordarás que se dijo que, cuando Lechugueto se encaminaba hacia el Swim de Luxe, el elegante club de jazz, era viernes por la noche. Es decir: al día siguiente, sábado, iba a tener lugar la Gran Fiesta de Máscaras. Y, concretamente, la celebración comenzaría, como era costumbre, el sábado a las siete en punto de la tarde.

35. Más de media hora
llevaba Guantes manipulando el mecanismo de la caja fuerte, girando el dial de números ora a la derecha, ora a la izquierda, escuchando atentamente con el estetoscopio, realizando extrañas anotaciones en una pequeña libreta, con un pequeño lapicero que, cuando no utilizaba, se colocaba en la parte superior de la oreja, cual tendero.
Lechugueto estaba impaciente, pero externamente no lo demostraba. Kitty estaba tan nerviosa que sólo le hubiera faltado morderse las uñas (no llegó a hacer tal cosa, pero a punto estuvo). Los dos criados (los de confianza, los que no eran chivatos) ya dormían como troncos.

36. Guantes
era un flaco bien trajeado, repeinado, pulcro. Su enjuto rostro estaba perfectamente rasurado. Cuando hablaba (poco; era hombre de pocas palabras) su acento y sus giros idiomáticos reflejaban claramente su procedencia porteña.

37. ¡Ahí está!
─exclamó Guantes.
Y, en efecto, ahí estaba: la caja fuerte abierta ¡Eureka! Y, entre fajos de billetes y otros objetos de valor «¡Mire, señorita Kitty!» «¿Qué?» «¿No lo ve? ¡Mire!» «¡El libro!» ¡EL LIBRO! Sí, allí estaba (Kitty estaba realmente feliz, emocionada) el anhelado libro. “Los de ultratumba”, rezaba en gótica tipografía el título de portada: doradas letras de un resucitado libro, de un RESUCITADO LIBRO que resucitó en el alma de Kitty vivos recuerdos, sensaciones vivas de una edad dorada. Y, entonces, mientras sus labios temblaban de emoción, sus grandes ojos claros se inundaron de lágrimas.

38. ¡BIEN! ¡YA TENÍAN EL ANHELADO LIBRO!
A pesar de las exclamaciones de júbilo los criados (los de confianza, los que no eran chivatos) no se despertaron: siguieron durmiendo (Sendos serruchos rítmicamente serrando pesados troncos sobre ellos) como benditos y pesados troncos: ZZZZZZZ…
La caja fuerte quedó perfectamente cerrada, como si nada hubiera pasado. Pero el libro ya no estaba en ella. En caso de que las cosas no se resolvieran satisfactoriamente, siempre existía la posibilidad de regresar el libro a su prisión (léase caja fuerte) con ayuda del flaco Guantes.

39. Un moderno coche deportivo
se desplazaba (llovía persistentemente) en la noche de la gran ciudad. Se deslizaba sobre el asfalto húmedo, sobre los charcos, haciendo saltar el agua, salpicando a derecha e izquierda.
Era el auto de Kitty, y era ésta quien lo conducía. A su lado, de copiloto como quien dice, iba Lechugueto, dando indicaciones a la joven del camino que tenían que seguir.
Por aquellas calles no había tanto tráfico, cómo se notaba que ya no se encontraban en las zonas más céntricas. Transitaban barrios tranquilos y seguros; y, como habría dicho el flaco Guantes, lindos.
Pero el flaco Guantes ya no estaba con ellos. «Bueno, yo ya cumplí, me voy a la piltra», fueron sus palabras de despedida.
A la altura en que el coche se detuvo, aquel barrio (el tercero de los que habían recorrido) limitaba ya con los bajos fondos; y se notaba. Ya no parecían las calles tan seguras.
─Es aquel portal, señorita Kitty ─indicó Lechugueto.
─Perdone que insista ─dijo Kitty─ pero no me parece que estas horas tan intempestivas sean las más indicadas como para…
─Le repito, señorita Kitty, que los viernes mi amigo no se acuesta hasta el amanecer.
El amigo al que Lechugueto se refería, el que vivía en el cuarto piso (el más alto) de aquella vetusta casa de estilo modernista, no era otro que el filosofeta Kruskrús.

