HORROR EN SUPRAMACRÓPOLIS
(UNA AVENTURA DE LECHUGUETO)
NOVELA
Por Pedro Fernández Cuesta
1. Lo que estaba pasando en
Supramacrópolis
(inquietando
al estático prócer de piedra) reflejábase ya en los grandes titulares de la
prensa. Lechugueto (macronapias, gafas redondas, coco mondo y lirondo bajo el
inestable sombrerete y una sagaz y pícara sonrisa), reportero del Diario de
Supramacrópolis (diario de la ciudad y de la nación), se había ocupado (cámara
fotográfica en correa y ristre el espigado periodista) del enigmático asunto.
NOTA:
El mítico prócer de piedra, el roqueño vejete, se inquietaba y se enojaba y
exteriorizaba sus sentimientos en perfecto prístino castellano cervantino, sólo
que pocos eran capaces de oírle. Recibía a propios y extraños allí, al final
del largo puente (pasaje cubierto: piedra, hierro y cristal «¡Ah, siempre me han fascinado estos
pasajes!», pensó en alto el filosofeta Kruskrús) pero casi nadie miraba al
pétreo anfitrión. El enjuto y meditabundo filosofeta (rala la barba y ralo el
escaso cabello mal peinado) sí: miraba al roqueño, y aún más: oíale. También
Lechugueto estimaba al prócer, pero nunca el periodista oyó hablar al granítico
vejete barbado «es una leyenda, claro, pero a mí me gusta hablarle (…) ya, sí,
sí, claro, yo tengo un amigo (era el filosofeta Kruskrús en quien pensaba el
reportero) que dice mantener largas conversaciones con la eminente estatua.»
2. Al principio
los
periódicos serios (como el Diario de Supramacrópolis) no se hacían eco de los
acontecimientos. Pero la gente hablaba del asunto, se manifestaba ¡INFORMACIÓN
YA! (manifestación poco numerosa pero muy vociferante, que fue disuelta por las
fuerzas del orden)… Algunos tenían miedo de salir a la calle, otros salían en
busca de emociones. Y no faltaban «¡Ah, sólo era un sueño, menos mal!» quienes
sufrían pesadillas. Pero sólo revistas esotéricas (consideradas poco serias) y
la prensa underground (no considerada) se ocupaban del tema.
Cuando
en el Diario de Supramacrópolis no los aceptaban, Lechugueto publicó algunos
artículos (con seudónimo: Patricio Piñuelo) en la revista esotérica Mundo
Mágico; y dictó (una noche que había tomado unas copas de más, en el Undercafé
Bohemia) una extensa crónica (que también apareció con seudónimo: Agustín
Maderuelo) a un colaboreta del mal grapado cuadernete underground Patatán
Chispún. «Es la última vez que dicto una crónica, pues entre la poca pericia
del copista y mi achispamiento etílico… ¡puf!»
¿ZOMBIS
Y VAMPIROS EN SUPRAMACRÓPOLIS? (Patatán Chispún Nº 12, portada y páginas 5 y 6,
ilustraciones de Punchoground)
¿QUÉ
HAY DE LOS ZOMBIS Y LOS VAMPIROS?, ¿ZOMBIS Y VAMPIROS AQUÍ?, ÚLTIMOS CASOS DE
VAMPIROS Y ZOMBIS EN SUPRAMACRÓPOLIS (Mundo Mágico Nº 26, página 31; Nº 28,
páginas 18 y 19; Nº 29, portada y páginas 6 y 7; fotografías del autor en los
tres números)
3. El primer artículo que, sobre el
asunto, publicó Lechugueto en el Diario de Supramacrópolis
se
tituló ALGO MÁS QUE BROMAS DE MAL GUSTO. ZOMBIS Y VAMPIROS AQUÍ.
4. Y ahora,
Lechugueto
se ocupaba también, simultáneamente, de otro tema, de un caso importante: la
desaparición del hijo de Trust König, el acaudalado magnate.
5. Mucho se ha hablado
de las
malas relaciones entre Trust König y su díscolo primogénito. Mich König siempre
trajo a su padre por la calle de la amargura. Apostando a las carreras de
caballos, a la ruleta o al póker; cometiendo infracciones de tráfico con su
potente bólido; armando líos, escándalos o fiestas demenciales… Mich König
quemaba su juventud malgastando a manos llenas sus talentos en un orgiástico
desenfrenado continuum «¡Ah, si Mich hubiera salido como su hermana!», solía
lamentar Trust König. Y es que la encantadora Kitty König siempre ha sido, al
contrario que su hermano mayor, un dechado de virtudes.
Pero
ahora nada de esto importa. Mich ha desaparecido misteriosamente, como si se le
hubiera tragado la tierra, y el acaudalado magnate y su virtuosa y atractiva
hija están removiendo cielo y tierra para encontrarle.
Firmado:
Lechugueto.
6. NOTICIAS FRESCAS (extraídas de
diferentes números del Diario de Supramacrópolis) por Lechugueto.
Un
profesor del Instituto de Zamora, Sempronio G. S., que había acudido a
Supramacrópolis para dar varias conferencias en la Universidad Culturiciense,
fue asustado en la tarde de ayer por tres zombis. El profesor, que caminaba
solo por una calle poco concurrida, salió corriendo a escape (con un susto de
órdago de pensamiento único: pies para qué os quiero) como alma que lleva el
diablo, perdiendo un maletín que portaba; que contenía, al parecer, importantes
documentos. Don Sempronio no recuerda haber soltado el maletín, aunque tampoco
que los zombis se lo arrebataran.
La
policía detuvo al mago Trampantojo, como sospechoso de estar implicado en el
asunto de los zombis y los vampiros; pero media hora después fue puesto en
libertad, sin cargos pero visiblemente malhumorado.
La
notable soprano lírica Antonieta Antoniutta, que triunfa en el teatro Alcurnia
cantando números de diversas óperas de fama y nombradía, sufrió ayer noche un
patatús al contemplar con horror, tras el cristal de la ventana, el espantoso
rostro de un vampiro. Lo más extraño del caso es que la habitación del Hotel
Noblecourt, donde la distinguida cantante se aloja estos días de estancia en
Supramacrópolis, se encuentra ubicada en un sexto piso. Según el doctor
Salmonete, el patatús fue de pronóstico leve, por lo que la ilustre diva ya se
halla cuasi totalmente recuperada de su lírico desmayo.
Artemiso
Sosias fue hipnotizado ayer por un vampiro, que no le causó daño físico alguno.
El deleznable hematófago se limitó (que no es poco) a sustraerle un reloj de
oro de gran valía sentimental (era regalo del abuelo) y pecuniaria. Esto
ocurrió en una tasca cochambrosa, Casa Fritos. ¿Qué se le había perdido a un
caballero como Artemiso Sosias en semejante tugurio? Cuando los groseros gritos
del tabernero, que quería cerrar, sacaron a Artemiso de su somnoliento estado,
éste corrió a los servicios (al fondo a la derecha) visiblemente asustado. Para
respirar con alivio cuando, al contemplarse con ansiedad en el churretoso
espejo, pudo constatar la ausencia de marcas vampíricas en su cuello.
¿Qué
pasará cuando llegue la Gran Fiesta de Máscaras, con tantos seres de ultratumba
sueltos?
Un
zombi robó una caja de bombones a un niño de corta edad, demostrando ser un
cobarde y un abusón (amén de todo otro calificativo que el lector quiera
añadir). Según testigos, el desconsolado infante contó, entre sollozos, que los
bombones se los llevaba a su abuelita, anciana por la que el chavalín profesa
un cariño que raya en la veneración. En exclusiva para este rotativo, un
familiar del niño aseveró, para sorpresa de quien esto escribe (que ya creía
estar curado de espanto) que el zombi había hecho muy bien. Mas pronto se
disipó nuestra sorpresa cuando añadió: «es que la abuelita no puede comer este
tipo de dulces.»
Unos
zombis asaltaron por sorpresa la Pajarería Regalado y, ante el aterrado
propietario, soltaron una gran cantidad de pájaros y aves de gran valor. De los
veinte que levantaron el vuelo, sólo dos alados, un canario flauta y otro
belga, pudieron ser recuperados (el flauta, y no es por presumir, por el que
escribe estas líneas). Perdiéronse en lontananza muchos exóticos multicolores.
El dueño de la pajarería, el señor Regalado, sufrió, se ve que por los nervios,
un fuerte ataque de tos. Una señorita tuvo la gentileza de traer, de una
farmacia próxima que hay allí a dos pasos, un frasco del célebre Jarabe Antitós
del doctor Chusco. Un par de cucharadas (adjunta al jarabe viene una cucharita
de plástico) y el señor Regalado quedó como nuevo. Cuando ya todos se habían
ido, el señor Regalado y el que esto escribe, que nos creíamos solos en el
establecimiento, descubrimos, en un rincón penumbroso, la tímida presencia de
la joven amable (y atractiva, dicho sea de paso) que tuvo la deferencia de
traer el jarabe. Al inquirir cortésmente el señor Regalado por el porqué de su
presencia (el pajarero ni se había enterado de que la joven fue quien le trajo
el jarabe) la fémina contestó tímidamente: «Sólo quería que me abonara el
precio del jarabe, que pagué con mi dinero.»
En una
cafetería un vampiro sustrajo a un joven, en un momento de distracción, un
catálogo de motocicletas. El joven declaró no estar muy disgustado, ya que dicho
catálogo era gratuito.
Vampiros
y zombis irrumpieron en una reunión de damas de alcurnia, que, con reposada
nobleza y afectada compostura, tomaban el té de las cinco y cuarto. De
resultas, allí hubo gritos agudos, tazas y platos rotos, té derramado y algún
desmayo y sofoco sin consecuencias graves.
Por
ver, tras el cristal de la ventana de su habitación, el pálido y demacrado
rostro de un engominado vampiro, la joven estudiante Margarita M. S. sufrió un
susto morrocotudo, susto que se le pasó, pero luego le dolía la cabeza. «Tengo
ahora un dolor de cabeza que no es normal», declaró la joven. Dicho dolor se le
pasó al poco rato. Entonces, más animada, y respondiendo a este reportero, la
joven manifestó que el vampiro (del que sólo vio el rostro) era «como los de
las películas.»
7. «A veces viene bien
7. «A veces viene bien
hacer
una pausa en el trabajo, creo yo, para aclarar las ideas, para despejar (era un
buen día para pasear por el campo) la cocorota.» Y allí estaban, caminando y
charlando, el periodista y el filosofeta. Como burgueses de pro, paseando
Lechugueto y Kruskrús en aquella mañana dominical. Y otoñal (alfombra de oro:
las hojas que crujen), para más señas. «Mas para Lechugueto no hay día festivo.
Hasta cuando no trabajo, trabajo», confesó enfáticamente Lechugueto. «Un
filosofeta, en cambio, sólo piensa: evita el oprobioso trabajo», contestó, con
indefinida entonación, el otro; y prosiguió diciendo: «Sólo me decido a buscar
algún trabajillo, para sacar algunas perrillas e ir tirando, cuando me veo
entre la espada y la pared.» Y «entre la espada y la pared» significaba verse
impelido por circunstancias mayores, tales como una cuadrilla de acreedores
aporreando su puerta, inmisericordes y malhumorados. Pero aquel día era
domingo, y «los domingos no hay peligro, pues los acreedores, más por rutina
que por gusto, transmútanse en mansos domingueros pequeñoburgueses», aseguró
Kruskrús, y luego añadió «Pero tú y yo, aunque cual burgueses paseamos,
distamos mucho de serlo; tú, Lechugueto, tienes alma aventurera y napias de sabueso
pesquisidor; y yo, Kruskrús, tengo alma bohemia.»
Pues
eso; Lechugueto sólo quería pasear un poco con su amigo para aclararse, para
despejarse; y proseguir luego, enseguida, con su frenético trabajo de cronista
metomentodo.
Era un
apacible día de otoño. Lechugueto deambulaba con las manos en los bolsillos de
su viejo gabán, mientras que el filosofeta caminaba con una mano en la espalda,
al tiempo que, con la otra, sujetaba su corva pipa humeante. También gustábale
a Lechugueto aspirar el dulzón y aromático tabaco de la cachimba, deleitarse en
la contemplación del ascendente voluminoso y denso humo, pero aquella mañana
no.
El
filosofeta dedicábase en el paseo a cavilar en voz alta, mientras Lechugueto,
sin mirarle, con la vista al frente (ante él desplegábanse los otoñales árboles
alineados) en silencio le escuchaba, con atención suma.
Allí
un vallado, tras el cual sobresalían un par de árboles. Allá, a lo lejos, una
casa pequeña, de humeante chimenea. En el cielo, las nubes de paso, de
vagarosas y vaporosas formas mutables. En el suelo, cual crujiente alfombra de
ocre y oro, las hojas caídas.
Un
conejo atravesó el sendero a toda prisa, mirando a nuestros andariegos con
recelosa prevención. Lechugueto, rápido como un rayo, con unos reflejos que ni
John Wayne, disparó y acertó en el móvil blanco. Mas el asustado orejudo siguió
su rauda marcha, hasta perderse de vista tras unos matojos, sin haber sufrido
más daño que el susto. Porque Lechugueto no era un cazador, no lo había sido
nunca, al igual que el concienciado y vegetariano filosofeta. «Creo que he
logrado una buena instantánea del conejo», dijo satisfecho el reportero de
cámara fotográfica en correa y ristre; y luego: «Pero le he interrumpido… ¿qué
estaba usted diciendo?»
─Decía
que, quizá, atraídos por las pantomimas de ultratumba de los bromistas, seres
de una dimensión quimérica han irrumpido en la nuestra, de sí ya bastante
fantástica. O sea, que la parodia de los farsantes ha funcionado como ritual de
invocación ultradimensional.
─Si le
he entendido bien, estimado filosofeta, algunas actuaciones han sido cosa de
gamberros, mientras que otras han sido obra de…
─Auténticos
zombis y vampiros ─aseguró, interrumpiendo y concluyendo la frase de
Lechugueto, el filosofeta Kruskrús.
Un
gusano que pasaba por allí, sintió que algo eclipsaba la luz del sol. Miró
hacia arriba y vio cómo una hoja se cernía sobre él, apresurando el animalillo
¡GLUP! su marcha gusanil. «¡Uf, por poco!», respiró el segmentado blandengue.
─Y
usted, ¿cómo sabe todas estas cosas? ─preguntó Lechugueto, ahora sí volviendo
el rostro hacia su amigo.
─Bueno,
en parte (y sobre todo) por las revelaciones confidenciales (y en su derecho
está usted de tildarme de loco) del estático prócer de piedra; en parte, las
cosas como son, por la letra impresa de los hijos de Gutenberg, pues mi
biblioteca es nutrida y de pro (si esto último puede decirse de un conjunto de
libros) ─contestó, vanagloriose humildemente (valga la paradójica expresión) el
filosofeta Kruskrús. Para añadir luego: ─Recién he leído un par de vetustos e
interesantes volúmenes: “La práctica de la hechicería en Haití” y “De los
vampiros”.