40. En la modesta sala de estar,
Kitty en un extremo y Lechugueto en el otro, ambos habíanse sentado en un confortable sofá de tres plazas. Kruskrús frente a ellos, se encontraba cómodamente instalado en uno de los sillones gemelos que formaban, a juego con el sofá, el clásico tresillo. Entre Kruskrús y los intempestivos visitantes, sobre una mesita, se encontraba el libro de marras, abierto y en dirección al filosofeta, que durante un buen rato había estado inspeccionándolo.
─Bueno, ¿qué? ─dijo Lechugueto.
─Bien; aquí hay algo… yo no sé si…
─Sin titubeos, amigo Kruskrús.
─De acuerdo. ¿Se han fijado ustedes (me imagino que sí) en que el libro va firmado?
─Sí ─contestó Lechugueto─, lleva una firma autógrafa, en tinta roja, del que, lógicamente, pienso que fue su propietario. Se trata de una firma casi ilegible, a pesar de estar realizada con exquisita caligrafía. A mí me parece que el nombre que pone  es «Rrakebbb», con doble erre inicial y terminado en triple be.
─¡Qué curioso ─exclamó Kitty─, yo también he leído siempre «Rrakebbb», a pesar de que no se entiende ni jota.
─Pues he de decirles ─dijo entonces el filosofeta─ que la coincidente conclusión de ambos a dos es errónea. La lectura correcta de esta hermética firma es «Drakzebub».
─¡Drakzebub! ─exclamaron Kitty y Lechugueto al unísono. Y Lechugueto añadió: ─¿Cómo está usted tan seguro?
─Estoy tan seguro, amigo Lechugueto, porque conozco la identidad del firmante. Drakzebub, con ka y con zeta, es el seudónimo con el que… Señorita ─dijo Kruskrús mirando ahora a Kitty─, ¿qué sabe usted de su abuelo paterno?
─¿De mi abuelo paterno? Muy poca cosa ─dijo Kitty con expresión de extrañeza, sorprendida por la inesperada pregunta del filosofeta. Y luego, dando un respingo, con sus grandes ojos claros muy abiertos, inquieta y sorprendida, con exclamativa entonación, alzando su dulce (aunque ligeramente áspera, pero agradable) voz, interrogó (como quien cae en la cuenta de algo): ¡¿Qué tiene que ver mi abuelo con esa firma?, no me diga que es la firma de mi abuelo!
─Sí, señorita Kitty ─afirmó Kruskrús─, Drakzebub es un seudónimo con el que su abuelo paterno firmaba. Tras este seudónimo ocultó su identidad en una serie de artículos o breves ensayos que publicó una oscura, misteriosa revista de corta duración y escasa tirada. Los ejemplares de esta revista son muy buscados por los aficionados a este tipo de temas… esotéricos. Yo tengo un par (aunque tendría que buscarlos con calma) y en ambos ejemplares escribe Drakzebub, o sea, su abuelo.
A Lechugueto, aquello de Drakzebub le sonaba a Drácula y Beelzebub, pero prefirió no decir nada por consideración hacia la joven, «al fin y al cabo», pensó, «se tata de su abuelo». Drácula y Beelzebub también eran nombres que, en relación con Drakzebub, estaban en la mente de Kruskrús. Pero también éste, por delicadeza, calló al respecto.
─A mí eso de Drakzebub ─dijo entonces la joven─ me suena a Drácula y a Beelzebub.
─Hombre… no sé… ─fingió titubear Lechugueto.
─Bueno… puede ser… ahora que lo dice… ─balbució de mentirijillas Kruskrús.
─¿Era mi abuelo satánico? ─preguntó directa Kitty, fijos sus ojos en los del filosofeta.
─¿Satánico?, no, por favor; no creo, no creo… Drakzebub era un erudito, un hermeneuta, un exégeta de lo popular y lo legendario. Y… sí, se interesaba por lo diabólico, por lo demoniaco oculto en los cuentos, en las leyendas. Pero de eso a ser satánico… Yo, sin ir más lejos, como filosofeta que soy, me he interesado muchas veces por esos temas, y no tengo nada de satánico.

41. ─Bueno ─cortó Lechugueto─,
vamos a centrarnos. Ya tenemos el libro. Ya sabemos quién es el autor. Y, ahora, las pesquisas tienen que seguir su curso. Siguiente paso: Investigar la vieja casa. Pero eso lo haré mañana, pues ya toca descansar.

42. La pretensión de Lechugueto
Era investigar él solo la vieja casa (la antigua mansión del acaudalado magnate Trust König). Pero Kitty se empeñó en acompañarle, y Lechugueto, a regañadientes, accedió. A regañadientes porque algo, un no sé qué, le decía que aquella investigación podría entrañar peligro. «Pero señorita Kitty», había dicho Lechugueto, «¿no se da cuenta que usted es muy conocida y para este asunto es muy necesaria la discreción?»  «Pues si esto le preocupa», había contestado ella, «se me ocurre una idea: iremos disfrazados. Al fin y al cabo mañana es la Gran Fiesta de Máscaras. Y, por favor, deje de llamarme señorita Kitty. Kitty a secas, y, si le parece bien, dejemos el usted de lado.» «Que una chica le pida a un hombre que la tutee» pensó Lechugueto, «no tiene por qué estar reñido con la virtud».

43. Y LLEGÓ:
La anhelada
(la temida)
LA GRAN FIESTA DE MÁSCARAS
Porque ya era el día siguiente
SÁBADO
Y en el reloj habían dado
LAS SIETE

44. FIESTA DE MÁSCARAS (continuación)
VIII. Un grito en la tarde
Una lírica comparsa
de farsa
por la estrecha vieja vía
subía;
cuando un pierrot exaltado
y airado,
cual Guiñol desgalichado,
lanzó allí un grito punzante
cual saeta discordante
bajo el cielo anubarrado.
NOTA: Guiñol (Guignol), títere de guante, es un personaje creado por Laurent Mourguet, que ha dado nombre al teatro de títeres. Con su caótico movimiento de muñeco reparte garrotazos, a diestro y siniestro, contra el poder establecido (léase juez y gendarme).
OTRA NOTA: El silente Pedrolino (Pierrot) es un personaje de la Comedia del Arte. De arriba abajo todo él en blanco y negro, le cubre gorro o sombrero. Lleva gorguera; y amplio traje con desmesurados botones.