NOTA
(muy importante para el lector): En la época en que se desarrolla esta historia
(los años setenta del pretérito siglo XX) no existía internet ni nada parecido.
La información se buscaba en los libros.
NOTA
de la NOTA: No existía internet ni nada parecido para el común de las gentes,
se entiende, mas las raíces de internet han de buscarse en la década de los
sesenta (ARPAnet).
NOTA
de la NOTA de la NOTA: Muy pocos, en aquellos tiempos, pudieron tocar el ARPA…
net (¿pillan el juego de palabras?)
8. Disertación apresurada y caótica (valga
la paradoja) sobre los llamados zombis.
Cadáveres
resucitados: zombis. Mas, ¿qué hechicero (y éste, ¿con qué aviesos y aciagos
hechizos?) les ha hecho tornar al mundo de los vivos? Cual androides aminan, y
de esta forma, no se distinguen demasiado del común de los mortales. ¿Por qué,
cómo y cuándo abandonasteis la confortable tumba (aquí me he pasado) antes de dar
el, por así llamarlo, salto dimensional desde la realidad quimérica a la
usualmente prosaica (a veces desde luego no tanto) realidad esta?
¡Cuánto
luchó el ínclito clero contra la pertinaz magia haitiana! (aquí sí que me he
pasado tres pueblos) ¿Y fue todo en vano?
La
sola palabra vudú hace que a uno le tiemblen las canillas. ¡Vudú! Viene a ser
como decir ¡Buuu!
Si los
miras bien algunos sí parecen haitianos, por los rasgos.
Por
favor: no confundir haitianos (naturales de Haití) con tahitianos (naturales de
Tahití).
Digamos
de paso que Lechugueto, para realizar sendos reportajes (para el Dominical del
Diario de Supramacrópolis) había visitado sendos países: la caribeña y
atlántica Haití (en la isla La Española) y la pacífica Tahití (Otaheite, en la
Polinesia Francesa).
Los
zombis son empleados, dicen, en trabajos de baja estimación. Mira, ¿son zombis?
No, esos son trabajadores normales y corrientes. Sí, pero su trabajo (aun
siendo de alta utilidad) es poco estimado, y además mal pagado.
NOTA:
Resulta curiosa, lectores, la dialéctica guisa en que se enzarza el autor (y
volverá a hacerlo) consigo mismo.
─Sí,
mal pagado ─intervino uno de los susodichos trabajadores─, pero muchos
compañeros dicen «tabú» si son interpelados por un tipógrafo clandestino y barbado.
O por un periodista pertinaz como usted, señor Lechugueto. Pero el explotador
ignora que algunos (pocos), tras la dura jornada, leemos a la luz de una
humilde bombilla, en una mísera buhardilla en un arrabal aún más mísero. Pero,
¿sabe una cosa, señor Lechugueto?, pienso dejar el trabajo de la fábrica y
hacerme trapero. Para empezar.
─Ya
─contestó Lechugueto─; y, en relación a lo que ha dicho antes, le diré que
muchos eminentes intelectuales (así llamados), con su engolada voz y su
afectado bigotillo recortado, también exclaman o susurran: «Tabú». Y un
hechicero obrero tahitiano (que parecía marciano) me dijo: «no hay derecho»
Así
habló Lechugueto.
Y
mirad: Papá Sábado vela en el cementerio, con su elegante aunque algo
polvoriento frac negro. Alto y grave, en armonía con los erguidos y
circunspectos cipreses.
NOTA:
A Papá Sábado se le conoce también como Barón Samedi o Barón Sábado.
Y
mirad: Barón Samedi vela en la necrópolis. Su negro sombrero de copa (algo
polvoriento) contrastando con su blanco rostro cadavérico.
Otras
veces le hemos visto rondando los burdeles (misma facha, mas no tan grave) por
las míseras callejas sombrías del arrabal mísero.
Pero (Papá Sábado o zombis) ¿cómo distinguir
entre la verdad y la farsa?
(¿Has
visto?, esos zombis despeinados y desastrados tienen pinta de norteamericanos
de los sesenta.)
Mas,
si estamos hablando de saltos dimensionales en el espacio-tiempo, al más alto
nivel, ¿cómo puede haber sido el responsable un brujo vudú?, ¿no estará
implicado en el asunto, más bien, algún sabio loco, o sea, el típico científico
loco de siempre?
La
hipótesis del científico loco no parece carecer ni de lógica ni de fantasía,
por lo que vamos a tomarla en consideración; y, mientras no tengamos un nombre
para el alienado hombre de ciencia, le vamos a llamar Doctor Krazy; y, mientras
no tengamos un rostro para el mismo, pongámosle provisionalmente unas luengas
barbas, unas gafas de pasta, un cabello desgreñado y una mirada aviesa (ojos
inyectados en sangre de tanta noche en vela).
Sabido
es que muchas veces los científicos (cuerdos o locos) han desencadenado
diabólicas fuerzas (con independencia de sus intenciones) de incalculable poder
destructivo. ¡Todo por la ciencia! (A saber si nuestro Doctor Krazy no estará
también, cual brujo vudú, aliado con Papá Sábado; porque también a base de
formulitas físico-matemáticas y otras zarandajas de alta prosapia puede uno
establecer una alianza con el señor de los muertos: el susodicho u otro de
similar linaje; desestimando abracadabras, hocus pocus y repulsivas pócimas
burbujeantes: BUR BUR BUR BUR…).
Pero
lo peor del macabro asunto de los zombis es que el hechicero vudú primero mata,
para luego dar vida al vencido inerte. Y esclavizarlo. «¿Te refieres a aquel?»
No, aquel nada tiene que ver con esto, es sólo un hombre desarraigado.
Refléjanse en su rostro, a modo de marcadas arrugas, los surcos de antaño, los
que imprimía con su arado en la modesta tierra que, orgulloso, llamaba suya.
Ahora está en venta la tierra pobre que nadie compra; ruinosa la casa de sus
ancestros; el arado y la hoz criando herrumbre. Él trabaja ahora en la
deshumanizada fábrica. ¡Quién dirá, por su aspecto, que aún es joven! («Pero,
¿sabe una cosa, señor Lechugueto?, pienso dejar el trabajo de la fábrica y
hacerme trapero. Para empezar.») «¿Nada que ver? Pues mira lo que hacer ese
seboso y respetable (acaudalado) industrial, ahí a solas (la puerta cerrada,
para que no le sorprendan los criados): fragmentos de ropa, que el desarraigado
cuando era campesino usó, mezcla con algunos cabellos (del mal retribuido
obrero) y algunos otros ingredientes (que sus pulcros y bien encuadernados
libros le dictan) en un tosco recipiente de barro. Luego sólo resta el chorro
de ron, y esperar el sábado próximo para prenderlo todo. Entonces, ¡mira!: Otro
campesino, con congoja y pesar, ha decidido abandonar el campo, tras inhalar,
cual engañoso anuncio edulcorado, el ponzoñoso preparado ¡LA GRAN CIUDAD DE
SUPRAMACRÓPOLIS TE BRINDA GRANDES OPORTUNIDADES!» Ya, pero es que ese
acaudalado industrial del que hablas es Trumbuleño Ferucio, un loco. No le
puedes poner como ejemplo. «Yo no le he puesto de ejemplo de nada, sólo he
dicho que miraras lo que hacía (la puerta cerrada por miedo a los criados) ahí
a solas.»
9. Disertación apresurada y caótica (valga
la paradoja) sobre los llamados vampiros.
Aquel
que por Satán dejó su tumba,
En
un sueño nocturno te ha besado.
Al
tiempo que susurraba en tu oído, quedo a quedo, palabras de dolorosa dulzura,
en un idioma para ti extraño.
(«De todas, tú, mujer, la más
hermosa»,
no
pudiste entender qué te decía).
Luego,
en aquella mañana triste de otoño, ahí, impresas en tu cuello dos veces lívido
(una
noticia aciaga en el espejo)
contemplaste
(el pavor en tus ojos azules reflejado) las fatídicas marcas.
NOTA:
“dos veces lívido”: por ser pálido y por estar amoratado (se juega con la doble
acepción de la palabra).
─¿Y
este libro? ─preguntó Lechugueto.
─De
los libros sobre vampiros ─contestó el filosofeta Kruskrús─ éste es todo un
clásico; fue escrito por Johann Heinrich Zopfius y Francis von Dalen, y
publicado en Alemania en 1733. Su título es “Dissertatio de Vampyris”, o sea,
“Disertación sobre el Vampiro”. Es una auténtica joya, una primera edición.
Hace usted bien en tratarlo con cuidado.
─No se
preocupe, probo filosofeta, que sé muy bien cómo tratar un libro vetusto de
alta alcurnia ─repuso perspicaz, con un leve y amable retintín, el agudo y
sagaz reportero.
NOTA:
El concepto “filosofeta” fusiona dos palabras: filósofo y esteta.
Y se
cuenta: Como humanos, cánidos o quirópteros, los vampiros atacan: varones o
mujeres (adultos o infantes) o animales de varios géneros, pues su satánica sed
de sangre (¡Ah, las rojas proteínas!) no conoce el límite, no entiende de
éticos reparos.
«La
mujer era hermosa», dijo Kruskrús; «pero ha de saber usted, amigo Lechugueto,
que humanos, cánidos o quirópteros, los vampiros atacan: hombre o mujeres (en
adulta o infantil edad) o animales (grandes o chicos) de varios géneros, pues
su satánica sed de sangre no conoce el límite, no entiende de éticos reparos,
ya que su antinatural vida se mantiene con las rojas hemoglobinas que toma de
sus víctimas.»
Y se
dice (libros polvorientos y achacosos): La más recomendada madera, para la
vampírica estaca, es la de espino blanco (oscuros tiempos supersticiosos). Mas
también (negras supersticiones primitivas) otras opciones: sección de la testa
o fuego para aniquilar al vampiro, al sanguinario siervo del mal (cuentos
terribles).
Un
guloso hemoglobínico te ha mordido, mujer, y pronto formarás parte de su
clandestino club nocturno.
─¿Hemoglobínico?─piensa,
frunciendo el ceño, el barbado académico; el defensor del preclaro y vetusto
(«¡Mas no anticuado!») sistema («Mire, mire, pollo, yo llevo razón, la palabra
“hemoglobínico” no está contemplada en el diccionario»).
Y tú,
chaval, por si acaso no duermas nunca sobre una tumba, cuando el sol ya se ha
ido.
No te
reprocho que ames la luna, mas no desprecies al astro rey, de esplendentes
haces de luz aureolado.
Goza,
chaval, del soleado día. No te ha sido vedado.
Ellos
(los vampiros), en cambio, no pueden solazarse con el soleado día, las espigas
doradas, las delicadas amapolas que la brisa mece. Las juveniles risas: la
coqueta, en libre juego perseguida (y los trinos de los pájaros) por el
enamorado pertinaz (dos corazones palpitando al unísono). O un buen día
(magnífico, luminoso) para pescar truchas en el río.
Ellos,
en cambio, émulos del nocturno murciélago, murciélagos a ratos ellos mismos, de
nada de esto gozan.
Ellos
se van a dormir al tiempo que los serenos (los veladores nocturnos), mas no a
la cama. En el frío ataúd se acomodan, sobre un colchón de tierra. Y allí pasan
el día, regocijándose en atroces pesadillas que ellos llaman dulces sueños.
Y si
detestan el día, el sol radiante, los modernos apartamentos (amplias ventanas
con vistas al mar), aman, en cambio, la traicionera niebla, los días
tormentosos, los tenebrosos castillos de gótico aspecto (con sus amplias
estancias polvorientas y sombrías, donde las doctas ingenieras peludas tejen
inmensas telas portentosas).
El
impoluto restaurante funcional aborrecen, mas adoran (como si fueran poetas
malditos) la mugrienta tasca, la ruinosa taberna que los ásperos trabajadores
frecuentan. Allí se sientan (el incómodo taburete, la tosca mesa de madera
carcomida) a saborear (si un cadáver hacer esto puede) su amarga absenta (que
no sólo de sangre vive el vampiro), mientras los otros, los groseros
parroquianos, profieren sus exabruptos blasfemos.
Les
gusta a los vampiros verse rodeados de semejante chusma, pero nunca verás que
se dignen a dirigirles la palabra. Allí siempre les verás solitarios (si
acompañados, quizá de alguna dama del arroyo de mirada triste y ojos
brillantes, nunca en compañía de otros de su aristocrática calaña), fija la
atención en ninguna parte, estáticos como estatuas pétreas.
No
obstante, en ocasiones, a uno de estos solitarios verás escribir, en un pequeño
cuadernillo de gastadas tapas de hule (que luego guardará en el bolsillo de su
chaleco), versos endecasílabos que sólo él puede comprender.
Acaso
te crearon (también se ha dicho), ¡oh, lujurioso vampiro!, al transmutarse en
oníricas aflicciones (fálica sádica estaca, por ejemplo; o el succionar obsceno
y repulsivo), afectos sexuales reprimidos. Porque, tras estudiar el fenómeno
(¿por qué los vivos creen en la naturaleza maligna de los muertos?) «Reproche
obsesivo», sentenció el psiquiatra (Sigmund Freud, el austríaco insigne). Y es
así: en su ignorancia (sobrestimó el poder de su deseo) responsable se cree el
óbito del otro; y, de esta forma, con congoja y terror el regreso espera: del
vengador difunto. Y, de entrada, ha conseguido: los vivos ya no quieren
visitarle, por la ristra de ajos, que es hedionda.
¿Oníricas
fantasías? Mas, por si acaso, tú procúrate un buen crucifijo a mano, o, en su
defecto, cruza dos tablas cualesquiera que siempre encontrarás por ahí caídas.
Y, sobre todo, recela de aquel que no obtiene respuesta en el espejo.
¿Y qué
decir de los fans de los vampiros? De ése, por ejemplo, la habitación siempre
verás empapelada de pósters y recortes de revistas: NOSFERATU a simphony of
horror Carlos Villarías “DRÁCULA” con Lupita Tovar TOTALMENTE HABLADA EN
ESPAÑOL. Bela Lugosi (the original uncut version!) SCREAMY! RKO CAPITOL theatre
BELA LUGOSI IN PERSON (en la tele y el cine le había fascinado todo aquello)
tanto papel clavado con chinchetas, y así la pared se estropea. «¿Te das
cuenta?» Es su madre. La verás enfadarse «Esto es cosa del diablo», exagerará,
y, en todo caso, la poseída por las fuerzas del mal te parecerá ella. El padre
callará (no emite parecer quien no lo tiene), encenderá un cigarro, cogerá el
periódico, se encaminará al salón (modesta estancia, la principal de la
vivienda) «¿Y tú no dices nada?» Él se hará el sordo; huyendo de la pueril
polémica. Revistas y novelitas sobre la mesa verás también amontonarse, y en
las estanterías; allí donde tendrían que estar («¿pero es que acaso no apruebo
todas?») los libros de texto («¡sí, pero podrías sacar mejores notas!» «pero
qué loca estás», pensará el chico) El padre, ya en el salón, mientras lee las
noticias (en el cenicero el humeante pitillo) carraspeará; «cómo está el
mundo», musitará para el canario (el fumador pasivo, un capricho de ella que ya
ni canta. De buena gana él lo soltaría) «yo tengo mis derechos», dirá el chico
«¡cuando vivas en tu casa!» le contestará la madre (¡oh, cuándo será eso!)
gritando demasiado (una voz tal vez algo desagradable, chillona en demasía. Y
la bronca ya estará montada. El padre asomará entonces la cabeza «yo voy a por
tabaco», dirá quedo. Y, no por siempre, sólo hasta que amaine la tormenta,
abandonará «¡uf!» la casa.