45. Apenas habían
dado las siete cuando, en la tarde nubosa (en el anhelado sábado) ya se vio subir, por la Calle Estrecha (la estrecha vieja vía), una elegante comparsa de arte y fingimiento; con enmascarados arlequines multicolores, coquetas colombinas, pícaros polichinelas, románticos pierrots y la gama toda de todas las ficticias criaturas de la divina y diabólica Comedia del Arte. Las negras nubes estaban cargadas de electricidad en el cielo triste, cubriendo el alegre caminar danzante y musical de los farsantes. Entonces, súbitamente, un silente pierrot de la comparsa, acaso el más silencioso y romántico, el que caminaba rítmicamente sin danzar haciendo prosaica la danza de los otros (que mal no lo hacían), bruscamente, como títere de guante que espasmódicamente se despereza por el otro (por aquel que le da vida), extendió dramáticamente sus brazos (todo él en blanco y negro, amplio traje al viento) para, queja o desafío (el del cónico sombrero), lanzar allí un grito cual lamento punzante, cual discordante saeta bajo el anubarrado cielo. Los rasgos de su rostro, así como su brusco movimiento de muñeco, a mí me recordaron a Guignol, aquel títere último. Aquel Guiñol que, con su caótico movimiento de muñeco, repartía garrotazos a diestro y siniestro, contra el poder establecido. También éste, también, porque, a pesar del disfraz y el maquillaje… sí, no cabe la menor duda… A aquel que gritó en la tarde nubosa, apenas habían dado las siete, ya se le había visto antes, sin el emblanquecido rostro, sin el cónico sombrero, sin la gorguera, sin el amplio traje de los desmesurados botones, en manifestación ciudadana de otra índole. Mas no sin disfraz se le vio entonces, pues otro llevaba puesto. No blanco su rostro como en aquella nubosa tarde de sábado, pero sí sutilmente empalidecido por el maquillaje. Empalidecido y ojeroso, por arte del maquillaje, se le vio entonces, con un romántico peinado a lo Novalis, todo vestido de negro con desaliñada y pulcra elegancia. Fue en una manifestación poco numerosa pero muy vociferante ¡INFORMACIÓN SOBRE ZOMBIS Y VAMPIROS, YA!, gritaban con desgarro las pancartas (así lo redactó Lechugueto): cruda tipografía expresionista y tétrica. El día era gélido. No sólo el joven al que nos referimos, todos los rostros de los manifestantes parecían hoscos, sombríos… La tónica (así lo redactó Lechugueto) era el silencio, a veces casi sepulcral en la tarde helada. Mas, en momentos puntuales, aquí, allá y acullá, rompían inesperadamente el silencio desgarrados gritos inarticulados, tan bien ejecutados que hacían que a uno le temblaran las canillas. Parecía como si entre los manifestantes hubiéranse infiltrado los seres de ultratumba… Entonces, súbitamente, algunos jóvenes trataron de voltear un automóvil… Entre estos estaba él, el empalidecido y ojeroso romántico del peinado a lo Novalis, aquel que, pasado el tiempo, Pierrot exaltado y airado, lanzó, apenas habían dado las siete en la tarde nubosa (en el anhelado sábado) un desgarrado grito cual lamento punzante, cual discordante e hiriente saeta.

46. La calle Estrecha
(la estrecha vieja vía) desemboca, como es bien sabido, en la Ancha Avenida del Prohombre Excelso. Allí desembocó, a las siete y cinco minutos de la nubosa tarde, la elegante comparsa de arte y fingimiento, con todo su lírico romanticismo.
─¡Mira! ─exclamó Kitty.
─Sí ─contestó Lechugueto─, es una comparsa de arte y fingimiento; van muy elegantes, ¿verdad?
Se desplazaban en  el moderno coche deportivo de ella, aunque era él, Lechugueto, quien conducía el auto «¡Menudo coche tienes, chica, es fantástico!» «Condúcelo tú, si quieres».
Y ahí iban, en el auto de ella conduciendo él. Disfrazados, enmascarados, ambos. Ella de mujer pirata, con antifaz; él de gato con botas, también con antifaz.
Y, a medida que avanzaban (en la tarde nubosa, en el moderno auto) hacia la Avenida de los Cerezos (donde hallábase la vetusta mansión clausurada) podían ver cómo la animación callejera iba, de calle en calle, in crescendo (pronuncie el lector, si a bien lo tiene, “crechendo”).

47. ─¡Mira esos!
─exclamó Kitty.

48. FIESTA DE MÁSCARAS (continuación)
IX. El jolgorio de los obreros
Por la Calle Vidal,
una de las que suben
a la estación central,
cortejo proletario pululaba
con su vario atavío
bajo incipiente lluvia.
Bajo incipiente lluvia,
Uno danzaba, embriagado acaso,
vestido de payaso.
Otro, soez, danzaba divertido
de mujer de la calle travestido.
Una joven, elástica y ligera,
venía disfrazada de pantera.
Y aquel de indio y otro de marciano;
de zombi aquel, aquel, de jamaicano.
Y allí, caso curioso,
un tipo en el tumulto vocinglero
que vestía un vulgar mono de obrero,
y, por todo disfraz,
un antifaz y un cónico sombrero.
49. ─Es la famosa Peña Proletaria
─comentó Lechugueto. Y entonces el periodista (al volante del coche en marcha) entre tal multitud pudo reconocer, a pesar del antifaz, a Juan, aquel obrero que quería dejar la fábrica para hacerse trapero. El antifaz cubría la parte superior de su rostro, sí, pero dejaba al descubierto sus características arrugas, marcadas como surcos («¡quién dirá, por su aspecto, que aún es joven!», pensó con exclamativa entonación mental Lechugueto).

50. Cuando el moderno coche deportivo de ella,
que había conducido él, quedó aparcado a escasos metros de la vetusta mansión (en la Avenida de los Cerezos) ya llovía a cántaros. Cubiertos (aunque no del todo protegidos de la intensa lluvia) con el paraguas de él, dirigiéronse ambos hacia la gran casa de ruinoso y destartalado aspecto. Con paso raudo, pero no sin cierta dificultad, cruzaron la empedrada calzada de la, en aquella tarde de fiesta, muy transitada y bulliciosa Avenida de los Cerezos. La torrencial afluencia de agua, que sin piedad azotaba a los altos y robustos cerezos, no conseguía amilanar a los desmadrados juerguistas; antes bien, los enmascarados parecían, frenéticos, crecerse en el acuoso castigo.