1. Sí, lo que tenía que ocurrir ocurrió:
NOTICIAS NO POR GÉLIDAS MENOS FRESCAS (extraídas de diferentes números del
Diario de Supramacrópolis) por Lechugueto.
Ayer
tarde, un difunto resucitado se le apareció, de sopetón, a un agente de
policía. Y como el guardián del orden público solicitase (amablemente) la
documentación al susodicho, éste (desastrado, pálido y ojeroso sujeto) trató,
furioso, de agredirle. Zafose el probo agente del demoníaco ser a duras penas,
y, desenfundando su pistola reglamentaria, efectuó tres certeros disparos contra
el más que presunto zombi ¡para nada! pues el plomo (mortal reprensión) no hizo
mella en él. Claro, ¿cómo matar a un muerto por muy buena puntería que tengas?
Total, que al final el policía pudo salvarse, pero el zombi no pudo ser
capturado. Y ahora, ¿por qué no descartamos, de una vez para siempre, la teoría
de los gamberros en el asunto de los zombis? Y, respecto a los vampiros, espero
que no tengamos que decir pronto lo mismo.
Juvenal
Sanfeliú Balaguer, estudiante diligente, con dilección aplicado a las letras,
predilecto de profesores próceres: Había acudido al cementerio (declinaba el
día) en busca de inspiración literaria (pretensión estudiantil de componer,
¡arte por el arte!, alguna oda macabra, lira a lira: ejercicio de métrica y
estilo) para su clase de retórica pura. Otoñal soledad en el camposanto que
cubríase ya de mórbidas penumbras. Mas en este momento, estimados lectores, me
dice el director, echando sapos y culebras, que no me enrolle tanto con
florituras, que luego vosotros, los prosaicos lectores, protestáis. Pero no
puedo evitarlo: retórica estudié, en mis años mozos, con don Epifanio Sansón,
el mismo para quien el susodicho Juvenal iba a componer su oda (el mundo es un
pañuelo, y, además, a don Epifanio ya le hacía jubilado). El caso es que, de
sorpresivo improviso, el lírico estudiante vio que, ante él, allí sentados
(sobre una tumba: declinaba el día: sepulcral silencio) estaban dos jóvenes
enamorados (gótico, crepuscular romanticismo evocando), de ella tomando él las
manos entre las suyas, silentes contemplándose con arrobo, bellos. Los rostros
de ambos observó, a él de perfil, Sanfeliú. Noble y fascinador perfil el de
ellos. Los dos muy pálidos de tez, ojerosos en exceso tal vez. Entonces él, el
estudiante de retórica pura, pensó que allí estaba la inspiración para su poema,
el feliz estímulo. Mas súbitamente… ¡horror y espanto!, con brusquedad
mecánica, cual autómatas, volvieron los enamorados sus rostros hacia él,
mirándole fijamente: con una manera de mirar que no casaba con este mundo (como
sus decimonónicos atavíos no casaban con esta época). Y, ¡terror de terrores!,
ante sus espantados desorbitados incrédulos ojos, Juvenal Sanfeliú Balaguer vio
como el pálido enamorado transfigurábase (como en una película de buenos
efectos especiales) en un espeluznante quiróptero con sus manos alas abiertas
desplegadas. Y, antes de que el estudiante pudiera salir de su paralizante
pasmo, abalanzose sobre él la negra bestia, mientras la pálida fémina
estruendosamente reía a carcajadas, mostrando unos largos y agudos colmillos
vampíricos; al tiempo que su semblante, antes sereno y de nobles facciones,
mostrábase ahora descompuesto y de groseras trazas. Luchó Juvenal con la
bestia, pugnó por desembarazarse del pertinaz quiróptero; y en la lucha sintió
una punzante y gélida sensación en el cuello ¡el repulsivo hematófago le había
mordido!
Ahora
Juvenal está en cama, paciente y amorosamente atendido por su madre y su
hermana. El joven está consciente, lúcido, por lo que no podemos achacar sus
palabras a delirios febriles; por más que la fiebre no remite. Este reportero
habló con él, y, a partir de sus palabras, conformó (conformé) el anterior
relato. Juvenal sigue reafirmándose en su narración, en la certeza de ésta, que
sus dos marcas del cuello atestiguan. Los oídos incrédulos existen, y en la
incredulidad persistirán, pero yo sí le creo.
Un
dato extraño es que, en un momento dado, el encamado joven confesó, ante los
atónitos circunstantes, que la pálida joven (así la llamó), antes de volverse
grosera y vampírica, se parecía muchísimo a su hermana. Hizo esta confidencia
con una sonrisa inquieta, mientras gotas de sudor (que presumo frías) perlaban
su noble frente. Ni qué decir tiene que, de entre los presentes, quien más se
pasmó por tales palabras fue la mentada hermana, que por poco no derramó un
zumo que para su hermano traía. Los circunstantes, los allí en torno al
enfermo, éramos: la madre, la hermana, el médico de cabecera, un amigo de
Juvenal y este seguro servidor.
Preguntándole
yo por el joven (y mucho más que presunto vampiro) del cementerio, dijo
Juvenal: «Ese no me recordaba a nadie… quizá un poco a Rodolfo Valentino».
Los
lectores de este diario recordarán, seguramente, a aquella joven y hermosa
mujer de ojos azules que, besada en sueños por un vampiro, amaneció con las
fatídicas marcas. Pues el asunto que hoy les trae este heraldo, continuación es
de aquel infausto y verídico drama. La joven de azulenca mirada ha
desaparecido, sin dejar rastro. Sus progenitores, su apuesto prometido y un
larguísimo etcétera de allegados (amén de un sinnúmero anónimo de lejanos
admiradores) están consternados (¿tanta gente?, sí, claro, dado que la joven, a
más de hermosa, tiene los ojos azules). La policía, últimamente desbordada por
tamaña ingente acumulación de casos sobre casos, hace lo más que puede… hasta
el momento sin éxito.
Este
periodista se siente preso del abatimiento (todo lo preso del abatimiento que
puede sentirse un animoso profesional de la prensa) por tener que dar hoy, una
vez más, noticia de una desaparición. Si tres días atrás dejábamos constancia
de la misteriosa ausencia de aquella llorada joven de ojos azules, hoy hemos de
constatar otra desaparición, la de un mozo, Tomás N. V., que falta del paterno
domicilio donde mora. Y, en relación con este asunto, otra constatación que, quizá,
puede ser relevante: de buena fuente hemos sabido que el joven Tomás es un fan
incondicional del subgénero (ya sea en cine o ya sea en novela) de vampiros
(que, como bien sabe el lector, es particular división del género de terror).
No es seguro, en cambio, que guste el joven del susodicho subgénero en
historieta o cómic.
11. Al igual que la policía,
También
Lechugueto veíase desbordado por tamaña ingente acumulación de casos sobre
casos, que él tenía que investigar, como reportero pesquisidor que era, para
luego transmutar, a vuelapluma, en verídicas y literarias crónicas.
Y,
entre tanto asunto, Lechugueto tenía que dar preferencia, por expresa orden del
director, al caso de la desaparición de Mich König, el díscolo primogénito del
acaudalado magnate Trust König. «¿Estará también relacionado este suceso con el
multiforme y horripilante affaire (miedo y escándalo) que (zombis o vampiros)
infesta la ciudad?», caviló Lechugueto.
12. También hubieron de cavilar mucho
las
autoridades competentes (importantes personalidades, venidas de fuera de la
ciudad, habían mantenido larga y concienzuda reunión con el alcalde de
Supramacrópolis). El asunto peliagudo (así le llamó el alcalde) versaba sobre
una resolución que ya no podía ser aplazada. La Gran Fiesta de Máscaras, de
castiza raigambre entre la densa población ciudadana, por su proximidad
inquietaba y acuciaba a la determinación: sí o no, sin más vacilaciones; por
más que nadie poseyera argumentos evidentes para decantarse por una u otra
posición. Permitir el masivo regocijo público, la caótica y multicolor fiesta,
sería temerario, qué duda cabe, con tantos zombis y vampiros acechando por ahí,
que con facilidad podrían confundirse entre las enmascaradas hordas. Mas no menos
temerario sería prohibir la tumultuosa y jocosa algarabía, pues es seguro que
la indignación popular devendría en violentos desórdenes de imprevisibles
consecuencias. Vociferante revuelta tomaría las calles: parapetados tras
máscaras terribles, ex profeso diseñadas con rabia entre blasfemias y
carcajadas en algún infecto tugurio, poseídos por una ira vehemente los
violentos vocingleros recorrerían las calles, pulularían por las plazas,
danzarían en las grandes avenidas con el ánimo visiblemente perturbado, presos
de un frenesí salvaje. Los disturbios callejeros harían época. Automóviles
llameantes iluminarían, llegada la noche, la diabólica farsa. Las fuerzas del
orden veríanse impelidas a actuar. Y la farsa se teñiría de sangre. Amén de que
zombis y vampiros subrepticiamente sumaríanse a la fiesta. «Pensándolo bien»,
opinó Don Práxedes (alcalde presidente del excelentísimo ayuntamiento de
Supramacróplis), «creo que es mucho mejor no prohibir la Gran Fiesta de
Máscaras.»
13. Multiforme y variopinta
era la
Gran Fiesta de Máscaras. Múltiples formas, diversas facetas. No era una sino
muchas fiestas. Abigarradas multicolores o de coherente policromía eran. Cada
grupo tenía su particular regocijo. Chabacanas populares hordas blasfemas o
suntuosas y distinguidas veladas aristocráticas; y, en medio, todos los más
varios matices que imaginarse puedan. Como podían o como querían la celebraban:
la Gran Fiesta de Máscaras. Bufones groseros en mugrientas tascas, o
melancólicos arlequines en salones magníficos o jardines de ensueño. Y, en
medio, todos los más varios matices que imaginarse puedan.
14. NO SE PROHIBIRÁ LA GRAN FIESTA
DE
MÁSCARAS, proclamaron las letras de imprenta. Y el fervoroso aplauso al
magnánimo permisivo alcalde fue casi unánime.
15. Y ahora, lector benévolo,
vamos
a ponernos líricos.
16. FIESTA DE MÁSCARAS (poemas)
I.
El sueño
La linda colombina tuvo un
sueño:
su atavío otoñal no era
fingido;
ya no falaz disfraz, sólo un
vestido;
y al amo de su amor (su dócil
dueño,
su gentil y galante enamorado
que, disfrazado,
era comparsa
en la gran farsa)
Hipnos farsante
(dios delirante)
mutó también su ser, y, cual
espejo,
su ropa de pierrot fue su
reflejo.
II.
Rememoración
Y el otoño pasado
fue tan feliz, que al
recordarlo ahora,
el otoño estrenado
(hora amenazadora)
mueve a oración, y el arlequín
implora.
III.
El intruso
Vendrá subrepticiamente
a la Gran Fiesta danzando;
una máscara ocultando
su faz, muy probablemente.
Será su danza demente,
mas el ínclito impostor
será, quizás, el mejor;
tal vez, quizá, el más altivo
a pesar de no estar vivo;
de ocultar tan mal color.
IV.
Animándose
Prepara el disfraz
para su solaz,
para la ocasión;
Se siente capaz
de sentirse en paz,
de olvidar el ton
y también el son
que en televisión
no cesan de dar,
y, sin ton ni son,
llegada la acción,
cual loco… ¡danzar!
V.
Presentimiento
Algo se presiente en la lenta
espera;
algo desespera o la llama
aviva
del ansia más viva del más
inconsciente
arlequín demente.
VI.
En vísperas
Y aquel ocioso estudiante
de jocosa condición
crea para la ocasión
(«sí, la mejor solución…»)
un disfraz extravagante
para un fin que le divierte:
del trasmundo
ser un zombi que, jocundo,
desconcierte.
VII.
Juventud
Por impulso arrollador
desmorónase lo estático;
vence con magma fanático
lo temerario al temor.
(continuará)
17. «A veces viene bien
hacer
una pausa en el trabajo, como decíamos el otro día, para aclarar las ideas,
para despejar
(aquel
día hacía un viento algo desagradable)
La
cocorota.» Y allí estaban otra vez, caminando y charlando, el periodista y el
filosofeta. Como burgueses de pro, paseando Lechugueto y Kruskrús en aquella
ventosa mañana dominical (milagro parecía que no saliera a escape el inestable
sombrero que, sobre el coco mondo y lirondo del reportero, caprichosamente
pirueteaba, a merced de los antojadizos dictados del viento). Mañana ventosa y
(hojas de oro en caótica danza) otoñal, para más señas.
─Me
gustó mucho ─dijo el filosofeta─ su crónica sobre Juvenal, ese estilo tan
literario; ¿no ha pensado, amigo mío, en la narrativa de ficción?
─Pues
verá ─contestó Lechugueto─, lo mío es la narrativa periodística; eso sí, una
narrativa periodística abierta, en lo formal, a lo literario, e incluso a lo
poético; y veraz en el fondo, en el contenido.
─Esto
daría lugar ─repuso el filosofeta─ a algo parecido a lo que se ha llamado
novela realista. Sólo parecido, claro; porque su narrativa periodística
descarta la ficción. ¿Pero qué pasa ─continuó explayándose Kruskrús─ cuando uno
quiere ser realista, veraz, pero la realidad, la verdad, se presenta
fantástica? Usted, Lechugueto, en su crónica sobre Juvenal, sólo pretendía ser
verídico, y fue fantástico, romántico, gótico. Es cierto que no lo fue
solamente por lo que contó sino por cómo lo contó, por su estilo, por su forma.
Mas no creo equivocarme si digo que el fondo (de real fantasía, que usted no
había elegido) condicionó la forma. Porque yo he leído crónicas de usted de
fondo realista (o quizá habría que decir de fondo no fantástico, verosímil),
perfectamente conformes con la lógica cotidiana; y, en estas narraciones, la
forma que usted ha empleado ha sido de tal carácter, de tal sobriedad, de tal
parquedad y ausencia de adornos y filigranas, que ningún purista del realismo
podría censurarle.
El
filosofeta Kruskrús hizo una pausa. El viento continuaba arreciando. Entonces,
sacando de un bolsillo interior de su abrigo los recortes de prensa doblados,
dijo:
─Me he
permitido traer aquí, para comentarlas en el paseo, dos reseñas, dos breves
noticias por usted escritas. Cada reseña trata de una manifestación vociferante
en la vía pública; cada reseña de una concentración de ciudadanos no
autorizada. La más antigua reseña, ésta de aquí, brevemente relata la
manifestación de los obreros de la fábrica textil, que reivindicaban condiciones
laborales dignas. La otra reseña, ésta, trata de la huelga de ciudadanos que,
indignados, pedían más información sobre el asunto de los zombis y los
vampiros. ¿Le parece bien que las leamos?