51. la parte posterior de la mansión
(una gran casa rodeada de un gran jardín, ahora totalmente selvático, tras un alto y grueso muro en derredor) daba, al contrario que la fachada principal, a una calle estrecha, oscura y solitaria, casi tétrica, casi ahora convertida en riachuelo a causa de la lluvia persistente.
Lechugueto, avezado en aventuras y en buena forma, no tuvo demasiada dificultad en escalar el muro, aprovechándose de sus irregularidades. No le fue a la zaga al intrépido periodista la joven y no menos intrépida kitty, que, reviviendo sus pretéritas proezas adolescentes, en poco tiempo estuvo arriba.
Y ahí estaban ya, ella de mujer pirata y él de gato con botas, hechos una sopa bajo la lluvia impetuosa, al otro lado del muro, en el selvático jardín. Mientras en la calle estrecha, oscura y solitaria, casi tétrica, casi ahora convertida en riachuelo, flotaba, abierto y bocabajo, cual barquichuelo sin velas a la deriva (tan ebrio como el de Rimbaud), el abandonado paraguas de Lechugueto (inundado barquichuelo bajo el diluvio).
Abriéndose paso entre la maleza del inculto jardín (las ramas enredadas, las enmarañadas plantas trepadoras, las gruesas raíces de los árboles entre los arbustos…), bajo la pertinaz precipitación impenitente, de gato con botas él (Lechugueto) y ella (kitty, tras él) de mujer pirata (altas botas, pantalón ajustado, sable, casaca y sombrero) avanzaban a trancas y barrancas, calados (como quien dice) hasta los huesos, hacia el decrépito edificio de imponente y venerable aspecto.

52. LA ANTIGUA MANSIÓN DE TRUST KÖNIG
(digna y altiva en su decrepitud) era una soberbia edificación de tres plantas, una auténtica maravilla (aun siendo triste su estado de abandono) donde clasicismo y goticismo iban a la par en su elegante estilo sincrético. «Tuvo que ser espectacular en sus tiempos gloriosos», pensó Lechugueto. Pero ahora (en aquel ahora bajo la terca lluvia) una caótica y tupida red de enmarañadas plantas trepadoras había cubierto, en alianza con el tiempo implacable, sus límpidos muros de antaño. Y aquí y allá, en miradores y ventanales, los cristales rotos, a través de los cuales penetraba la naturaleza en las oscuras estancias.
Mas de pronto, el gato con botas Lechugueto, bajo la empecinada lluvia, creyó vislumbrar una tenue luz tras los rotos cristales, en uno de aquello ventanales vetustos. «No, no puede ser… habrán sido figuraciones mías», pensó Lechugueto, y nada dijo a Kitty.


53. CONSIGUIERON COLARSE,
ni cortos ni perezosos, en la clausurada mansión; a través de un ventanal bajo que, tras breve pero intenso forcejeo, había conseguido abrir Lechugueto: crujir de madera vieja y chirriar de bisagras oxidadas; y un trozo de cristal que se desprendió súbitamente «¡no te has cortado de milagro!», se dijo a sí mismo el reportero.
─Bueno, ya estamos dentro ─dijo Kitty─, vamos a encender las linternas, que esto está muy oscuro.
Y CLICK CLIK encendieron sus linternas eléctricas, y entre tinieblas mostráronse las telarañas, los muebles polvorientos en la destartalada habitación.
─Vale ─dijo Kitty─, pues ahora a ver si me oriento y te guío hasta la biblioteca.
(Y es que fue en la biblioteca donde los hermanos König, ella doce años y Mich uno más, encontraron ─bueno, fue Mich concretamente quien lo encontró─, a la luz de sus linternas de scouts en un viejo y polvoriento baúl cubierto de telarañas «¡el trabajo que nos costó abrir aquel armatoste de bisagras oxidadas!» el misterioso libro de marras: “Los de ultratumba”)
Recorrieron, mujer pirata y gato con botas con sus linternas en ristre, interminables corredores de altos techos.
Por tenebrosos y tétricos corredores avanzaron Kitty y Lechugueto, entre crujidos y telarañas.
─Mira Lechugueto ─señaló Kitty─, esta es la escalera que conduce a la biblioteca; hay que tener cuidado, que ya entonces había mármoles de los peldaños que estaban rotos y se desprendían con facilidad.
Comenzaron a subir con prudencia, pisando huevos como quien dice, casi a tientas a la tenue luz de las linternas, por la amplia escalera, agarrándose a la polvorienta barandilla.
Y entonces, sorpresivamente, desde la escalera mientras la iban subiendo, allí abajo tras una puerta entrecerrada, a través de la rendija claramente percibieron… «¡Luz!» exclamó Lechugueto; «sí, es cierto… ¡luz!» exclamó en baja voz (como el otro) Kitty. «¿Crees que puede ser luz que venga de la calle, Kitty?» «Imposible», susurró ella, «pues ese salón no tiene ventanas a la calle… pero subamos, subamos a la biblioteca y puede que desde allí… bueno… ya verá… vamos.»

54. YA ESTABAN ARRIBA,
en la lóbrega biblioteca destartalada, donde el polvo y las telarañas se hermanaban con los vetustos libros abandonados, en romántica estampa gótica.
─Recuerdo ─dijo Kitty mientras buscaba algo en el suelo con la luz de su linterna─ que había un pequeño hueco, a través del cual podía verse la estancia de abajo, que es el salón que antes hemos visto iluminado.