18. La primera reseña dice así:
Los
obreros de la fábrica textil (hombres y mujeres) tomaron la calle. La
desautorización de la concentración no les amilanó. Atardecía. Nubes de
tormenta cubrían el cielo de Supramacrópolis. Las enhiestas farolas de la
Avenida Ancha iluminaban las grandes pancartas, sus reivindicativas y
combativas consignas: Si no nos dais MEDICINA, no nos pidáis DISCIPLINA (la
medicina que piden es un sueldo digno) Si no hay REMUNERACIÓN vendrá la
REVOLUCIÓN; o, también: Si queréis buenos TEJIDOS dadnos nuestros COMPRIMIDOS.
O esta otra: MUCHO RUIDO y POCAS NUECES (o sea: soportan durante una larga
jornada el estresante ruido de la maquinaria, a cambio de un escaso salario) O
aquella que exclamaba: ¡Digo sí a la OO, pero a la SPAH digo no!! (La OO es la
Organización Obrera, la SPAH es el Sindicato Patronal Anti Huelgas). La marcha
avanzaba pacífica. Casi silenciosa. Las nubes presagiaban inminente tormenta.
Las fuerzas policiales habían tomado posiciones, expectantes. Su presencia,
lejos de amedrentar a los manifestantes, excitó el ánimo de algunos. NO SOMOS
ZOMBIS NI ESCLAVOS, MIRADNOS: SOMOS HUMANOS, leemos en otra pancarta. Entonces,
aquí, allá y acullá, potenciados por megáfonos (allí, en el cielo, la ráfaga
luminosa de un rayo) atronaron gritos de protesta en la tarde que declinaba, al
tiempo que retumbaba un trueno, como un cañonazo. La crispación se extendió, se
generalizó. Insultos procaces profirieron las desvergonzadas masas vociferantes
(empezó a llover) contra los patronos. La mayor parte de los insultos iban
dirigidos contra el megapatrón de la fábrica textil, Trumbuleño Ferucio.
Entonces, aunque aislados y minoritarios, se desencadenaron actos vandálicos:
varios contenedores de basura volcados, los cristales de un par de escaparates
que saltaron en pedazos (allí, en el cielo, la ráfaga luminosa de un rayo: la
lluvia arreció)… Las fuerzas policiales cargaron (retumbó el trueno) Gritos,
caídas… Era el caos, la batalla campal; las carreras bajo la lluvia torrencial,
sobre los charcos y la basura esparcida de los contenedores derribados.
Piedras, huevos y otros objetos hendieron el aire, se estrellaron contra los
blindados escudos transparentes de los antidisturbios: parapetados tras sus
escudos blindados y con sus porras de goma en ristre la policía hizo su labor.
Tras
arduas pesquisas, quien esto escribe lo supo luego: Quienes iniciaron los actos
vandálicos (varios contenedores de basura volcados, los cristales de un par de
escaparate que saltaron en pedazos…) eran infiltrados de la SPAH.
Firmado:
Lechugueto.
19. La segunda reseña dice así:
Una
manifestación, poco numerosa pero puntualmente muy vociferante, tomó la calle.
Los manifestantes reclamaban información sobre el extraño asunto que, cada vez
más, desconcierta y desasosiega a los ciudadanos: ¡INFORMACIÓN SOBRE ZOMBIS Y VAMPIROS,
YA!, gritaban con desgarro las pancartas: cruda tipografía expresionista y
tétrica, que parecía sacada de vetustos carteles cinematográficos: “El gabinete
del doctor Caligari”, tal vez; o quizá “Fiend without face”, con algo de “House
o Dracula” (según colijo tras consultar mis archivos), pero añadiéndose a estas
venerables influencias una buena dosis de cutrez underground (en alguna de las
pancartas me pareció reconocer el estilo de Punchoground). El día era gélido.
Los rostros de los manifestantes parecían hoscos, sombríos… Casi todos gente
joven (chicos y chicas) de contestatario aspecto, más o menos desgreñados según
el look (pronuncie el lector “luk”) que en los adscritos a esta rebeldía de
nuevo cuño domina. La tónica era el silencio, a veces casi sepulcral en la
tarde helada. Mas, en momentos puntuales, aquí, allá y acullá, rompían
inesperadamente el silencio desgarrados gritos inarticulados; tan bien
ejecutados que hacían que a uno le temblaran las canillas. Parecía como si
entre los manifestantes hubiéranse infiltrado los seres de ultratumba, mas no
era este el caso, sino que todo se ajustaba a un bien orquestado happening.
Pero era curioso cómo aquellos jóvenes se habían mimetizado con aquellos seres
(¡INFORMACIÓN SOBRE ZOMBIS Y VAMPIROS, YA!) por cuya nebulosa presencia
sentíanse amenazados.
Entonces,
súbitamente, algunos jóvenes trataron de voltear un automóvil… Se oyó un grito
como un trallazo, una orden de mando cortante y gélida en la tarde helada. Los
ciudadanos trasmutáronse en enemigos, y fue la carga y el caos. ¡Zas!,
¡Cuidado! ¡Corred, corred! ¡TRASH! Carreras raudas, aparatosas caídas, gritos,
exclamaciones, imprecaciones… El happening tornose pánico, el bulevar campo de
batalla. ¡Oh, cuántas piedras, huevos y otros objetos hendieron el aire gélido!
¡Y cómo se estrellaron ¡CATAPÙM! Contra los blindados escudos transparentes de
los antidisturbios! ¡Y cómo, en la tarde aciaga, blandieron los policías sus
porras de goma, inmisericordes!
Allí
reconocí al dibujante Punchoground, que, perseguido de cerca por tres o cuatro
del orden público, pudo zafarse de ellos, pies en polvorosa, escabulléndose por
una estrecha calleja sombría. ¡Mas aquí deja este reportero (avispado y sagaz,
aparte la modestia) su veraz testimonio!: Punchoground no cometió acto incívico
o delictivo alguno. Y lo afirmo por lo que vi y por lo que posteriormente
pesquisé.
20.
─Pues eso ─dijo el filosofeta
tras
concluir la lectura.
─Pues
sí ─contestó Lechugueto.
21. Para leer con mayor tranquilidad
las
reseñas, el filosofeta Kruskrús y el periodista Lechugueto habíanse sentado en
un banco (de esos de madera con respaldo), y allí seguían, tras la lectura,
charlando.
─Este
obrero ─dijo Lechugueto─ era uno de los organizadores de la manifestación, si
no el principal cabecilla.
Señalaba
el reportero a un manifestante que, en una fotografía (tomada por el propio
Lechugueto) que acompañaba la primera reseña, aparecía forcejeando con uno de
las fuerzas del orden.
─A
este obrero ─continuó Lechugueto─ le conocí personalmente. Me dijo que quería
dejar la fábrica y hacerse trapero… para empezar. No recuerdo su apellido, pero
sí su nombre: Juan. Yo, puesto que estaba allí (la foto la hice yo) sé lo que
pasó: Juan sólo forcejeaba con el policía para defender a un compañero inocente;
sí, el policía se había equivocado de persona.
─Y,
volviendo a lo de antes ─comentó Lechugueto─, tiene usted razón; mi segunda
reseña resulta más… retórica.
─Pero
no tan retórica como la lírica noticia de Juvenal ─añadió Kruskrús.
─Por
cierto, amigo Kruskrús, ¿ha vuelto usted a hablar con el prócer?
(RECORDATORIO:
El mítico prócer de piedra, el roqueño vejete, se inquietaba y se enojaba y
exteriorizaba sus sentimientos en perfecto prístino castellano cervantino, sólo
que pocos eran capaces de oírle. Recibía a propios y extraños allí, al final
del largo puente (pasaje cubierto: piedra, hierro y cristal) pero casi nadie
miraba al pétreo anfitrión. El enjuto y meditabundo filosofeta (rala la barba y
ralo el escaso cabello mal peinado) sí: miraba al roqueño, y aún más: oíale.
También Lechugueto estimaba al prócer, pero nunca el periodista oyó hablar al
granítico vejete barbado.)
─Sí
─contestó el filosofeta Kruskrús─, el otro día, y me alegra que me pregunte por
él, ya que tenía intención de hablarle hoy del sabio vejete de piedra. Pues a
propósito de él he de decirle algo que a usted, Lechugueto, le concierne.
─¿Ah,
sí?
─Sí:
he de decirle que el prócer me dio, el otro día, un mensaje para usted.
─¡Caracoles!
─Me
dijo el prócer que fuera usted a hablar con él; solo y sin escepticismo
apriorístico. Cuanto antes.
22. Al día siguiente,
pues
le caía más o menos de paso, Lechugueto decidió acercarse a la estatua del
prócer. «¿Qué me cuesta?» Llevaba consigo su escepticismo, pues eso se tiene o
no se tiene; no se lo quita uno a su antojo. Más que frío hacía fresco. Hojas
doradas alfombraban la acera, el empedrado de las viejas calles.
¡No
salía de su asombro! ¡No podría creerlo! A su pregunta «Bueno, prócer, ¿qué
tienes que decirme?», éste (sin mover los labios, cual ventrílocuo) le había
contestado: «Algo importante», con una voz grave, de insondable profundidad.
En
derredor, en la tarde más fresca que fría, todo estaba solitario. Sólo, muy en
la lejanía, algún que otro transeúnte. Varias vueltas dio Lechugueto en torno a
la pétrea estatua del prócer, por ver si alguien le estaba queriendo gastar una
broma.
─¡¿Pero
es posible que el prócer de piedra hable?! ─exclamó Lechugueto estupefacto.
Entonces
el roqueño vejete habló de nuevo, diciendo:
─El
niño malcriado jugaba en la vieja casa, con su hermana y una amiga de ambos, a
pasar miedo.
Luego,
tras pronunciar (sin mover los labios, cual ventrílocuo) tan enigmáticas
palabras, la estatua enmudeció como una ídem. En vano esperó Lechugueto (a
pesar de todas las cosas que tenía que hacer): el prócer de piedra no dijo ni
mú.
23. Muchas vueltas dio Lechugueto
en su
cocorota a aquellas endiabladamente enigmáticas palabras («Me voy a volver
majareta, si no lo estoy ya»), cuando, súbitamente, encendiose sobre su coco la
luminosa bombilla: «¡Eureka!»
Lechugueto
creía haber dado con la clave del enigma: «¿Niño malcriado?, ¡Claro! ¡Mich
König!», pensó Lechugueto, «Mich König jugaba en la vieja casa, con Kitty y una
amiga de ambos, a pasar miedo.»
No
sabía Lechugueto por qué razón el prócer de piedra le había comunicado aquello.
¿Pero de verdad creía que le hubiera hablado la estatua? Más lógico era pensar
«sí, claro, indudablemente…» que se tratase de un fenómeno telepático o algo
así; o incluso algo más sencillo todavía: un micrófono oculto muy bien
disimulado «por más que busqué no pude encontrar nada». Y la sospecha: «¿Está
Kruskrús detrás de todo esto, era esa voz grave y profunda la suya?; no lo
parecía, pero…» En cualquier caso, Lechugueto pensó que si aquella ¿pista?,
viniera de quien viniera, podía servirle para el esclarecimiento del asunto de
la desaparición de Mich König, bienvenida era.
Tras
estas y otras muchas cavilaciones, Lechugueto tomó una decisión: hablar con la
hija del acaudalado magnate Trust König, con la encantadora hermana de Mich
König («¡Ah, si Mich hubiera salido como su hermana!», solía lamentar Trust
König) Sí: hablaría con ese dechado de virtudes que decían que era Kitty König.
Ahora
bien: «Mejor es que me ponga en contacto con Kitty sin decir nada a su padre»,
reflexionó Lechugueto, «pues el magnate me tomaría a buen seguro por un
excéntrico, aunque también Kitty me va a tomar por un majara perdido, pero en
fin…»
Y tras
elucubrar otro rato, concluyó: «Sí, me pondré en contacto con Kitty sin decir
nada a su padre, pero a Kitty tampoco le diré la verdad sobre mi fuente de
información. Le diré, simplemente, que recibí una información de cierto
confidente que quiere permanecer en el anonimato. Sí, le diré que mi informador
me hizo prometer que no desvelaría su identidad.»
24. Era una noche fría.
El
cielo estaba nublado. Con las manos en los bolsillos de su gabardina (llevaba
puesto el sombrero de los días especiales: el sombrero que ajusta bien),
Lechugueto se encaminaba a buen paso hacia el Swim de Luxe, el elegante club de
jazz. Allí se había citado con Kitty König «Me ha costado lo suyo, pero al fin
lo conseguí ¡Albricias!» No llevaba (a la vista) su cámara fotográfica «Una
cosa, señor Lechugueto: no venga con cámara de fotos» «Como usted quiera,
señorita Kitty» pero la llevaba «por si acaso, nunca se sabe». Noche fría.
Cielo nublado. «¡Albricias!» La calle estaba muy concurrida y animada. Viernes
noche. De aquí para allá, de allá para acá, los transeúntes gastando suela,
pisando acera, cruzando asfalto «No esperaba que Kitty me citara en un club de
jazz» en pareja, solos o en grupo «pero, bueno, eso demuestra que la virtud no
está reñida con el jazz» Y el tráfico ¡Piii, Piii! Intenso. «He visto tantas
fotos de Kitty König!» (Piii,Piii!) «… y ahora voy a conocerla personalmente…»
Era una noche fría. El cielo estaba nublado. Con las manos en los bolsillos «¡BRRRR,
qué frío!» de su gabardina «Albricias!» (llevaba puesto «voy elegante, como
tiene que ser» el sombrero de los días especiales: el que ajusta bien) de aquí
para allá, de allá para acá, los transeúntes… Lechugueto se encaminaba a buen
paso «¡BRRRR, qué frío!»: ¡Albricias!» hacia el Swim de Luxe, el elegante club
de jazz: «¡Albricias!».
25. Impaciente miró su reloj
de
pulsera. «Es capaz de no venir», pensó Lechugueto, que ya empezaba a estar algo
mosqueado por la larga espera.
Anisete,
Curasaos y Licores superfinos COGNACS y RONS Marie Brizard y Roger BURDEOS.
La
gente, las risas, la música de jazz.
Almuerzos,
comidas y colaciones.
Cocina
esmerada. VINOS CONFORTABLES.
Un
Club de Primer Orden.
Magníficamente
decorado.
La
gente, las risas, mujeres sofisticadas, hombres atildados, la música. EL MEJOR
SWIM de jazz.
Vidrieras
artísticas GRANDES VINOS DE CAHMPAGNE.
ESPECIALIDAD
DE COGNACS.
SERVICIO
A LA CARTA Y A PRECIO FIJO.
Todos
los sábados: ORQUESTA DE JAZZ (BIG BAND)
Sincopada
animación en la pista de baile.
Jazz
refinado, europeo… DU BA DU BA DU BA DU…
«Una
excelente cantante», pensó Lechugueto, «y muy atractiva»
Presentamos
hoy a una de las mejores cantantes españolas de jazz TAL VEZ EL MEJOR
TROMPETISTA ESPAÑOL DE JAZZ, TAL VEZ UNO DE LOS MEJORES DEL MUNDO Música y
arreglos de DU BA DU BA DU BA DU tal vez uno de los mejores compositores
españoles de jazz AL FRENTE DE SU FORMIDABLE ORQUESTA «Es capaz de no venir»
¿El
jazz puro instinto? ¡NO, POR FAVOR!
26. LLEGÓ POR FIN
hierática.
Con un elegante pero sencillo vestido de calle. Discreta e inexpresiva buscó
con la mirada al periodista («creo que le reconoceré, señor Lechugueto, he
visto su foto en el periódico»), pero ya el sagaz Lechugueto, con su reporteril
mirada de lince había detectado, ¡ipso facto! su discreta pero llamativa
presencia («aún es más atractiva que en las fotos») y raudo avanzaba hacia
ella, luciendo la mejor de sus sonrisas.
«¡Eureka!»,
había exclamado en voz alta, cuando ¡por fin! la vio entrar en el local, el
reportero impaciente (la sincopada música envolvía el local). Y cuando (raudo
avanzaba hacia ella) los ojos de Kitty König fijaron en los de él su mirada, el
entusiasmado Lechugueto pensó que aquella joven mujer era «aún más atractiva
que en las fotos, sí».
─Perdone
la tardanza, señor Lechugueto ─comenzó a disculparse Kitty König─ pero es que…
─Ni
una sola palabra, señorita Kitty, y muchas gracias, reitero, por haberse
dignado usted a venir.
Sombrero
y guantes y un gran lazo negro contrastaban con el claro vestido, de otoñal tono
e inspiración monacal (inspiración entonces en boga) «Está realmente preciosa,
sí». Y el rubio cabello, en parte oculto por el sombrero.
27. ─Iré al grano,
Señorita
Kitty. Como ya sabe usted, me ocupo de investigar la desaparición de su
hermano. Hasta el otro día no había dado con ninguna pista, ni siquiera
remotamente; le soy sincero. Pero el otro día recibí una confidencia de alguien
que, como ya le dije a usted, quiere permanecer en el anonimato. En este punto,
el confidente tiene mi palabra, y yo soy hombre de palabra: su identidad no
puede ser revelada. Mas todavía ignoro el alcance de la confidencia, su
credibilidad. Para mí, la confidencia es como un acertijo, como un jeroglífico.
Mi esperanza, que es también la de usted y la de su padre, estriba en que
usted, señorita Kitty, posea la clave para descifrar el enigma. Que es el
siguiente: «El niño malcriado jugaba en la vieja casa, con su hermana y una
amiga de ambos, a pasar miedo».
28. Cuando Lechugueto finalizó
su
discurso, Kitty König, que había escuchado sin pestañear (muy abiertos sus
grandes ojos claros), entreabrió la boca como para tomar aire; luego,
visiblemente turbada, se humedeció con la punta de la lengua sus sensuales
labios.
DU BA
DU BA DU BA DU BA DU…
La
sincopada música de jazz envolvía el ambiente. El aire estaba ahora
excesivamente cargado. Demasiados fumadores entre los asistentes.La propia
Kitty también había estado fumando hasta hace poco. La colilla mal apagada de
su cigarro levemente humeaba aún en el cenicero.
«Humedecerse
los labios con la punta de la lengua, aun cuando estos sean tan sensuales, no
tiene por qué estar reñido con la virtud… y me imagino que fumar tampoco»,
pensó Lechugueto.
─¡Claro
que tiene sentido para mí lo que acaba usted de decirme! ─exclamó entonces
Kitty König.
29. ─El niño malcriado
es mi
hermano, evidentemente. La hermana soy yo, claro,. Y la amiga es, sin ninguna
duda, Marga, una amiga nuestra. Marga y mi hermano tendrían por entonces trece
años, y yo uno menos. Nos gustaba jugar en la vieja casa. A pasar miedo, sí…
¡éramos unos críos! Pero… ¿quién le ha contado esto? ¡era nuestro secreto!
¿Marga? Sí, ya sé que no puede decírmelo. Otra cosa: ¿cómo puede ayudarnos a
encontrar a mi hermano este viejo recuerdo desempolvado?
─Todavía
no lo sé, señorita Kitty. Pero cuénteme más cosas sobre la vieja casa. Haga un
esfuerzo, retroceda mentalmente al pasado, a los días en que usted, su hermano
y la amiga de ambos, Marga, jugaban a pasar miedo.
─Me
recuerda usted a mi sicoanalista.
«Tener
sicoanalista», pensó Lechugueto, «no tiene por qué estar reñido con la virtud.»
─Veamos,
veamos… ─dijo Kitty─ y cerró los ojos para mejor concentrarse, permaneciendo
así lo que a Lechugueto le pareció «un
buen rato».
«Lleva
así un buen rato», pensó Lechugueto, «¿se habrá quedado dormida?».
Pero
no. Al poco (un buen rato, para el impaciente reportero) Kitty König abrió sus
grandes ojos claros.
NOTA:
En verdad, Kitty no tenía ningún sicoanalista. Nunca había ido a ninguno. Pero
tenía envidia (sana, por supuesto, pues era una joven virtuosa) de esas chicas
que conocía que tanto presumían de sicoanalista de pro. OTRA NOTA: También se
escribe (y más) psicoanalista. El problema es que si uno pronuncia
«psicoanalista» tratando de que suene la «p», parece que a la palabra se le
añade un matiz de escéptica indiferencia: ¡PSSS! Si eres afecto al sicoanálisis
más te valdría llamarlo MMMsicoanálisis (por ejemplo). ¡Ajá!
30. DU BA DU BA DU BA DU.
La
sincopada música de jazz envolvía el ambiente. El aire estaba cargado de humo,
demasiado cargado de humo. «¡Claro!... Fumo Malboro: porque sé lo que quiero.
Con Malboro tengo asegurados veinte momentos de placer al día», rezaba el texto de aquel anuncio de
prensa. «Ahora es el momento de fumar un Camel: el mejor tabaco hace… la mejor fumada»,
aseveraba otro eslogan. Y uno más informaba: «Winston es más suave. Winston es
el cigarrillo con filtro que sabe bien.»
Lechugueto
también era fumador. Le gustaba aspirar el dulzón y aromático tabaco de la
cachimba, deleitarse en la contemplación del ascendente voluminoso y denso
humo, pero aquella noche no.
31. ─Aquella vieja mansión
─comenzó
a narrar Kitty König─ se encontraba, ya entonces, en un estado lamentable,
ruinoso. Lo que habían sido alegres y luminosas estancias ya no eran sino
tenebrosas y tétricas salas, llenas de telarañas y crujidos. La clausurada
mansión pertenecía, y aún pertenece (¡en qué estado se encontrará ahora!), a mi
padre.
─Sí,
señor Lechugueto ─continuó Kitty König─, la mansión había sido habitada por los
König. Pero yo entonces era muy pequeña; apenas contaba tres años de edad, y mi
hermano uno más, cuando mi padre decidió abandonar la casa para siempre. Fue a
raíz de la muerte de mi madre, ¿sabe? Mi padre no podía continuar viviendo
allí, pero tampoco quiso nunca vender la mansión. Así que allí quedó la casa
solitaria; abandonada y desperdiciada para siempre.
«Recuerdo»,
pensó Lechugueto, «que la madre de Kitty y Mich perdió la vida en un accidente
de tráfico, pilotando un veloz bólido. Era una mujer muy moderna para su época,
según parece.»
─Nos
gustaba ─prosiguió Kitty─ entrar a hurtadillas en la vieja mansión abandonada.
¡Si nuestro padre se llega a enterar! Ya le dije que yo entonces tenía doce
años, y mi hermano uno más, trece, como nuestra amiga Marga. Pues bien; hay un
día que no se me olvidará. Fue el día en que Mich encontró, a la luz de
nuestras linternas de scouts, en un viejo y polvoriento baúl cubierto de
telarañas ¡el trabajo que nos costó abrir aquel armatoste de bisagras oxidadas!
un misterioso libro, maravillosamente encuadernado e ilustrado con magníficas e
inquietantes láminas. Se titulaba “Los de ultratumba”. Mich estaba muy excitado
con el hallazgo, estaba realmente eufórico, e insistía en querer llevarse el
libro a casa. Nosotras le decíamos que era una temeridad hacerlo, que era un
libro demasiado grande, que no sabría dónde esconderlo, que papá lo
encontraría, que descubriría que habíamos estado entrando en la casa vieja y
nos meteríamos en un buen lío. Pero Mich siempre fue un cabezota y, claro, acabó
llevándose aquel librote a casa.
32. Kitty hizo una pausa.
Encendió
un cigarrillo. Luego, con ansiedad, aspiró una bocanada de humo. DU BA DU BA DU
BA DU. La sincopada música de jazz envolvía el ambiente. El aire estaba cargado
de humo, demasiado cargado de humo. Entonces, en la cada vez más animada pista
de baile, alguien, un tipo que había bebido más de la cuenta, dio un traspiés,
cayendo aparatosamente al suelo; sin más consecuencias que las estruendosas
risotadas, casi groseras, que los atildados danzarines soltaron. DU BA DU BA DU
BA DU. ¡Ajá! SERVICIO A LA CARTA Y A PRECIO FIJO. VINOS CONFORTABLES. ¡JA, JA,
JA, JA, JA! Un Club de Primer Orden. ESPECIALIDAD DE CONGNACS ¿El jazz puro
instinto? ¡NO, POR FAVOR! porque sé lo que quiero: veinte momentos de placer
¡AHORA ES EL MOMENTO!: la mejor fumada EL CIGARRILLO CON FILTRO du ba du ba du
ba du QUE SABE BIEN.
33. Kitty König retomó el relato.
─Pues
eso; sucedió lo que tenía que suceder. Mi padre encontró el libro. ¡Cómo se
enfadó mi padre! La verdad es que nunca le habíamos visto así. Nos asustamos
mucho «¿No habréis estado en la casa vieja?», nos decía. «Pero si este libro lo
compré en la librería de viejo», mentía sin convicción mi hermano Mich.
«¡Mentiroso, eres un mentiroso!», contestaba mi padre, casi fuera de sí. ¡Buf,
qué horror, todavía no sé por qué mi padre se puso así. El caso es que Mich
perdió su adorado tesoro, pues mi padre se quedó con el libro; sí, mi padre le
quitó el libro a Mich. Y esto Mich nunca se lo perdonó. Sé que, aún hoy, esto
Mich no se lo ha perdonado a papá. ¿Qué qué hizo mi padre con el libro?
Destruirlo. Nos dijo que lo había quemado, aunque no sé, no sé…
Lo que
sí sé es que papá traumatizó a Mich al quitarle aquel libro. A partir de aquel
suceso fue cuando mi hermano empezó a cambiar… para mal.
¡Cuántas
veces hemos buscado el libro por toda la casa, cuando papá y el pelota del
mayordomo estaban ausentes! Sólo hay un lugar donde nunca hemos podido mirar,
porque ahí es imposible. Me refiero a la caja fuerte de mi padre.
─¿Piensa
usted que el libro puede encontrarse allí?
─Muchas
veces lo he pensado. Sí, es posible. Tengo esa esperanza. Quiero tener la
esperanza de que ese libro no fue destruido, porque sé que ese libro, la
recuperación de ese libro, es lo único que puede salvar a mi hermano.
─Le
sonará extraño lo que voy a decirle, señorita Kitty, pero algo me dice, una
intuición reporteril o mi olfato de sabueso pesquisidor o qué sé yo qué, que la
recuperación de ese libro es vital no sólo para salvar a su hermano Mich, sino
a toda la ciudad de Supramacrópolis.
DU BA
DU BA DU BA DU. La sincopada música de jazz envolvía el ambiente. El aire
estaba cargado de humo, demasiado cargado de humo.
─Dígame,
señorita Kitty, ¿cuál es el primer día en que su padre y ese tal mayordomo
pelota estarán ausentes?
─Pues…
esta noche precisamente ─dijo Kitty, mirando fijamente a Lechugueto con sus
grandes ojos claros─, pues mi padre está de viaje y el mayordomo tiene la noche
libre, pero ya le he dicho que…
─Déjeme
hacer a mí. Esta misma noche sabremos… sí, sí, esta misma noche, el tiempo
apremia, esta misma noche, señorita Kitty, sabremos si el libro de marras está
o no en la caja fuerte de su padre.
─¿Pero
cómo?, ni usted ni yo conocemos la combinación de la caja fuerte de mi padre;
¿qué piensa hacer, volarla con dinamita?
─Je,
je ─rió entre dientes Lechugueto─; no, señorita Kitty, no será necesario llegar
a tales extremos. Conozco a un tipo, Guantes, así le llaman, que en tiempos fue
ladrón de guante blanco, especializado en abrir cajas fuertes sin romper las
cerraduras. Me debe un favorcillo y no dudará en ayudarme, siempre y cuando
esté disponible, claro, y espero que lo esté. Este tipo, Guantes, así le
llaman, ahora ya no delinque; está totalmente regenerado. Le regeneró un cura,
el padre Truquillos, aragonés, pero esto no viene al caso. Ahora Guantes
trabaja por libre para detectives privados y, de vez en cuando, para la policía
y para algún reportero pesquisa como el menda.
─¿Pero
no es muy precipitado ir esta misma noche? ─preguntó con cierta inquietud, la
voz levemente temblorosa, Kitty König.
─¿Y a
cuándo esperamos, señorita Kitty? ¿A mañana que ese mayordomo pelota no libra?
¿O sí libra?, porque mañana es la Gran Fiesta de Máscaras.
─No,
no libra. Él con su eterno disfraz de mayordomo tiene bastante. De hecho, él
odia la Gran Fiesta de Máscaras.
─¿Quién
o quiénes estarán esta noche en la casa?
─Un
par de criados; pero estos son de confianza, no son nada chivatos, nunca lo han
sido.
─¡Perfecto!
34. Sí, querido lector,
ya has
oído a Lechugueto: «mañana es la Gran Fiesta de Máscaras» Y recordarás que se
dijo que, cuando Lechugueto se encaminaba hacia el Swim de Luxe, el elegante
club de jazz, era viernes por la noche. Es decir: al día siguiente, sábado, iba
a tener lugar la Gran Fiesta de Máscaras. Y, concretamente, la celebración
comenzaría, como era costumbre, el sábado a las siete en punto de la tarde.
35. Más de media hora
llevaba
Guantes manipulando el mecanismo de la caja fuerte, girando el dial de números
ora a la derecha, ora a la izquierda, escuchando atentamente con el
estetoscopio, realizando extrañas anotaciones en una pequeña libreta, con un
pequeño lapicero que, cuando no utilizaba, se colocaba en la parte superior de
la oreja, cual tendero.
Lechugueto
estaba impaciente, pero externamente no lo demostraba. Kitty estaba tan
nerviosa que sólo le hubiera faltado morderse las uñas (no llegó a hacer tal
cosa, pero a punto estuvo). Los dos criados (los de confianza, los que no eran
chivatos) ya dormían como troncos.