55. NO TARDÓ KITTY EN ENCONTRAR EL HUECO
y, a través de él, nuestros amigos vieron algo que les dejó estupefactos. Sí, aquella visión les dejó atónitos y boquiabiertos, paralizados. El corazón de ella se aceleró, él tragó saliva. Sendos escalofríos recorrieron sus cuerpos. Un sudor frío perló la frente de la joven. «¡Dios mío!», exclamó susurró Kitty. «¡Córcholis!», susurró exclamó Lechugueto.
Sí: no tardó Kitty en encontrar el hueco (no tanto ayudada por la linterna como por la débil luz que de la grieta emanaba). Y sorprendente fue lo que vieron a su través:
A la luz de las velas (aquí, allá y acullá, candelabros iluminaban la amplia estancia) Mich, en compañía de otros, estaba allí abajo (lujo caduco de viejos muebles, polvo y telarañas), en una suerte de lóbrega fiesta de máscaras (tristes, terroríficos, inquietantes disfraces).
Sí: A la luz de las velas (aquí, allá y acullá, candelabros iluminaban el amplio salón) Mich, en compañía de tristes, terroríficos, inquietantes enmascarados, él el único sin máscara, estaba allí: lujo caduco de viejos muebles, polvo y telarañas; y los licores (brillos de añeja cristalería: de cristal de Bohemia las altas copas para el vino blanco rebosantes de absenta, whisky, anís o coñac) sobre la suntuosa mesa carcomida. Y las viandas exquisitas sobre tan espléndido y cochambroso mueble.
Pero todo distinguíase confusamente a través del pequeño hueco. «Es mi hermano», susurró Kitty, «está raro, y toda esa gente… No sé qué le ha pasado a mi hermano, Lechugueto, pero no es mi hermano… Vamos a bajar, Lechugueto, Mich… no… no va a hacernos ningún daño.»
«Claro», repuso en voz baja Lechugueto, y, con poca convicción añadió: «¿por qué habría de hacernos daño?, no hay ninguna razón para pensarlo… De acuerdo, Kitty, vamos a bajar.»

56. CUANDO ENTRARON EN EL SALÓN,
todos los allí presentes fijaron en ellos sus miradas. Al ver más de cerca a aquella gente, Lechugueto empezó a pensar que había sido mala idea bajar allí. Kitty hubiera querido decir «¡hermano!», correr hacia Mich y darle un abrazo, pero no pudo. Se quedó ahí, a la puerta del salón, junto a Lechugueto, paralizada, mirando a su hermano, esperando ver en él un gesto conocido. Pero en aquella fría mirada, enmarcada por un ceño fruncido y unas acentuadas ojeras, no podía reconocer a Mich, a pesar de que aquel, con su gélida presencia de sonámbulo insomne, era, indudablemente, su hermano Mich. Mas la insensible mirada del hallado hermano, que fijábase ora en Kitty, ora en Lechugueto, parecía querer desmentir la evidencia: «¿eres realmente tú, Mich?», pensó Kitty.
También todos los demás, todos aquellos seres inquietantes, tras sus antifaces, máscaras o caretas, estáticos les miraban, tensos en su inmovilidad pétrea. Y entonces, súbitamente, sorpresivamente, un gran reloj de pared cubierto de telarañas, allá al fondo de la grande y tétrica estancia, marcó las doce y, gravemente, comenzó a entonar las correspondientes campanadas; de tan escalofriante sonido que parecían proceder del centro mismo del infierno. «Ese reloj va muy adelantado», pensó Lechugueto.

57. ALGUNOS DE AQUELLOS SERES
Inquietantes iban disfrazados de zombis; mas, ¿realmente estaban disfrazados?, porque, de tratarse de disfraces, eran de un realismo sobrecogedor.

58. OTROS DE AQUELLOS SERES
Inquietantes iban disfrazados de vampiros, mas, ¿realmente estaban disfrazados?, porque, de tratarse de disfraces, eran de un sobrecogedor realismo como para helar la sangre.

59. ENTONCES, COMO UN RELÁMPAGO,
Lechugueto tuvo una intuición, que arraigó en su alma como una profunda convicción. Aquellos seres inquietantes no permanecerían por mucho tiempo en su tensa inmovilidad pétrea. Y entonces… «Hice bien en traer mi automática», pensó Lechugueto. Pero bien sabía el reportero que, si aquellos seres eran lo que parecían, de poco le iban a servir sus nueve cartuchos.
NOTA: La automática de Lechugueto era una pistola MAS modelo 1950, de las fabricadas en Saint Étienne.

60. ENTRE LOS DISFRAZADOS
estáticos había un payaso, allí al fondo. Con ojos glaucos fijamente miraba desde su rincón. Un poco de pintura y una falsa calva habían bastado (cabeza ladeada y una afable sonrisa gélida) para transmutar el rostro de aquel circunstante en máscara. Un chaquetón a cuadros demasiado amplio y poco más. Ni siquiera la roja nariz esférica. Sí los zapatos desmesurados, acordes con la ropa holgada.
El payaso de romántica sonrisa inquietante destacábase bien entre los circunstantes; mas concordando con todos en su inmovilidad pétrea. Pero ni kitty ni Lechugueto podían saberlo: tras el disfraz, tras la máscara, ocultaba su verdadera identidad (cabeza ladeada y una afable sonrisa gélida) Juvenal Sanfeliú Balaguer, el estudiante diligente (con diligencia aplicado a las letras: predilecto de profesores próceres), el lírico joven de frente noble (y ojos glaucos, añadimos ahora) que protagonizara un artículo (otoñal soledad en el camposanto que cubríase ya de mórbidas penumbras) de nuestro amigo Lechugueto.
«Ese payaso no es trigo limpio», pensó Kitty (la mujer pirata: su disfraz y su antifaz no habían impedido que su hermano la reconociera ipso facto).