36. Guantes
era un
flaco bien trajeado, repeinado, pulcro. Su enjuto rostro estaba perfectamente
rasurado. Cuando hablaba (poco; era hombre de pocas palabras) su acento y sus
giros idiomáticos reflejaban claramente su procedencia porteña.
37. ¡Ahí está!
─exclamó
Guantes.
Y, en
efecto, ahí estaba: la caja fuerte abierta ¡Eureka! Y, entre fajos de billetes
y otros objetos de valor «¡Mire, señorita Kitty!» «¿Qué?» «¿No lo ve? ¡Mire!»
«¡El libro!» ¡EL LIBRO! Sí, allí estaba (Kitty estaba realmente feliz,
emocionada) el anhelado libro. “Los de ultratumba”, rezaba en gótica tipografía
el título de portada: doradas letras de un resucitado libro, de un RESUCITADO
LIBRO que resucitó en el alma de Kitty vivos recuerdos, sensaciones vivas de
una edad dorada. Y, entonces, mientras sus labios temblaban de emoción, sus
grandes ojos claros se inundaron de lágrimas.
38. ¡BIEN! ¡YA TENÍAN EL ANHELADO LIBRO!
A
pesar de las exclamaciones de júbilo los criados (los de confianza, los que no
eran chivatos) no se despertaron: siguieron durmiendo (Sendos serruchos
rítmicamente serrando pesados troncos sobre ellos) como benditos y pesados
troncos: ZZZZZZZ…
La
caja fuerte quedó perfectamente cerrada, como si nada hubiera pasado. Pero el
libro ya no estaba en ella. En caso de que las cosas no se resolvieran
satisfactoriamente, siempre existía la posibilidad de regresar el libro a su
prisión (léase caja fuerte) con ayuda del flaco Guantes.
39. Un moderno coche deportivo
se
desplazaba (llovía persistentemente) en la noche de la gran ciudad. Se
deslizaba sobre el asfalto húmedo, sobre los charcos, haciendo saltar el agua,
salpicando a derecha e izquierda.
Era el
auto de Kitty, y era ésta quien lo conducía. A su lado, de copiloto como quien
dice, iba Lechugueto, dando indicaciones a la joven del camino que tenían que
seguir.
Por
aquellas calles no había tanto tráfico, cómo se notaba que ya no se encontraban
en las zonas más céntricas. Transitaban barrios tranquilos y seguros; y, como
habría dicho el flaco Guantes, lindos.
Pero
el flaco Guantes ya no estaba con ellos. «Bueno, yo ya cumplí, me voy a la
piltra», fueron sus palabras de despedida.
A la
altura en que el coche se detuvo, aquel barrio (el tercero de los que habían
recorrido) limitaba ya con los bajos fondos; y se notaba. Ya no parecían las
calles tan seguras.
─Es
aquel portal, señorita Kitty ─indicó Lechugueto.
─Perdone
que insista ─dijo Kitty─ pero no me parece que estas horas tan intempestivas
sean las más indicadas como para…
─Le
repito, señorita Kitty, que los viernes mi amigo no se acuesta hasta el
amanecer.
El
amigo al que Lechugueto se refería, el que vivía en el cuarto piso (el más
alto) de aquella vetusta casa de estilo modernista, no era otro que el
filosofeta Kruskrús.
40. En la modesta sala de estar,
Kitty
en un extremo y Lechugueto en el otro, ambos habíanse sentado en un confortable
sofá de tres plazas. Kruskrús frente a ellos, se encontraba cómodamente
instalado en uno de los sillones gemelos que formaban, a juego con el sofá, el
clásico tresillo. Entre Kruskrús y los intempestivos visitantes, sobre una
mesita, se encontraba el libro de marras, abierto y en dirección al filosofeta,
que durante un buen rato había estado inspeccionándolo.
─Bueno,
¿qué? ─dijo Lechugueto.
─Bien;
aquí hay algo… yo no sé si…
─Sin
titubeos, amigo Kruskrús.
─De
acuerdo. ¿Se han fijado ustedes (me imagino que sí) en que el libro va firmado?
─Sí
─contestó Lechugueto─, lleva una firma autógrafa, en tinta roja, del que,
lógicamente, pienso que fue su propietario. Se trata de una firma casi
ilegible, a pesar de estar realizada con exquisita caligrafía. A mí me parece
que el nombre que pone es «Rrakebbb»,
con doble erre inicial y terminado en triple be.
─¡Qué
curioso ─exclamó Kitty─, yo también he leído siempre «Rrakebbb», a pesar de que
no se entiende ni jota.
─Pues
he de decirles ─dijo entonces el filosofeta─ que la coincidente conclusión de
ambos a dos es errónea. La lectura correcta de esta hermética firma es «Drakzebub».
─¡Drakzebub!
─exclamaron Kitty y Lechugueto al unísono. Y Lechugueto añadió: ─¿Cómo está
usted tan seguro?
─Estoy
tan seguro, amigo Lechugueto, porque conozco la identidad del firmante.
Drakzebub, con ka y con zeta, es el seudónimo con el que… Señorita ─dijo
Kruskrús mirando ahora a Kitty─, ¿qué sabe usted de su abuelo paterno?
─¿De
mi abuelo paterno? Muy poca cosa ─dijo Kitty con expresión de extrañeza,
sorprendida por la inesperada pregunta del filosofeta. Y luego, dando un
respingo, con sus grandes ojos claros muy abiertos, inquieta y sorprendida, con
exclamativa entonación, alzando su dulce (aunque ligeramente áspera, pero
agradable) voz, interrogó (como quien cae en la cuenta de algo): ¡¿Qué tiene
que ver mi abuelo con esa firma?, no me diga que es la firma de mi abuelo!
─Sí,
señorita Kitty ─afirmó Kruskrús─, Drakzebub es un seudónimo con el que su
abuelo paterno firmaba. Tras este seudónimo ocultó su identidad en una serie de
artículos o breves ensayos que publicó una oscura, misteriosa revista de corta
duración y escasa tirada. Los ejemplares de esta revista son muy buscados por
los aficionados a este tipo de temas… esotéricos. Yo tengo un par (aunque
tendría que buscarlos con calma) y en ambos ejemplares escribe Drakzebub, o sea,
su abuelo.
A
Lechugueto, aquello de Drakzebub le sonaba a Drácula y Beelzebub, pero prefirió
no decir nada por consideración hacia la joven, «al fin y al cabo», pensó, «se
tata de su abuelo». Drácula y Beelzebub también eran nombres que, en relación
con Drakzebub, estaban en la mente de Kruskrús. Pero también éste, por
delicadeza, calló al respecto.
─A mí
eso de Drakzebub ─dijo entonces la joven─ me suena a Drácula y a Beelzebub.
─Hombre…
no sé… ─fingió titubear Lechugueto.
─Bueno…
puede ser… ahora que lo dice… ─balbució de mentirijillas Kruskrús.
─¿Era
mi abuelo satánico? ─preguntó directa Kitty, fijos sus ojos en los del
filosofeta.
─¿Satánico?,
no, por favor; no creo, no creo… Drakzebub era un erudito, un hermeneuta, un
exégeta de lo popular y lo legendario. Y… sí, se interesaba por lo diabólico,
por lo demoniaco oculto en los cuentos, en las leyendas. Pero de eso a ser
satánico… Yo, sin ir más lejos, como filosofeta que soy, me he interesado
muchas veces por esos temas, y no tengo nada de satánico.
41. ─Bueno ─cortó Lechugueto─,
vamos
a centrarnos. Ya tenemos el libro. Ya sabemos quién es el autor. Y, ahora, las
pesquisas tienen que seguir su curso. Siguiente paso: Investigar la vieja casa.
Pero eso lo haré mañana, pues ya toca descansar.
42. La pretensión de Lechugueto
Era
investigar él solo la vieja casa (la antigua mansión del acaudalado magnate
Trust König). Pero Kitty se empeñó en acompañarle, y Lechugueto, a
regañadientes, accedió. A regañadientes porque algo, un no sé qué, le decía que
aquella investigación podría entrañar peligro. «Pero señorita Kitty», había
dicho Lechugueto, «¿no se da cuenta que usted es muy conocida y para este
asunto es muy necesaria la discreción?»
«Pues si esto le preocupa», había contestado ella, «se me ocurre una
idea: iremos disfrazados. Al fin y al cabo mañana es la Gran Fiesta de
Máscaras. Y, por favor, deje de llamarme señorita Kitty. Kitty a secas, y, si
le parece bien, dejemos el usted de lado.» «Que una chica le pida a un hombre
que la tutee» pensó Lechugueto, «no tiene por qué estar reñido con la virtud».
43. Y LLEGÓ:
La anhelada
(la temida)
LA GRAN FIESTA DE MÁSCARAS
Porque ya era el día siguiente
SÁBADO
Y en el reloj habían dado
LAS SIETE
44. FIESTA DE MÁSCARAS (continuación)
VIII. Un grito en la tarde
Una lírica comparsa
de farsa
por la estrecha vieja vía
subía;
cuando un pierrot exaltado
y airado,
cual Guiñol desgalichado,
lanzó allí un grito punzante
cual saeta discordante
bajo el cielo anubarrado.
NOTA:
Guiñol (Guignol), títere de guante, es un personaje creado por Laurent
Mourguet, que ha dado nombre al teatro de títeres. Con su caótico movimiento de
muñeco reparte garrotazos, a diestro y siniestro, contra el poder establecido
(léase juez y gendarme).
OTRA
NOTA: El silente Pedrolino (Pierrot) es un personaje de la Comedia del Arte. De
arriba abajo todo él en blanco y negro, le cubre gorro o sombrero. Lleva
gorguera; y amplio traje con desmesurados botones.
45. Apenas habían
dado
las siete cuando, en la tarde nubosa (en el anhelado sábado) ya se vio subir,
por la Calle Estrecha (la estrecha vieja vía), una elegante comparsa de arte y
fingimiento; con enmascarados arlequines multicolores, coquetas colombinas,
pícaros polichinelas, románticos pierrots y la gama toda de todas las ficticias
criaturas de la divina y diabólica Comedia del Arte. Las negras nubes estaban
cargadas de electricidad en el cielo triste, cubriendo el alegre caminar
danzante y musical de los farsantes. Entonces, súbitamente, un silente pierrot
de la comparsa, acaso el más silencioso y romántico, el que caminaba
rítmicamente sin danzar haciendo prosaica la danza de los otros (que mal no lo
hacían), bruscamente, como títere de guante que espasmódicamente se despereza
por el otro (por aquel que le da vida), extendió dramáticamente sus brazos
(todo él en blanco y negro, amplio traje al viento) para, queja o desafío (el
del cónico sombrero), lanzar allí un grito cual lamento punzante, cual
discordante saeta bajo el anubarrado cielo. Los rasgos de su rostro, así como
su brusco movimiento de muñeco, a mí me recordaron a Guignol, aquel títere
último. Aquel Guiñol que, con su caótico movimiento de muñeco, repartía
garrotazos a diestro y siniestro, contra el poder establecido. También éste,
también, porque, a pesar del disfraz y el maquillaje… sí, no cabe la menor
duda… A aquel que gritó en la tarde nubosa, apenas habían dado las siete, ya se
le había visto antes, sin el emblanquecido rostro, sin el cónico sombrero, sin
la gorguera, sin el amplio traje de los desmesurados botones, en manifestación
ciudadana de otra índole. Mas no sin disfraz se le vio entonces, pues otro
llevaba puesto. No blanco su rostro como en aquella nubosa tarde de sábado,
pero sí sutilmente empalidecido por el maquillaje. Empalidecido y ojeroso, por
arte del maquillaje, se le vio entonces, con un romántico peinado a lo Novalis,
todo vestido de negro con desaliñada y pulcra elegancia. Fue en una
manifestación poco numerosa pero muy vociferante ¡INFORMACIÓN SOBRE ZOMBIS Y
VAMPIROS, YA!, gritaban con desgarro las pancartas (así lo redactó Lechugueto):
cruda tipografía expresionista y tétrica. El día era gélido. No sólo el joven
al que nos referimos, todos los rostros de los manifestantes parecían hoscos,
sombríos… La tónica (así lo redactó Lechugueto) era el silencio, a veces casi
sepulcral en la tarde helada. Mas, en momentos puntuales, aquí, allá y acullá,
rompían inesperadamente el silencio desgarrados gritos inarticulados, tan bien
ejecutados que hacían que a uno le temblaran las canillas. Parecía como si
entre los manifestantes hubiéranse infiltrado los seres de ultratumba…
Entonces, súbitamente, algunos jóvenes trataron de voltear un automóvil… Entre
estos estaba él, el empalidecido y ojeroso romántico del peinado a lo Novalis,
aquel que, pasado el tiempo, Pierrot exaltado y airado, lanzó, apenas habían
dado las siete en la tarde nubosa (en el anhelado sábado) un desgarrado grito
cual lamento punzante, cual discordante e hiriente saeta.
46. La calle Estrecha
(la
estrecha vieja vía) desemboca, como es bien sabido, en la Ancha Avenida del
Prohombre Excelso. Allí desembocó, a las siete y cinco minutos de la nubosa
tarde, la elegante comparsa de arte y fingimiento, con todo su lírico
romanticismo.
─¡Mira!
─exclamó Kitty.
─Sí
─contestó Lechugueto─, es una comparsa de arte y fingimiento; van muy
elegantes, ¿verdad?
Se
desplazaban en el moderno coche
deportivo de ella, aunque era él, Lechugueto, quien conducía el auto «¡Menudo
coche tienes, chica, es fantástico!» «Condúcelo tú, si quieres».
Y ahí
iban, en el auto de ella conduciendo él. Disfrazados, enmascarados, ambos. Ella
de mujer pirata, con antifaz; él de gato con botas, también con antifaz.
Y, a
medida que avanzaban (en la tarde nubosa, en el moderno auto) hacia la Avenida
de los Cerezos (donde hallábase la vetusta mansión clausurada) podían ver cómo
la animación callejera iba, de calle en calle, in crescendo (pronuncie el
lector, si a bien lo tiene, “crechendo”).
47. ─¡Mira esos!
─exclamó
Kitty.
48. FIESTA DE MÁSCARAS (continuación)
IX. El jolgorio de los obreros
Por la Calle Vidal,
una de las que suben
a la estación central,
cortejo proletario pululaba
con su vario atavío
bajo incipiente lluvia.
Bajo incipiente lluvia,
Uno danzaba, embriagado acaso,
vestido de payaso.
Otro, soez, danzaba divertido
de mujer de la calle travestido.
Una joven, elástica y ligera,
venía disfrazada de pantera.
Y aquel de indio y otro de
marciano;
de zombi aquel, aquel, de
jamaicano.
Y allí, caso curioso,
un tipo en el tumulto
vocinglero
que vestía un vulgar mono de
obrero,
y, por todo disfraz,
un antifaz y un cónico
sombrero.