61. FIESTA DE MÁSCARAS (continuación)
X. El payaso
Al ángulo del tedio la testa abandonada,
entre los circunstantes (al fondo en su rincón),
el payaso inquietante de la sonrisa helada
estático nos mira (en el amplio salón).
Con algo de pintura, calvicie simulada,
un par de zapatones y el amplio chaquetón
(ni siquiera la roja nariz desmesurada)
vuélvese enigma un hombre tras la niebla del clown.
Mas el autor conoce la filiación sepulta;
la identidad secreta que el bufo clown oculta
con grotescas penumbras de albo y carmesí.
«Yo Sanfeliú me llamo, soy joven y sensible;
en la bruma persigo una rima imposible
que lo alienado torne en feliz para sí.»


62. «Ese payaso no es trigo limpio»,
pensó Kityy.

63. DOS
(entre los disfrazados estáticos)
eran
(la linda colombina tuvo un sueño…)
una linda colombina y un romántico pierrot (ambos cogidos de la mano), inquietantes sólo por su inmutable quietud extrema.
(La linda colombina tuvo un sueño: su atavío otoñal no era fingido; ya no falaz disfraz, sólo un vestido; y al amo de su amor (su dócil dueño, su gentil y galante enamorado que, disfrazado, era comparsa en la gran farsa) Hipnos farsante (dios delirante) mutó también su ser, y, cual espejo, su ropa de pierrot fue su reflejo.)

64. UNA
(entre los vampiros estáticos)
era una hermosa vampiresa, hierática cual maniquí de escaparate. Un antifaz de terciopelo negro, que enmarcaba sus inexpresivos ojos azules, hacía juego con su vestido de noche. Vampírico vestido de noche de terciopelo con escote alto y pedrería, para ser más precisos.
(Aquel que por Satán dejó su tumba, en un sueño nocturno te ha besado. Al tiempo que susurraba en tu oído, quedo a quedo, palabras de dolorosa dulzura; en un idioma para ti extraño: «De todas, tú, mujer, la más hermosa», no pudiste entender que te decía. Luego, en aquella mañana triste de otoño, ahí, impresas en tu cuello dos veces lívido ─una noticia aciaga en el espejo─ contemplaste ─el pavor en tus ojos azules reflejado─ las fatídicas marcas. NOTA: “dos veces lívido”: por ser pálido y por estar amoratado: se juega con la doble acepción de la palabra.)
Lechugueto (macronapias, gafas redondas ahora parcialmente cubiertas por el antifaz y coco mondo y lirondo cubierto ahora ─en aquel ahora─ con su sombrero emplumado de gato con botas) no reconoció a aquella que se ocultaba tras el antifaz, tras el gótico disfraz.
(Los lectores de este diario recodarán, seguramente, a aquella joven y hermosa mujer de ojos azules que, besada en sueños por un vampiro, amaneció con las fatídicas marcas. Pues el asunto, que hoy les trae este heraldo, continuación es de aquel infausto y verídico drama. La joven de azulenca mirada ha desaparecido, sin dejar rastro.)

65. UNO
(entre los disfrazados estáticos)
era un vampiro, más que Lugosi, Villarías (por las manos, de dedos no muy largos).
(NOSFERATU a symphony of horror Carlos Villarías “DRÁCULA” con Lupita Tobar TOTALMENTE HABLADA EN ESPAÑOL Bela Lugosi ─the original uncut versión! ─¡SCREAMY! RKO CAPITOL theatre BELA LUGOSI IN PERSON─ en la tele y el cine le había fascinado todo aquello─.)
Ni Kitty ni Lechugueto podían saberlo: tras el antifaz ocultador, su verdadera identidad ocultaba Tomás N. V., de cuya desaparición había escrito el propio reportero.
(Si tres días atrás dejábamos constancia de la misteriosa ausencia de aquella llorada joven de ojos azules, hoy hemos de constatar otra desaparición, la de un mozo, Tomás N. V., que falta del paterno domicilio donde mora. Y, en relación con el asunto, otra constatación que, quizá, pueda ser relevante: de buena fuente hemos sabido que el joven Tomás es un fan incondicional del subgénero ─ya sea en cine o ya sea en novela─ de vampiros ─que, como bien sabe el lector, es particular división del género de terror─. No es seguro, en cambio, que guste el joven del susodicho género en historieta o cómic.)

66. FIESTAS INQUIETANTES (continuación)
XI. Tríptico polvoriento
En el salón longevo de los muebles añosos,
entre seres horribles hay dos seres hermosos.
La linda colombina y el galante pierrot,
entretanto las doce marca el reloj vetusto
que evoca ecos de toques de tétrico regusto,
se cogen de la mano cual frágil bibelot.

En la senil estancia que cubren telarañas,
entre quienes se afean con máscaras extrañas,
la hermosa vampiresa, inmóvil maniquí,
tras aterciopelado breve antifaz nocturno
(sacra sacerdotisa del signo de Saturno)
escruta con sus ojos de intenso azul turquí.

En el salón caduco, ajado y polvoriento,
con trazas de vampiro de rostro macilento
(más Villarías que Bela por su constitución:
no muy largos sus dedos cual el actor hispano)
─En la tele y el cine aspiró un mundo insano─
el ausente (abolido) hace su aparición.


67. SÍ:
Cuando entraron en el salón, todos los allí presentes fijaron en ellos sus miradas. Al ver más de cerca a aquella gente, Lechugueto empezó a pensar que había sido mala idea bajar allí. Kitty hubiera querido decir «¡hermano!», correr hacia Mich y darle un abrazo, pero no pudo. Se quedó ahí, a la puerta del salón, junto a Lechugueto, paralizada, mirando a su hermano, esperando ver en él un gesto conocido. Pero en aquella fría mirada, enmarcada por un ceño fruncido y unas acentuadas ojeras, no podía reconocer a Mich, a pesar de que aquél, con su gélida presencia de sonámbulo insomne, era, Indudablemente, su hermano Mich. Mas la insensible mirada del hallado hermano, que fijábase ora en Kitty, ora en Lechugueto, parecía querer desmentir la evidencia: «¿eres realmente tú, Mich?», pensó Kitty.
También todos los demás, todos aquellos seres inquietantes, tras sus antifaces, máscaras o caretas, extáticos les miraban, tensos en su inmovilidad pétrea.
Algunos de aquellos seres inquietantes iban disfrazados de zombis; mas ¿realmente estaban disfrazados?, porque, de tratarse de disfraces, eran de un realismo sobrecogedor.
Otros de aquellos seres inquietantes iban disfrazados de vampiros; mas ¿realmente estaban disfrazados?, porque, de tratarse de disfraces, eran de un sobrecogedor realismo como para helar la sangre.
Entre los disfrazados estáticos había un payaso, allí al fondo («Yo Sanfeliú me llamo, soy joven y sensible; en la bruma persigo una rima imposible que lo alienado torne en feliz para sí.»): «Ese payaso no es trigo limpio».
Dos (entre los disfrazados estáticos) eran (la linda Colombina tuvo un sueño…) una linda colombina y un romántico pierrot (ambos cogidos de la mano, inquietantes sólo por su inmutable quietud extrema.)
Una (entre los vampiros estáticos) era una hermosa vampiresa, hierática cual maniquí de escaparate (Aquel que por Satán dejó su tumba, en un sueño nocturno te ha besado).
Uno (entre los hemoglobínicos estáticos) era un vampiro, más que Lugosi, Villarías (por las manos, de dedos no muy largos): en realidad Tomás N. V., de incógnito (el ausente, abolido, hace su aparición).
NOTA: Hemoglobínico: Que es adicto a las hemoglobinas (cual el alcohólico lo es al alcohol).

68. SÍ:
Entonces, como un relámpago, Lechugueto tuvo una intuición, que arraigó en su alma como una profunda convicción: Aquellos seres inquietantes no permanecerían por mucho tiempo en su tensa inmovilidad pétrea. Y entonces… «Hice bien en traer mi automática», pensó Lechugueto. Pero bien sabía el reportero que, si los seres espectrales (muertos vivientes: zombis o vampiros: mayoría entre los ¿disfrazados? estáticos eran lo que parecían, de poco le iban a servir sus nueve cartuchos.
QUEDÓ DICHO: La automática de Lechugueto era una pistola MAS modelo 1950, de las fabricadas en Saint Étienne.

69. Y LO QUE TENÍA QUE OCURRIR OCURRIÓ:
Uno de los estáticos (elegante frac negro, polvoriento como su sombrero de copa), saliendo bruscamente, súbitamente, de su inmovilidad cuasi letárgica, alto y grave cual circunspecto ciprés, extendió su brazo cuan largo era señalando, con su huesudo dedo índice, a Kitty y a Lechugueto, al tiempo que, crispado su blanco rostro cadavérico (ante la impasibilidad de Mich) gritaba:
─¡MATADLOS!
E instantáneamente (horror de horrores) varios zombis y dráculas respondieron a la voz de mando de aquel imponente ser que, si no era Papá Sábado, el Barón Samedi en espectral persona, tratábase entonces del más convincente disfraz que hubiérase visto nunca del velador de la necrópolis.
Todo sucedió entonces a velocidad de vértigo.
Uno de los zombis, el más rápido (esos cuando quieren son rápidos) de tres que se habían abalanzado hacia Kitty, recibió ¡PLAF! un contundente patadón (¡caray con la chica!) que, con maestría y agilidad, propinó ella saltando en el aire con su esplendorosa vestimenta de mujer pirata: faldones de la casaca que flotan en el aire enrarecido de la amplia estancia, por el impulso del rápido movimiento, mostrando largas y bellamente contorneadas piernas estrechamente ceñidas por ajustado pantalón: ¡Menuda sorpresa!: aquella mujer (tan sexi en su postura de ataque) dominaba a la perfección la difícil técnica del kung fu. ¡Viva Kitty!
Simultáneamente (¡ZIUMMM!: aceleración frenética) Lechugueto (raudos reflejos, capacidad de reacción, defensa propia justificada) disparó ¡BANG! ¡BANG! contra uno que, ya y en un tris transformado en murciélago, arremetía contra él con aviesas y chupópteras intenciones (─¡Si quieres sangre búscate un trabajo decente! ─fue la absurda frase que, al tiempo que descargaba su munición (dos balas de nueve), farfulló (gato con botas pistola en ristre) el periodista intrépido. Mas las balas (¡BANG! ¡BANG! dos de nueve) sólo consiguieron que el quiróptero retrocediera, aturdida bestezuela (no, si al final tendrá que dar pena), un par de metros: ¡Vende pistola y compra estaca, Lechugueto!
Simultáneamente (¡ZIUMMM!: aceleración frenética) el zombi que recibió el patadón contundente retrocedió desequilibrado chocando, en su descoordinada marcha atrás, con otro de los zombis lanzados al ataque, cayendo ambos sobre una mesa atestada de copas, botellas y viandas: ¡CATACLAC! Estrépito de cristales rotos, caos de polvo y confusión, un candelabro que impacta contra el suelo con su cohorte de telarañas y, por fin, la suntuosa cochambrosa carcomida mesa toda aparatosamente volcándose ¡KATACRÁS! con estruendo. Y, a todo esto, Michy impávido, impertérrito.
¡Que no decaiga!
¡ZIUMM! A la velocidad del rayo, con ágil salto que más parecía vuelo (atractiva pose atlética de ataque en el aire polvoriento), lanzando un imponente grito ¡YAGH! derribó Kitty (¡INCREÍBLE!), de una artística y marcial patada, a dos zombis más y un vampiro. Para, acto seguido, golpeando con el otro pie (evolucionando en el aire casi sin tocar el suelo), de un certero golpe de tacón (bota pirata) lanzar literalmente por los aires a otro difunto viviente. Y, a todo esto, el vampiro Villarías impávido, impertérrito.
¡BANG! ¡BANG! Lechugueto disparó (y van cuatro balas de nueve) contra un violento hemoglobínico de ojos inyectados en sangre que se le venía encima y que, tras recibir los impactos, retrocedió unos pasos con movimientos vacilantes para luego, recuperando la estabilidad, volver a la carga con aún más furioso ímpetu. «Esto no conduce a nada», pensó Lechugueto. Y, a todo esto, Mich impávido, impertérrito.
Y, a todo esto, el vampiro Villarías (Tomás N. V.) impávido, impertérrito.
Y, a todo esto, el payaso de romántica sonrisa inquietante (allí al fondo) impávido, impertérrito.
Y, a todo esto, la linda colombina y el romántico pierrot impávidos, impertérritos.
Y, a todo esto, la hermosa vampiresa (hierática cual maniquí de escaparate) impávida, impertérrita.
Y Kitty lo sabía.
Y Lechugueto lo sabía.
No había futuro para ellos en tan desigual contienda. ¿Cómo acabar con esos androides andrajosos, con esos lívidos dandis si su ultramundana esencia es inmune a balas y patadas?
(Y, a todo esto, Barón Samedi impávido, impertérrito, expectante).
Entonces, en el calor de la contienda, una idea como un relámpago acudió a la mente de Lechugueto.
«No pierdo nada con intentarlo», pensó el intrépido reportero. Y, de un buen salto, subióse sobre una mesa para desde allí, a voz en grito, dirigiéndose al impávido, impertérrito Mich, exclamar:
─¡Mich, tenemos el libro, tu libro, “Los de ultratumba”, lo hemos recuperado tu hermana y yo; abrimos la caja fuerte de tu padre y allí estaba; sí, Mich, créeme, el libro nunca fue destruido, nunca fue quemado. Y ahora el libro retorna. Para ti, Mich!