49. ─Es la famosa Peña Proletaria
─comentó
Lechugueto. Y entonces el periodista (al volante del coche en marcha) entre tal
multitud pudo reconocer, a pesar del antifaz, a Juan, aquel obrero que quería
dejar la fábrica para hacerse trapero. El antifaz cubría la parte superior de
su rostro, sí, pero dejaba al descubierto sus características arrugas, marcadas
como surcos («¡quién dirá, por su aspecto, que aún es joven!», pensó con
exclamativa entonación mental Lechugueto).
50. Cuando el moderno coche deportivo de
ella,
que
había conducido él, quedó aparcado a escasos metros de la vetusta mansión (en
la Avenida de los Cerezos) ya llovía a cántaros. Cubiertos (aunque no del todo
protegidos de la intensa lluvia) con el paraguas de él, dirigiéronse ambos
hacia la gran casa de ruinoso y destartalado aspecto. Con paso raudo, pero no
sin cierta dificultad, cruzaron la empedrada calzada de la, en aquella tarde de
fiesta, muy transitada y bulliciosa Avenida de los Cerezos. La torrencial
afluencia de agua, que sin piedad azotaba a los altos y robustos cerezos, no
conseguía amilanar a los desmadrados juerguistas; antes bien, los enmascarados
parecían, frenéticos, crecerse en el acuoso castigo.
51. la parte posterior de la mansión
(una gran
casa rodeada de un gran jardín, ahora totalmente selvático, tras un alto y
grueso muro en derredor) daba, al contrario que la fachada principal, a una
calle estrecha, oscura y solitaria, casi tétrica, casi ahora convertida en
riachuelo a causa de la lluvia persistente.
Lechugueto,
avezado en aventuras y en buena forma, no tuvo demasiada dificultad en escalar
el muro, aprovechándose de sus irregularidades. No le fue a la zaga al
intrépido periodista la joven y no menos intrépida kitty, que, reviviendo sus
pretéritas proezas adolescentes, en poco tiempo estuvo arriba.
Y ahí
estaban ya, ella de mujer pirata y él de gato con botas, hechos una sopa bajo
la lluvia impetuosa, al otro lado del muro, en el selvático jardín. Mientras en
la calle estrecha, oscura y solitaria, casi tétrica, casi ahora convertida en
riachuelo, flotaba, abierto y bocabajo, cual barquichuelo sin velas a la deriva
(tan ebrio como el de Rimbaud), el abandonado paraguas de Lechugueto (inundado
barquichuelo bajo el diluvio).
Abriéndose
paso entre la maleza del inculto jardín (las ramas enredadas, las enmarañadas
plantas trepadoras, las gruesas raíces de los árboles entre los arbustos…),
bajo la pertinaz precipitación impenitente, de gato con botas él (Lechugueto) y
ella (kitty, tras él) de mujer pirata (altas botas, pantalón ajustado, sable,
casaca y sombrero) avanzaban a trancas y barrancas, calados (como quien dice)
hasta los huesos, hacia el decrépito edificio de imponente y venerable aspecto.
52. LA ANTIGUA MANSIÓN DE TRUST KÖNIG
(digna
y altiva en su decrepitud) era una soberbia edificación de tres plantas, una
auténtica maravilla (aun siendo triste su estado de abandono) donde clasicismo
y goticismo iban a la par en su elegante estilo sincrético. «Tuvo que ser
espectacular en sus tiempos gloriosos», pensó Lechugueto. Pero ahora (en aquel
ahora bajo la terca lluvia) una caótica y tupida red de enmarañadas plantas
trepadoras había cubierto, en alianza con el tiempo implacable, sus límpidos
muros de antaño. Y aquí y allá, en miradores y ventanales, los cristales rotos,
a través de los cuales penetraba la naturaleza en las oscuras estancias.
Mas de
pronto, el gato con botas Lechugueto, bajo la empecinada lluvia, creyó
vislumbrar una tenue luz tras los rotos cristales, en uno de aquello ventanales
vetustos. «No, no puede ser… habrán sido figuraciones mías», pensó Lechugueto,
y nada dijo a Kitty.
53. CONSIGUIERON COLARSE,
ni
cortos ni perezosos, en la clausurada mansión; a través de un ventanal bajo
que, tras breve pero intenso forcejeo, había conseguido abrir Lechugueto:
crujir de madera vieja y chirriar de bisagras oxidadas; y un trozo de cristal
que se desprendió súbitamente «¡no te has cortado de milagro!», se dijo a sí
mismo el reportero.
─Bueno,
ya estamos dentro ─dijo Kitty─, vamos a encender las linternas, que esto está
muy oscuro.
Y
CLICK CLIK encendieron sus linternas eléctricas, y entre tinieblas mostráronse
las telarañas, los muebles polvorientos en la destartalada habitación.
─Vale
─dijo Kitty─, pues ahora a ver si me oriento y te guío hasta la biblioteca.
(Y es
que fue en la biblioteca donde los hermanos König, ella doce años y Mich uno
más, encontraron ─bueno, fue Mich concretamente quien lo encontró─, a la luz de
sus linternas de scouts en un viejo y polvoriento baúl cubierto de telarañas
«¡el trabajo que nos costó abrir aquel armatoste de bisagras oxidadas!» el
misterioso libro de marras: “Los de ultratumba”)
Recorrieron,
mujer pirata y gato con botas con sus linternas en ristre, interminables
corredores de altos techos.
Por tenebrosos
y tétricos corredores avanzaron Kitty y Lechugueto, entre crujidos y telarañas.
─Mira
Lechugueto ─señaló Kitty─, esta es la escalera que conduce a la biblioteca; hay
que tener cuidado, que ya entonces había mármoles de los peldaños que estaban rotos
y se desprendían con facilidad.
Comenzaron
a subir con prudencia, pisando huevos como quien dice, casi a tientas a la
tenue luz de las linternas, por la amplia escalera, agarrándose a la
polvorienta barandilla.
Y
entonces, sorpresivamente, desde la escalera mientras la iban subiendo, allí
abajo tras una puerta entrecerrada, a través de la rendija claramente
percibieron… «¡Luz!» exclamó Lechugueto; «sí, es cierto… ¡luz!» exclamó en baja
voz (como el otro) Kitty. «¿Crees que puede ser luz que venga de la calle,
Kitty?» «Imposible», susurró ella, «pues ese salón no tiene ventanas a la
calle… pero subamos, subamos a la biblioteca y puede que desde allí… bueno… ya
verá… vamos.»
54. YA ESTABAN ARRIBA,
en la
lóbrega biblioteca destartalada, donde el polvo y las telarañas se hermanaban
con los vetustos libros abandonados, en romántica estampa gótica.
─Recuerdo
─dijo Kitty mientras buscaba algo en el suelo con la luz de su linterna─ que
había un pequeño hueco, a través del cual podía verse la estancia de abajo, que
es el salón que antes hemos visto iluminado.
55. NO TARDÓ KITTY EN ENCONTRAR EL HUECO
y, a
través de él, nuestros amigos vieron algo que les dejó estupefactos. Sí,
aquella visión les dejó atónitos y boquiabiertos, paralizados. El corazón de
ella se aceleró, él tragó saliva. Sendos escalofríos recorrieron sus cuerpos.
Un sudor frío perló la frente de la joven. «¡Dios mío!», exclamó susurró Kitty.
«¡Córcholis!», susurró exclamó Lechugueto.
Sí: no
tardó Kitty en encontrar el hueco (no tanto ayudada por la linterna como por la
débil luz que de la grieta emanaba). Y sorprendente fue lo que vieron a su
través:
A la
luz de las velas (aquí, allá y acullá, candelabros iluminaban la amplia
estancia) Mich, en compañía de otros, estaba allí abajo (lujo caduco de viejos
muebles, polvo y telarañas), en una suerte de lóbrega fiesta de máscaras
(tristes, terroríficos, inquietantes disfraces).
Sí: A
la luz de las velas (aquí, allá y acullá, candelabros iluminaban el amplio
salón) Mich, en compañía de tristes, terroríficos, inquietantes enmascarados,
él el único sin máscara, estaba allí: lujo caduco de viejos muebles, polvo y
telarañas; y los licores (brillos de añeja cristalería: de cristal de Bohemia
las altas copas para el vino blanco rebosantes de absenta, whisky, anís o
coñac) sobre la suntuosa mesa carcomida. Y las viandas exquisitas sobre tan
espléndido y cochambroso mueble.
Pero
todo distinguíase confusamente a través del pequeño hueco. «Es mi hermano»,
susurró Kitty, «está raro, y toda esa gente… No sé qué le ha pasado a mi
hermano, Lechugueto, pero no es mi hermano… Vamos a bajar, Lechugueto, Mich…
no… no va a hacernos ningún daño.»
«Claro»,
repuso en voz baja Lechugueto, y, con poca convicción añadió: «¿por qué habría
de hacernos daño?, no hay ninguna razón para pensarlo… De acuerdo, Kitty, vamos
a bajar.»
56. CUANDO ENTRARON EN EL SALÓN,
todos
los allí presentes fijaron en ellos sus miradas. Al ver más de cerca a aquella
gente, Lechugueto empezó a pensar que había sido mala idea bajar allí. Kitty
hubiera querido decir «¡hermano!», correr hacia Mich y darle un abrazo, pero no
pudo. Se quedó ahí, a la puerta del salón, junto a Lechugueto, paralizada,
mirando a su hermano, esperando ver en él un gesto conocido. Pero en aquella
fría mirada, enmarcada por un ceño fruncido y unas acentuadas ojeras, no podía
reconocer a Mich, a pesar de que aquel, con su gélida presencia de sonámbulo
insomne, era, indudablemente, su hermano Mich. Mas la insensible mirada del
hallado hermano, que fijábase ora en Kitty, ora en Lechugueto, parecía querer
desmentir la evidencia: «¿eres realmente tú, Mich?», pensó Kitty.
También
todos los demás, todos aquellos seres inquietantes, tras sus antifaces,
máscaras o caretas, estáticos les miraban, tensos en su inmovilidad pétrea. Y
entonces, súbitamente, sorpresivamente, un gran reloj de pared cubierto de
telarañas, allá al fondo de la grande y tétrica estancia, marcó las doce y,
gravemente, comenzó a entonar las correspondientes campanadas; de tan
escalofriante sonido que parecían proceder del centro mismo del infierno. «Ese
reloj va muy adelantado», pensó Lechugueto.
57. ALGUNOS DE AQUELLOS SERES
Inquietantes
iban disfrazados de zombis; mas, ¿realmente estaban disfrazados?, porque, de
tratarse de disfraces, eran de un realismo sobrecogedor.
58. OTROS DE AQUELLOS SERES
Inquietantes
iban disfrazados de vampiros, mas, ¿realmente estaban disfrazados?, porque, de
tratarse de disfraces, eran de un sobrecogedor realismo como para helar la
sangre.
59. ENTONCES, COMO UN RELÁMPAGO,
Lechugueto
tuvo una intuición, que arraigó en su alma como una profunda convicción.
Aquellos seres inquietantes no permanecerían por mucho tiempo en su tensa
inmovilidad pétrea. Y entonces… «Hice bien en traer mi automática», pensó
Lechugueto. Pero bien sabía el reportero que, si aquellos seres eran lo que
parecían, de poco le iban a servir sus nueve cartuchos.
NOTA:
La automática de Lechugueto era una pistola MAS modelo 1950, de las fabricadas
en Saint Étienne.
60. ENTRE LOS DISFRAZADOS
estáticos
había un payaso, allí al fondo. Con ojos glaucos fijamente miraba desde su
rincón. Un poco de pintura y una falsa calva habían bastado (cabeza ladeada y
una afable sonrisa gélida) para transmutar el rostro de aquel circunstante en
máscara. Un chaquetón a cuadros demasiado amplio y poco más. Ni siquiera la
roja nariz esférica. Sí los zapatos desmesurados, acordes con la ropa holgada.
El
payaso de romántica sonrisa inquietante destacábase bien entre los
circunstantes; mas concordando con todos en su inmovilidad pétrea. Pero ni kitty
ni Lechugueto podían saberlo: tras el disfraz, tras la máscara, ocultaba su
verdadera identidad (cabeza ladeada y una afable sonrisa gélida) Juvenal
Sanfeliú Balaguer, el estudiante diligente (con diligencia aplicado a las
letras: predilecto de profesores próceres), el lírico joven de frente noble (y
ojos glaucos, añadimos ahora) que protagonizara un artículo (otoñal soledad en
el camposanto que cubríase ya de mórbidas penumbras) de nuestro amigo
Lechugueto.
«Ese
payaso no es trigo limpio», pensó Kitty (la mujer pirata: su disfraz y su
antifaz no habían impedido que su hermano la reconociera ipso facto).
61. FIESTA DE MÁSCARAS (continuación)
X. El payaso
Al ángulo del tedio la testa
abandonada,
entre los circunstantes (al
fondo en su rincón),
el payaso inquietante de la
sonrisa helada
estático nos mira (en el
amplio salón).
Con algo de pintura, calvicie
simulada,
un par de zapatones y el
amplio chaquetón
(ni siquiera la roja nariz
desmesurada)
vuélvese enigma un hombre tras
la niebla del clown.
Mas el autor conoce la
filiación sepulta;
la identidad secreta que el
bufo clown oculta
con grotescas penumbras de
albo y carmesí.
«Yo Sanfeliú me llamo, soy
joven y sensible;
en la bruma persigo una rima
imposible
que lo alienado torne en feliz
para sí.»
62. «Ese payaso no es trigo limpio»,
pensó
Kityy.
63. DOS
(entre
los disfrazados estáticos)
eran
(la
linda colombina tuvo un sueño…)
una
linda colombina y un romántico pierrot (ambos cogidos de la mano), inquietantes
sólo por su inmutable quietud extrema.
(La linda colombina tuvo un sueño: su atavío
otoñal no era fingido; ya no falaz disfraz, sólo un vestido; y al amo de su
amor (su dócil dueño, su gentil y galante enamorado que, disfrazado, era
comparsa en la gran farsa) Hipnos farsante (dios delirante) mutó también su
ser, y, cual espejo, su ropa de pierrot fue su reflejo.)
64. UNA
(entre
los vampiros estáticos)
era
una hermosa vampiresa, hierática cual maniquí de escaparate. Un antifaz de
terciopelo negro, que enmarcaba sus inexpresivos ojos azules, hacía juego con
su vestido de noche. Vampírico vestido de noche de terciopelo con escote alto y
pedrería, para ser más precisos.
(Aquel
que por Satán dejó su tumba, en un sueño nocturno te ha besado. Al tiempo que
susurraba en tu oído, quedo a quedo, palabras de dolorosa dulzura; en un idioma
para ti extraño: «De todas, tú, mujer, la más hermosa», no pudiste entender que
te decía. Luego, en aquella mañana triste de otoño, ahí, impresas en tu cuello
dos veces lívido ─una noticia aciaga en el espejo─ contemplaste ─el pavor en
tus ojos azules reflejado─ las fatídicas marcas. NOTA: “dos veces lívido”: por
ser pálido y por estar amoratado: se juega con la doble acepción de la
palabra.)
Lechugueto
(macronapias, gafas redondas ahora parcialmente cubiertas por el antifaz y coco
mondo y lirondo cubierto ahora ─en aquel ahora─ con su sombrero emplumado de
gato con botas) no reconoció a aquella que se ocultaba tras el antifaz, tras el
gótico disfraz.
(Los
lectores de este diario recodarán, seguramente, a aquella joven y hermosa mujer
de ojos azules que, besada en sueños por un vampiro, amaneció con las fatídicas
marcas. Pues el asunto, que hoy les trae este heraldo, continuación es de aquel
infausto y verídico drama. La joven de azulenca mirada ha desaparecido, sin
dejar rastro.)
65. UNO
(entre
los disfrazados estáticos)
era un
vampiro, más que Lugosi, Villarías (por las manos, de dedos no muy largos).
(NOSFERATU
a symphony of horror Carlos Villarías “DRÁCULA” con Lupita Tobar TOTALMENTE
HABLADA EN ESPAÑOL Bela Lugosi ─the original uncut versión! ─¡SCREAMY! RKO
CAPITOL theatre BELA LUGOSI IN PERSON─ en la tele y el cine le había fascinado
todo aquello─.)
Ni
Kitty ni Lechugueto podían saberlo: tras el antifaz ocultador, su verdadera
identidad ocultaba Tomás N. V., de cuya desaparición había escrito el propio
reportero.
(Si
tres días atrás dejábamos constancia de la misteriosa ausencia de aquella llorada
joven de ojos azules, hoy hemos de constatar otra desaparición, la de un mozo,
Tomás N. V., que falta del paterno domicilio donde mora. Y, en relación con el
asunto, otra constatación que, quizá, pueda ser relevante: de buena fuente
hemos sabido que el joven Tomás es un fan incondicional del subgénero ─ya sea
en cine o ya sea en novela─ de vampiros ─que, como bien sabe el lector, es
particular división del género de terror─. No es seguro, en cambio, que guste
el joven del susodicho género en historieta o cómic.)
66. FIESTAS INQUIETANTES (continuación)
XI. Tríptico polvoriento
En el salón longevo de los
muebles añosos,
entre seres horribles hay dos
seres hermosos.
La linda colombina y el
galante pierrot,
entretanto las doce marca el
reloj vetusto
que evoca ecos de toques de
tétrico regusto,
se cogen de la mano cual
frágil bibelot.
En la senil estancia que
cubren telarañas,
entre quienes se afean con
máscaras extrañas,
la hermosa vampiresa, inmóvil
maniquí,
tras aterciopelado breve
antifaz nocturno
(sacra sacerdotisa del signo
de Saturno)
escruta con sus ojos de
intenso azul turquí.
En el salón caduco, ajado y
polvoriento,
con trazas de vampiro de
rostro macilento
(más Villarías que Bela por su
constitución:
no muy largos sus dedos cual
el actor hispano)
─En la tele y el cine aspiró
un mundo insano─
el ausente (abolido) hace su
aparición.
67. SÍ:
Cuando
entraron en el salón, todos los allí presentes fijaron en ellos sus miradas. Al
ver más de cerca a aquella gente, Lechugueto empezó a pensar que había sido
mala idea bajar allí. Kitty hubiera querido decir «¡hermano!», correr hacia
Mich y darle un abrazo, pero no pudo. Se quedó ahí, a la puerta del salón,
junto a Lechugueto, paralizada, mirando a su hermano, esperando ver en él un
gesto conocido. Pero en aquella fría mirada, enmarcada por un ceño fruncido y
unas acentuadas ojeras, no podía reconocer a Mich, a pesar de que aquél, con su
gélida presencia de sonámbulo insomne, era, Indudablemente, su hermano Mich.
Mas la insensible mirada del hallado hermano, que fijábase ora en Kitty, ora en
Lechugueto, parecía querer desmentir la evidencia: «¿eres realmente tú, Mich?»,
pensó Kitty.
También
todos los demás, todos aquellos seres inquietantes, tras sus antifaces,
máscaras o caretas, extáticos les miraban, tensos en su inmovilidad pétrea.
Algunos
de aquellos seres inquietantes iban disfrazados de zombis; mas ¿realmente
estaban disfrazados?, porque, de tratarse de disfraces, eran de un realismo
sobrecogedor.
Otros
de aquellos seres inquietantes iban disfrazados de vampiros; mas ¿realmente
estaban disfrazados?, porque, de tratarse de disfraces, eran de un sobrecogedor
realismo como para helar la sangre.
Entre
los disfrazados estáticos había un payaso, allí al fondo («Yo Sanfeliú me
llamo, soy joven y sensible; en la bruma persigo una rima imposible que lo
alienado torne en feliz para sí.»): «Ese payaso no es trigo limpio».
Dos
(entre los disfrazados estáticos) eran (la linda Colombina tuvo un sueño…) una
linda colombina y un romántico pierrot (ambos cogidos de la mano, inquietantes
sólo por su inmutable quietud extrema.)
Una
(entre los vampiros estáticos) era una hermosa vampiresa, hierática cual
maniquí de escaparate (Aquel que por Satán dejó su tumba, en un sueño nocturno
te ha besado).
Uno
(entre los hemoglobínicos estáticos) era un vampiro, más que Lugosi, Villarías
(por las manos, de dedos no muy largos): en realidad Tomás N. V., de incógnito
(el ausente, abolido, hace su aparición).
NOTA:
Hemoglobínico: Que es adicto a las hemoglobinas (cual el alcohólico lo es al
alcohol).
68. SÍ:
Entonces,
como un relámpago, Lechugueto tuvo una intuición, que arraigó en su alma como
una profunda convicción: Aquellos seres inquietantes no permanecerían por mucho
tiempo en su tensa inmovilidad pétrea. Y entonces… «Hice bien en traer mi
automática», pensó Lechugueto. Pero bien sabía el reportero que, si los seres
espectrales (muertos vivientes: zombis o vampiros: mayoría entre los
¿disfrazados? estáticos eran lo que parecían, de poco le iban a servir sus
nueve cartuchos.
QUEDÓ
DICHO: La automática de Lechugueto era una pistola MAS modelo 1950, de las
fabricadas en Saint Étienne.
69. Y LO QUE TENÍA QUE OCURRIR OCURRIÓ:
Uno de
los estáticos (elegante frac negro, polvoriento como su sombrero de copa),
saliendo bruscamente, súbitamente, de su inmovilidad cuasi letárgica, alto y
grave cual circunspecto ciprés, extendió su brazo cuan largo era señalando, con
su huesudo dedo índice, a Kitty y a Lechugueto, al tiempo que, crispado su
blanco rostro cadavérico (ante la impasibilidad de Mich) gritaba:
─¡MATADLOS!
E
instantáneamente (horror de horrores) varios zombis y dráculas respondieron a
la voz de mando de aquel imponente ser que, si no era Papá Sábado, el Barón
Samedi en espectral persona, tratábase entonces del más convincente disfraz que
hubiérase visto nunca del velador de la necrópolis.
Todo
sucedió entonces a velocidad de vértigo.
Uno de
los zombis, el más rápido (esos cuando quieren son rápidos) de tres que se
habían abalanzado hacia Kitty, recibió ¡PLAF! un contundente patadón (¡caray
con la chica!) que, con maestría y agilidad, propinó ella saltando en el aire
con su esplendorosa vestimenta de mujer pirata: faldones de la casaca que
flotan en el aire enrarecido de la amplia estancia, por el impulso del rápido
movimiento, mostrando largas y bellamente contorneadas piernas estrechamente
ceñidas por ajustado pantalón: ¡Menuda sorpresa!: aquella mujer (tan sexi en su
postura de ataque) dominaba a la perfección la difícil técnica del kung fu.
¡Viva Kitty!
Simultáneamente
(¡ZIUMMM!: aceleración frenética) Lechugueto (raudos reflejos, capacidad de
reacción, defensa propia justificada) disparó ¡BANG! ¡BANG! contra uno que, ya
y en un tris transformado en murciélago, arremetía contra él con aviesas y
chupópteras intenciones (─¡Si quieres sangre búscate un trabajo decente! ─fue
la absurda frase que, al tiempo que descargaba su munición (dos balas de
nueve), farfulló (gato con botas pistola en ristre) el periodista intrépido.
Mas las balas (¡BANG! ¡BANG! dos de nueve) sólo consiguieron que el quiróptero
retrocediera, aturdida bestezuela (no, si al final tendrá que dar pena), un par
de metros: ¡Vende pistola y compra estaca, Lechugueto!
Simultáneamente (¡ZIUMMM!: aceleración
frenética) el zombi que recibió el patadón contundente retrocedió
desequilibrado chocando, en su descoordinada marcha atrás, con otro de los
zombis lanzados al ataque, cayendo ambos sobre una mesa atestada de copas,
botellas y viandas: ¡CATACLAC! Estrépito de cristales rotos, caos de polvo y
confusión, un candelabro que impacta contra el suelo con su cohorte de
telarañas y, por fin, la suntuosa cochambrosa carcomida mesa toda
aparatosamente volcándose ¡KATACRÁS! con estruendo. Y, a todo esto, Michy
impávido, impertérrito.
¡Que
no decaiga!
¡ZIUMM!
A la velocidad del rayo, con ágil salto que más parecía vuelo (atractiva pose
atlética de ataque en el aire polvoriento), lanzando un imponente grito ¡YAGH!
derribó Kitty (¡INCREÍBLE!), de una artística y marcial patada, a dos zombis
más y un vampiro. Para, acto seguido, golpeando con el otro pie (evolucionando
en el aire casi sin tocar el suelo), de un certero golpe de tacón (bota pirata)
lanzar literalmente por los aires a otro difunto viviente. Y, a todo esto, el
vampiro Villarías impávido, impertérrito.
¡BANG!
¡BANG! Lechugueto disparó (y van cuatro balas de nueve) contra un violento
hemoglobínico de ojos inyectados en sangre que se le venía encima y que, tras
recibir los impactos, retrocedió unos pasos con movimientos vacilantes para
luego, recuperando la estabilidad, volver a la carga con aún más furioso
ímpetu. «Esto no conduce a nada», pensó Lechugueto. Y, a todo esto, Mich
impávido, impertérrito.
Y, a
todo esto, el vampiro Villarías (Tomás N. V.) impávido, impertérrito.
Y, a
todo esto, el payaso de romántica sonrisa inquietante (allí al fondo) impávido,
impertérrito.
Y, a
todo esto, la linda colombina y el romántico pierrot impávidos, impertérritos.
Y, a
todo esto, la hermosa vampiresa (hierática cual maniquí de escaparate)
impávida, impertérrita.
Y
Kitty lo sabía.
Y
Lechugueto lo sabía.
No
había futuro para ellos en tan desigual contienda. ¿Cómo acabar con esos
androides andrajosos, con esos lívidos dandis si su ultramundana esencia es
inmune a balas y patadas?
(Y, a
todo esto, Barón Samedi impávido, impertérrito, expectante).
Entonces,
en el calor de la contienda, una idea como un relámpago acudió a la mente de
Lechugueto.
«No
pierdo nada con intentarlo», pensó el intrépido reportero. Y, de un buen salto,
subióse sobre una mesa para desde allí, a voz en grito, dirigiéndose al
impávido, impertérrito Mich, exclamar:
─¡Mich,
tenemos el libro, tu libro, “Los de ultratumba”, lo hemos recuperado tu hermana
y yo; abrimos la caja fuerte de tu padre y allí estaba; sí, Mich, créeme, el
libro nunca fue destruido, nunca fue quemado. Y ahora el libro retorna. Para
ti, Mich!
70. AL ESCUCHAR AQUELLAS PALABRAS,
el
rostro de Mich súbitamente se transfiguró por completo. Su fría, imperturbable
expresión, dio paso a la expresión de extrañeza, de asombro, del que, de
súbito, despierta de una larga pesadilla. En efecto, Mich, que miraba con ojos
muy abiertos, casi de espanto, a un lado y a otro, parecía no saber, o apenas
saber, qué lugar era aquel en que se encontraba, quiénes eran aquellos seres
que le circundaban, qué hacía allí su hermana, en marcial postura de ataque,
rodeada de aquellos andrajosos zombis (zombis de pronto paralizados como
estatuas, en grotescos momentos dinámicos como petrificados)… «¡Hermana, Kitty…
eres tú!»
71. ─¡Hermana, Kitty, eres tú! ─exclamó
Mich
con lágrimas en los ojos.
Y
entonces aconteció lo inenarrable (que a pesar de todo intentaré narrar, claro
está):
De
pronto, zombis, vampiros (excepto el vampiro Villarías y la hermosa vampiresa)
y otros tipos raros que no se sabía ni lo que eran, además del Barón Samedi, empezaron
como a difuminarse, a desvanecerse, como si una niebla que sólo les afectara a
ellos, pero no a su entorno, les envolviera. Al poco habían desaparecido por
completo.
72. En el salón quedaron:
Kitty
y Mich, con emoción estrechados en un intenso abrazo.
Lechugueto,
con su disfraz de gato con botas.
El
vampiro Villarías, o sea, Tomás N. V., totalmente desconcertado: «¿Cómo he
llegado aquí?»
La
hermosa vampiresa, con idéntico desconcierto.
El
payaso romántico (allí al fondo) con cara de susto.
Y, por
último, la linda parejita: La colombina, presa de un ataque de risa (excitación
nerviosa) y el pierrot, tratando de tranquilizarla (Lo que conseguiría después
de un rato: ─¿Ya te encuentras mejor? ─Sí, sí… gracias).
73. MIENTRAS…
en
otro lugar de la ciudad, en una modesta tasca ubicada en cualquier calle de
incierta localización, un hombre, único parroquiano, libre ya de disfraz,
solitario en una mesa ahí en la esquina, se deleitaba con su buen vaso de vino
tinto, tras haber dado cuenta de la escasa tapa de calamares a la romana (ahora
sólo un plato vacío sobre la pringosa mesa de madera. En tanto el dueño, ajeno
a la presencia del taciturno cliente, seguía con indiferencia un programa de
televisión; daban “¡Señoras y señores!” y, en este momento, actuaba uno de esos
conjuntos de música yeyé entonces en boga.
─Qué
música más alienante y, a pesar de su ritmo loco, más adormecedora ─pensó Juan,
el único cliente, el solitario del vaso de vino tinto en la mesa ahí en la
esquina, en la tasca perdida.
Luego,
como un soniquete trascendido a mantra, masculló una y otra vez, cual
repetitiva oración monótona, una frase que toda la noche habíale rondado en la
cabeza: «ya sólo trapero, nunca más obrero».
Afuera,
en los más diversos lugares de la ciudad, continuaba la fiesta.
Afuera
persistía la lluvia.
Afuera,
en un callejón ignoto, bajo la lluvia abandonado, un mono de obrero y un
antifaz. El cónico sombrero ya no estaba allí; rodó un buen rato y luego, a
flote sobre un charco, se perdió, haciendo eses como un beodo, callejón abajo
hacia las densas sombras.
74. FIESTAS INQUIETANTES (continuación)
XII. En un charco a la deriva.
Bajo la lluvia,
El cónico sombrero
Busca las sombras.
FIN