70. AL ESCUCHAR AQUELLAS PALABRAS,
el rostro de Mich súbitamente se transfiguró por completo. Su fría, imperturbable expresión, dio paso a la expresión de extrañeza, de asombro, del que, de súbito, despierta de una larga pesadilla. En efecto, Mich, que miraba con ojos muy abiertos, casi de espanto, a un lado y a otro, parecía no saber, o apenas saber, qué lugar era aquel en que se encontraba, quiénes eran aquellos seres que le circundaban, qué hacía allí su hermana, en marcial postura de ataque, rodeada de aquellos andrajosos zombis (zombis de pronto paralizados como estatuas, en grotescos momentos dinámicos como petrificados)… «¡Hermana, Kitty… eres tú!»

71. ─¡Hermana, Kitty, eres tú! ─exclamó
Mich con lágrimas en los ojos.
Y entonces aconteció lo inenarrable (que a pesar de todo intentaré narrar, claro está):
De pronto, zombis, vampiros (excepto el vampiro Villarías y la hermosa vampiresa) y otros tipos raros que no se sabía ni lo que eran, además del Barón Samedi, empezaron como a difuminarse, a desvanecerse, como si una niebla que sólo les afectara a ellos, pero no a su entorno, les envolviera. Al poco habían desaparecido por completo.

72. En el salón quedaron:
Kitty y Mich, con emoción estrechados en un intenso abrazo.
Lechugueto, con su disfraz de gato con botas.
El vampiro Villarías, o sea, Tomás N. V., totalmente desconcertado: «¿Cómo he llegado aquí?»
La hermosa vampiresa, con idéntico desconcierto.
El payaso romántico (allí al fondo) con cara de susto.
Y, por último, la linda parejita: La colombina, presa de un ataque de risa (excitación nerviosa) y el pierrot, tratando de tranquilizarla (Lo que conseguiría después de un rato: ─¿Ya te encuentras mejor? ─Sí, sí… gracias).

73. MIENTRAS…
en otro lugar de la ciudad, en una modesta tasca ubicada en cualquier calle de incierta localización, un hombre, único parroquiano, libre ya de disfraz, solitario en una mesa ahí en la esquina, se deleitaba con su buen vaso de vino tinto, tras haber dado cuenta de la escasa tapa de calamares a la romana (ahora sólo un plato vacío sobre la pringosa mesa de madera. En tanto el dueño, ajeno a la presencia del taciturno cliente, seguía con indiferencia un programa de televisión; daban “¡Señoras y señores!” y, en este momento, actuaba uno de esos conjuntos de música yeyé entonces en boga.
─Qué música más alienante y, a pesar de su ritmo loco, más adormecedora ─pensó Juan, el único cliente, el solitario del vaso de vino tinto en la mesa ahí en la esquina, en la tasca perdida.
Luego, como un soniquete trascendido a mantra, masculló una y otra vez, cual repetitiva oración monótona, una frase que toda la noche habíale rondado en la cabeza: «ya sólo trapero, nunca más obrero».
Afuera, en los más diversos lugares de la ciudad, continuaba la fiesta.
Afuera persistía la lluvia.
Afuera, en un callejón ignoto, bajo la lluvia abandonado, un mono de obrero y un antifaz. El cónico sombrero ya no estaba allí; rodó un buen rato y luego, a flote sobre un charco, se perdió, haciendo eses como un beodo, callejón abajo hacia las densas sombras.

74. FIESTAS INQUIETANTES (continuación)
XII. En un charco a la deriva.
Bajo la lluvia,
El cónico sombrero
Busca las sombras.

FIN